Relaciones cristiano-judías: la herencia del papa Juan Pablo II

El rabino David Rosen, director del Departamento de Asuntos Interreligiosos del Comité Judío Norteamericano (American Jewish Commitee), analiza las importantes contribuciones del papa Juan Pablo II a la “revolución en las relaciones católico-judías” producida en las últimas décadas.

Relaciones cristiano-judías: la herencia del papa Juan Pablo II

David Rosen

La revolución en las relaciones católico-judías se produjo a raíz de la Shoah, aunque creo que la idea de que la histórica “enseñanza del desprecio” de la Iglesia con respecto a los judíos fue directamente responsable de esa gran tragedia, es insostenible. En efecto, como escribió el gran intelectual judío norteamericano Maurice Simon, ya antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, la ideología nazi constituyó también, en gran parte, un ataque al cristianismo. Sin embargo, es indudable que la Solución Final no habría logrado sus objetivos en la magnitud en que lo hizo, si el terreno no hubiera sido fertilizado durante siglos por la contribución -activa y pasiva- de la Iglesia a la demonización y la deshumanización del judío.

Precisamente por esta razón, la Shoah no sólo fue inconmensurablemente devastadora para el pueblo judío, sino que también tuvo profundas consecuencias y ramificaciones para el cristianismo.

Como lo expresó el escritor y clérigo cristiano, Rev. David L. Edwards: “Hubo gentiles honestos, incluso algunos obispos, que salvaron a decenas de miles de judíos, pero sus esfuerzos fueron pequeños en comparación con los seis millones de asesinatos: un gigantesco crimen perpetrado a sangre fría, que habría sido imposible de no haber existido una indiferencia general hacia el destino de las víctimas. El Holocausto se convirtió en la más terrible fuente de culpa de la cristiandad europea, y no porque los asesinos fueran cristianos, o porque los líderes religiosos se hubieran mantenido durante años en un silencio absoluto frente a las leyes y las acciones de los nazis, sino por el innegable antisemitismo presente en la enseñanza de las Iglesias a través de los siglos. No sólo ignorantes campesinos y monjes, sino también eminentes teólogos y maestros espirituales, atacaban a los judíos como “asesinos de Cristo”, como un pueblo ahora abandonado por Dios; no sólo los judíos de Roma fueron forzados a vivir en un ghetto hasta que los papas dejaron de gobernar esa ciudad; no sólo Lutero se permitió disparar palabras incendiarias contra ese blanco fácil, sino que en casi toda Europa, los judíos eran señalados como raros, siniestros y repulsivos. Un largo camino de prédicas ignominiosas constituyó una de las vías que llevaron, a través de los siglos, a los campos de muerte nazis, y finalmente, no fue el judaísmo, sino el cristianismo quien resultó desprestigiado”.

Pero como reconoce Edwards, también existieron héroes cristianos que se destacaron como excepciones en esos tiempos horrorosos. Uno de ellos fue el nuncio -el embajador pontificio- en Turquía durante el período de la Shoah: una de las primeras personalidades religiosas occidentales que recibió información sobre la maquinaria asesina nazi. Ese hombre fue, por supuesto, el arzobispo Angelo Roncalli, que ayudó a salvar a miles de judíos de las garras de sus potenciales asesinos, y se sintió hondamente conmovido por la difícil situación del pueblo judío.

Algo más de una década después, al morir el papa Pío XII, Roncalli fue elegido como nuevo pontífice, y tomó el nombre de Juan XXIII. Contrariamente a la percepción popular de que era algo así como un hombre simple, el papa Juan demostró ser nada menos que un visionario de su tiempo al convocar al histórico Concilio Ecuménico Vaticano II, que tuvo importantísimas implicancias para la Iglesia Católica. El más histórico de sus documentos es el concerniente a las relaciones con las otras religiones, que conocemos por sus dos primeras palabras en latín, Nostra Aetate. No hay ninguna duda de que este documento, promulgado recién en 1965, después de la muerte del papa Juan XXIII, fue profundamente influenciado por el impacto de la Shoah, y transformó la enseñanza de la Iglesia Católica sobre los judíos y el judaísmo.

El texto advertía que no debía describirse como colectivamente culpables por la muerte de Jesús a los judíos de aquella época, y menos aún a los de todas las épocas (en directa contradicción a las explícitas palabras de autoridades como Orígenes y el papa Inocencio III), y confirmaba la Alianza no revocada entre Dios y el pueblo judío (citando a Pablo en Romanos 11,29): de este modo, Nostra Aetate también borraba de un plumazo, por decirlo así, toda objeción teológica a la idea del regreso del pueblo judío a su patria ancestral y a su soberanía sobre ella. El documento refutaba así cualquier insinuación de que los judíos fueran rechazados o maldecidos por Dios, declarando directamente lo contrario. También condenaba categóricamente el antisemitismo.

Karol Wojtyla

Como sabemos, el obispo más joven presente en el histórico concilio fue Karol Wojtyla, que luego llegaría a ser el papa Juan Pablo II: aquella fue una experiencia formativa para su propia Weltanschauung, junto con el enorme impacto que había producido en él el ejemplo y el liderazgo del papa Juan XXIII. Pero sabemos también que Wojtyla era un obispo bastante atípico entre los allí reunidos, precisamente por su experiencia personal, tanto de la comunidad judía viviente, como de la tragedia que ésta había sufrido.

Sus experiencias y sus amistades de infancia con miembros de la comunidad judía de Wadowice influyeron sobre su propia perspectiva religiosa mucho antes de que siquiera pensara en emprender el sacerdocio. En la entrevista que le concedió a Tad Szulc, publicada en la revista Parade en 1994, el papa se refiere al efecto que tuvo en él, siendo niño, el Salmo 147, cantado en la misa nocturna:

“¡Celebra al Señor, Jerusalén,

alaba a tu Dios, Sión!

Que él ha reforzado los cerrojos de tus puertas,

ha bendecido en ti a tus hijos.”

(Dicho sea de paso, este salmo forma parte de las plegarias judías matutinas diarias). Juan Pablo II deja en claro en la entrevista con Szulc, que identifica plenamente estas líneas con el pueblo judío que él conoció. “Todavía guardo en mis oídos esas palabras y esa melodía, que recordé toda mi vida”, declaró.

Quiere decir que ya en su infancia, Karol Wojtyla percibía al pueblo judío como bendecido por Dios, y no maldecido y rechazado. Pero en el notable libro de Gianfranco Svidercoschi “Carta a un amigo judío”, que recuerda a los amigos judíos de la juventud de Wojtyla -especialmente a uno que sigue siendo su amigo en la actualidad-, descubrimos otro interesante aspecto formativo de su comprensión de la relación con el pueblo judío, que proviene de la propia cultura polaca. Es algo que recibió de su respetado maestro, el señor Gebhardt, quien le transmitió una valoración del mejor patrimonio intelectual de Polonia, incluyendo los escritos de Adam Mickiewicz. En el reciente concierto pontificio por la reconciliación entre las religiones abrahámicas (realizado el 17 de enero de 2004), la obra musical más importante del programa fue la 2ª Sinfonía de Mahler, llamada “Resurrección”. Mahler se inspiró para componerla en el drama épico Dziady, de Mickiewicz. En el texto del programa, el director Gilbert Levine observa que “Mickiewicz es a la historia literaria polaca y a la nación polaca, lo que Shakespeare y lord Byron a la inglesa, Chateaubriand y Víctor Hugo a la francesa, Dante y Ugo Foscolo a la italiana, o Goethe y Friedrich Schiller a la alemana. (Mickiewicz) es y ha sido la inspiración de muchos de los grandes movimientos de la letras polacas, y de la construcción de la nación polaca”. El libro de Svidercoschi relata que, al día siguiente de unos disturbios antisemitas en la ciudad de Wadowice, Gebhardt leyó en voz alta unas palabras de Mickiewicz escritas en 1848, que, según explicó, habían sido “preparadas como una especie de manifiesto político, tendiente a inspirar la constitución de los futuros Estados Eslavos independientes”. Entre otras cosas, Mickiewicz había escrito que “en la nación, todos son ciudadanos. Todos los ciudadanos son iguales para la ley y para la administración. Al judío, nuestro hermano mayor, (debemos mostrarle) estima y ayudarlo en su camino hacia el bienestar eterno y, en todos los asuntos, reconocerle derechos iguales.”

Juan Pablo II y los judíos

Seguramente, no es una coincidencia que el papa Juan Pablo haya adoptado precisamente esa expresión para referirse al pueblo judío, “hermano mayor”, como su propia fórmula para reflejar una perspectiva de la relación, no sólo histórica, sino también teológica.

En la introducción a la versión inglesa del libro de Svidercoschi, el fallecido cardenal John O’Connor expresó su convicción de que el papa Juan Pablo II “fue formado naturalmente por su gratitud fundamental hacia el judaísmo como la verdadera raíz de su catolicismo... (y)... parece simplemente dar por sentado que su amor por los judíos y el judaísmo es tan fuerte que sus buenas intenciones deberían ser reconocidas...”.

En la mencionada entrevista publicada en Parade, Juan Pablo II continuaba: “Y luego vino la terrible experiencia de la Segunda Guerra Mundial, la ocupación (nazi) y el Holocausto, que fue el exterminio de los judíos por el solo hecho de ser judíos... Después, cada vez que tuve la oportunidad, hablé sobre esto en todas partes”.

Podemos decir, entonces, que mucho tiempo antes de su pontificado, la aproximación de Wojtyla a los judíos y al judaísmo estuvo definida por una actitud histórica y teológica positiva hacia ellos, y también por el trauma de la Shoah y sus consecuencias.

Estas son claramente las experiencias que llevaron al papa Juan Pablo II a lo que el cardenal Edward Cassidy describe como su “especial dedicación a la promoción de las relaciones cristiano-judías... (que reflejan hoy)... un nuevo espíritu de entendimiento y respeto mutuo, de buena voluntad y reconciliación, de cooperación y objetivos comunes entre judíos y católicos Y gran parte de esto se debe al papa, que no sólo abrió las puertas del Vaticano a los dirigentes judíos que iban a Roma, sino que los visitó en sus viajes pastorales a través del mundo, y aprovechó todas las oportunidades que se le presentaron para referirse en sus discursos a asuntos concernientes a ambas comunidades de fe”.

Juan Pablo II: maestro de los grandes gestos

Pero el pontificado de Juan Pablo II no sólo se ha caracterizado por sus grandes gestos e iniciativas, sino también por su comunicación a gran escala.

Podría parecer paradójico que un papa polaco, surgido de una rígida sociedad comunista, entendiera casi intuitivamente el lenguaje publicitario de Madison Avenue, al dirigirse a grandes públicos a través de los modernos medios de comunicación. Además de sus profundas ideas teológicas, sus formulaciones concernientes a la relación del cristianismo con el judaísmo, su condena al antisemitismo, y las manifestaciones de su profundo anhelo de reconciliación entre cristianos y judíos, a los que me referiré más adelante, hay dos acontecimientos que expresaron esos mensajes con una fuerza sin precedentes: su visita a la sinagoga de Roma en 1986 y su peregrinaje a Tierra Santa en el año 2000.

Su alocución en la sinagoga de Roma se encuentra entre los textos más importantes de esta revolución en las relaciones católico-judías, pero fue sobre todo la imagen del papa abrazando al rabino Toaff, y demostrando un inequívoco y genuino amor fraternal por la comunidad judía lo que perduró en las mentes, y llegó a millones de personas que no pudieron y no habrían podido tener acceso a sus palabras. Al efectuar la evaluación de los hechos más importantes de 1986, el papa destacó esta visita a la comunidad judía en la sinagoga de Roma como lo más significativo, y expresó su convicción de que eso sería recordado “durante siglos y milenios... y doy gracias a la divina Providencia por haberme asignado esta tarea a mí” (Servicio Informativo Vaticano, 31 de diciembre de 1986). No menor fue el impacto de la visita del papa a Israel, que tuvo un enorme efecto, particularmente entre los judíos israelíes.

La mayoría de los judíos israelíes, y especialmente los más tradicionalistas y observantes, nunca conocieron a un cristiano moderno. Cuando viajan al exterior, perciben a los no judíos como no judíos, casi nunca como cristianos. Es decir que la imagen predominante que tienen del cristianismo es la que proviene del trágico pasado negativo. La visita papal a Israel les abrió los ojos a una realidad que cambió. No sólo la Iglesia ha dejado de ser el enemigo, sino que su máxima autoridad es incluso un amigo sincero. Ver al papa en Yad Vashem, el Memorial de la Shoah, llorando en solidaridad con el sufrimiento judío, enterarse de que él mismo ayudó a salvar judíos en esa época terrible, y luego, como sacerdote, hizo que los niños judíos refugiados en hogares adoptivos fueran restituidos a sus familias judías, ver al papa en el Muro Occidental en respetuosa reverencia a la tradición judía, introduciendo allí el texto de una plegaria que había compuesto para una liturgia de arrepentimiento celebrada poco antes en San Pedro, en la que imploraba el perdón divino para los pecados que los cristianos habían cometido contra los judíos a través de la historia: todo esto tuvo un profundo impacto en un amplísimo sector de la sociedad israelí.

Estos gestos, y su mensaje visual, impactaron tremendamente en la manera en que los judíos habían considerado anteriormente a la Iglesia, pero también en la manera en que los católicos en particular, y los cristianos en general, habían considerado a los judíos, al judaísmo, y al Estado de Israel.

En estos dos acontecimientos históricos, como a través de todo su pontificado, Juan Pablo II articuló el desarrollo de los temas centrales de su legado para las relaciones católico-judías, temas que, como dijimos, ya se habían delineado en su juventud, pues ambos hechos conciernen al trágico pasado y sus implicancias, así como a la naturaleza y al propósito de las relaciones cristiano-judías.

Juan Pablo II contra el antisemitismo

Ya en su primera audiencia con representantes judíos, en marzo de 1979, el papa reafirmó el repudio de Nostra Aetate al antisemitismo, y lo definió como “opuesto al auténtico espíritu del cristianismo”. En noviembre de 1986, dijo que los actos de discriminación o persecución contra los judíos eran “pecaminosos”, y en agosto de 1991, describió al antisemitismo en particular, y al racismo en general, como “un pecado contra Dios y contra la humanidad”.

Por otra parte, para Juan Pablo II, la tragedia del sufrimiento judío, y en particular la Shoah, no es algo que simplemente debe conocerse. En 1985, emitió una declaración basada en el documento vaticano que acababa de publicarse, “Notas para una correcta presentación de los judíos y el judaísmo en la predicación y la catequesis en la Iglesia Católica”, que desentrañaba el significado del exterminio de millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, y las heridas así infligidas a la conciencia del pueblo judío: para esto, dijo, “también es necesaria una reflexión teológica”.

La enseñanza sobre la Shoah también ha sido una preocupación de Juan Pablo II, y en este sentido ha destacado la especificidad del exterminio de los judíos. En una carta al arzobispo John May, en agosto de 1987, manifiesta que para abordar auténticamente la enseñanza de la Shoah debe entenderse ante todo la realidad judía específica del hecho, y que sólo desde esa particularidad se puede derivar el mensaje universal de la Shoah.

Manteniendo ese tema educativo, el mismo año, en su visita a los Estados Unidos, el papa llamó a los cristianos a desarrollar en conjunto con la comunidad judía “programas educativos comunes que... enseñen a las futuras generaciones sobre el Holocausto, para que nunca más sea posible semejante horror. Nunca más”.

La referencia a la perversidad teológica del antisemitismo fue ubicada en un contexto pedagógico, cuando declaró, en agosto de 1991, que “frente al riesgo de un resurgimiento y una propagación de sentimientos, actitudes e iniciativas antisemitas, de los que pueden verse algunos signos preocupantes en la actualidad, y cuyos terribles efectos hemos experimentado en el pasado, debemos enseñar a las conciencias que consideren al antisemitismo, y a todas las formas de racismo, como pecados contra Dios y contra la humanidad”. Como pudo comprobarlo hace muy poco, ese llamado tiene lamentablemente tanta importancia hoy como siempre. El mensaje sobre la necesidad crucial de mantener viva la memoria de la Shoah como educación moral y advertencia, fue reiterado una y otra vez por el papa: tuve el privilegio de oírselo decir personalmente cuando me saludó durante el encuentro de oración por la paz en los Balcanes, realizado en Asís en 1993.

Pero sin duda, el aspecto más notable de la preocupación del papa por el antisemitismo ha sido su voluntad de enfrentar el papel que desempeñaron los cristianos a través de los tiempos en la tragedia del antisemitismo, y las consecuencias que eso tuvo. Hay que decir que fue un proceso gradual. En la celebración del 25° aniversario de Nostra Aetate, hizo suyas las impactantes palabras del cardenal Edward Cassidy, declarando que “el hecho de que el antisemitismo haya encontrado un lugar en el pensamiento y en la enseñanza del cristianismo exige un acto de teshuvah: arrepentimiento”.

Casi inmediatamente después, en noviembre de 1990, Juan Pablo recibió al nuevo embajador alemán ante la Santa Sede, y en su discurso, dijo que “para los cristianos, la pesada carga de la culpa por el asesinato del pueblo judío debe ser un permanente llamado al arrepentimiento: así podemos superar toda forma de antisemitismo, y establecer una nueva relación con nuestra nación hermana de la primera Alianza”.

El documento vaticano sobre la Shoah, “Nosotros recordamos”, aparecido en 1998, también reconoció los prejuicios que llevaron a los cristianos a no resistir el mal infligido a los judíos, y al año siguiente, la Comisión Teológica Internacional, bajo la presidencia del cardenal Ratzinger, publicó el texto “Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado”, en el cual se reitera que ese error exige “un acto de arrepentimiento: teshuvah”. En su exhortación apostólica a la Iglesia de Europa para el nuevo milenio, el papa Juan Pablo II instó a que “se recuerde la parte que hayan podido desempeñar los hijos de la Iglesia en el nacimiento y difusión de una actitud antisemita en la historia, y que pida perdón a Dios por ello, favoreciendo toda suerte de encuentros de reconciliación y de amistad con los hijos de Israel”.

Sin embargo, creo que lo que más recordará la posteridad con respecto a este tema, será la liturgia de arrepentimiento del año 2000 de Juan Pablo II, en la catedral de San Pedro. Las frases de pedido del perdón divino por los pecados cometidos por los cristianos contra los judíos a través del tiempo fueron transcriptas, como se sabe, en una hoja de papel que el papa introdujo en las grietas del Muro Occidental, en su peregrinaje a Jerusalén unas semanas más tarde. El texto dice:

Dios de nuestros padres,

tú has elegido a Abraham y a su descendencia

para que tu nombre fuera dado a conocer a las naciones:

nos duele profundamente

el comportamiento de cuantos,

en el curso de la historia,

han hecho sufrir a estos tus hijos,

y, a la vez que te pedimos perdón,

queremos comprometernos

en una auténtica fraternidad

con el pueblo de la Alianza.

Sobre el judaísmo

Como lo revela la expresión “el pueblo de la Alianza”, Juan Pablo II entiende plenamente que lo que pervirtió las relaciones cristiano-judías en el pasado no fue solamente una actitud negativa hacia el judío, sino hacia el judaísmo. Ya en noviembre de 1980, en Mainz, el papa se dirigió a la comunidad judía llamándola “el pueblo de Dios de la Antigua Alianza, que nunca fue revocada por Dios” (reafirmando la importancia que otorga Nostra Aetate a Rm 11,29), y señaló el “valor permanente” de la Biblia Hebrea y de la comunidad judía. Además, al citar un pasaje de la declaración de los obispos alemanes que destaca “la herencia espiritual de Israel para la Iglesia”, agregó especialmente la palabra “viviente”, para acentuar la permanente vitalidad, validez e integridad del judaísmo.

Dos años más tarde, ante delegados de conferencias episcopales de todo el mundo reunidos en Roma para analizar diversas maneras de promover las relaciones católico-judías, el papa dijo que tanto la reconciliación con el pueblo judío como una mejor comprensión de aspectos de la vida de la Iglesia, exigen que los cristianos estudien y muestren “un conocimiento apropiado de la fe y la vida religiosa del pueblo judío, tal como se siguen practicando y profesando en la actualidad”... “Debemos tender, en este terreno, a que la enseñanza católica, en sus diferentes niveles de catequesis a niños y jóvenes, presente a los judíos y al judaísmo, no sólo de un modo objetivo y honesto, libre de prejuicios y sin ninguna ofensa, sino también con plena conciencia de (esa) herencia”. Reiteró este sentimiento en su mencionada visita a la sinagoga de Roma en 1986, cuando usó la expresión “hermanos mayores”, combinándola posteriormente con el lenguaje que ya había utilizado antes para describir al pueblo judío: “nuestros hermanos mayores de la Antigua Alianza nunca revocada por Dios, y que jamás será revocada”.

Sobre Israel

Juan Pablo II también valora los inextricables elementos religiosos y nacionales del judaísmo, que hacen que el Estado de Israel sea tan importante para las comunidades judías contemporáneas.

En 1984, en su carta apostólica Redemptionis Anno, afirmó que “para el pueblo judío que vive en el Estado de Israel, y conserva en esa tierra el precioso testimonio de su historia y de su fe, debemos pedir la deseada seguridad y la justa tranquilidad que es la prerrogativa de toda nación y del progreso de la sociedad”.

Las relaciones diplomáticas plenas entre la Santa Sede y el Estado de Israel habrían sido por lo menos un estímulo moral en ese sentido. Pero creo que la cautela de la Secretaría de Estado del Vaticano en esta materia predominó por sobre la inclinación y el deseo del papa. Sin embargo, puedo revelar, por haber estado involucrado en las negociaciones del establecimiento de relaciones plenas entre la Santa Sede y el Estado de Israel, que finalmente la determinación de Juan Pablo II de establecer tales relaciones venció las diversas objeciones, no ideológicas, sino técnicas, de la Secretaría de Estado, que habrían demorado más el proceso diplomático.

En la entrevista de 1994 concedida a Tad Szulc, publicada en Parade después del establecimiento de esas relaciones, el papa dijo: “Hay que entender que los judíos, que durante dos mil años estuvieron dispersos por todo el mundo, hayan decidido retornar a la tierra de sus antepasados. Tienen ese derecho... Establecer relaciones diplomáticas con Israel es simplemente la afirmación internacional de esas relaciones”.

El establecimiento de relaciones facilitó la histórica visita de Juan Pablo II a Israel. La recepción y la despedida del Estado, así como su visita a la residencia del presidente Weizman, fueron muy importantes como testimonio de un notable proceso, y como signo del genuino respeto del papa por la identidad y la integridad del pueblo judío, reflejadas en el restablecimiento de su soberanía en su patria histórica.

El cristianismo enraizado en el judaísmo

El aspecto teológico más importante de la herencia del papa Juan Pablo II para las relaciones cristiano-judías ha sido su concepto del enraizamiento del cristianismo en el judaísmo, y lo que Nostra Aetate llama “el vínculo espiritual” que une a ambos.

En su primera audiencia con representantes judíos, el papa aclaró que esa expresión significa que “nuestras dos comunidades religiosas están conectadas e íntimamente relacionadas en el nivel mismo de sus respectivas identidades”.

También empleó la expresión “diálogo fraterno” para describir el objetivo de las relaciones cristiano-judías. El Dr. Eugene Fisher señaló que el uso del término “fraterno”, y el hecho de llamarse mutuamente “hermanos y hermanas”, remite a una antigua costumbre de la comunidad cristiana, e implica el reconocimiento de rasgos comunes de la fe, con implicancias litúrgicas.

El papa ha profundizado la idea de un vínculo espiritual describiéndolo, en marzo de 1984, como “el misterioso vínculo espiritual que nos acerca en Abraham, y a través de Abraham, en Dios, que eligió a Israel y de Israel hizo surgir la Iglesia”.

Al año siguiente, en el 20° aniversario de Nostra Aetate, definió ese “vínculo” espiritual como “el verdadero fundamento para nuestra relación con el pueblo judío, una relación que bien podría llamarse un verdadero ‘parentesco’, y que sólo tenemos con esta comunidad religiosa... Este ‘vínculo’ puede ser calificado de ‘sagrado’, ya que procede de la misteriosa voluntad de Dios”.

En 1986, en Australia, Juan Pablo II expresó a los dirigentes de la comunidad judía que “la fe católica está enraizada en las verdades eternas contenidas en las Escrituras Hebreas y en la Alianza irrevocable hecha con Abraham. Nosotros conservamos también con agradecimiento esas mismas verdades de nuestra herencia judía, y os visitamos a vosotros como hermanas y hermanos nuestros en el Señor”.

Esta declaración no sólo refleja la notable madurez de la comprensión teológica del papa de la relación cristiano-judía, sino también su sensibilidad hacia la integridad judía, traducida en el reemplazo del término “Antiguo Testamento”, usado anteriormente, por el de “Escrituras Hebreas”.

Ese mismo año, durante su histórica visita a la sinagoga de Roma, declaró: “la religión judía no nos es extrínseca, sino que en cierto sentido, es ‘intrínseca’ a nuestra propia religión. Por lo tanto, tenemos con ella relaciones que no tenemos con ninguna otra religión. Sois nuestros hermanos predilectos, y en cierto modo, podríamos decir, nuestros ‘hermanos mayores’.”

Como ya mencionamos, luego combinó este término con una referencia a la Alianza divina con los judíos, describiendo al pueblo judío como “los muy amados hermanos mayores de la Antigua Alianza nunca revocada y que jamás será revocada”: tuve el privilegio de que me saludara con estas palabras cuando me recibió en Asís, en 1993.

Responsabilidades mutuas

Esta relación singular también contiene esperanzas. En su discurso de 1990 a los representantes del Comité Judío Norteamericano, afirmó que “nuestro común patrimonio espiritual... incluye la veneración a las Sagradas Escrituras, la confesión del Único Dios vivo, el amor al prójimo, y el testimonio profético de la justicia y la paz. Asimismo, vivimos en la confiante esperanza de la venida del reino de Dios, y oramos para que se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. Por todo esto, podemos efectivamente trabajar juntos en la promoción de la dignidad de cada persona humana, y por la defensa de los derechos humanos, especialmente la libertad religiosa. También tenemos que estar unidos para combatir todas las formas de discriminación y odio racial, étnico o religioso, incluyendo el antisemitismo”.

Durante el pontificado de Juan Pablo II, se han publicado una cantidad de importantes documentos vaticanos oficiales: los más destacados son las anteriormente mencionadas “Notas sobre la predicación y la catequesis”, de 1985; el documento de 1988 titulado “La Iglesia y el racismo”, que no sólo condena el antisemitismo, sino también el antisionismo que se expresa como antisemitismo; el documento de 1998 sobre la Shoah “Nosotros recordamos”, que también hemos mencionado; y el trabajo de la Pontificia Comisión Bíblica, de 2001, “El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana”. Y no hay que olvidar el “Acuerdo Fundamental entre la Santa Sede y el Estado de Israel”, que también tiene un significado teológico, además de sus aspectos diplomáticos y sus implicancias.

Estas enseñanzas oficiales del Magisterio han definido para siempre la mayor parte de la singular herencia histórica del papa Juan Pablo II para las relaciones cristiano-judías en general. Esto no quiere decir que no haya habido temas de tensión entre el papa y la comunidad judía, y a veces él realizó algunos actos que causaron pena a los judíos. Algunos de estos actos tuvieron que ver con el papel de la Iglesia y sus autoridades durante la Shoah, y hechos como las beatificaciones de Edith Stein, una judía convertida al catolicismo, asesinada por los nazis, y el papa Pío IX, que para la memoria judía es alguien que apoyó el secuestro de un joven judío romano, Edgardo Mortara.

No obstante, estoy convencido de que ninguna de estas acciones han sido motivadas en lo más mínimo por una insensibilidad intencional por parte del papa, sino todo lo contrario. Inevitablemente, la memoria histórica y su interpretación son muy subjetivas. Además, el primer compromiso y la primera responsabilidad del papa son para su fe y su Iglesia como él las considera, y todas sus acciones son determinadas de acuerdo con eso. Si en el proceso de búsqueda de esos fines tiene que tocar de alguna manera alguna sensibilidad judía, estoy seguro de que es algo que lamenta. Pero no le impide hacer lo que cree que es correcto para la Iglesia. Sin embargo, su genuino interés por el bienestar de la comunidad judía, la promoción del respeto hacia el judaísmo y la reconciliación entre católicos y judíos, es uno de los pilares de su pontificado.

Para concluir, querría referirme a otra declaración del papa al Comité Judío Norteamericano en 1985, que puede considerarse como una exacta descripión de su notable contribución a la reconciliación y la comprensión entre católicos y judíos.

“Estoy persuadido, y me hace feliz decirlo en esta oportunidad, de que las relaciones entre los judíos y los cristianos han progresado decisivamente en estos años. Donde había ignorancia, y por lo tanto, prejuicios y estereotipos, ahora crece el conocimiento mutuo, el aprecio y el respeto. Por sobre todo, hay amor entre nosotros: me refiero a esa clase de amor que es para ambas comunidades un mandato fundamental de nuestras tradiciones religiosas... El amor implica comprensión. También implica sinceridad, y la libertad de discrepar fraternalmente cuando hay razones para ello”. Sin duda, estas palabras constituyen un poderoso testimonio del importante camino de transformación y reconciliación recorrido desde el diálogo de sordos que tuvo lugar entre Herzl y Pío X.

Por cierto, hoy existe, como dice el papa, amor, comprensión y sinceridad en las relaciones cristiano-judías en general, y católico-judías en particular: tenemos una enorme deuda de gratitud con el papa Juan Pablo II por su extraordinario legado. Aun en el caso de que las relaciones católico-judías no se vieran bendecidas con un sucesor del papa Juan Pablo II que mostrara el mismo grado de compromiso en estas relaciones, creo que lo que se ha logrado en este sentido, especialmente bajo el pontificado de Juan Pablo II, constituye una garantía para los firmes y sólidos fundamentos de las relaciones católico-judías, y que éstas seguirán afianzándose cada vez más.

Editorial remarks

Conferencia ofrecida por el rabino David Rosen en la Universidad de Georgetown, el 2 de febrero de 2004.

Traducción del inglés: Silvia Kot