Torah, Israel, Jesús, Iglesia... hoy
Paul M. van Buren
Sumario
La primera parte de esta charla define los términos:
Israel, el pueblo judío vivo
Torah, la constitución de ese pueblo/nación, instrucción sobre cómo vivir su vocación, la kettubah de Israel.
Jesús, el judío cuya historia es contada según las Escrituras de Israel, y que atrajo a muchos gentiles al servicio de Dios.
Iglesia, la comunidad de gentiles que sirve a Dios junto a Israel.
Hoy: los cuatro términos anteriores se refieren a fenómenos vivos de nuestro mundo actual.
La segunda parte de esta charla agrupa esos términos en pares, en tres combinaciones diferentes:
En primer lugar, los pares tradicionales:
Esto expresa nuestra diferenciación genuina, pero también llama la atención sobre nuestro mutuo aislamiento y recelo.
En segundo lugar, pares que sólo se hicieron visibles en las últimas tres décadas, y reflejan una transformación radical en la enseñanza tradicional cristiana sobre el pueblo judío:
La inseparable vinculación de Jesús con la Torah
La Iglesia inseparablemente vinculada con el pueblo judío (Israel)
Por último, una especulación o esperanza sobre el futuro, expresadas en pares posibles:
Si la Iglesia llegara finalmente a una afirmación de la Torah (incluyendo el uso de las Escrituras de Israel como verificación del Nuevo Testamento), entonces el pueblo judío podría reconocer la mano de Dios al utilizar al judío de Nazareth para convocar a los gentiles a ser aliados de Israel.
Me pidieron que me refiriera, en tiempo presente —y los invito a reflexionar conmigo sobre esto en tiempo presente—, a un tema que gira alrededor de cuatro términos familiares para muchos de nosotros, pero incorrectamente entendidos por muchos: Torah, Israel, Jesús, Iglesia. Cualquiera que conozca razonablemente bien las tradiciones judía y cristiana — y esto, como lamentablemente sabemos, no sucede en la mayoría de los casos, ni entre los judíos ni entre los cristianos—, sabrá que cada uno de estos términos sólo importan realmente en tiempo presente. La Torah que importa es la Torah viva y vivida hoy, no lo que haya o no escrito o dicho Moisés en el desierto del Sinaí. El Israel que importa es el Israel vivo, el pueblo judío de hoy, no un conjunto de tribus del antiguo Oriente Medio. El Jesús que importa, se tenga o no fe en él, es Jesús hoy, no una reconstrucción histórica de un judío del primer siglo. La Iglesia que importa es la congregación viva de cristianos hoy, no la comunidad idealizada de Lucas en Jerusalén o esa congregación primitiva de la antigua Corinto con la que tuvo que tratar el apóstol Pablo. Si queremos ser serios con respecto a estos términos, debemos tratarlos, por supuesto, en tiempo presente. Porque después de todo, nos encontramos aquí hoy como miembros de comunidades vivas, como judíos y cristianos de carne y hueso, no como historiadores de tradiciones muertas. Lo que haré para estimular nuestra reflexión es, en primer lugar, definir las características esenciales de cada uno de nuestros términos, tomándolos uno por uno, y luego consideraré las relaciones entre ellos. Según cómo formemos los pares, podemos vernos confrontados a un pasado poco feliz. Formando pares diferentes, en cambio, llegaremos a la situación en que nos encontramos hoy. Y en una tercera etapa, con otros pares, estaremos frente al desafío de considerar un futuro hacia el que podríamos estar evolucionando.
I
Empecemos con Israel, no sólo porque cronológicamente Israel está primero, sino porque Israel es el contexto histórico dentro del cual es posible entender cada uno de los otros términos, y por lo tanto, aquel del cual dependen todos los otros términos. Israel significa primariamente el pueblo de Israel, el pueblo judío, el pueblo que durante milenios recitó el Shema, "Escucha, Israel", desde el amanecer hasta la puesta del sol. El nombre Israel, que fue dado por primera vez a Jacob, y luego transferido a los descendientes de Jacob —"los hijos de Israel"—, fue, desde mucho antes del comienzo de la Era Común, el término corriente para designar al pueblo judío. ¿Quién lo dice? ¡Lo dice Israel! Los de afuera podrán llamarlos "los judíos". Ellos se llaman a sí mismos Israel. Lean el Talmud o cualquier otro texto de literatura rabínica. Vayan a la sinagoga o lean cualquier versión del Siddur, el Libro de oraciones diarias: Israel quiere decir ese pueblo.
¿Pero quién es ese pueblo? Bueno, si hacen esa pregunta a los judíos, ellos, siguiendo una costumbre de larga data, contestarán sin duda con otra pregunta. Pueden preguntar a su vez, a modo de respuesta: "¿Y qué clase de contestación valdría para usted como respuesta?" Para ganar tiempo, saltaré a la respuesta que conformaría a un cristiano serio: Este es un pueblo que fue llamado para mantenerse aparte o diferente (y sin embargo en el contexto) de todas las demás naciones de la tierra. Esto, en nuestra jerga religiosa convencional, se llama santidad. Este es un pueblo llamado a ser diferente de (y así un signo para) todos los demás. El Único que decidió efectuar este extraño llamado es el Único a quien los cristianos, al igual que Israel, llaman Dios. Israel es el pueblo que piensa que oyó ese llamado y decidió vivir de acuerdo a él. Esta es la base de su historia, tal como es contada desde la historia de Abraham hasta la historia de hoy.
Los cristianos deberían saber que a muchos judíos esto no les gusta, descreen, y empeñosamente tratan de olvidar o ignorar la historia de esa vocación que han llevado consigo a través de una larga y difícil historia. Como quiera que sea, mientras esos judíos sigan identificándose con su pueblo, y sigan teniendo hijos a los que eduquen en alguna forma judía, la historia de su vocación será útil. En ellos también vive el pueblo de Israel.
La Torah, la constitución de ese pueblo, la kettubah de Israel
Pero ¿de qué manera se vive como Israel? ¿De qué manera vivir como pueblo con tal vocación? La respuesta es provista por nuestro segundo término: Torah. Torah significa instrucción, instrucción en cómo debe conducirse ese pueblo. La Torah es ante todo los cinco libros de Moisés, y es recibida como la constitución para el gobierno de ese pueblo. La Torah es para Israel lo que una constitución es para una nación: regula lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer en la vida de una nación. En ese sentido, es una parte de la verdad, pero sin duda no toda la verdad, traducir Torah como Ley, como lo hicieron los autores del Nuevo Testamento. Ahora bien: una constitución practicable para una nación que perdura en el tiempo necesita ser constantemente interpretada, para enfrentar situaciones nuevas no previstas por el documento original. Y todo ese cuerpo de interpretaciones tiene en sí mismo la fuerza de la constitución original. También es constitucional: una instrucción para el modo en que ese pueblo debe vivir y gobernar su vida. Y así, como un hecho histórico, se formó en Israel un cuerpo llamado Torah oral, diferente a la Torah escrita, pero que la desarrolla y la aplica. En el transcurso del tiempo, también se la llegó a escribir en forma de Mishnah. Luego, cuando ésta también siguió siendo interpretada y se expandió para abarcar más circunstancias o situaciones nuevas, se compiló y escribió lo que hoy conocemos como Talmud. Todo eso constituye la Torah para este pueblo. Y no sólo eso, sino que hay que agregar todas las opiniones de rabinos posteriores sobre nuevos casos y nuevas situaciones, hasta el día de hoy. Todo esto también es Torah. Por cierto, cualquier consejo sabio y útil que cualquier judío le dé a otro, también es llamado palabra de Torah.
La Torah es indudablemente considerada por Israel como palabra de Dios, una palabra absolutamente especial para Israel, que es obligatoria para todo Israel, pero que nadie más en el mundo está obligado a obedecer. A veces es una carga, pero en su conjunto es la alegría de Israel, porque define concretamente, para cada momento de la vida y cada situación, cómo vivir la historia de amor entre Dios e Israel. Es la kettubah de Israel, su contrato matrimonial con su Dios. Consecuentemente, es la guía de Israel para vivir su vida distintiva en medio y en nombre de todas las naciones de la tierra.
Jesús, el judío según las Escrituras de Israel,que atrajo a muchos gentiles al servicio de Dios
Ahora llegamos al nombre helenizado de un miembro del pueblo de Israel, un judío pre-mishnaico del siglo I: Jesús de Nazareth. Todo lo que sabemos de él proviene de los que escribieron su historia, varias generaciones después de que las fuerzas de la ocupación romana lo mataran. Esos autores nos transmitieron la historia tal como la oyeron, pero lo que nos transmitieron fue una historia contada, como ellos mismos decían, "según las Escrituras". Es decir: la historia que contaron fue amoldada a la historia de Israel que presentan las Escrituras, y en muchos casos, palabra por palabra. Así, Jesús nació en la ciudad de David, fue llevado a Egipto, y pasó 40 días en el desierto, como Israel pasó allí 40 años, antes de salir a la luz. Muchos detalles de su vida y especialmente de su muerte, se expresan con palabras tomadas de las Escrituras. De manera que el único Jesús que conocen los cristianos y todos los demás es un hombre que viene envuelto en las Escrituras de su pueblo, y es inseparable de ellas.
La íntima relación entre la historia de Jesús y la historia de Israel vuelve a surgir cuando pensamos cómo fue que sobrevivió el relato de la vida de Jesús. Sobrevivió porque Jesús sobrevivió. Sobrevivió porque, después de su muerte, Jesús siguió teniendo el mismo efecto sobre ciertas personas que fueron sus primeros discípulos judíos: mientras llevaba más perentoriamente a sus discípulos a la presencia del Dios de su pueblo, Jesús empezó a enfrentar por primera vez a algunos gentiles, cara a cara, por decirlo así, con el Dios de Israel. De este modo, la historia bíblica de Israel —que fue llamado de entre todas las naciones del mundo y en nombre de ellas— volvió a ser presentada y representada en la historia de Jesús, el israelita que despertó a los gentiles para que conocieran y alabaran el amor con el que Dios amaba a su pueblo Israel. Y ese efecto viviente de Jesús, conocido a través del testimonio y la vida de sus seguidores, continuó y continúa hasta nuestros días.
La Iglesia como la comunidad de gentiles que sirve a Dios junto a Israel
Por último, la Iglesia. Nosotros, los cristianos, decimos en nuestro Credo que creemos en la Iglesia. Si miramos a nuestros hermanos cristianos a los ojos, o mejor, si nos miramos al espejo, tenemos que creer, aunque sea difícil de ver, que estas pobres criaturas gentiles han sido realmente llamadas a servir al Dios de Israel junto al pueblo de Israel, realmente llamadas por el Dios de Israel para ser santas o diferentes a su propia manera gentil. Porque el llamado de la Iglesia no es para hacerse judíos, sino para unirse a Israel, para servir codo con codo junto al pueblo de Israel, trabajando con ellos y con Dios, como gentiles, por la redención de este mundo irredento.
La Iglesia es, por supuesto, tan concreta y visible como el pueblo judío, pero lo que hace que la Iglesia sea la Iglesia no es más visible que lo que hace que el pueblo judío sea el Pueblo de Dios. En ambos casos, es el llamado de Dios lo que marca la diferencia. Pero mientras que a los judíos les fue dada la Torah como patrón para vivir su vocación, a los gentiles les fue dado como guía Jesús de Nazareth. La Iglesia está llamada a conformarse a ese judío, y a hacerlo como comunidad de gentiles, evidencia viva de que la Alianza de Dios con Israel tiene efectos en el mundo real. Si Israel es llamado a ser, por su mera existencia, la luz de Dios para iluminar a los gentiles, entonces la Iglesia de los gentiles está llamada a demostrar, por su mera existencia, que la luz de Israel no desapareció, que esa luz aún brilla. De esta manera la Iglesia demuestra que, como dijo el apóstol Pablo, Jesús es la confirmación de Dios de todas las promesas de Dios a Abraham, Isaac y Jacob. (Dentro de un momento diré algo acerca de esta expresión sobre los patriarcas).
Los cuatro términos se refieren a fenómenos vivos de nuestro mundo actual
Israel es el Israel viviente. El pueblo de Israel vive, incluyendo a su Estado, al que no podían haberle dado otro nombre. El Estado de Israel es un buen recordatorio de que el pueblo de Israel está vivo, pero la mayor parte de Israel no vive allí. La mayor parte vive aquí, en América del Norte. El Estado de Israel ha estado muy presente en las noticias, pero aunque es fascinante y digno de visitarse, no es la historia completa. Se puede encontrar al pueblo judío en los judíos que están aquí en Canadá y en los Estados Unidos, y en cualquier otra parte. En los diversos países, así como en su patria histórica, enfrentan el mundo de hoy con la historia que ineludiblemente llevan consigo.
Israel vive, en parte porque la Torah vive. Los judíos no tienen una visión unánime sobre la manera en que sus vidas deberían ajustarse a la Torah, y nunca la tuvieron. Pero lo que importa más que cualquier interpretación particular de la Torah, es el hecho de que sigue siendo interpretada. La discusión sobre la Torah es en sí misma una evidencia de que la Torah sigue siendo algo vivo para Israel. La discusión sobre quién es judío y cómo ser judío, es una discusión sobre cómo interpretar la Torah. No se discute así sobre letra muerta. Las discusiones están vivas porque la Torah está viva.
Jesús, como lo demuestra una lectura cuidadosa de los Evangelios, es presentado permanentemente como alguien que en su corta vida fue un judío siempre fiel a la Torah, aunque quizás haya sido un poco más flexible en la interpretación de la Torah para sus discípulos judíos que para sí mismo. Pero después de su muerte, como una realidad viviente que animó a sus discípulos después de su muerte, y, más específicamente, actuó a través de ellos para convocar a discípulos gentiles al servicio del Dios al que llamaba Padre, su énfasis no se centró primariamente en la Torah. Se centró, como parece haber sido desde el principio, en el Reino de Dios sobre la tierra, aquí y ahora, hoy, o en un futuro tan próximo que podía efectivizarse hoy. El único Jesús al que siempre siguió la Iglesia, y el único al que sigue hoy, es el que llama hoy a sus discípulos a obrar y orar por el Reino de Dios en toda la tierra, aquí y ahora. La historia de Jesús que le importa a la Iglesia es y ha sido una historia inconclusa, porque la tarea que asumió Jesús está lejos de haber llegado a su fin, y todavía debe ser realizada. De modo que si los cristianos fueran más serios y cuidadosos en lo que dicen, nunca afirmarían que fueron salvados: al igual que el apóstol Pablo, hablarían de salvación como Jesús hablaba del Reino de Dios: siempre en tiempo futuro, un futuro que vuelve tan importante lo que hacemos y el modo en que nos comportamos hoy.
Y así la Iglesia también vive. No se dejen engañar por estudios sociológicos que dicen que la Iglesia está muerta o moribunda. Les doy una evidencia concreta de lo contrario: las comunidades muertas, como los organismos muertos, no cambian. Si cambian, es señal de vida. En los últimos treinta años, las Iglesias, Protestante y Católica, europeas y norteamericanas, iniciaron una notable reforma de sus ideas, enseñanzas y conductas fundamentales, hasta un punto mucho más profundo que los temas de la Reforma que atravesaron en el siglo XVI. La Iglesia comenzó —es sólo un comienzo, pero realmente comenzó— a redefinir y volver a vivir su relación con el pueblo frente al cual llega a su propia autodefinición: el pueblo judío. Ciertamente, inició un giro de 180 grados en su comprensión del pueblo del cual tomó todo su vocabulario para entenderse a sí misma y entender a Dios. Este giro nos ocupará durante el resto de esta charla, pero el hecho mismo es una evidencia de que la Iglesia está viva. Sin duda, está atravesando por lo que debería considerarse la transformación más importante de toda su historia desde el primer siglo, cuando la Iglesia y el pueblo judío se dieron la espalda. Si la Iglesia estuviera muerta, no podría estar pasando esto que de hecho hoy ocurre.
II
Para entender nuestro tema, debemos ir más allá del análisis aislado de cada uno de los términos. Las realidades que esos términos designan, nunca existieron aisladamente, sino que siempre estuvieron combinadas. Así que trataremos esos términos reunidos en pares. Como veremos, todo depende de cómo formemos esos pares.
Antes de empezar la segunda, y según creo, la mitad más importante de mi exposición, no puedo soslayar el hecho de que tanto la tradición judía como la cristiana hablan de las promesas de Dios a los patriarcas, pero el aporte de mujeres investigadoras nos abrió los ojos para que pudiéramos ver que, por ejemplo en Génesis 18, la mayor promesa de todas, la promesa de un hijo y, por lo tanto, de un futuro, se le hace tanto a Sara como a Abraham. Nuestras dos tradiciones comparten el hecho de no haber actuado mucho mejor que las culturas que las rodeaban en dar a las mujeres un lugar y una voz iguales a los de los hombres. Hablando por ahora sobre el asunto solamente desde el lado cristiano, creo que deberíamos señalar, sin embargo, que considerando que la Iglesia compartió y por lo tanto ayudó a preservar un sexismo muy extendido —que muchos de nosotros consideramos hoy inaceptable—, nuestro antijudaísmo peculiarmente cristiano en realidad es algo que hemos inventado. Nosotros no le enseñamos al mundo a ser patriarcal; enseñamos la cultura occidental, y de este modo influimos sobre el mundo moderno para despreciar a los judíos y al judaísmo.
Dicho esto, vuelvo a los pares de términos de nuestro tema en sus diversas combinaciones.
Los pares más obvios, por ser los más corrientes, son los que se refieren al vínculo de Israel con la Torah y el de la Iglesia con Jesús. Esto es fácil, porque los hemos relacionado durante diecinueve siglos. Es fácil, pero la historia de las relaciones entre la Iglesia y el pueblo judío a lo largo de esos diecinueve siglos debería alertarnos sobre el peligro de seguir considerando solamente esos pares. Si la Torah sólo es asunto de Israel, de manera que Israel se define por la Torah, y si Jesús es asunto de la Iglesia, de modo que la Iglesia se define por Jesús, entonces ¿por qué tendrían algo que ver ambas comunidades entre sí? Los cristianos podrían decir (y así lo hicieron): "Que los judíos se queden con su vieja Torah; nosotros tenemos la verdad en Jesús". Y los judíos podrían decir (y así lo hicieron): "Que la Iglesia se quede con su loco Jesús; nosotros tenemos la verdad en la Torah de Dios".
Sin embargo, existe una importante verdad que surge de estos pares tradicionales: ambas tradiciones son realmente diferentes, y una parte crucial de esta diferencia reside en el hecho de que cada tradición está basada en momentos fundacionales diferentes. Israel, el pueblo judío, considera el Sinaí y el don de la Torah como su momento fundacional; la Iglesia considera la vida, muerte y resurrección de Jesús como su momento fundacional. Además, y más importante, estos pares pueden sugerir también el paralelo funcional de lo que hace la Torah para Israel y Jesús para la Iglesia. Podríamos expresarlo en forma de ratio: la Torah es a Israel como Jesús es a la Iglesia, o Jesús hace por la Iglesia lo que la Torah hace por Israel. Es decir, la Torah y Jesús sirven, para sus respectivas comunidades, como origen, guía normativa de vida, y certeza de la atención divina, el interés divino, la divina presencia en la comunidad.
Pero la evidencia de la historia sugiere que el precio que debió pagarse por los pares anteriores fue el alejamiento mutuo, por no hablar de enemistad. Al ser el más pequeño y el más débil de los dos, en número y poder, Israel tuvo que pagar en la carne esa hostilidad. Por su parte, la Iglesia tuvo que pagar en el espíritu por escapar de su relación con Israel otorgada por Dios. Por último, la Iglesia —conmocionada por las consecuencias involuntarias de su larga, larga tradición de enseñanza del desprecio hacia el pueblo judío, puestas en práctica por un neopaganismo moderno, pero en gran medida sin protesta por su parte— estuvo intentando, durante las últimas tres décadas, encontrar una salida y liberarse de su tradicional postura antijudía. Al comenzar a lidiar con esta cuestión, llegó que considerar pares de términos bastante diferentes a los del pasado sobre nuestro tema. Se empezó a reflexionar cada vez más en los pares Torah/Jesús e Israel/Iglesia. Lo que muchos de nosotros hemos tratado de analizar y percibir con términos nuevos es la inseparable y positiva relación entre Jesús y la Torah, por un lado, y luego, como consecuencia, la inseparable y positiva relación entre la Iglesia y el pueblo judío, el pueblo de Israel.
La inseparable vinculación de Jesús con la Torah
Comencemos con la Torah y Jesús. Algo que siempre fue obvio, pero que los cristianos casi no advertían, es que Jesús de Nazareth fue un producto de la Torah. Es decir: era un judío, y esto empieza a ser hoy tomado como punto de partida de lo que las Iglesias tienen que decir sobre él. Era un judío y un judío fiel a la Torah, además. El Evangelio de Mateo destaca esto con particular agudeza al atribuirle a Jesús la frase de que el que descuide el menor de los mandamientos será llamado último al Reino de Dios. Esta tradición referida a Jesús debe de haber sido bastante general, porque ningún autor de los Evangelios muestra a Jesús transgrediendo ningún mandamiento de la Torah. Pero el hecho de que Jesús fuera judío va mucho más allá de eso. Las mejores investigaciones actuales sobre el Nuevo Testamento están llegando a un sólido consenso en el sentido de que Jesús se veía a sí mismo como un profeta de la restauración judía. La circunstancia de que el país de Israel se hallaba bajo la brutal ocupación del ejército romano es más valorada por la investigación contemporánea de lo que era en el pasado, y el carácter subversivo de la prédica del Nazareno sobre el inminente Reino de Dios es evidente cuando se lo sitúa en el contexto de esa ocupación. Se ha sugerido esto con referencia a las enigmáticas palabras atribuidas a Jesús sobre dar al César y a Dios lo que pertenece a cada uno. La única interpretación que toma en cuenta la ocupación romana es ésta: Que lo que pertenece al César —su ejército— vuelva al César, a Roma, y lo que pertenece a Dios —la Tierra— le sea restaurada a Dios y al Pueblo de Dios. Esta interpretación hace perfectamente comprensible la razón por la cual las autoridades romanas condenaron y ejecutaron a Jesús por sedicioso.
Ahora bien: si Jesús estaba de hecho del lado de la Torah y la libertad de su pueblo, nunca podría existir un Evangelio sin la Ley, como pensaban los reformadores del siglo XVI. Porque como judío fiel, Jesús no podía considerar a la misma Torah de otro modo que como Evangelio, como buena noticia. Como enseñan los rabinos: "Cuando la Torah vino al mundo, la libertad vino al mundo". El servicio a Dios es perfecta libertad, han enseñado por cierto las Iglesias, pero no advirtieron que la Torah no es otra cosa que un patrón para el libre y gozoso servicio a Dios. Absoluto servicio a Dios era lo que Jesús enseñaba —"Haz esto y vivirás"—, y ése fue y es precisamente el mensaje de la Torah.
Aún no hemos llegado, sin embargo, a la crucial relación entre Jesús y la Torah. La crucial relación es establecida por el término calificador de nuestro tema: hoy. El Jesús válido hoy para nosotros, a pesar de todos los esfuerzos realizados por la investigación histórica crítica, es el Jesús de los testigos apostólicos originales, es decir, el Jesús según las Escrituras. Las Escrituras contienen más que la Torah, y sabemos que el orden de los libros de las Escrituras era diferente para los primeros cristianos, y sigue siéndolo en la Iglesia, al de la tradición rabínica ulterior y el pueblo judío actual, pero en ambas tradiciones, la Torah está en primer lugar. De modo que un Jesús que murió y resucitó según las Escrituras, el Jesús que ya era predicado cuando el apóstol Pablo se unió al movimiento de Jesús, es decir, en sus mismos comienzos, era y sigue siendo alguien de quien no tenemos ninguna otra información que no sea la de un Jesús acorde a la Torah. Su vida era presentada como una recapitulación de la de su pueblo de la Torah. Su enseñanza está formulada en el lenguaje de la Torah. Sin la Torah, Jesús no sólo es incomprensible sino desconocido. En este punto nos encontramos hoy.
La Iglesia inseparablemente vinculada con el pueblo judío
Llegamos, pues, a la vinculación que hemos visto hoy entre Israel y la Iglesia, una vinculación que se deriva de la que existe entre Jesús y la Torah. En términos contemporáneos, tanto el pueblo judío como la Iglesia cristiana son comunidades lingüísticas. El pueblo judío lo es en virtud de un idioma común, el hebreo, y textos comunes, las Escrituras, el Talmud y la tradición rabínica. La Iglesia es una comunidad lingüística que vive, no por un idioma común, sino en virtud de la posibilidad de traducción; vive a partir de una historia común y una Escritura común, traducida y contada en casi todos los idiomas de la tierra. Más específicamente, tenemos aquí dos comunidades de interpretación, dos tradiciones bastante diferentes de interpretación, de las Escrituras.
Solía decirse que el cristianismo era hijo del judaísmo porque surgía de él, pero hoy sabemos que en el primer siglo había muchas formas de judaísmo, muchas maneras de ser judío. El judaísmo en su forma particular del primer siglo, padre del judaísmo rabínico, y a su vez de todas las formas de judaísmo de hoy, era la corriente farisea del judaísmo del primer siglo. Pero esa fue precisamente la misma corriente general, mezclada con un poco de pensamiento apocalíptico judío, que dio origen al cristianismo temprano. De manera que es históricamente más exacto olvidar la antigua imagen padre-hijo, y pensar en ambas tradiciones como hermanas, ambas herederas de la historia judía de las Escrituras, pero cada una interpretando esa historia de diferentes formas.
Aunque es verdad que ambas comunidades dan testimonio del único Dios y la única revelación, sin embargo son completamente diferentes. El pueblo judío, Israel, es al mismo tiempo un pueblo y una nación. Cualquiera puede unirse a Israel y hacerse judío, pero la continuidad de Israel depende primariamente de los judíos que tienen hijos y los educan como judíos. El sentido de "pueblo" es, pues, considerablemente más fuerte en los judíos que en los cristianos. Y ser judío es más una cuestión de conducta que de creencia. Piensa lo que quieras y cree lo que puedas: lo que haces es lo que cuenta. Los cristianos ponen un acento mayor en lo que se piensa o se cree. Pero todas estas diferencias son, en última instancia, una cuestión de énfasis. Surgen de las diferentes interpretaciones que hacemos de nuestra herencia común de las Escrituras.
Sin embargo, debemos subrayar una característica central de nuestra relación. La gran diferencia entre nuestra relación actual y la que teníamos en el pasado reside en que, en los últimos treinta años, las Iglesias han llegado a reconocer al pueblo judío de hoy como el Israel permanente, que sigue siendo el pueblo del llamado de Dios, en continuidad con el antiguo Israel. Las Iglesias, ciertamente a nivel oficial y cada vez más en la práctica, han abandonado su punto de vista tradicional sobre los judíos como aquellos cuyo llamado había sido revocado y sustituido por el de la Iglesia. En una palabra, las Iglesias como cuestión de política oficial, aunque muchos cristianos individuales todavía no lo entendieron, repudiaron su antigua teología de la sustitución y reconocieron que la Alianza entre Dios y el pueblo judío, la Alianza del Sinaí, incluso interpretada por los judíos, sigue teniendo plena vigencia.
La consecuencia de este cambio es que la Iglesia sólo puede verse a sí misma como una comunidad de gentiles, reunidos de entre todas las demás naciones de la tierra, que fueron llamados por el Dios de los judíos para servir a Dios junto a Israel y no en vez de Israel. Como el Señor de la Iglesia es un judío, un miembro de Israel, la Iglesia no puede acercarse a ese judío sin acercarse a su pueblo, y la Iglesia no puede servir a ese judío sin servir también a su pueblo. Este reconocimiento del pueblo judío como el pueblo al que pertenece Jesús, es ineludible una vez que los cristianos realmente reconocen a Jesús como judío, porque un judío, incluyendo a este judío en particular, es ante todo miembro del pueblo que Dios eligió como pueblo. Y así podemos llegar a la conclusión de que para los cristianos, Jesús es el judío que une a los pueblos de las naciones a su propio pueblo Israel. A través de él, nosotros los cristianos compartimos con los judíos la herencia de Israel y el llamado de Dios al servicio de Dios en favor de este mundo peligrosamente amenazado. En este punto nos encontramos hoy, y esto sale a la luz al reunir en pares a Jesús con la Torah y la Iglesia con Israel.
Un tercer conjunto de pares también es posible. Lógicamente posible. Sólo el tiempo dirá si es realmente posible. Sin embargo, quiero explorar con ustedes algunas implicancias de un conjunto de pares que nos desafía a encarar un futuro, del que aún estamos lejos, pero hacia el cual probablemente nos dirigimos. Quisiera que consideraran conmigo la posibilidad de los siguientes pares: la Torah con la Iglesia, e Israel con Jesús. Esto va más lejos de lo que la Iglesia o el pueblo judío se han atrevido a plantear hasta ahora. No estoy haciendo predicciones sobre si sucederá o cuándo sucederá. ¡Pero podría suceder!
Empecemos con la conexión entre la Iglesia y la Torah. A primera vista, parece imposible, ya que la Torah es un don especial de Dios para Israel. La Torah es justamente la definición de Dios de la santidad de Israel, de su separación y su carácter distintivo con respecto a todas las otras naciones de la tierra. ¿Sería posible relacionarla con la Iglesia, hacer que tenga que ver con aquellos que han sido llamados precisamente de entre esas otras naciones?
De acuerdo con la realidad histórica, por supuesto, el movimiento judío que luego sería la Iglesia se apoyaba en la Torah y el resto de las Escrituras de Israel desde el principio, pero cuando la Iglesia se volvió predominantemente gentil, empezó a justificar su reivindicación de las Escrituras de Israel afirmando que ella misma era Israel, el verdadero Israel, sustituyendo al pueblo judío en ese papel. Esta afirmación ya no es sostenible para una Iglesia que llegó a reconocer que el pueblo judío es Israel. Por lo tanto, en la actualidad y en el futuro, la Iglesia sólo puede admitir que es predominantemente una comunidad de gentiles, llamada por Dios para vivir y trabajar junto a Israel.
Esta Iglesia gentil cree realmente que está formada por los que fueron llamados de entre las naciones. La Iglesia no es el mundo, ni cree que es del mundo. También ella, junto con Israel, está llamada a la santidad, a estar separada para el servicio de Dios. La Iglesia comparte ese amor con el cual Dios hizo su Alianza con Israel. Así, la Iglesia puede y debería sostener que toma en serio la Torah de Dios.
Me estoy refiriendo aquí a la Torah completa, no solamente a lo que se suele llamar la Torah para los gentiles, los mandamientos más limitados que, según los rabinos, Dios proporcionó a Noé y sus descendientes. La Biblia de la Iglesia empieza con los cinco libros completos de Moisés, la Torah entera. Y la razón última para esto es que recibe toda la Torah por intermedio de Jesús, así como el pueblo judío recibe toda la Torah por intermedio del Talmud. Si lo expresáramos en términos judíos, podríamos decir que la historia de Jesús es el Talmud de la Iglesia que nos lleva a la Torah. Por eso es que la Iglesia puede recitar el Shema: porque Jesús le enseña a la Iglesia a amar al Señor nuestro Dios, con todo su corazón y con todas sus fuerzas, y a amar al prójimo como a uno mismo.
La Torah podría ser —y yo propondría que lo fuera— la Escritura principal de la Iglesia, porque así la Iglesia se acercaría tanto como fuera posible a aquél que viene envuelto en ella. La conexión entre la Torah y la Iglesia es y debería ser fundamental, porque los cristianos nunca podrán relacionarse con el Jesús real, vivo, sin la Torah. Un Jesús alejado de la Torah no es el Jesús real, el judío de Nazareth, el Jesús vivo que murió y resucitó para nosotros según las Escrituras, sino un producto de la imaginación religiosa. Desviemos a la Iglesia de la Torah, y desviaremos a la Iglesia no sólo de sus fundamentos en Israel, sino de sus fundamentos en Jesucristo. El futuro para la Iglesia, si tiene un futuro como Iglesia del Dios y Padre de Jesucristo, reside en que descubra, precisamente como Iglesia de gentiles y no como Israel, la prioridad de la Torah, de su Antiguo Testamento en la liturgia y en la vida, y así aprenda a releer su Nuevo Testamento siempre a la luz del Antiguo Testamento. En realidad, el Nuevo Testamento es solamente —pero realmente lo es — la historia de cómo la Iglesia fue autorizada a leer como propias las Escrituras de Israel. Es el permiso dado a la Iglesia para leer la Torah, y sólo cuando la Iglesia ponga a la Torah en primer lugar, tendrá el antídoto contra el veneno del antijudaísmo que corrompió gran parte de su historia.
Consideremos ahora la otra relación para el futuro: Israel y Jesús. En un sentido, la relación es ineludible, y ciertamente poco feliz: ningún judío fuera de Moisés, ni siquiera el gran Maimónides, tuvo un impacto tan profundo en la historia del pueblo judío como Jesús, porque su Iglesia fue el enemigo más consistente y persistente que debieron enfrentar. Me gustaría, sin embargo, sugerir la posibilidad de una conexión más positiva: concretamente, la del judío Jesús con y en medio de su propio pueblo judío.
Esta posibilidad requiere poner el énfasis, no en la divinidad de Jesús ni en la humanidad de Jesús, sino en la sociología de Jesús: un judío entre judíos. Porque ser judío es ante todo pertenecer al pueblo judío y ser solidario con él. Y esto es Jesús respecto de su propio pueblo. Pero ¿es ésta siquiera una idea posible para los judíos? ¿Acaso no es cierto que muchos judíos no pueden soportar a Jesús, y mucho menos la idea de que él sea uno de ellos? Sí, es cierto, pero yo les pediría a los judíos que reflexionaran sobre esto con más cuidado, porque creo que la verdad es que lo que realmente no pueden soportar no es a Jesús, sino a nosotros, los cristianos. ¿Qué pueden tener los judíos contra un pobre muchacho judío que, al igual que otros muchos judíos, fue muerto por los romanos? Él es el judío que llevó a muchos paganos a inclinarse ante el Dios de Israel. ¿Tiene algo de malo eso? ¡No, Jesús no es el problema! ¡Nosotros lo somos! El "no" judío a Jesucristo es fundamentalmente un "no" a la Iglesia y su fe en Jesús. Y los judíos le tienen que decir "no" a la Iglesia, precisamente para poder seguir diciéndole "sí" a Dios y a la Alianza que hicieron con Dios. La fidelidad a Dios les exigió decirle "no" a una Iglesia que durante siglos trató de introducir por la fuerza a Jesús en sus gargantas y negó su Alianza con su Dios. ¡Gracias a Dios, en todo sentido, que hayan dicho "no" y que así siguieran siendo Israel!
Pero ahora supongamos, sólo supongamos, que la Iglesia un día empiece realmente a decir, como desde hace poco está empezando a decir, "sí" a la Torah, y a agradecer a Dios que los judíos hayan permanecido fieles a Dios no haciéndose cristianos. Si llega el día en que los judíos puedan ver a los cristianos por primera vez como amigos y defensores, en vez de los enemigos misioneros que fueron por tantos siglos, quizá se sientan libres para reconsiderar a Jesús realmente como el judío que fue y como uno de los suyos.
Claro que, por supuesto, los judíos nunca lo verán como los cristianos, porque Jesús nunca puede ser para ellos aquel que fue utilizado por el Dios de Abraham, Isaac y Jacob para acercarlos a Él, pero podrán verlo al menos como un judío igual que ellos, cuya vida finalmente produjo, después de tantos siglos de hacer lo contrario, algunos amigos y aliados del pueblo judío. De manera que depende en última instancia de la Iglesia que los judíos vean la relación entre Jesús e Israel. Esto quiere decir, desde luego, que la relación de Jesús con Israel es un desafío mucho mayor para la Iglesia que para el pueblo judío, porque significa que los cristianos nunca pueden servir a ese judío sin servir a sus hermanos judíos, porque ser solidarios con él requiere ser solidarios con su pueblo. Muy pocos han llegado hasta este punto, pero confío en que sea una posibilidad para la Iglesia del futuro.