Una teología “post-sustitutiva” del judaísmo después de Nostra ætate debe estar basada en la afirmación de que tras la venida de Cristo, los judíos siguen gozando de una relación de alianza con Dios: esta aserción debe combinarse de alguna manera con una dimensión salvífica universal propia del ministerio de Jesús. A la luz de esta realidad, me gustaría esbozar mi modelo personal de una nueva concepción teológica para hacerles justicia a estas dos afirmaciones centrales de la fe. Se empieza reconociendo que la separación de la Iglesia y la Sinagoga fue la conclusión de un proceso progresivo que se desarrolló durante varios siglos y no se estableció antes de la muerte de Jesús, ni tampoco a fines del siglo I de la era cristiana. Lo que designamos hoy con el término “cristología” surgió como parte de ese proceso, inicialmente en un contexto litúrgico.
Siguiendo a eruditos como Franz Mussner,[1] pienso que la cristología encarnacional es el enfoque más adecuado para una comprensión del acontecimiento de Cristo que le deja un espacio teológico legítimo al judaísmo. Aclaremos que hablo aquí desde el punto de vista de la teología cristiana. Los judíos podrían considerar con justa razón que ellos no necesitan una validación cristiana de su perspectiva creyente.
Al orientarme hacia una cristología encarnacional como fundamento de una perspectiva teológica contemporánea sobre las relaciones judeo-cristianas, rechazo dos posiciones clásicas de la historia cristiana: (1) Jesús como el cumplimiento de las profecías mesiánicas; (2) Jesús que derramó su sangre para lavar la culpa humana y la mancha del pecado original. Ninguna de estas dos opciones cristológicas logra realmente suscitar una actitud positiva hacia una alianza intacta para el pueblo judío después del acontecimiento de Cristo. Pero están tan profundamente arraigadas en la conciencia cristiana que no será fácil eliminarlas. Esto es especialmente cierto para las interpretaciones “mesiánicas” de la cristología, tan centrales en la liturgia cristiana. Sin embargo, Nostra ætate le dio a la Iglesia contemporánea la misión de elaborar una teología de las relaciones judeo-cristianas evitando el concepto de sustitución. Y no veo cómo podría asumir la Iglesia de hoy esa responsabilidad solemne a través de las cristologías “mesiánica” o de “redención por medio de la sangre”. Solo una cristología encarnacional abre caminos hacia ese objetivo. Los aspectos litúrgicos de este intento son arduos, pero algunos liturgistas como Liam Tracey, OSM, empezaron a conducirnos por ese camino.[2]
Mi actual enfoque de esta cristología retoma una gran parte de lo que ya he escrito sobre este tema.[3] Trabajando en el marco encarnacional y tomando en cuenta el desarrollo progresivo de una conciencia correspondiente en la primera Iglesia, persisto en decir que lo que se reconoció claramente y por primera vez gracias al ministerio y a la persona de Jesús fue el profundo vínculo entre humanidad integral y biografía divina. Esto significa también que cada persona humana forma parte de la divinidad. Cristo es el símbolo teológico (en el sentido más puro del término) que eligió la Iglesia para tratar de expresar esta realidad. Como lo afirman las capas más tardías del Nuevo Testamento, esa humanidad existía en Dios desde el principio. Así, diríamos con san Pablo que, en cierto modo, Dios no se hizo hombre en Jesús, sino que tiene desde siempre una dimensión humana. La humanidad era una parte integrante de Dios desde toda la eternidad. Sin embargo, el acontecimiento de Cristo fue decisivo para la plena manifestación de esa realidad en el mundo. En este sentido, yo me sentiría cómodo desde el punto de vista teológico con el término “transparente”: una imagen que lanzó Paul van Buren, pero que nunca hizo formalmente suya. Según esta perspectiva, la venida de Cristo le dio una mayor transparencia al vínculo entre Dios y el hombre.
Pero seamos claros: este punto de vista no consiste en asimilar a Dios con la totalidad de la humanidad. Sería desnaturalizar profundamente mi idea. A mi juicio, entre Dios y la comunidad humana persiste un abismo infranqueable para siempre. Además, a pesar del vínculo íntimo con Dios que nos es revelado gracias a la venida de Cristo, la humanidad sigue siendo consciente del hecho de que Dios es el supremo Creador de la vida, que comparte graciosamente con nosotros. Y esto tampoco significa que la manera en que la humanidad y la divinidad se unieron en Jesús no haya sido absolutamente singular. La humanidad nunca habría podido acceder a la plena conciencia de su vínculo definitivo con Dios sin la revelación explícita que le fue otorgada en la venida de Cristo. Aunque gracias a este acontecimiento, la humanidad hace la experiencia de una proximidad con el Dios Creador, nunca tendrá acceso a la misma intimidad con la naturaleza divina de la que gozó Jesús.
En cuanto a mis escritos anteriores, querría aportar aquí una corrección a mi insistencia de antaño sobre el uso que hace Jesús del término “Abba” como argumento en favor de esa nueva transparencia divina. Sigo creyendo que es posible apoyarse en el sentimiento de Jesús de una intimidad intensa con Dios como base de mi enfoque cristológico, pero el razonamiento que se refiere al término “Abba” que presentan teólogos como Edward Schillebeeckx está completamente superado en la actualidad.
Una segunda modificación consistirá en introducir la expresión “Reino de Dios” o “Reinado de Dios” de una manera más central en la articulación de mi concepción cristológica. Me convencieron sobre este punto en particular los argumentos que esgrimió Amy-Jill Levine, la coeditora de Jewish Annotated New Testament, en ocasión de un intercambio durante un seminario.[4] En su calidad de especialista judía del Nuevo Testamento, ella ve en el sentimiento de la presencia del Reino el aspecto más distintivo de la enseñanza de Jesús. Me parece convincente sobre ese punto. Pero iré más lejos, asociando esta idea en forma muy directa con mi concepción de Jesús como alguien que vuelve transparente el vínculo pleno entre humanidad y divinidad. La revelación de ese vínculo hace posible la proclamación del Reino como ya presente en medio de nosotros, aunque todavía no plenamente realizado. La presencia del Reino puede ser percibida al mismo tiempo en la conciencia humana y en la historia humana. Aquí me gustaría destacar que es importante considerar la historia y la conciencia como profundamente imbricadas: una realidad que, lo admito, necesitará más elaboración de mi parte a medida que desarrolle mis reflexiones cristológicas a la luz de la supresión de la teología de la sustitución.
La nueva transparencia concerniente a la presencia divina, que es, a mi juicio, el corazón de la revelación del acontecimiento de Cristo, no debe ser concebida como una concepción plena y total de la humanidad por sus propios medios. Por eso me refiero a R. Kendall Soulen y a su concepto de la absoluta centralidad de Dios en la historia y la creación, la marca distintiva del núcleo revelacional de la tradición judía de la Alianza.[5] No estoy seguro de que estas dos revelaciones centrales puedan fusionarse fácilmente. Sigo viéndolas en relación, cada una de ellas bendecida por Dios hasta el fin de los tiempos, ambas portadoras de un significado universal para el conjunto de la humanidad. Además, sigo tomando en cuenta la importancia que James Parkes le da a la comunidad como dimensión esencial del corazón de la alianza judía, aun cuando este aspecto debería desarrollarse más. Este es un punto sobre el que he insistido en mis escritos anteriores y al que sigo adhiriendo.
Me referiré ahora a algunos factores que influyen, a mi juicio, en el debate cristológico a la luz de nuestra nueva comprensión de los vínculos de la Iglesia con el pueblo judío. Una contribución importante para la reinterpretación por parte de la Iglesia del sentido de la venida de Cristo en el contexto de los encuentros judeo-cristianos contemporáneos aparece en un documento publicado en 2001 por la Pontificia Comisión Bíblica del Vaticano, precedido por una introducción favorable del cardenal Joseph Ratzinger, en ese momento prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de cuya jurisdicción dependía la publicación en última instancia. Editado con un mínimo de publicidad, ese texto abre varias pistas nuevas al subrayar la importancia decisiva de la venida de Cristo, dejándole un espacio teológico al judaísmo.
A pesar de algunas limitaciones en su forma de presentar al judaísmo posbíblico, este documento contribuye notoriamente al desarrollo de una nueva concepción cristológica constructiva en el contexto de la continuidad de la inclusión judía en la Alianza.
Su primera afirmación consiste en decir que las esperanzas mesiánicas judías no son vanas. Aunque hubiera sido deseable que los autores lo afirmaran de un modo más directo, esta aserción representa un avance importante con respecto al pensamiento cristiano tradicional. La declaración contrasta, en efecto, con el punto de vista clásico según el cual las profecías mesiánicas solo pueden ser auténticamente comprendidas en el contexto del acontecimiento de Cristo. El documento de la Pontificia Comisión Bíblica agrega que los textos mesiánicos que figuran en las Escrituras hebreas representan una interpretación fidedigna de la redención humana. Tenemos aquí los gérmenes del reconocimiento por parte de los biblistas cristianos de un camino distintivo para los judíos hasta el fin de los tiempos, que ya hemos encontrado en los escritos del cardenal Walter Kasper. Dice el documento: “Si ellos [los judíos] siguen su propia conciencia y creen las promesas divinas tal como las comprendían en su propia tradición, concuerdan con el plan de Dios”.[6]?
La Pontificia Comisión Bíblica agrega otra afirmación interesante que encierra un importante potencial para una nueva teología de las relaciones judeo-cristianas. Se refiere al Mesías escatológico como a Aquél que debe venir y tendrá los rasgos que los cristianos ya vieron y reconocieron en Jesús, que vino y permanece en la Iglesia. Aunque la ventana abierta por esta aserción para una teología cristiana renovada sobre el pueblo judío es quizás estrecha, parece que se puede encontrar un espacio para un punto de vista que considere que un reconocimiento del Mesías escatológico por parte de los judíos no necesita expresarse en el lenguaje cristológico específico del cristianismo. Quizás estemos leyendo en el texto más de lo que sus autores quisieron decir, pero quiero sugerirlo al menos como una posible interpretación. Aunque forma parte del Consejo Pontificio para la Doctrina de la Fe, la Comisión Bíblica no tiene como misión desarrollar temas teológicos.
No cabe duda de que esta concepción de caminos integrados pero distintos para los judíos y los cristianos en su trayecto hacia el cumplimiento escatológico suscitará muchos debates en los próximos años. Pero, a mi juicio, representa la apertura más importante para una teología que reemplazaría a la teología de la sustitución de la Iglesia a Israel.
Estamos todavía en una etapa muy precoz del proceso de reforma de la cristología en el contexto del diálogo judeo-cristiano. Es lo que afirma el cardenal Walter Kasper.[7] El enfoque clásico de la teología de la sustitución debe ser definitivamente rechazado, pero el esfuerzo de construir una cristología alternativa toca el nervio mismo de la identidad teológica cristiana. El proceso de una reformulación exige entonces necesariamente prudencia, y llevará mucho tiempo. En las tradiciones creyentes, las identidades profundas no se pueden cambiar fácilmente. Como cristianos, quizá no lleguemos nunca al punto en que nuestras afirmaciones cristológicas nos lleven a una teología del pluralismo que coincidan completamente con las afirmaciones de fe fundamentales del judaísmo o de otra religión mundial. Sin embargo, creo que tenemos la obligación de seguir ahondando en esta cuestión porque en nuestro mundo globalmente interconectado, el entendimiento interreligioso no se limita simplemente al campo de las ideas teológicas, sino que tiene repercusiones directas en la vida de las personas dentro de su comunidad.
Partiendo de los documentos oficiales y de los escritos de teólogos que hemos mencionado, llegamos, en mi opinión, a varios componentes clave de una teología reformulada de las relaciones judeo-cristianas. El primero es el concepto de caminos particulares hacia la salvación/la redención para cada comunidad: caminos que permanecen ligados y no son totalmente distintos. Esto parece preferible a la idea que se sostuvo durante mucho tiempo de una perspectiva de alianza “simple” o “doble”. En este sentido, las relaciones judeo-cristianas deben ser consideradas sui generis en términos de relaciones interreligiosas. Pero debe primar la prudencia. Este punto de vista se apoya en el análisis propuesto por el cardenal Walter Kasper, en el cual afirmaba que los judíos están en la Alianza y poseen una revelación autentica desde un punto de vista cristiano.[8] Pero su visión presenta algunos límites, porque tiende a definir las relaciones judeo-cristianas principalmente en los términos de las Escrituras hebreas. Sabemos, sin embargo, que el judaísmo bíblico sufrió profundos cambios en el tiempo de Jesús y en la época anterior. El erudito judío Reuven Firestone subrayó fuertemente ese aspecto.[9] El judaísmo del tiempo de Jesús, que se convirtió en una parte integrante de la herencia teológica cristiana, fue más allá de los parámetros del judaísmo bíblico en muchos terrenos, de modo que no podemos reconstruir la relación teológica de la Iglesia con el pueblo judío exclusivamente sobre la base de la revelación bíblica.
En mi perspectiva teológica actual, siempre en evolución, sobre las relaciones judeo-cristianas, que tiende a erradicar definitivamente la teoría de la sustitución, sostengo que los judíos no deberán adoptar explícitamente el lenguaje cristológico, ni siquiera en el final de los tiempos, como parte de su redención. Mostraré entonces con mayor claridad que el cardenal Kasper que las dos vías distintas se encuentran en un pie de igualdad. El camino cristiano no es intrínsecamente superior al camino judío. Esta parece ser la consecuencia de la aserción de la Pontificia Comisión Bíblica según la cual las reivindicaciones mesiánicas judías no son vanas. En última instancia, hay una sola Alianza, porque la presencia de Dios en la humanidad y en toda la creación autoriza los dos caminos escatológicos distintos.
Junto con san Pablo, querría abogar en favor de una “novedad” significativa de dimensiones universales en la revelación de Cristo, como lo afirmó el cardenal Kasper. La “novedad” se basa ampliamente en un enfoque encarnacional de la cristología, en el cual la humanidad pudo entrever, con una transparencia más grande que nunca antes, el vínculo íntimo entre ella y Dios. Una cristología fundada en el concepto de Jesús cumpliendo las profecías mesiánicas, o la que se basa en el concepto de Cristo “purificando” a la humanidad de todo pecado al derramar su sangre en el Calvario, deja poco o ningún espacio para crear una teología constructiva de las relaciones judeo-cristianas, capaz de eliminar definitivamente la teoría de la sustitución. Debemos seguir sondeando el terreno para ver si esa clase de conciencia encarnacional encuentra algún eco en la teología judía. Hace algunos años, la respuesta del lado judío habría sido un rotundo “no”. En ese momento, la cristología era el muro impenetrable que separaba al judaísmo y al cristianismo. Pero algunos eruditos judíos han comenzado a ablandar un poco ese muro. Michael Wyschograd, Elliot Wolfson, Benjamin Sommer y Daniel Boyarin empezaron a buscar signos de cierta conciencia encarnacional en el judaísmo del tiempo de Jesús.{10}?
Un libro reciente de Shaul Magid, que enseña actualmente en la universidad de Indiana en Bloomington, es particularmente interesante en ese aspecto.{11} El autor sostiene que existe cierto sentido de la encarnación en el judaísmo jasídico, no sin señalar diferencias significativas con el concepto cristiano. Considera sin embargo que el jasidismo no inventó ese concepto, sino que retomó una perspectiva claramente perceptible en el judaísmo de los primeros siglos de nuestra era, que los rabinos posteriores ocultaron cuando el cristianismo empezó a dominar en Europa.
Durante el largo proceso de separación del cristianismo de su matriz original judía y el surgimiento progresivo de distintas concepciones de la redención, el cristianismo se transformó en una comunidad proveniente en general de la gentilidad, sin demasiada consideración por sus raíces judías. Su perspectiva teológica principal, incluyendo la cristología, fue reformulada en gran medida en categorías filosóficas y lengua griegas. Resultado: la Iglesia perdió totalmente el contacto con algunas perspectivas teológicas enraizadas en la Torá que había compartido al principio con el judaísmo. Durante sus viajes misioneros, san Pablo luchó sin demasiado éxito por mantener esos vínculos. Como lo afirma John Gager, ese fracaso se debió a que el autor de los Hechos de los Apóstoles reorientó la perspectiva paulista alejándola del judaísmo. El judaísmo también preserva una revelación distintiva arraigada en la historia y la creación: lo que Kendall Soulen caracterizó con razón como la marca específica de la tradición judía de la Alianza.{12} Los cristianos deberán recuperar esa revelación judía como parte de la completud escatológica.
No es fácil fusionar los núcleos judíos y cristianos de la revelación. Por ese motivo, hablo de caminos particulares. Creo que durante la era pre-escatológica, seguirán avanzando uno al lado del otro, ambos “bendecidos” por Dios hasta el fin de los tiempos. Esto no es todavía un nuevo modelo teológico general, pero es mi reacción ante algunas cuestiones que dejó sin respuesta el cardenal Walter Kasper. Sin duda, deberemos completarlo, sobre todo en el aspecto que ofrece una posibilidad de abrir las relaciones judeo-cristianas esencialmente inclusivas a un modelo pluralista más amplio, aunque sin ponerlo en peligro. Esta tarea se vuelve más crucial en un momento en que el cristianismo se universaliza y crece en Asia y África. Como lo formulé recientemente en una exposición en Hong Kong, esto tal vez sea posible si nos concentramos en una cristología espiritual.