Reflexiones sobre la naturaleza teológica del diálogo

“No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios”.[1] Esta frase refleja la estima, basada en la idea de igual dignidad, con la que la Iglesia se ha acercado a personas de otras religiones a partir del Concilio Vaticano II. La declaración Nostra aetate es considerada, con razón, la “Carta Magna” católica del diálogo interreligioso. Ese documento, que fue adoptado en octubre de 1965 por los Padres Conciliares tras intensas deliberaciones, produjo en forma inmediata tal impacto que podría hacer olvidar fácilmente a otro texto doctrinal, un poco más antiguo y detallado: la encíclica inaugural del papa Pablo VI Ecclesiam suam.

El término “diálogo” se usó muy poco en los documentos anteriores del Magisterio romano, y curiosamente, tampoco aparece explícitamente en Nostra aetate. Sin embargo, Pablo VI lo elevó a un término clave en Ecclesiam suam: “La Iglesia debe ir hacia un diálogo con el mundo […]. La Iglesia […] se hace coloquio”.[2] El diálogo no se concibe aquí como una necesidad pragmática que se debe aceptar de mala gana. De hecho, está claro que el diálogo forma parte de la esencia de la Iglesia por motivos teológicos. Por lo tanto, esta encíclica, publicada en agosto de 1964, puede ser definida sin exagerar como la encíclica del diálogo por excelencia. Prácticamente no se puede eludir este texto si se quiere abordar la naturaleza teológica del diálogo tal como lo entiende la Iglesia Católica. Para Pablo VI, el punto de partida es la convicción de que “el origen trascendente del diálogo… está en la intención misma de Dios” (ES 35). Si se entiende la religión por su naturaleza como una “relación entre Dios y el hombre”, puede entenderse toda la historia de la Iglesia como una dinámica de diálogo: “La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación”. Porque Dios ama a la humanidad, se revela a ella y entra en diálogo con ella. Dios nos amó primero (cf. 1 Juan 4,19), a todos y cada uno de nosotros, sin precondiciones. De ahí surge la necesidad interior de entrar en diálogo con los demás: “Nos corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres el mismo diálogo, sin esperar a ser llamados” (ES 36). La certeza de que los cristianos, como todos los demás seres humanos, son hijos del único Padre que quiere nuestro bien, nos permite, nos impulsa y nos obliga a involucrarnos en el diálogo.

¿Pero un diálogo con quién y con qué propósito? ¿Se trata de intercambiar cumplidos circunstanciales con interlocutores más o menos circunstanciales, o hay algo más detrás del mandato de establecer un diálogo? Partiendo de la conversación entre Dios y Sus criaturas, Pablo VI esboza en Ecclesiam suam la imagen de una Iglesia caracterizada por una diversidad de formas de diálogo. Tres círculos concéntricos de diálogo giran en torno a un núcleo común.

En primer lugar, hay un círculo amplio e inmenso que circunscribe a “la humanidad en cuanto tal, al mundo” (ES 44). Aquí se trata de un diálogo desinteresado, objetivo y honesto en el que la Iglesia se compromete con todos los hombres para servir a la causa de la paz (cf. ES 48). Las posiciones ideológicas que elevan la “negación de Dios” a un nivel programático constituyen un serio obstáculo, pero no deben hacernos excluir a los interlocutores del diálogo de antemano.  Es necesario dar la mayor prioridad al objetivo de trabajar por una verdadera paz entre los pueblos.

El segundo círculo abarca a “los hombres que adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros adoramos” (ES 49). Se destaca especialmente a los judíos y musulmanes, sin dejar de mencionar a “los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas”. El diálogo interreligioso, tal como lo delinea Pablo VI en Ecclesiam suam, se centra en los fieles de diferentes religiones que promueven y defienden ideales comunes en los terrenos de la libertad religiosa, la fraternidad humana y las preocupaciones sociales, culturales y gubernamentales. La base está formada por una actitud de respeto y reconocimiento mutuos. Luego, el tercer círculo describe el diálogo ecuménico con los “cristianos hermanos separados” (ES 50). Se hace con respeto por las tradiciones de las otras denominaciones, pero también con la esperanza de poder superar algún día la separación.

Dicho esto, el diálogo no es solo para determinar la relación de la Iglesia con las demás confesiones, sino también para moldear su vida interior: un diálogo en la “plenitud de la fe, con caridad y santidad dinámica”, entre los miembros de una “comunidad cuyo principio constitutivo es la caridad” (ES 53). Queda claro aquí que Pablo VI piensa en la Iglesia íntegramente como una comunidad dialógica, que para él no implica la abolición de los talentos y vocaciones diferentes.

Estas múltiples dimensiones del diálogo se expresaron en los textos del Concilio, un año después de la publicación de la encíclica. La idea se desarrolla ahora en sentido contrario en los diversos círculos de diálogo que figuran en la constitución pastoral Gaudium et spes.[3] Existe, en primer lugar, una necesidad de poder instaurar un diálogo dentro de la Iglesia. Esto requiere “estima mutua, reverencia y armonía”, luego un diálogo ecuménico e interreligioso y finalmente un diálogo con todos los pueblos del mundo. Aquí se da también una fuerte razón teológica: “Dios Padre es el principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser hermanos”.

Si observamos con más detenimiento el diálogo con los judíos y los musulmanes, encontramos en los textos del Concilio una importante base teológica para el vínculo especial con los hermanos y hermanas monoteístas. Como todos los seres humanos, son hijos de un único Dios. Pero el Concilio afirma además que también adoran al mismo Dios. Dios nunca abolió la Alianza que hizo con el pueblo judío; nunca se arrepiente de los dones que otorga (cf. Nostra aetate 4). Y con respecto a los musulmanes, la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium señala que “confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día postrero”.[4] La palabra decisiva en el texto en latín es nobiscum (“con nosotros”).

El diálogo no es una cuestión de relativismo o sincretismo: de ninguna manera pretenden ocultar los textos del Concilio las notables diferencias. Tampoco se puede decir que la Iglesia ponga en segundo plano su misión de proclamar el mensaje de Jesucristo en aras de una armonía superficial. De hecho, es todo lo contrario. Por un lado, un diálogo sincero debe ser conducido sin segundas intenciones ni consideraciones tácticas. El factor decisivo es el respeto por los demás. Por el otro lado, el diálogo y la proclamación no deben verse como una contradicción. Como dijo el papa Juan Pablo II – cuyo nombre está estrechamente asociado a la causa de los encuentros interreligiosos, debido a las plegarias por la paz en Asís –, el diálogo, más allá del interés propio, “es una actividad que tiene su propia dignidad”. Juan Pablo II señaló al mismo tiempo que la Iglesia debe considerar sin duda a las otras religiones como un “desafío positivo” en términos espirituales, “ya que la estimulan tanto a descubrir y a conocer los signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la propia identidad y a testimoniar la integridad de la Revelación, de la que es depositaria para el bien de todos”.[5]

Los múltiples diálogos en los que participan los cristianos muestran en términos muy concretos que la Iglesia es “en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). A causa de la Encarnación, el diálogo es la esencia misma de la Iglesia, porque Jesucristo es un diálogo entre Dios y la humanidad. El carácter dialógico de la Iglesia, tanto en lo externo como en lo interno, corresponde a su misión. Una Iglesia no dialógica correría el riesgo de convertirse en un vano fin en sí mismo.

Con excepción de unas pocas voces aisladas, a la Iglesia le ha costado mucho reconocer la diversidad religiosa como algo más que un hecho lamentable. Pero a partir del Concilio Vaticano II, una visión positiva de los fieles de otras religiones, que incluye la defensa de su libertad religiosa, ha sido una parte constitutiva de las enseñanzas de la Iglesia.

El motivo de la conexión “fraternal” entre todas las personas, establecido por Pablo VI y los textos del Concilio, ha sido retomado y desarrollado por el papa Francisco en los últimos tiempos. Es como una línea roja que atraviesa su pontificado. Los conceptos centrales son ahora la “actitud de apertura”, la “fraternidad universal” y la “amistad social”.[6] De la promesa, basada en la fe, de que cada uno de nosotros es un hijo amado de Dios surge la hipótesis antropológica fundamental de que todos los seres humanos están fraternalmente conectados entre sí. Estamos todos relacionados entre nosotros a través de nuestra relación con el Creador, que nos ha encomendado el cuidado de la Tierra, nuestro hogar común. La historia de Dios con los seres humanos, así como la historia de los seres humanos entre sí, es una historia de relaciones.

Las orientaciones teológicas que ha dado el papa Francisco para el diálogo interreligioso son múltiples. Permítanme destacar aquí un pensamiento que parece especialmente significativo en una época marcada por las crisis: el profundo vínculo con las personas de diferentes religiones y visiones del mundo surge en particular de una aptitud para la empatía y la compasión. Cuando el papa Francisco visitó la isla de Lampedusa poco después de iniciar su pontificado, relacionó la pregunta de Dios a Caín ante el fratricidio (Gn 4, 9) con la indiferencia de Europa frente a la muerte de personas que buscaban protección: “¿Dónde está tu hermano?” Y añadió otra pregunta: “¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas?” Frente al sufrimiento humano, quienes toman en serio el hecho de que todos los seres humanos son hijos de Dios deben superar lo que los divide y buscar lo que tienen en común.[7] Por eso, no es casual que la interpretación de la parábola del buen samaritano constituya, en cierta medida, el eje espiritual de la encíclica Fratelli tutti: “Al amor no le importa si el hermano herido es de aquí o es de allá” (FT 62). O como el papa Francisco y el gran imán Ahmed el-Tayeb declararon juntos en Abu Dabi en 2019: “La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano al que apoyar y amar”.[8]

Con la misma actitud visitó Irak el papa Francisco en marzo de este año. En ese país marcado por la guerra y la violencia, recitó una plegaria que recordaba el sufrimiento y la responsabilidad comunes de los “hijos de Abraham”. También rindió homenaje al compromiso de todos esos valientes iraquíes que, día tras día, se involucran en un diálogo de vida, “en el silencio y la indiferencia del mundo han emprendido caminos de fraternidad”.[9]

Quienes creen en Dios están llamados a hacer de la fraternidad entre las personas una experiencia tangible. Esta es una fuerte motivación teológicamente fundada para buscar el diálogo una y otra vez, incluso, y especialmente, en circunstancias adversas. Sin diálogo, se pierde mucho, pero con diálogo, podemos ganar mucho: mayor paz y entendimiento entre las religiones.

[1] Concilio Vaticano II, Nostra aetate (NA), 5.
[2] Papa Pablo VI, encíclica Ecclesiam suam (ES), 34.
[3] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes (GS), 92
[4] Concilio Vaticano II, Lumen gentium (LG) 16: “… Musulmanos, qui fidem Abrahae se tenere profitentes, nobiscum Deum adorant unicum, misericordem, homines die novissimo iudicaturum...”.
[5] Papa Juan Pablo II, encíclica Redemptoris missio (RM), 56.
[6] Ver por ejemplo la exhortación apostólica Evangelii gaudium (EG), 250, la encíclica Laudato si (LS), 228 y la encíclica Fratelli tutti (FT), 99.
[7] Véase también LS 91–92.
[8] Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común. Introducción.
[9] Discurso del papa Francisco en el Encuentro Interreligioso de la Llanura de Ur. (www.vatican.va/content/francesco/de/speeches/2021/march/documents/papa-francesco_20210306_iraq-incontro-interreligioso.html).

Editorial remarks

Discurso pronunciado el 13 de septiembre de 2021 en el Foro Interreligioso G20, realizado en Bolonia, Italia.
El Dr. Bertram Meier es obispo de Augsburgo, Alemania, y presidente de la subcomisión para el diálogo interreligioso de la Conferencia Episcopal Alemana.

Traducción del inglés: Silvia Kot

Fuente: https://www.dbk.de/