Una crítica a la Declaración del Vaticano
sobre el Holocausto
Robert Anderson
Aunque en el título se la califica meramente como "Una reflexión", es, como documento de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, la Declaración católica oficial sobre la Iglesia y el Holocausto. Como tal, merece atención mundial y, en mi opinión, un análisis.
Se trata sin duda de una presentación hábilmente construida, cuidadosamente redactada y delicadamente calibrada. En casi cualquier otro contexto, estos atributos serían loables. Lamentablemente, en este contexto no lo son. A continuación, trataré de fundamentar lo que podría parecer un juicio severo e ingrato.
En una de las secciones centrales y más extensas de la Declaración, concretamente en "Las relaciones entre judíos y cristianos", encontramos la afirmación de que fueron "algunas interpretaciones del Nuevo Testamento relativas al pueblo judío en su conjunto" las que incitaron en tiempos muy lejanos, a "grupos de cristianos exaltados que asaltaban templos paganos, a hacer en algunos casos lo mismo con las sinagogas". Luego siguen estas palabras del papa Juan Pablo II: "En el mundo cristiano —no digo de parte de la Iglesia en cuanto tal—, algunas interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento con respecto al pueblo judío y a su supuesta culpabilidad han circulado durante demasiado tiempo..."
Lo que aquí se dice, en primer lugar, es que no existe en el Nuevo Testamento en sí mismo ningún rastro de esos sentimientos antijudíos que provocaron y alimentaron la animosidad que tan trágicamente dividió a ambas comunidades, la judía y la cristiana. La fuente no es el texto mismo del Nuevo Testamento sino más bien "algunas interpretaciones" que surgieron entre miembros de la Iglesia. Es decir que, según ese párrafo, las interpretaciones "erróneas e injustas" que aparecieron en "el mundo cristiano", no fueron "de parte de la Iglesia en cuanto tal".
En primer lugar, uno se pregunta si es posible evitar dar una interpretación no antijudía a esos textos del Nuevo Testamento que con tanta fuerza involucran a "los judíos" en la muerte de Jesús, y que con la misma fuerza propagan el concepto de un juicio divino y un rechazo hacia ese mismo pueblo.
La dificultad no debería ser presentada como si sólo proviniera de "algunas interpretaciones" de parte de ciertos miembros de la Iglesia. La época en que surgieron las Escrituras específicamente cristianas estaba plagada de argumentaciones y contraargumentaciones, acusaciones y contraacusaciones. Lo sorprendente y por cierto imposible hubiera sido un Nuevo Testamento exento de esa polémica permanente y esa aspereza de coyuntura. La manera en que el Nuevo Testamento fue interpretado a través de los siglos no es meramente responsabilidad de algunos miembros, sino de "la Iglesia en cuanto tal".
Esta es ciertamente la característica más desconcertante del documento: su tendencia a atribuir a "la Iglesia en cuanto tal" todas las acciones buenas y nobles, y echar la culpa por la trágica historia de las relaciones entre los judíos y los cristianos a "los errores de los hijos e hijas de la Iglesia". Entre estos últimos se encontrarían presumiblemente los de rango episcopal como Juan Crisóstomo de Antioquía y Melitón de Sardes, que vilipendiaban a los judíos en sus sermones pascuales, y otros, como Ambrosio de Milán, que desafió a un emperador en apoyo de una "turba cristiana" que destruyó una sinagoga. La lista podría seguir y seguir hasta un punto en que esta cuestión no pudiera dejar de plantearse. ¿Quiénes son culpables, los miembros, los obispos o "la Iglesia en cuanto tal"?
Esta misma tendencia a reconocer y desconocer, se encuentra también en la forma en que el documento trata hechos más cercanos a nuestra propia época. Un ejemplo pertinente es lo que dice —y no dice—sobre el pogrom de noviembre de 1938, llamado "La noche de los cristales" (Kristallnacht). Se hace referencia a la actitud valiente de Bernhard Lichtenberg, preboste de la Catedral de Berlín, quien elevó oraciones públicas por la población judía de su país. Pero nada más se dice sobre aquel encarnizado ataque contra los judíos, cuyo resultado fue mucho, mucho más que "cristales rotos". Aparte de la destrucción de propiedades y la depredación de sinagogas, unos 30.000 judíos fueron enviados a campos de concentración. El documento omite rápidamente la respuesta de "la Iglesia en cuanto tal", por la simple razón de que no hubo respuesta: solamente hubo, como en muchos casos de la historia pasada y reciente, silencio. Si se hace la distinción entre la Iglesia y sus "hijos e hijas" equivocados, ¿por qué no distinguir también entre la Iglesia y sus individuos virtuosos? Porque fue a título personal como actuó el preboste Lichtenberg en aquel momento y más tarde, en su experiencia de la prisión y, en 1943, su muerte en tránsito a Dachau. ¿Hasta qué punto fue apoyado por la Iglesia? Esta es una pregunta interesante.
Es cierto, como lo señala el documento, que ya en febrero de 1931, algunos obispos de la Iglesia germana condenaron "el nacionalsocialismo, con su idolatría de la raza y del Estado". También es cierto que la encíclica Mit brennender Sorge (1937), más o menos sobre el mismo tema, provocó "ataques y sanciones contra miembros del clero", pero buscaríamos en vano alguna declaración formal, en ese momento o más adelante, que pudiera interpretarse como un inequívoco apoyo a los judíos en cuanto tales. La reacción oficial se limitó a los judíos convertidos al catolicismo. La preocupación principal de la Iglesia Católica, como la de las Iglesias Protestantes, era el avance del Estado sobre las prerrogativas de la Iglesia. A las autoridades católicas parecía resultarles imposible referirse a los judíos como judíos. Repetidamente los incluían en la amorfa categoría de "todas las razas y todos los pueblos".
Cualquiera que conozca el papel desempeñado por la Iglesia y sus líderes durante el período nazi, se sorprenderá sin duda de que el documento mencione, y en forma elogiosa, al Cardenal Bertram, arzobispo de Breslavia y presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, mientras que pasa por alto al valiente arzobispo Preysing de Berlín, cuya incesante lucha contra el Estado fue combatida y a menudo obstaculizada por el Cardenal.
Es comprensible que un documento de esta naturaleza y longitud deba ser selectivo en el uso del material. Pero cuando esa selección le da al lector desprevenido una apreciación incorrecta de los hechos y actitudes de aquellos tiempos, debe ser cuestionada. Una de las actitudes que debilitó la respuesta de la Iglesia durante el período nazi fue la del Cardenal Bertram, el eclesiástico de mayor rango de Alemania. Es difícil entender acciones como los saludos de cumpleaños que todos los años enviaba a Hitler, salvo, quizá, como expresión de esperanza de que una autoridad católica del Estado desconociera lo que realmente estaba sucediendo en el Tercer Reich y sus territorios ocupados. Mientras tanto, muchos católicos, sacerdotes y laicos, ayudaron y protegieron a judíos, y fueron a engrosar el número de quienes poblaron los campos de concentración, de donde muchos no volvieron. ¿Quiénes representaron realmente a la Iglesia?
Otra de las secciones importantes del documento trata sobre el "antisemitismo nazi y la Shoah". Al comienzo se señala correctamente que es preciso hacer una distinción entre el antisemitismo racial nazi y lo que "llamamos antijudaísmo". Allí se plantea que "conviene preguntarse si la persecución del nazismo con respecto a los judíos no fue facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en la mente y en el corazón de algunos cristianos". Como respuesta, se le recuerda al lector la complejidad del tema, y los "múltiples influjos" que existían. Eso es cierto. No obstante, uno hubiera esperado que se dijera algo en ese punto sobre el indudable peso que tuvo el antijudaísmo teológico y personal en la enseñanza y la prédica cristianas durante muchos siglos, y la manera en que eso moldeó las actitudes, y a menudo adormeció las conciencias no sólo del pueblo cristiano común, sino de muchos líderes eclesiásticos y teólogos. ¿Y qué diremos de las consecuencias de oír durante siglos que los judíos, como tales, serían responsables de la muerte de Jesús? ¿Qué diremos del hecho de haber oído una y otra vez que la perfidia de los judíos habría provocado el rechazo divino y su sustitución por parte del Verdadero Pueblo de Dios, la Iglesia? Seguramente, como lo sugiere la declaración, la respuesta "debería darse caso por caso", pero de todos modos, ¿no es demasiado fácil dejar las cosas así?
Nada se dice en el documento sobre algunas bases comunes entre la Iglesia y el Estado nazi, por ejemplo, su común oposición al bolchevismo. Tampoco se menciona un serio dilema que enfrentaba la cúpula de la Iglesia en esa época: la incertidumbre sobre el grado de apoyo al régimen nazi que existía entre los propios miembros de la Iglesia, incluso antes de que estallara la guerra.
En una larga nota al pie, se incluyen reacciones judías positivas a "la sabiduría de la diplomacia del Papa Pío XII". Es improbable que esta sea la última palabra sobre el tema.
En la sección final de la declaración, "Mirando juntos hacia un futuro común", hay palabras que advierten a todos los católicos —en realidad, a todos los cristianos— sobre la necesidad del arrepentimiento al reflexionar sobre el Holocausto. Sin embargo, de alguna manera, la distinción efectuada y demasiado convenientemente utilizada, entre "la Iglesia en cuanto tal" y "las faltas de sus hijos e hijas" se sigue manteniendo, y así persiste también mi propio sentimiento de inquietud. Se encuentran allí, por supuesto, expresiones como "profundo respeto y gran compasión", "nuestro dolor por la tragedia" y "conciencia de los pecados del pasado"; pero permanece en pie una pregunta insistente. Quizá no sea más que la pregunta de alguien que, a la luz de otras declaraciones de la Iglesia Católica, esperaba mucho más. La pregunta es: ¿Se dijo todo lo que debería haberse dicho?