Un mensaje para un mundo moderno secularizado

La hermana Geneviève Comeau, del Centre Sèvres de París, plantea la pregunta: ?¿Qué mensaje podemos darle juntos, judíos y cristianos, al mundo moderno secularizado??

Un mensaje para un mundo moderno secularizado

Me siento muy feliz y muy honrada por haber sido invitada a hablar en este coloquio. El tema de mi intervención, “¿Qué mensaje podemos darle juntos, judíos y cristianos, al mundo moderno secularizado?” amplía el espacio de nuestra propia tienda de campaña, llevándonos hacia otras personas fuera de nosotros mismos. Esto me alegra, pues es una señal de que los últimos cincuenta años de nuestro diálogo común nos han enseñado la solidaridad y la responsabilidad hacia todos los seres humanos.

Una palabra para presentarme y decir desde dónde hablo. Provengo del Viejo Continente (por lo tanto, la mayoría de mis referencias serán europeas: espero que me disculpen por ello); provengo de un país, Francia, donde históricamente el antisemitismo ha sido virulento, pero no menos fuerte ha sido el coraje de muchos justos que arriesgaron sus vidas para salvar judíos durante la segunda guerra mundial.

Viajé bastante fuera del Viejo Continente. Estuve tres años en África Occidental, pasé dos temporadas de varias semanas en Israel. Y sobre todo, lo más determinante para mí, un año en Nueva York, en el Seminario Teológico Judío, en la Universidad y en el Seminario Rabínico del movimiento judío conservador, también llamado massorti. La experiencia de este encuentro fue decisiva. Participé en forma regular de los oficios de la sinagoga: esto constituyó un gran alimento espiritual para mí. Me comunicaron el sentido de la majestad y de la santidad de Dios. El Shabbat le daba ritmo a mi semana: día de alabanza y de descanso, día de celebración. Día de gozosas invitaciones a las casas de diferentes personas, o día para estudiar y compartir textos bíblicos con otros. Lo que pude saborear gracias a la liturgia es como el símbolo de lo que viví durante ese año: tratar de entender al otro desde adentro. Por lo general, sólo conozco al otro a través de mi propio sistema de referencias. Pero ese año, al vivir y estudiar en un mundo religioso que no es el mío, traté de entender al otro a partir de su propio universo.

Descubrí así la importancia y la alegría del estudio, las abundantes argumentaciones del Talmud, la belleza de la Halakha. El judaísmo no es la religión de la ley, como se ha dicho demasiado a menudo, sino la religión de la interpretación incesante y la elaboración de la ley.

Durante ese año que pasé en Nueva York, se operó una transformación en mí. Ahora no veo al judaísmo solamente como la raíz del cristianismo, sino como una realidad viva, contemporánea, construida durante dos milenios de tradición rabínica, cuyo universo cultural, cuya manera de argumentar y cuestionar, son en cierto modo impenetrables para los cristianos. A partir de la separación del primer siglo, el judaísmo y el cristianismo han seguido sus propios caminos. Pero al llegar la modernidad, se produjeron entrecruzamientos: la exégesis crítica, por ejemplo, ha sido -y sigue siendo- un desafío y una tarea, tanto para los judíos como para los cristianos. En los últimos cincuenta años se multiplicaron los encuentros, y nos descubrimos con sorpresa tan cercanos y tan lejanos.

El judaísmo y el cristianismo han contribuido al nacimiento del mundo moderno

¿Qué tenemos para decir juntos, entonces, al mundo moderno secularizado? En primer lugar, sostengo que nosotros mismos vivimos en este mundo secularizado y formamos parte de él. No estamos enfrente, para entregarle un mensaje proveniente del exterior. El judaísmo y el cristianismo están inmersos en el movimeinto de la modernidad; más aún: han contribuido al movimiento de la modernidad. Hago mía la intuición de Emile Durkheim y de Max Weber (a principios del siglo XX), que desarrollaron Marcel Gauchet y Jürgen Habermas, cada uno a su manera: la modernidad es un proceso de racionalización y de diferenciación. Al comienzo hay una visión mítico-religiosa, globalizante, totalizadora, holista, en que todos los fenómenos están unidos entre sí en una perspectiva religiosa. Luego se desarrolla el pensamiento científico. El arte se vuelve autónomo y deja de estar integrado al ámbito religioso. La moral y el derecho también se vuelven autónomos, se separan de la religión: aparece una ética profana. Así, las componentes de la cultura se diferencian y se hacen autónomas: nace la modernidad, es decir, una visión descentralizada y diferenciada del mundo. A esto corresponde el desarrollo del pluralismo democrático.

Tanto el judaísmo como el cristianismo concuerdan con una visión del mundo descentralizada y diferenciada, porque son religiones de la interpretación, y no de la literalidad. La interpretación es la apertura a varios posibles, el rechazo a una verdad única, terminada. Desde luego, al decir esto, estoy señalando a qué clase de comprensión del judaísmo y del cristianismo me refiero. No todos están de acuerdo con esto. Podremos discutirlo.

Sostengo que el judaísmo y el cristianismo reconocen una pluralidad interna de interpretaciones -cosa que todavía no hace el islam-, y por lo tanto, se llevan bien con la modernidad. Rechazan el fijismo, aunque algunas corrientes dentro del judaísmo y del cristianismo lo sostienen, cuando dicen: “Esto se hizo siempre así”. Aceptan una lectura histórica y sociológica de su propia tradición, aun sabiendo que esa clase de lectura no dice todo sobre una religión. Aceptar una mirada histórica y sociológica es reconocer que la tradición judía y la tradición cristiana tienen una historia, sufrieron cambios, una evolución, debidos en parte a los factores sociales y culturales de cada época. Uno de los signos de la pertenencia de pleno derecho del judaísmo y del cristianismo a la modernidad, es su aceptación de una exégesis crítica de sus textos fundadores. Por cierto, esta aceptación no cae de su peso, y todavía encuentra resistencias. Pero en la actualidad existe ya un gran consenso para decir que, si Dios habló en la Biblia “a la manera humana” (Concilio Vaticano II), si “la Torah habla el lenguaje de los humanos” (Talmud), es legítimo estudiar ese texto con todos los medios críticos de los que disponen los seres humanos.

Modernidad y posmodernidad

Segunda reflexión sobre el tema que estoy abordando: ¿es suficiente decir que este mundo en el que vivimos es un mundo moderno secularizado? Yo creo que la realidad es más compleja. Mi hipótesis es que estamos al mismo tiempo en la modernidad y en la posmodernidad. Hablar de posmodernidad no es decir que la modernidad desapareció, sino que se han producido cambios sustanciales. Quedaría por definir los términos. Ya hablé de la modernidad. En cuanto a la posmodernidad, simplemente empleo esta expresión porque es cómoda para describir ciertos fenómenos. ¿Por qué decimos “pos”? Porque la modernidad ha decepcionado, en muchos de sus aspectos. La razón, tan importante para la modernidad, produjo en el siglo XX muchos desvíos: la autodestrucción de la razón misma, hasta llegar a los totalitarismos del siglo XX. La creencia en el progreso también llevó a callejones sin salida y decepciones, uno de cuyos aspectos es la crisis ecológica. El individualismo, producto del antropocentrismo moderno, amenaza vaciar de contenido a la democracia. En cuanto a la diferenciación en los campos de valores, pudo llevar a endurecimientos y dicotomías nefastas; de ahí la atracción que ejerce hoy la espiritualidad holista como fuente de unificación. Podríamos seguir con la lista de las decepciones de la modernidad.

Se puede entender la posmodernidad como una reacción contra esos frutos amargos de la modernidad. Decir reacción no es decir retroceso a un estado pre-moderno, pre-crítico (sería imposible), sino una actitud diferente. Se habla mucho, por ejemplo, del “retorno de la religiosidad”, esa religiosidad que habría sido socavada por la modernidad, y que ahora estaría volviendo al centro de la escena. Según los sociólogos, existe un “supermercado de bienes religiosos”, donde cada uno recoge lo que le interesa y se arma una creencia. La pertenencia concreta a una institución es cada vez más escasa. Se desarrollan muchas “espiritualidades”; bajo este término se encuentra un poco de todo: psicología, deseo de “sentise bien”, chamanismo... La posmodernidad es también la era de las religiones sin Dios. Se propaga un ateísmo práctico y blando, no forzosamente combativo: para vivir y para vivir bien, no hace falta un Dios. Más que un “retorno de la religiosidad”, se trata más bien de una recomposición de lo religioso, en que las espiritualidades sin Dios sucederían a las grandes tradiciones monoteístas, y podrían definirse como una especie de neopaganismo: fusión con la naturaleza y el cosmos, redescubrimiento de energías ocultas... pero también hipersacralización del yo: una búsqueda de uno mismo, bajo el nombre de búsqueda de lo religioso.

El monoteísmo: una manera de ver al ser humano

Aquí hago mi tercera reflexión, la más importante, con la que llego finalmente al núcleo del tema: en este contexto, los judíos y los cristianos tenemos que desplegar todas las riquezas, a menuda desconocidas por nuestros contemporáneos, de la fe monoteísta. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y de Jesús de Nazareth, nos hace salir, por medio de su palabra que llama, de nuestro cómodo egoísmo, y nos lleva hacia los demás, hacia todos los demás. Un recordatorio urgente de la importancia que tienen hoy la alteridad y la responsabilidad.

La fe monoteísta nos dice que hay un solo Dios, creador del cielo y de la tierra, y que todos los seres humanos son creados a su imagen. Constituye la base de la igualdad de todos los seres humanos, así como la de nuestra responsabilidad común. Hoy tomamos una conciencia más profunda del vínculo indisoluble que existe entre el monoteísmo y la igualdad de los seres humanos, en una época en que circulan teorías racistas, y en que el liberalismo nos acostumbra a las desigualdades sociales. Al proponer la fe monoteísta, los judíos y los cristianos estamos proponiendo cierta idea del ser humano; como dice el filósofo Emmanuel Levinas: “El monoteísmo no es una aritmética de lo divino: es el don, quizá sobrenatural, de ver que el hombre es semejante al hombre bajo la diversidad de las tradiciones históricas que sigue cada uno”.

La diferencia entre el bien y el mal

La fe monoteísta nos lleva también a no callar la diferencia entre el bien y el mal. Los capítulos 1 y 2 del Génesis. El bien y el mal existen. Quiero decir con esto que las cosas no son neutras, indistintas; y no nos corresponde decidir sobre el bien y el mal. Debemos, en cambio, tener confianza en el Señor y seguir sus caminos. Pero no se trata de una confianza ciega: en todo ser humano, la conciencia es esa brújula que ayuda a discernir entre lo que humaniza y lo que destruye. El ser humano es un ser ético. Pero actualmente, ese mensaje es difícil de transmitir: en Europa, por ejemplo, se suele acusar a la tradición judeocristiana de ser moralizante y culpabilizadora; mucha gente ya no quiere oír hablar del bien y del mal. Algunos se orientan hacia el budismo, que suponen más tolerante, menos dualista.

Los judíos y los cristianos debemos encontrar una palabra que pueda ser escuchada sobre este mundo tal cual es: para nuestras dos tradiciones, la bondad del mundo es el objeto de una promesa. Esto no aparece como un hecho inmediato o evidente, sino que nos invita a entrar en la paciencia de una historia, en la que comprometemos nuestra libertad, una libertad que se enfrentará al mal, al sufrimiento, al pecado mismo como existencia inauténtica y distorsión. Los judíos y los cristianos difieren en cuanto a las relaciones entre libertad y pecado (sin olvidar la complejidad interna de la propia tradición cristiana). Sin embargo, lo que podemos aportar juntos a nuestro mundo, es la gozosa convicción de que la Ley recibida de Dios es palabra liberadora, que la teonomía y la autonomía van a la par, y que, si no podemos hacer cualquier cosa (por ejemplo, en materia de bioética, genética, clonación, etc.), es por respeto al ser humano.

No callar la diferencia entre el bien y el mal... No puedo evitar hablar aquí de la confusión en el lenguaje, una confusión que se mantiene sobre todo a partir del 11 de septiembre, porque cada uno de los dos bandos asegura luchar contra lo que a su juicio es el mal. Hay confusión en torno a las palabras “testimonio”, “sacrificio”, “mártir”, palabras importantes tanto en la tradición cristiana como en la tradición judía (por ejemplo, el martirio de Rabi Akiva). Es importante intentar salir de la confusión: no podemos avalar una carrera hacia el martirio. El martirio no es algo que se busque. Cuando se impone, por supuesto, no se evita, pero lo que se busca es la vida, no la muerte. Debemos aclarar que pocos musulmanes defienden de hecho esta interpretación del martirio que se puso de relieve en los atentados del 11 de septiembre.

Esos atentados nos impulsan también a indagar sobre la clase de resistencia espiritual que nos ofrecen nuestras tradiciones: resistencia al espíritu de revancha, de venganza, a los instintos de dominación o de supresión del enemigo. Recordemos el capítulo 12 de la Carta a los Romanos, en la que Pablo invita a bendecir a aquéllos que nos persiguen, y no devolver mal por mal, citando, por su parte, a la Biblia hebrea: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, si tiene sed, dale de beber; así amontonas sobre su cabeza brasas y YHWH te dará la recompensa” (Pr 25,21-22). El islam -no confundir con el integrismo islamista- también ofrece, en lo mejor de su tradición, este tipo de resistencia espiritual.

La religión no se reduce a la ética

¿Nuestro mensaje debe reducirse a valores como la dignidad humana, el respeto, la libertad? Creo que no. Por cierto, la fe bíblica (judía y cristiana) está en la base de esos valores humanos, pero los trasciende. El cristianismo corre el riesgo de reducirse a una ética: olvido de la locura de la cruz, disolución dentro de un conjunto de valores que pueden volverse “políticamente correctos”. Si no me equivoco, el judaísmo resiste mejor ese riesgo que el cristianismo. Levinas (¡otra vez él!) tiene bellísimas páginas dedicadas a la dimensión ética de la Revelación en el judaísmo: “La Biblia es revelación sobre todo en cuanto kerygma ético”, escribe; y en otra parte, en L’au-delà du verset, p.169: “la revelación judía es ante todo mandamiento, y la piedad, obediencia”. Más allá de sus diferencias, el judaísmo y el cristianismo vinculan estrechamente el amor a Dios con el amor al prójimo: invitación a no olvidar la fuente de esos valores que se han vuelto tan importantes: la libertad y el respeto por los demás.

La libertad religiosa

Sigo desplegando ante ustedes las riquezas de nuestra fe monoteísta. Acabo de hablar de la libertad. Seré más precisa: la libertad religiosa. Más que nunca, en vista de lo que sucede en diversas partes del mundo, los judíos y los cristianos deben convertirse en sus heraldos. El judaísmo ha sido víctima de la intolerancia cristiana. La libertad religiosa no es un problema para él, puesto que siempre sostuvo que se puede ser un justo y tener una parte en el mundo por venir, sin necesariamente ser judío. En lo que respecta a la Iglesia Católica, es en el Concilio Vaticano II cuando reconoce plenamente la libertad religiosa, fundamentándola en la revelación: Dios creó al ser humano libre, y espera de nosotros una respuesta libre y voluntaria; por otra parte, el mismo Cristo, manso y humilde de corazón, atrajo e invitó a sus discípulos con la paciencia. Nunca insistiremos bastante en la importancia de la libertad religiosa en nuestro mundo, que en muchos lugares se encuentra privado de ella. La libertad religiosa crea entre los seres humanos un estilo de comunicación apropiado para revelar al Dios que en el Éxodo se comprometió por nuestra liberación.

Dios nos abre un futuro

La memoria de los hechos extraordinarios de Dios en el Éxodo nos abre un futuro. Llegamos ahora a otro aspecto de nuestra fe monoteísta: su relación con el tiempo. El tiempo bíblico se arraiga en la memoria y se orienta hacia la esperanza. El historiador Shmuel Trigano escribe que “la esperanza es sin ninguna duda el tesoro más preciado que Israel aporta a la humanidad”. Ni destino griego, ni ciclo oriental de renacimientos. Sin embargo, en la actualidad, bajo nuevas formas, adaptadas a nuestra modernidad posmoderna, el destino reaparece en la moda de la astrología, la adivinación, y la teoría budista del samsara y las reencarnaciones tiene un verdadero éxito, no siempre fiel, por otra parte, al auténtico espíritu del budismo: en efecto, para muchos occidentales, la reencarnación constituye una posibilidad, después de todo, agradable, de vivir varias vidas. ¿Qué tiene de alarmante todo esto? El futuro queda congelado, ya no es lo que era... Se ha distorsionado la ideología del progreso, los grandes ideales políticos o religiosos ya no movilizan como antes, al menos en Occidente; nuestras sociedades están marcadas por cierta precariedad, debida a todo un conjunto de factores sociales y económicos. La capacidad de proyectarse hacia adelante se encuentra deteriorada, el futuro parece haberse vuelto indescifrable, sobre todo porque los simples ciudadanos tienen la impresión de que la mayoría de las decisiones importantes no está en sus manos.

Podría hablar también del tiempo tecnológico, que se acorta cada vez más por medio de la informatización del mundo. Los nuevos medios de comunicación nos hacen vivir en “tiempo real”, en el presente. El presente y su urgencia parecen acapararlo todo. ¿Cómo hacer justicia a la paciencia y a la maduración lenta que exige el crecimiento humano? Muchos jóvenes que conozco viven en el presente, respondiendo a los reclamos del momento, pero les falta la idea de un proyecto y el deseo de influir, aunque sea un poco, en el curso de la historia. ¿El tiempo todavia va hacia alguna parte? ¿Qué pasa con la esperanza? La fe judía, como la fe cristiana, nos dice que el Dios trascendente tomó la iniciativa de revelarse y venir hacia nosotros. Desde esa óptica, este mundo no tiene la última palabra: nos sostiene una esperanza que viene del futuro y nos orienta hacia el futuro. Esa esperanza tiene su fuente en Dios. Confiere la fuerza necesaria para mantener la confianza en medio de las dificultades, porque Dios es Aquel que viene. En sociedades que parecen enormes empresas de seguros, nosotros debemos aportar el coraje de la esperanza, el gusto por el riesgo, el deseo de no acomodarse sólo al presente, sino de transformarlo.

La manera en que la Biblia enfoca el tiempo humano nos hace decir también que no tenemos más que una sola vida: en esta vida debemos amar al Señor nuestro Dios, y amar a nuestro prójimo. Urgencia del llamado a la responsabilidad personal: no podemos confiar en una serie de reencarnaciones que nos permitiría aligerar el peso de nuestro karma... Aquí me refiero a una diferencia antropológica fundamental entre la visión del mundo de la revelación bíblica y la visión del mundo del hinduismo y del budismo. Respetando siempre las diversas culturas del mundo, nosotros no podemos callar el valor infinito de la vida humana, vida única, frágil y vulnerable, que no podemos prolongar más allá de la muerte ni duplicar por medio de manipulaciones genéticas.

Vida única, frágil y vulnerable... Cuerpo único, frágil y vulnerable... La tradición bíblica tiene mucho que decir sobre el cuerpo. La originalidad de la Biblia, que estamos muy interesados en redescubrir y hacer descubrir, reside en la calidad de la atención que presta al cuerpo: ni despreciado ni sacralizado, el cuerpo es el lugar de la alianza. No solamente el lugar de las relaciones sexuales, sino lugar de encuentro, de vínculos verdaderos. La metáfora nupcial, de la unión del hombre y la mujer, es usada por el profeta Oseas para referirse a la alianza de Dios con su pueblo. Por cierto, el cristianismo ha insistido, en el transcurso de su historia, en el carácter ambiguo de la sexualidad humana: ésta es llamada a ser signo del don y de la presencia, pero también puede derrapar hacia el goce egoísta o la violencia. Indudablemente, el judaísmo desconfía menos del aspecto ambivalente de la sexualidad, aunque ha codificado fuertemente las relaciones sexuales. En todo caso, los judíos y los cristianos tienen en común la fe en la resurrección de los muertos, y el considerar al cuerpo como lugar de la relación con el otro, con lo Totalmente Otro.

En su misma fragilidad, el cuerpo humano expresa la presencia irreemplazable de cada persona. La tradición judeocristiana es sin duda la que otorga mayor valor al cuerpo. Viene bien recordarlo, en un mundo en el cual el cuerpo es frecuentemente despojado de su realidad. La publicidad lo magnifica: salud, belleza, comodidad, placer, bienestar... Pero ¿se refiere al cuerpo real o a un cuerpo ideal, imaginario, ajeno al envejecimiento, al cansancio, al sufrimiento? El peligro de los nuevos medios de comunicación reside también en eludir la presencia corporal. En un mundo cada vez más marcado por lo virtual, muchos jóvenes buscan redescubrir su cuerpo por medio de piercings, pequeños trozos de metal implantados en el ombligo, o en el labio, o en el arco ciliar... Los judíos y los cristianos, juntos, debemos hablar del valor infinito de la vida humana y del cuerpo, creados, recibidos del Creador.

Vivir las relaciones humanas bajo el signo de lo universal

Esas diversas culturas del mundo a las que me referí anteriormente, no están solamente repartidas geográficamente en diferentes partes del mundo, sino que ahora también coexisten en nuestras sociedades, caracterizadas por una gran mezcla cultural y religiosa, que no excluye las lógicas de la identidad. ¿Y qué puede decir nuestra fe monoteísta frente a la globalización? No entraré aquí en un debate pro o contra globalización. Sólo diré que la globalización, si está marcada por el neoliberalismo, constituye una amenaza al mismo tiempo contra lo universal y contra la diferencia. Jean Baudrillard escribía en un periódico francés (“Le mondial et l’universel”, Libération, 18 de marzo de 1996): “Globalización y universalidad no van juntas, más bien se excluyen mutuamente. La globalización está en las técnicas, el mercado, el turismo, la información. La universalidad está en los valores, los derechos humanos, las libertades, la cultura, la democracia. La globalización parece irreversible; lo universal estaría más bien en vías de desaparición”.

La Biblia nos enseña qué es lo universal y qué es la diferencia. Así, los judíos y los cristianos pueden trabajar por el advenimiento de una globalización de otro tipo, que no signifique ni uniformidad ni dominio del más fuerte. Esta colaboración puede ayudar a superar ese estereotipo -que ya ha durado demasiado tiempo- según el cual después del particularismo estrecho de Israel habría venido, afortunadamente, la apertura de la Iglesia a toda la humanidad.

Una lectura más atenta de la Biblia nos muestra que la dimensión universal ya está presente en el Primer Testamento; sería demasiado largo tratar aquí este tema. Jesús de Nazareth tiene la capacidad de admirar la fe de los demás, sean quienes fueren, y dar gracias por el don de Dios, esté donde esté. Reconoce con justicia la fe de la cananea, y le da lo que pide en la misma medida de su confianza. Su muerte y su resurrección han sido comprendidas por sus discípulos, que fueron testigos de ello, como algo que abría la puerta de la alianza a los paganos.

Lo universal bíblico no es del orden de una extensión geográfica uniforme, sino del gozoso encuentro entre particularidades. Los judíos y los cristianos deben dar testimonio de esto. Por el lado cristiano, la misión ha tenido a menudo en la historia características imperialistas, y los misioneros olvidaron que su propia cultura occidental no era más que una cultura entre otras, y no la única digna de darle forma al Evangelio. Por su parte, el judaísmo no siempre honró la dimensión universal que le es intrínseca: los traumas de la historia lo llevaron a menudo a replegarse sobre sí mismo y preocuparse por su propia supervivencia. ¿Cómo podían luchar los judíos contra los dos escollos que debían enfrentar, encerrarse en un ghetto o dejarse absorber por la asimilación? Este es un problema que sigue teniendo vigencia. Lo universal, como encuentro de particularidades en una apertura mutua y una crítica recíproca, es una tarea común para judíos y cristianos. Reconocimiento del otro sin capitulación de uno mismo.

Este trabajo de universalidad es la conclusión para el mensaje que judíos y cristianos pueden entregar a nuestro mundo. Este mensaje no tiene un contenido elaborado de antemano: es una tarea que debemos seguir desarrollando hoy. El estilo mismo de nuestros intercambios entre judíos y cristianos puede decir o no algo sobre esa universalidad a la que nos atrevemos a convocar al resto de la humanidad. Apostemos a una camaradería posible, a encuentros auténticos que no borren nuestras divergencias, y que, por eso mismo, pueden ser fuente de esperanza y germen de universalidad.

En efecto, los judíos y los cristianos son hoy herederos diferentes de una tradición bíblica común. Como dice el exegeta protestante Daniel Marguerat en la obra colectiva Le déchirement. Juifs et chrétiens au premier siècle, “el judaísmo antiguo no tuvo un heredero, sino dos: el cristianismo y el judaísmo unificado posterior al año 70”. El cristianismo y el judaísmo están enraizados en el mismo terreno bíblico, y sin embargo, moldeados de manera diferente por su historia y su tradición. Después de la separación del primer siglo, cada uno siguió su camino y se desarrolló en forma paralela al otro.

En las últimas décadas, nos hemos reencontrado. De algunos años a esta parte, se ha hecho nuevamente posible un debate de fondo entre judíos y cristianos. Algunos libros recientemente publicados constituyen una señal: libros escritos por judíos que se pronuncian sobre Jesús de Nazareth, sobre el cristianismo, en forma bastante libre y crítica, y desean iniciar un debate con los cristianos.

Lo apasionante en este comienzo del tercer milenio, es que el debate entre nosotros está empezando a abordar cuestiones fundamentales: los gestos simbólicos de Juan Pablo II seguramente han contribuido a este cambio de clima, ya inaugurado al terminar la segunda guerra mundial. Se trata de un nuevo giro en las relaciones entre judíos y cristianos. Se basa en una confianza mutua, que permite un real cuestionamiento. Por supuesto, existen altibajos, como en toda relación. Pero creo que en general hemos iniciado una etapa importante: la que consiste en no tener miedo de tratar temas delicados, y reconocer que nuestros conflictos de interpretación no echan a perder la amistad, si se viven en la escucha y el respeto. Podemos incluso imaginar -esto se practica en algunos lugares- una ayuda mutua para vivir la fidelidad a nuestras respectivas tradiciones en un mundo en que las mutaciones sociales toman frecuentemente forma de crisis. Justamente vivimos en la actualidad una de esas crisis, después del 11 de septiembre. Nuestro mundo necesita profetas: escuchemos juntos su llamado.

Editorial remarks

Este artículo reproduce una conferencia pronunciada en un coloquio organizado por el Diálogo Judeo-Cristiano de Montreal, Canadá.


Traducción del francés: Silvia Kot