La educación después de Auschwitz

La primera exigencia en toda educación es que Auschwitz no se repita nunca más. Su prioridad frente a cualquier otra es tal, que no creo deber ni poder explicarla con argumentos.

La educación después de Auschwitz

No puedo entender que se le haya prestado tan poca atención hasta hoy. Explicar esto tendría algo de monstruoso, ante la monstruosidad de lo sucedido. Sin embargo, el hecho de que se haya tomado tan poca conciencia de esta exigencia y de los interrogantes que plantea, revela que esa monstruosidad no ha penetrado bastante en la mente de los hombres, y eso es en sí mismo un síntoma de que, en lo que se refiere al estado de conciencia e inconsciencia de éstos, la posibilidad de la repetición aún permanece. Cualquier debate sobre ideales de educación es insignificante e insustancial frente a esto: que Auschwitz no se repita.

Aquello fue la barbarie, contra la cual toda educación dirige sus esfuerzos. Se habla de la amenaza de recaer en la barbarie. Pero no es una amenaza: Auschwitz fue esa recaída. Y la barbarie subsistirá mientras perduren en lo esencial las condiciones que produjeron aquella recaída. Precisamente, esto es lo terrible. La presión social sigue pesando, aunque hoy se oculta el peligro. Arrastra a los hombres a lo indescriptible, a aquello que en una escala histórico-universal llegó a su punto máximo con Auschwitz. Entre las ideas de Freud que, sin duda, pueden aplicarse a la cultura y a la sociología, una de las más profundas es, a mi juicio, que la civilización engendra por sí misma la anti-civilización, y la refuerza cada vez más. Debería prestarse mayor atención a sus obras El malestar en la cultura y Psicología de las masas y análisis del yo, precisamente en relación con Auschwitz. Si la barbarie está instalada en el principio mismo de la civilización, entonces la lucha contra ella tiene algo de desesperado.

Cualquier reflexión sobre la manera de impedir la repetición de Auschwitz es oscurecida por la idea de que debemos tomar conciencia de ese carácter desesperado, si no queremos caer en los lugares comunes idealistas. Sin embargo, debemos intentarlo, sobre todo porque la estructura básica de la sociedad, así como sus miembros, son hoy los mismos que hace veinticinco años. Millones de inocentes –calcular las cifras o regatear acerca de ellas es indigno del hombre– fueron sistemáticamente exterminados. Nadie tiene derecho a invalidar este hecho como si hubiera sido un fenómeno superficial, una aberración en el curso de la historia, irrelevante frente a la tendencia general del progreso, de la ilustración, del presunto avance de la humanidad. El solo hecho de que tuviera lugar es una expresión de una tendencia social extraordinariamente poderosa. Que sucediera es por sí solo una expresión de una tendencia social extraordinariamente poderosa. Y aquí mencionaré un hecho que, en forma significativa, apenas parece ser conocido en Alemania, aunque proporcionó el material para un best-seller como Los cuarenta días del Musa Dagh de Franz Werfel. Ya en la Primera Guerra Mundial, los turcos –el movimiento llamado de los Jóvenes Turcos, dirigido por Enver Pachá y Taleat Pachá– asesinó a más de un millón de armenios. Al parecer, las más altas autoridades militares y del gobierno de Alemania se enteraron de la matanza, pero guardaron un estricto silencio al respecto. El genocidio hunde sus raíces en la resurrección del nacionalismo agresivo que se desarrolló en muchos países desde finales del siglo XIX. Por otro lado, no se puede negar que el invento de la bomba atómica, capaz de aniquilar literalmente de un solo golpe a centenares de miles de personas, pertenece al mismo contexto histórico que el genocidio. El brusco crecimiento de la población suele denominarse hoy “explosión demográfica”. Es como si la fatalidad histórica preparara contra-explosiones para frenar la explosión demográfica: la matanza de pueblos enteros. Esto es sólo para indicar hasta qué punto las fuerzas contra las que hay que actuar son las del curso que sigue la historia mundial.

Como la posibilidad de transformar las condiciones objetivas, es decir, las sociales y políticas, en las que esos hechos encuentran su caldo de cultivo, es hoy extremadamente limitada, los intentos por impedir la repetición de Auschwitz se reducen necesariamente al aspecto subjetivo. Con esto me refiero también, en lo esencial, a la psicología de las personas que hacen tales cosas. No creo que sirva de mucho apelar a valores eternos, frente a los que quienes son proclives a tales crímenes se limitarían a encogerse de hombros. Tampoco creo que sirva de mucho aludir a las cualidades positivas de las minorías perseguidas. Las raíces deben buscarse en los perseguidores, no en las víctimas, exterminadas con los más miserables pretextos. Lo urgente y necesario es lo que en otra oportunidad he llamado, en este sentido, el retorno al sujeto. Hay que sacar a la luz los mecanismos que hacen a los seres humanos capaces de tales atrocidades, hay que mostrárselos a ellos mismos, hay que tratar de impedir, despertando una conciencia general sobre tales mecanismos, que las personas vuelvan a ser de ese modo. Los asesinados no son los culpables, ni siquiera en el sentido sofístico y caricaturesco en el que muchos quisieran presentarlo hoy. Los únicos culpables son los que, en forma irracional, descargaron sobre ellos su odio y su agresividad.

Esa irracionalidad es lo que se debe combatir: hay que disuadir a las personas de golpear hacia afuera sin reflexionar sobre sí mismas. La educación podría tener sentido sobre todo como una educación para la autorreflexión crítica. Pero como, de acuerdo con los conocimientos de la psicología profunda, los caracteres, en general, incluso los de quienes perpetran tales crímenes en edad adulta, se forman en la primera infancia, la educación llamada a impedir la repetición de esos hechos monstruosos tendrá que concentrarse en ella. Ya he mencionado la tesis freudiana sobre el malestar de la cultura. Pero esto llegó aún más lejos de lo que Freud supuso, sobre todo porque con el correr del tiempo, la presión civilizatoria que él observó se ha multiplicado hasta lo insoportable. Y con ello, las tendencias explosivas sobre las que llamó la atención han adquirido una violencia que él apenas pudo prever. El malestar en la cultura tiene, con todo, un lado social: algo que Freud no ignoró, aunque no lo investigara concretamente. Puede hablarse de la claustrofobia de la humanidad en un mundo dirigido, una sensación de encierro dentro de un ambiente totalmente socializado, tejido como una tupida red. Cuanto más tupida es la red, más se procura escapar, y al mismo tiempo, su espesor es lo que precisamente impide la salida. Esto refuerza la furia contra la civilización, una furia que se vuelve violenta e irracionalmente contra ella.

Un esquema confirmado por la historia de todas las persecuciones es que la ira se dirige contra los débiles, sobre todo contra los que son percibidos como socialmente débiles, y a la vez –con razón o sin ella– como afortunados. Sociológicamente, incluso me atrevería a añadir que nuestra sociedad, a la vez que se integra cada vez más,

alimenta en su seno tendencias a la descomposición. Son tendencias que, ocultas bajo la superficie de la vida ordenada, civilizada, están muy avanzadas. La presión de lo general dominante sobre todo lo particular, sobre las personas individuales y las instituciones particulares, tiende a desintegrar lo particular e individual, así como su capacidad de resistencia. Junto con su identidad y su poder de resistencia, las personas pierden también las cualidades gracias a las cuales serían capaces de oponerse a lo que eventualmente pudiera tentarlos de nuevo al crimen. Quizás apenas sean ya capaces de ofrecer resistencia si los poderes establecidos los conminan a reincidir, si esto ocurre en nombre de un ideal en el que creen a medias o incluso no creen ya en absoluto.

Al hablar de la educación después de Auschwitz, hablo de dos áreas: en primer lugar, la educación en la infancia, sobre todo en la primera, y luego, una ilustración general llamada a crear un clima espiritual, cultural y social que no permita una repetición, es decir, un clima en el que los motivos que llevaron al horror se hagan en cierto modo conscientes.

No pretendo, como es lógico, esbozar el plan de una educación de este tipo, ni siquiera en líneas generales. Pero querría señalar al menos algunos puntos neurálgicos. Con frecuencia se ha responsabilizado –en Estados Unidos, por ejemplo– a la característica docilidad alemana frente a la autoridad, por el nacionalsocialismo, e incluso por Auschwitz. Considero esta explicación demasiado superficial, aunque entre nosotros, como en muchos otros países europeos, los comportamientos autoritarios y la autoridad ciega subsisten, por cierto, mucho más tenazmente de lo que parece aceptable en condiciones de democracia formal. Hay que admitir más bien que el fascismo y el terror que éste alentó, guardan íntima relación con la decadencia de los viejos poderes establecidos del Imperio, que fueron derrocados y abatidos antes de que las personas estuviesen psicológicamente preparadas para autodeterminarse. No se mostraron a la altura de la libertad que les cayó del cielo. Por eso, las estructuras de la autoridad adquirieron esa dimensión destructiva y –por así decirlo– demencial que antes no tenían, o al menos no mostraban. Si vemos cómo la visita de tal o cual soberano que ya no cumple ninguna función política efectiva hace entrar aún en éxtasis a poblaciones enteras, tendremos buenas razones para sospechar que el potencial autoritario es aún hoy mucho más fuerte de lo que nos imaginamos. De todos modos, quiero subrayar explícitamente que el retorno o el no retorno del fascismo no es, en lo esencial, una cuestión psicológica, sino social. Si me detengo tanto en los aspectos psicológicos, es sólo porque los demás aspectos, más esenciales, quedan en buena medida fuera del ámbito de la educación, y más aún, de la intervención del individuo.

Con frecuencia, personas bienintencionadas, que no desean que aquello vuelva a ocurrir, aluden al concepto del vínculo. En efecto, el hecho de que las personas ya no tengan vínculos sería responsable de lo ocurrido. Y, de hecho, la pérdida de autoridad, una de las condiciones del terror sádico-autoritario, está relacionada con eso. Al sentido común normal le parece razonable invocar ciertos vínculos para contrarrestar, mediante un enérgico “No debes”, lo sádico, lo destructivo, lo desintegrador. Por mi parte, considero ilusorio esperar que la apelación a los vínculos, o incluso la exigencia de contraer otros nuevos, sirvan realmente para que el mundo y las personas mejoren. Se percibe de inmediato la falsedad de los vínculos que se exigen sólo para conseguir algo –aunque sea algo bueno–, sin que esos vínculos sean experimentados por las personas como sustanciales en sí mismos. Es sorprendente lo rápido que reaccionan hasta las personas más tontas e ingenuas cuando se trata de detectar las debilidades de los mejores. Con facilidad los llamados “vínculos” se convierten o bien en un símbolo de pertenencia –se los acepta para poder considerarse a sí mismo un buen ciudadano–, o bien generan un rencoroso resentimiento, es decir, lo contrario, en el aspecto psicológico, de lo que se esperaba de ellos. Están relacionados con una heteronomía, una dependencia de órdenes, de normas que no se justifican ante la propia razón del individuo. Lo que la psicología llama el super-yo, la conciencia moral, es reemplazado, en nombre del vínculo, por autoridades exteriores, facultativas, intercambiables, como ha podido observarse del modo más claro en la propia Alemania tras el derrumbe del Tercer Reich. Precisamente la disposición a pactar con el poder e inclinarse ante lo más fuerte, asumiéndolo como norma, es la actitud típica de los torturadores, una actitud que no debe volver a prevalecer. Por eso resulta tan fatal la invocación de los vínculos. Las personas que de mejor o peor grado lo aceptan, se ven reducidas a un estado de permanente necesidad de recibir órdenes. La única fuerza verdadera contra el principio de Auschwitz es la autonomía, si se me permite recurrir a la expresión kantiana: la fuerza de reflexionar, de autodeterminarse, de no entrar en el juego.

En una oportunidad tuve una experiencia muy perturbadora: en un viaje al lago de Constanza, leí en un periódico de Baden un comentario sobre la pieza teatral de Sartre Muertos sin sepultura, en el que se destacaban las cosas terribles que contenía la obra. Evidentemente, la obra le había resultado muy desagradable al crítico. Sólo que no explicaba su descontento refiriéndose a lo horrible del tema, que es el horror de nuestro mundo, sino que efectuaba una especie de inversión, según la cual, al contrario de una actitud como la de Sartre, que se ocupaba de semejantes asuntos, nosotros deberíamos mantener nuestra capacidad de apreciar cosas más nobles, de modo de no reconocer el sinsentido del horror. En una palabra: mediante su sofisticada palabrería existencial, el crítico quería sustraerse a la confrontación con el horror. En esto radica, en medida nada desdeñable, el peligro de que el horror se repita: en mantenerlo lejos de nosotros, e incluso rechazar y apartar con violencia a quien ose hablar del mismo, como si el culpable fuera él, por ser tan poco delicado, y no los criminales. [...]

Yo creo que la mejor manera de luchar contra el peligro de una repetición de Auschwitz es combatir la supremacía brutal de todas las formas de lo colectivo, fortalecer la resistencia contra ellas, sacando a la luz el problema de la masificación. Esto no es tan abstracto como suena, dada la pasión con la que especialmente muchos jóvenes de mentalidad progresista tienden a incorporarse a toda clase de grupos. Podemos empezar con el padecimiento que el grupo les inflige, sobre todo en el inicio, a quienes llegan a ser admitidos en sus filas. Pensemos simplemente en nuestras primeras experiencias de la escuela. Es preciso luchar contra todas las variantes de folkways, costumbres populares y ritos de iniciación que le causan dolor físico a un individuo –a menudo, hasta lo insoportable– como precio a pagar para sentirse integrante, miembro del colectivo. La maldad en costumbres tales como las Rauhnächte y el Haberfeldtreiben, así como en otras costumbres autóctonas del mismo tipo, constituye una prefiguración directa de los actos de violencia nacionalsocialista. No es casual que, en nombre de la “usanza” (Brauchtum) los nazis glorificaran y fomentaran tales atrocidades. La ciencia tiene aquí una importante tarea que realizar. Podría revertir drásticamente esa tendencia folklorizante –de la que los nazis se apropiaron con tanto entusiasmo– para terminar con la supervivencia de esas alegrías populares brutales y perversas.

Todo esto tiene que ver con un presunto ideal que también desempeñó en la educación tradicional un papel importante: el ideal de “ser duro”. Este ideal también puede invocar, en una forma bastante ignominiosa, sin duda, una expresión de Nietzsche, aunque éste quiso significar, en realidad, otra cosa. Recuerdo que, durante el juicio por los hechos de Auschwitz, el terrible Boger tuvo un arrebato que terminó en un panegírico de la educación para instaurar la disciplina mediante el rigor, la dureza. Sostuvo que era necesaria la dureza para producir el tipo de hombre que él consideraba correcto. El ideal pedagógico de la dureza en el que muchos pueden creer sin reflexionar, es totalmente falso. La idea de que la virilidad consiste en el más alto grado de resistencia al dolor fue durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que –como lo ha demostrado la psicología– tan fácilmente roza el sadismo. La ponderada dureza que debe inculcar la educación, significa, en realidad, indiferencia al dolor en cuanto tal. En ese sentido, no se distingue demasiado entre dolor propio y ajeno. La persona dura consigo misma se arroga el derecho de ser dura también con los demás, y se venga en ellos del dolor que no pudo manifestar, o que tuvo que reprimir. Se debe hacer consciente este mecanismo, y promover una educación que deje de premiar el dolor y la capacidad de soportar los dolores. En otras palabras: la educación debería tomar en serio una idea que de ningún modo es ajena a la filosofía: la angustia no debe reprimirse. Cuando no se reprima la angustia, cuando uno se permita tener tanta angustia como la realidad merece, entonces desaparecerá probablemente gran parte del efecto destructor de la angustia inconsciente y desviada.

Los hombres que se agrupan ciegamente en colectivos se transforman en una especie de materia, desaparecen como seres autónomos. Esto produce la disposición a tratar a los demás como masas amorfas. En La personalidad autoritaria encuadré a quienes actúan de este modo dentro del “carácter manipulador”, y lo hice, por cierto, en una época en que aún no eran conocidos el diario de Höss ni las grabaciones de Eichmann. Mis descripciones del carácter manipulador datan de los últimos años de la segunda guerra mundial. A veces, la psicología social y la sociología pueden construir conceptos que sólo más tarde se verifican empíricamente. La personalidad manipuladora –como cualquiera puede confirmarlo en las fuentes disponibles sobre esos dirigentes nazis– se distingue por su manía organizadora, su incapacidad para tener experiencias humanas directas, cierta ausencia de emoción, un realismo exagerado. Quiere, a toda costa, llevar adelante una supuesta política realista (Realpolitik), aunque sea ilusoria. Ni por un momento piensa o desea que el mundo sea distinto de lo que es, obsesionado por el afán de doing things, de hacer cosas, e indiferente al contenido de las acciones. Hace de la acción, de la actividad, de la así llamada efficiency como tal, un culto, que se refleja en la promoción del hombre activo. Si mis observaciones no me engañan –y muchas investigaciones sociológicas permiten la generalización–, este tipo se encuentra hoy mucho más difundido que lo que pudiera pensarse. Lo que en su tiempo ejemplificaron tan solo algunos monstruos nazis, hoy puede afirmarse de muchas personas: delincuentes juveniles, jefes de pandillas y otros similares, acerca de los que todos los días podemos leer noticias en los diarios. Si tuviera que reducir este tipo de carácter manipulador a una fórmula –tal vez no debiera hacerlo, pero ayuda a la comprensión–, lo calificaría como un hombre con una conciencia cosificada.

En primer lugar, tales hombres se identifican a sí mismos, en cierta medida, con cosas. Luego, cuando les es posible, identifican también a los demás con cosas. El término fertigmachen (acabar, terminar), tan popular en el mundo de los jóvenes patoteros como en el de los nazis, lo expresa con gran exactitud. La expresión describe a los hombres en el doble sentido de cosas terminadas o preparadas. La tortura es, en opinión de Max Horkheimer, una adaptación dirigida y, en cierto modo, acelerada, de los hombres a lo colectivo. Algo de esto subyace en el espíritu de la época, si es que todavía puede hablarse de espíritu. Me limito a citar las palabras de Paul Valéry, pronunciadas antes de la última guerra: la inhumanidad tiene un gran futuro. Es particularmente difícil rebatirlas cuando esta clase de individuos manipuladores, incapaces de vivir experiencias verdaderas, muestran por eso mismo una ausencia de reacción que los emparientan con ciertos enfermos mentales o caracteres psicóticos, esquizoides.

Para impedir la repetición de Auschwitz, me parece esencial aclarar, en primer lugar, bajo qué condiciones aparece el carácter manipulador, y luego, tratar de impedir, en la medida de lo posible, su surgimiento, mediante la modificación de esas condiciones. Quisiera hacer una propuesta concreta: que se estudie a los culpables de Auschwitz con todos los métodos de que dispone la ciencia, en especial, con un psicoanálisis prolongado, para descubrir, si es posible, cómo se desarrollan esa clase de individuos. Éstos podrían hacer algún bien, en contradicción con la estructura de su propia personalidad, al contribuir así a que tales cosas nunca vuelvan a suceder. Pero eso sólo podría lograrse si ellos quisieran colaborar en la investigación de su propia génesis. Podría resultar difícil, sin duda, inducirlos a hablar: de ninguna manera sería lícito aplicarles métodos parecidos a los empleados por ellos, con el fin de saber cómo llegaron a ser lo que son. Mientras tanto, dentro de su propio grupo –precisamente, en el sentimiento de que todos son viejos nazis que están juntos–, ellos se sienten tan a salvo que casi ninguno ha mostrado sentimientos de culpa. Sin embargo, es probable que existan también en ellos, o al menos en muchos de ellos, algunos puntos de abordaje psicológico que puedan llevar a modificar esa actitud: por ejemplo, su narcisismo o, dicho llanamente, su vanidad. Podrían sentirse importantes hablando de sí mismos sin impedimentos, como lo hizo Eichmann, quien, por cierto, llenó bibliotecas enteras con sus declaraciones. Por último, es posible que también en estas personas, si se cava suficientemente hondo, se encuentren vestigios de la antigua conciencia moral que hoy está, en general, en un estado de descomposición. Una vez conocidas las condiciones internas y externas que los convirtieron en lo que fueron –si puedo suponer hipotéticamente que, en efecto, es posible descubrirlas–, se pueden extraer ciertas conclusiones prácticas para evitar que esas condiciones se repitan. Si ese intento sirve o no de algo, sólo se verá cuando se lo emprenda: no quisiera sobrestimarlo. Recordemos que no se puede explicar a los hombres de manera automática a partir de determinadas condiciones. En condiciones similares, algunos individuos se desarrollan de una manera, y otros, de una manera diferente. No obstante, valdría la pena intentarlo. El solo hecho de formular esa clase de preguntas sobre cómo alguien se convirtió en lo que es, constituye un potencial de enseñanza. Pues ese desastroso estado de pensamiento consciente e inconsciente incluye la idea equivocada de que la propia manera de ser –el ser así y no de otra manera–, es natural, algo dado, inalterable, y no un devenir. He mencionado el concepto de conciencia cosificada. Ésta es, ante todo, una conciencia que se ciega respecto de todo devenir, de toda comprensión de los condicionamientos, y absolutiza lo que “es así”. Si se pudiera romper alguna vez este mecanismo coercitivo, creo que sin duda se habría ganado algo.

En relación con la conciencia cosificada, también debe analizarse en profundidad la relación con la técnica, y no sólo en los pequeños grupos. Esta relación es tan ambivalente como la del deporte, con el que, por lo demás, está relacionado. Por un lado, cada época produce las personalidades –tipos de distribución de energía psíquica– que necesita socialmente. Un mundo como el de hoy, en el que la técnica ocupa una posición clave, produce hombres tecnológicos acordes con ella. Y esto tiene ventajas: en su estrecho campo, ellos no se dejarán engañar fácilmente, y esto puede ampliarse a la situación general. Por otro lado, en la relación actual con la técnica hay algo excesivo, irracional, patógeno. Está vinculado con el “velo tecnológico”. Los hombres tienden a tomar la técnica por la cosa misma, a considerarla un fin en sí mismo, una fuerza con vida propia, y, por eso, a olvidar que ella es la extensión del brazo humano. Los medios –y la técnica es un conjunto de medios para la autoconservación de la especie humana– son fetichizados, porque los fines –una vida humana digna– han sido oscurecidos y extirpados de la conciencia de los hombres. Un planteo general, como el que acabo de hacer, puede servir para aclarar las cosas. Pero esta hipótesis es aún demasiado abstracta.

No se sabe con precisión cómo el fetichismo de la técnica se instala en la psicología de los individuos, ni dónde está el umbral entre una relación racional con la técnica y la sobrevaloración que finalmente lleva a que quien inventa un sistema de trenes para transportar con la mayor rapidez y la mayor eficiencia posibles a las víctimas a Auschwitz, olvide qué les ocurrirá a éstas allí. De este tipo, proclive a la fetichización de la técnica, se trata: para decirlo llanamente, de personas que son incapaces de amar. No decimos esto con un sentido sentimental ni moralizador, sino que describimos la deficiente relación libidinal que tienen con otras personas. Son individuos absolutamente fríos, que niegan en su fuero más íntimo la posibilidad de amar y rechazan el amor hacia otras personas desde el comienzo, aun antes de que se desarrolle. Y si queda en ellos algo de la capacidad de amar, lo vuelcan a los medios. Estas personalidades marcadas por los prejuicios y el autoritarismo, que analizamos en La personalidad autoritaria en Berkeley, ofrecen muchas pruebas al respecto. Un sujeto de experimentación –y esta expresión ya revela la conciencia cosificada– decía de sí mismo: I like nice equipment (me gustan los aparatos lindos), sin importarle de qué aparatos se tratara. Su amor estaba absorbido por cosas, por las máquinas como tales. Lo angustiante en todo esto –angustiante, porque luchar contra ello parece tan desalentador– es que esa tendencia coincide con la tendencia general de la civilización. Combatirla significa ir contra el espíritu del mundo: con esto no hago más que repetir algo que señalé al comienzo como el aspecto más sombrío de una educación contra Auschwitz.

Dije que esos hombres son fríos de una manera especial. Quisiera extenderme un poco acerca de la frialdad en general. Si este no fuese un rasgo fundamental de la antropología, es decir, de la constitución de los hombres, como existen realmente en nuestra sociedad, si éstos no fueran profundamente indiferentes hacia todo lo que les sucede a los demás, con excepción de unos pocos con los que están estrechamente vinculados, seguramente por intereses muy concretos, Auschwitz no habría sido posible, la gente no lo hubiera aceptado. La sociedad, en su forma actual –y sin duda, desde hace muchos milenios– no se funda, como se afirma ideológicamente desde Aristóteles, en la atracción, sino más bien en la búsqueda del propio interés, contra los intereses de los demás. Esto ha penetrado en el carácter de los hombres hasta lo más íntimo. Aquello que lo contradice, el impulso gregario de la llamada “lonely crowd”, la muchedumbre solitaria, es una reacción, un agruparse de gente absolutamente fría que no soporta su propia frialdad, pero que tampoco puede modificarla. En la actualidad, todas las personas, sin excepción, se sienten demasiado poco amadas, porque cada persona ama demasiado poco. La incapacidad de identificación con los otros fue sin duda la condición psicológica más importante para que pudiese suceder algo como Auschwitz entre personas más o menos civilizadas e inofensivas. Lo que se llama “simpatía política” fue en principio interés personal: defender el propio beneficio por sobre todas las cosas, y, simplemente para no correr ningún riesgo, cerrar la boca. Esta es una ley general del orden establecido. El silencio bajo el terror sólo fue su consecuencia. La frialdad de la unidad social, del competidor aislado, en cuanto indiferencia frente al destino de los demás, garantizó que sólo unos pocos reaccionaran. Los torturadores sabían esto, y lo pusieron a prueba una vez más.

Espero que se me entienda bien. No quiero predicar el amor. Considero inútil predicarlo: nadie tendría derecho a hacerlo, puesto que la falta de amor, como ya lo dije, es una falla de todos los hombres, sin ninguna excepción, tal como existen en la actualidad. La prédica del amor presupone en aquellos a quienes uno se dirige, una estructura de carácter diferente de la que se quiere cambiar. Esos mismos hombres a quienes se debería amar, son incapaces de amar, y, por lo tanto, no son, a su vez, de ningún modo, merecedores de amor. Uno de los mayores impulsos del cristianismo, no directamente idéntico a su dogma, fue el de extirpar la frialdad que todo lo penetra. Pero ese intento fracasó, seguramente porque dejó intacto el orden social que produce y reproduce esa frialdad. Es probable que la calidez entre las personas, que todos anhelan, nunca haya existido, salvo durante breves períodos y en grupos muy pequeños, quizá ni siquiera entre pacíficos salvajes. Los tan denostados utopistas lo han visto. Charles Fourier definió la atracción como algo que se debe establecer en primer lugar por medio de un ordenamiento social humano. Reconoció también que esa condición sólo será posible cuando no se repriman las pulsiones de los hombres, cuando se las exprese y se las libere. Si hay algo que puede proteger al hombre de la frialdad como condición de desastre, es la comprensión de las condiciones que determinan su surgimiento, y el esfuerzo por combatirlas, ante todo en el terreno de lo individual.

Podría pensarse que cuanto menos se es rechazado en la infancia, cuanto mejor se trata a los niños, mejores posibilidades tendrán. Pero también aquí amenazan las ilusiones. Los niños que no tienen la menor idea de la crueldad y la dureza de la vida, quedan mucho más expuestos a la barbarie en cuanto se alejan de su círculo de protección. Sin embargo, no se les puede pedir calidez a los padres que son ellos mismos productos de esta sociedad y llevan sus marcas. La exhortación a ofrecer más calidez a los hijos equivale a provocarla en forma artificial, y de ese modo, la niega. Tampoco se puede exigir amor en las relaciones profesionales, como las de maestro y alumno, médico y paciente, abogado y cliente. El amor es algo inmediato y, por esencia, está en contradicción con las relaciones mediatas. La exhortación al amor –sobre todo en la forma imperativa de que se debe amar– forma parte de la ideología que perpetúa la frialdad. Tiene un carácter obligatorio y opresivo, que actúa en contra de la capacidad de amar. En consecuencia, lo primero es que la frialdad adquiera conciencia de sí misma, de las condiciones que la engendran.

Para terminar, quisiera decir algunas palabras sobre las posibilidades de concientización de los mecanismos subjetivos en general, esos mecanismos sin los cuales Auschwitz no habría sido posible. Es imprescindible conocer esos mecanismos, y también los mecanismos estereotipados de defensa que bloquean la toma de conciencia. Quien aún diga en la actualidad que las cosas no fueron así, o que no fueron tan graves, en realidad defiende lo sucedido, y estaría sin duda dispuesto a contemplarlo como un espectador o a colaborar si algún día se repitiera. Aunque la instrucción racional –como la psicología lo sabe muy bien– no elimina los mecanismos inconscientes, refuerza al menos en el preconsciente ciertas instancias que se les oponen, y contribuye a crear un clima que desalienta lo extremo. Si la conciencia cultural en su conjunto comprendiera realmente el carácter patógeno de las tendencias que salieron a la luz en Auschwitz, tal vez los hombres controlarían mejor esas tendencias. También habría que despertar una conciencia sobre la posibilidad de desplazamiento de lo que se reveló en Auschwitz. Mañana podría tocarle el turno a otro grupo que no fuera el de los judíos, por ejemplo, los ancianos en general, a quienes todavía se les perdonó la vida durante el Tercer Reich, o los intelectuales, o simplemente los grupos disidentes. [...]

Toda la educación política debería centrarse en la idea de impedir que Auschwitz se repita. Esto sólo será posible si trata abiertamente ese problema, el más importante de todos, sin miedo de chocar con poderes establecidos de cualquier tipo. Para ello, la educación debería convertirse en sociología, es decir, enseñar sobre el juego de las fuerzas sociales que se mueven bajo la superficie de las formas políticas. Debería someterse a un tratamiento crítico, por ejemplo, un concepto tan respetable como el de “razón de Estado”: cuando se coloca el derecho del Estado por encima del derecho de los ciudadanos, se impone ya potencialmente el terror.

Walter Benjamin me preguntó una vez en París, durante su exilio, cuando yo todavía regresaba en forma esporádica a Alemania, si realmente aún había allí bastantes torturadores capaces de ejecutar órdenes de los nazis. Los había. Pero la pregunta tenía una profunda legitimidad. Benjamin percibía que los hombres que ejecutan, a diferencia de los asesinos de escritorio y de los ideólogos, actúan en contradicción con sus propios intereses inmediatos: son asesinos de sí mismos cuando asesinan a otros. Temo que las medidas que se puedan tomar en la educación, por elaboradas que sean, no logren evitar que vuelvan a surgir los asesinos de escritorio. Pero que haya hombres que, como sirvientes, ejecuten lo que les ordenan, con lo cual perpetúan su propia servidumbre y se degradan a sí mismos, que haya otros Boger y Kaduk, eso es algo que se podría tratar de impedir por medio de la educación y la ilustración.

Editorial remarks

Disertación emitida por Radio Hesse, Alemania, el 18 de abril de 1966.