Recuerdos de una joven sobreviviente húngara

Me llamo Judith Nemes. Me pidieron que compartiera con ustedes mi propia historia y la de mi familia durante la Segunda Guerra Mundial.

En primer lugar, querría decir algunas palabras para situar mi experiencia y la de mis padres. Durante el siglo XX, una gran cantidad de judíos húngaros estaban bastante asimilados. La mayoría hablaba húngaro en sus casas y usaban el alemán como segunda lengua. Algunas familias conocían aún el ídish, pero era solo una minoría. En las grandes ciudades, algunos habían cambiado incluso sus apellidos de resonancias alemanas por apellidos húngaros, mientras seguían practicando el judaísmo. Entre las dos guerras mundiales aumentaron los matrimonios mixtos, en particular de judíos que vivían en Budapest, la capital, o en las otras grandes ciudades del país.

Si bien había antisemitismo en Hungría antes del siglo XX, los judíos no fueron perseguidos allí entre las dos guerras mundiales, salvo algunas excepciones, hasta mediados de los años 1930. Después de la Primera Guerra Mundial, el nacionalismo se acentuó y dio lugar a un auge del fascismo húngaro. Desde mediados de los años 1930, se dictaron leyes antisemitas cada vez más discriminatorias que les prohibían a los judíos la práctica de ciertas profesiones, el acceso a puestos altos, a las universidades e incluso, más tarde, la posesión de algunas propiedades o empresas.

Durante la regencia de Miklós Horthy (1920-1944), el gobierno adoptó medidas antisemitas, pero solo empezó a asesinar sistemáticamente y a deportar a los judíos húngaros en 1944. El Partido de la Cruz Flechada, una formación fascista virulenta, tomó el poder a principios de 1944, en momentos en que el régimen nazi ejercía un control directo sobre Hungría. Sus miembros asesinaron a decenas de miles de judíos húngaros, entre ellos, algunos fueron ejecutados a orillas del Danubio. Además de esto, deportaron a judíos a los campos de la muerte. En apenas siete semanas, entre mayo y julio de 1944, 437.000 judíos húngaros fueron asesinados. Al final de la guerra, el número de víctimas judías en Hungría se elevó a alrededor de 550.000.

Se calcula que solo entre 150.000 y 200.000  judíos húngaros sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial. Además de Raoul Wallenberg, el heroico diplomático sueco que salvó a decenas de miles de judíos, muchos cristianos escondieron judíos y ayudaron a muchos, entre ellos a mí, a salvarse.

Nací con el nombre de Judith Neuman (Nàyman) en 1941, en una familia judía húngara de clase media. La familia de mi madre se había radicado en 1911 en Transilvania, que en esa época formaba parte de Hungría. Eran personas fuertemente asimiladas. Mi padre provenía de una familia muy modesta de una ciudad vecina. Había sido criado por un tío que no tenía hijos. Ese tío era un próspero vendedor de plumas y lo inició en ese negocio. Mis padres se habían mudado separadamente a Budapest y allí se conocieron. En esa época, mi padre era un comerciante de plumas que tenía bastante éxito.

Hasta donde yo sé, habíamos vivido ingenuamente bajo un régimen cada vez más restrictivo y antisemita hasta 1943. En 1943, mi padre tuvo que renunciar a la propiedad de su empresa y ponerla a nombre de un amigo no-judío. Como la mayoría de los demás hombres judíos, fue obligado a realizar trabajos forzados. Esas tareas consistían, en el caso de mi padre, en trabajar en las minas o incluso con militares como un hombre no armado para hacer “trabajos sucios”.  Poca gente sabe que decenas de miles de hombres judíos húngaros murieron realizando esos trabajos forzados o como consecuencia de ello.

Mi padre fue enviado a Bor, en el norte de Serbia, uno de los peores campos de trabajo del Régimen. Como era un hombre muy simpático, tuvo la suerte de que le asignaran un trabajo en la superficie: esto pudo haber contribuido a su supervivencia. En el otoño de 1944, el ejército soviético y los partisanos yugoslavos se estaban acercando y los nazis obligaron a todos los hombres todavía sanos a emprender una marcha hacia Alemania. Mi padre siguió haciendo trabajos forzados en un campo de concentración alemán llamado Dora y más tarde, en otro llamado Flossenbürg. No eran campos de exterminio propiamente dichos, pero las condiciones difíciles, los golpes y la falta de alimento agotaron a muchos hombres, que, al dejar de ser aptos para el trabajo, fueron enviados a campos de exterminio.

A principios de 1945, los nazis obligaron a los detenidos, seres esqueléticos que apenas lograban sobrevivir, a caminar hacia los pocos campos que quedaban. Bergen Belsen era uno de esos infiernos. Mi padre llegó a ese campo hacia el final de la primavera de 1945, poco antes de su liberación. Como muchos otros, estaba al límite de sus fuerzas, pero tenía una enorme voluntad de vivir. Dos de sus hermanas habían logrado sobrevivir: una de ellas, proveniente del campo de Auschwitz, también había estado en Bergen Belsen. Ella me contó varias veces cómo los dos se habían reencontraron allí, en el momento de la liberación. Un hombre consumido, calvo e irreconocible con su ropa hecha jirones la había abordado, llamándola por su nombre. Ella le preguntó: “¿Quién es usted?”. Y él respondió: “¡Soy tu hermano!”

Después de la liberación, mi padre pasó varios meses en recuperación en un hospital británico. Él y su hermana llegaron juntos a Budapest en octubre de 1945. Uno de mis primeros recuerdos más conmovedores es el día en que regresó mi padre. Estábamos en la casa de su tía cuando sonó el timbre. Yo tenía cuatro años y fui a abrir la puerta. Solo guardo recuerdos visuales de ese importante acontecimiento. Pero me contaron que en ese momento dije: “¡Papá, te reconozco!” Lo había reconocido por las fotos. Ya se había recuperado un poco en esa época, y aunque estaba muy delgado, había recobrado su aspecto. Descubrí hace muy poco tiempo por qué no había regresado de inmediato con nosotros. Como muchos otros, tenía miedo de ir directamente a su casa: miedo de lo que podía encontrar o de lo que no encontraría, porque muchas personas volvieron a sus casas y vieron que su familia había desaparecido o había sido diezmada.

Mi madre y yo habíamos seguido viviendo en nuestro apartamento hasta el verano de 1944, cuando obligaron a todos los judíos que quedaban a ir a los apartamentos designados como “casas judías”, y algunos, más tarde, al ghetto de Budapest. Nosotras vivíamos en un apartamento de dos habitaciones junto con otros trece miembros de la familia. Conservo fragmentos de recuerdos de nuestra vida en esa época, que le parecía interesante a una niña de tres años, porque había muchas personas alrededor.  Pero eso no duró. En el otoño de 1944, deportaron a mi madre. Anticipando esto, ella me había enviado a la casa de la madre de mi tía cristiana, la esposa del hermano de mi padre. Estuve escondida en la casa de esta mujer durante varias semanas, hasta que mi madre pudo escapar de una manera que describiré más adelante. Guardo aún los recuerdos muy dolorosos de una criatura que se despierta llorando pidiendo por su madre. Supongo que mi tía abuela me aseguraba que volvería pronto, pero seguramente eso no bastaba.

Mi madre fue deportada cuando los nazis ya no tenían suficientes trenes o camiones para transportar a esa pobre gente a los campos de exterminio. En vez de eso, obligaron a decenas de miles de personas a caminar hacia Austria o más lejos. Mi madre encontró a algunos judíos que realizaban trabajos forzados para el ejército: estos lograron comunicarse con ella y algunas otras personas y decirles que debían hacer todo lo posible por huir. Ellos sabían perfectamente qué les esperaba. Ayudaron a mi madre y a otras dos mujeres a esconderse en un pozo y luego las albergaron en un pajar. Incluso convencieron a un oficial húngaro que estaba de licencia y regresaba a su casa de Budapest en auto para ver a su madre, que llevara a las tres mujeres, disfrazadas de campesinas, pagándole su servicio. Mi madre había convencido a ese oficial diciéndole que no podía pagarle antes de llegar a destino y recuperar algunas joyas que había escondido allí. Le dijo que en todo caso siempre podría entregarlas a algún miembro de la Cruz Flechada o a un nazi.

No recuerdo los detalles, pero me dijeron que cuando volvió a su casa, mi madre consiguió comprar documentos de identidad falsificados. Estos incluían certificados de bautismo que nos daban, a ella y a mí, nombres húngaros diferentes, que no sonaban judíos. Tuve que aprender un nuevo nombre. Al parecer, me dijeron que si lo olvidaba, mi mamá volvería a partir. Supongo que fue una motivación muy poderosa para recordarlo. Vi esos certificados de bautismo: yo era Judith Elizabeth (Erzsébet) Bazso. En ellos decía que proveníamos de una parte del este de Hungría que en ese momento estaba a punto de caer en manos de los soviéticos. Luego, mi madre y yo fuimos a la casa de una de sus primas, viuda de un oficial húngaro no-judío: una ventaja de su matrimonio mixto. Los vecinos no sabían nada sobre su origen. De esa época, tengo algunos vagos recuerdos de bombardeos,  de tener que escondernos en el sótano, etc.

De modo que los tres hemos sobrevivido, así como una buena parte de mi familia ampliada de Budapest, salvo dos tíos. En cambio, los miembros de nuestra familia que vivían fuera de la capital no tuvieron esa suerte. Casi todos murieron.

Mi padre era un hombre fuera de serie. A pesar de todos los sufrimientos, nunca perdió su actitud positiva, su confianza en las personas y su naturaleza generosa. En el caso de mi madre, fue más difícil. La mayor parte de su vida estuvo dominada por un síndrome de estrés postraumático y ansiedad, sobre todo al envejecer.

Como psicóloga clínica, especializada en traumas psicológicos, entiendo desde el punto de vista científico las implicaciones de esas horribles experiencias de guerra. Soy lo que se llama una “joven sobreviviente”, es decir que tenía menos de dieciocho años al finalizar la guerra. También soy hija de sobrevivientes. Comprendo personalmente sus implicaciones.

Sin embargo, a pesar del enorme peso psicológico que los sobrevivientes cargaron y siguen cargando, su resiliencia y su ingenio me siguen asombrando. Ellos pueden ser un modelo y una enseñanza para muchos de nosotros.

Sé también que entre los no-judíos hubo muchas víctimas inocentes, en ambos lados de esta terrible guerra. Vemos que una gran cantidad de personas han pagado, y siguen pagando, un precio físico y psicológico muy alto en muchos otros conflictos y genocidios que hemos presenciado desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Desgraciadamente, el mundo no aprendió.

 

Editorial remarks

Discurso pronunciado en la Conmemoración Cristiana de la Shoah en la iglesia luterana St. Angar de Montreal, el 12 de abril de 2015. Judith Nemes es psicóloga clínica, especializada en estrés traumático.
Traducción del francés: Silvia Kot