Nostra Aetate y sus consecuencias

Esta conferencia fue ofrecida en enero de 2010 en la Amitié Judéo-Chrétienne (AJC) de Estrasburgo.

Intentaremos evaluar aquí las consecuencias del nº 4 de la declaración conciliar Nostra Aetate, sobre las relaciones entre judíos y cristianos, y hacer el balance de este texto en la actualidad. Este documento fue publicado en 1965 por el Concilio Vaticano II, después de difíciles debates y siete versiones diferentes. No podía hacer desaparecer de golpe la larga y trágica historia del antijudaísmo cristiano y de sus connivencias (ya fueran de origen precristiano o moderno), a menudo nefastas para los judíos, con el antisemitismo nacido en la segunda mitad del siglo XIX. Pero el documento ponía fin, y en este sentido sigue siendo fundamental, a la ausencia de toda reflexión teológica de los concilios ecuménicos — puntualizo esto: de los concilios ecuménicos — no en lo concerniente a la mirada sobre los judíos, sino a la mirada sobre la naturaleza de las relaciones entre el cristianismo y el judaísmo desde un punto de vista teológico, como lo recordó un teólogo durante un coloquio que se realizó en Roma en previsión del año 2000. Esta carencia existió desde el que se puede llamar el primer Concilio ecuménico de la historia, que tuvo lugar en Jerusalén, relatado en el capítulo 15 de los Hechos de los Apóstoles.

Es entonces muy difícil evaluar de la manera más objetiva posible el camino recorrido desde hace algunas décadas en lo referente a los siglos de incomprensión y de oposición. Dicho esto, en cuanto a la pequeña parte de la que yo he sido testigo  durante más de treinta años, observo a menudo, maravillado ante todo, la calidad de las relaciones humanas, casi fraternales, que se han establecido a partir del Concilio, aunque sin dejar de señalar que todavía involucran sólo a una cantidad muy relativa de cristianos y judíos, y me interrogo sobre el camino que aún nos falta recorrer juntos.

Breve recordatorio de la historia del texto y de su alcance

Entonces ¿qué pasó en el Concilio? Debemos recordar que la elaboración de ese texto procede de la voluntad expresa del papa Juan XXIII, aunque la Declaración se adoptó en forma definitiva bajo el pontificado de Pablo VI. Antes del Concilio, ningún episcopado había pedido un estudio sobre las relaciones teológicas entre el judaísmo y el cristianismo: por lo tanto, había en ese sentido un vacío, como lo señaló expresamente un conferenciante en uno de los coloquios preparatorios para el Jubileo del año 2000. Algunos participantes del Concilio creían que era tiempo de pronunciar algunas palabras firmes sobre el antisemitismo de los cristianos, por el hecho de que había ocurrido ese crimen singular al que todavía no se llamaba la Shoah. Pero otros no estaban listos, y temían que un texto de esa naturaleza pareciera una aprobación de la política israelí hacia los palestinos.

Lo que le da fuerza a esta Declaración (una declaración, es decir, un texto teóricamente menos importante entre los documentos del Concilio) es que en realidad fue posible superar los problemas que había para redactarla sólo gracias a dos documentos conciliares muy importantes: las dos únicas constituciones dogmáticas del Concilio. El primer apoyo explícito proviene de Lumen Gentium. El segundo, más indirecto, se descubre con la atenta lectura de las referencias conciliares que figuran al pie: puede verse allí que no se hace referencia a ningún Concilio anterior, a ningún Padre de la Iglesia, a ningún texto pontificio, sino solamente a la Escritura, y sobre todo, a san Pablo en la Carta a los romanos. Ahora bien: sin la promulgación de la Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación — tema de intensos debates para saber sobre qué debía apoyarse el magisterio, es decir, la autoridad doctrinal de la Iglesia—, se seguiría hablando de dos fuentes, la Escritura y la Tradición, como si estuvieran separadas. El Concilio zanjó la cuestión, al decir que no es posible separarlas. La fuente primordial es la Escritura, y la Iglesia es su intérprete viva en función de las necesidades del pueblo cristiano: en consecuencia, la Iglesia se apoya en una tradición viva y no está congelada en las tradiciones, como dijo algunos años más tarde Pablo VI en una carta admirable a Mons. Lefebvre.

Recepción del texto

Dicho esto, la importancia teológica de este texto parece no haber sido inmediatamente percibida, no sólo por la comunidad judía (volveré sobre esto), sino tampoco por muchos cristianos, e incluso por teólogos, que no le prestaron suficiente atención a la primera frase del punto 4. Por supuesto, al leer el texto quedaba claro que era necesario redescubrir el patrimonio común que teníamos con los judíos, y que debíamos reexaminar el proceso a Jesús en un sentido más objetivo. Pero el hecho de que el texto no hablara en forma explícita de la permanencia de la Elección, ni de la permanencia de la primera Alianza, dejaba mucha irresolución en cuanto a su alcance concreto. No era más que una declaración, en el último rango, si se puede decir así, en la jerarquía de los textos conciliares.

En cuanto a los receptores judíos, vieron en este documento, sin duda alguna, un acto de buena voluntad de parte del papa Juan XXIII, seguido luego sin dificultad por Pablo VI, pero también señalaron las que ellos consideraban como carencias del texto: la débil condena del antisemitismo sólo con la palabra latina deplorat, el hecho de no impugnar en forma explícita la acusación de deicidio (aunque esto se había hecho en una versión anterior del texto), la falta de toda referencia explícita a la Shoah y el silencio en cuanto al retorno del pueblo judío a la tierra de Israel. Creo también que los judíos no vieron el fundamento teológico  de ese texto. Este fue también el caso, por lo que pudimos observar, de muchos cristianos.

Nostra Aetate nº 4 y sus consecuencias en la Iglesia Católica

Luego, varios años después del Concilio, algunos documentos vaticanos y episcopales aportaron aclaraciones y explicaciones del texto conciliar. Lo presentaron como un documento inicial: de ahí la importancia de que sea sólo una “declaración”, y pueda considerarse, en cierto modo, como una invitación a continuar la reflexión. Como vivo en Francia, me referiré al texto de la Conferencia Episcopal Francesa de 1973, publicado con la aprobación oficial del Consejo Permanente de Obispos. Ese texto habla claramente de la permanencia de la Elección y de la Alianza de Israel, frutos de la fidelidad de Dios. Aborda con mesura y firmeza la cuestión del retorno del pueblo judío a la tierra prometida, sin olvidar que ese retorno debe hacerse con justicia hacia los otros pueblos que han sufrido por ello. Abre el camino a una primera consecuencia del cambio en la mirada teológica. Esta es la formulación en el capítulo 7, punto b: “Israel y la Iglesia no son instituciones complementarias. La permanencia simultánea de Israel y la Iglesia es el signo de que el designio de Dios aún no se ha cumplido. El pueblo judío y el pueblo cristiano están así en una situación de impugnación reciproca o, como dice san Pablo, de ‘celos’, con vistas a la unidad [Rm 11, 14; cf. Dt 32, 21]”.[1]  Sabemos en teoría que aún no se ha cumplido, pero en la historia no siempre se percibió y se vivió de este modo. La Iglesia no es todavía el Reino de Dios en la tierra, sino que inaugura el Reino a través de los sacramentos, construye el cuerpo de Cristo. Pero Dios, mediante la permanencia  de Israel, nos recuerda firmemente que ella aún no es el todo, y que aguardamos la venida de Cristo en plenitud, como dicen los últimos versículos del Apocalipsis de san Juan.[2] 

Algunos años después del Concilio, y en continuidad con la oficina constituida por el Cardenal Bea para las relaciones con el judaísmo, Pablo VI decidió crear una “Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo” dependiente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Esta Comisión elaboró las Orientaciones y sugerencias para la aplicación de la declaración conciliar Nostra Aetate, publicadas el 1º de diciembre de 1974. En 1971, Pablo VI ya había apoyado la creación de un Comité de Enlace entre los representantes oficiales de la Iglesia Católica y el International Jewish Committee for Interreligious Consultations (IJCIC). Se realizó un primer encuentro de este organismo en París, del 14 de diciembre al 16 de diciembre de 1971. Esas reuniones nunca dejaron de llevarse a cabo, aunque hubo momentos de interrupción, porque surgieron algunos problemas delicados para resolver.

En cuanto al mencionado texto vaticano publicado en 1974, no parecía tan audaz como el texto francés de 1973. Pero sentaba las bases de una tarea para los católicos de la Iglesia universal, y eso merece destacarse. Entre otras propuestas, pedía que se otorgara a los textos del Antiguo Testamento (reintroducidos en la liturgia dominical y año por medio durante la semana) todo su valor propio; sobre todo, destacaba de manera precisa las consecuencias del cambio conciliar en el descubrimiento del otro. Dice el texto: “[…] estos vínculos y relaciones imponen el deber de una mejor comprensión recíproca y de una renovada estima mutua. De manera positiva es importante, pues, concretamente, en particular, que los cristianos procuren conocer mejor los elementos fundamentales de la tradición religiosa del judaísmo y capten los rasgos esenciales con que los judíos se definen a sí mismos a la luz de su realidad religiosa vivida”. Esta es una invitación a un verdadero cambio de la mirada cristiana sobre el pueblo judío, incluso sobre la cuestión de la Tierra. Más adelante, en 1985, la misma comisión publicó un documento con un título significativo: Notas para una correcta presentación de los judíos y el judaísmo en la predicación y en la catequesis de la Iglesia Católica. Este título significaba que aún faltaban muchos avances por hacer.

Se publicaron varios documentos episcopales, algunos franceses, pero yo querría  llamar la atención en especial sobre el texto que publicó la Pontificia Comisión Bíblica en 2001, con un prefacio del cardenal Ratzinger: El pueblo judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia Cristiana. En este texto se abordan muchas cuestiones complicadas, y señalo en particular, para los predicadores, que, en la última parte, los pasajes del Nuevo Testamento más difíciles de comentar (y que a menudo han dado lugar a virulentos comentarios “antijudíos”) son abordados de una manera novedosa.

 A este conjunto de textos, habría que agregar los innumerables discursos del papa Juan Pablo II en sus encuentros con las comunidades judías, durante sus visitas pastorales. No podemos analizarlos en detalle aquí, ya que hay más de ciento cincuenta. Algunos tienen un sentido teológico, como el de Maguncia (17 de noviembre de 1980), cuando Juan Pablo II habló de la “primera alianza nunca revocada”, o más tarde, en Colonia (marzo de 1982), cuando señaló frente a una delegación judía que el texto conciliar era para él obra del Espíritu Santo. El año 1993 es la fecha del reconocimiento de jure del Estado del Israel por parte de la Santa Sede, y debemos destacar que en el Preámbulo del Acuerdo Fundamental se recuerda la evolución religiosa en las relaciones entre judíos y cristianos.

Hay que añadir también a esto algunos gestos altamente significativos que manifiestan un cambio de actitud. Son ellos, sin duda, y gracias a los medios de comunicación, los que han marcado al gran público. Me refiero, por ejemplo, a la visita de Juan  Pablo II a la sinagoga de Roma en 1986, a su visita a Yad Vashem en 2000, y sobre todo a la colocación en el Muro del Templo, del texto de su pedido de perdón pronunciado un tiempo antes en San Pedro de Roma. El papa Benedicto XVI, un papa de origen alemán, apenas elegido, se dirigió a la sinagoga de Colonia, luego a Auschwitz en el 60º aniversario de la liberación del campo, y más tarde, una vez más, a una sinagoga norteamericana, al Muro del Templo en Jerusalén, y finalmente, a la sinagoga de Roma. No pretendo ser exhaustivo en todos estos hechos, pero jalonan un giro irreversible, aun cuando hubo en estos últimos años algunas decisiones o gestos que parecieron retrocesos.

Las reacciones de la comunidad judía

Mi propósito es analizar ahora, aunque seguramente no soy el más indicado para hacerlo, las reacciones de la comunidad judía frente a los textos y los hechos que acabo de enumerar. Me parece evidente que no puede haber dejado de experimentar un cambio profundo. Por eso querría recordar algunos textos que dan cuenta de este cambio. En el año 1968, el episcopado francés le pidió al gran rabino Kaplan un texto sobre la manera en que el judaísmo percibía al cristianismo. Se eligió como expertos a los profesores Levinas, Vajda y Touati. Diez años más tarde, el borrador del texto fue retirado sin motivo. Quedó como un documento privado durante varios años, en manos del profesor Touati. [3] 

El 23 de marzo de 2000, el rabino Yoffee, presidente de la Unión de Comunidades Judías Norteamericanas, pronunció un discurso en el que destacó el cambio de actitud de la Iglesia Católica, señaló las dificultades que subsisten y sugirió medidas tendientes a educar a las dos comunidades con respecto a la religión de la otra.[4] 

Finalmente, hay que señalar el importante documento titulado Dabru Emet del 10 de septiembre de 2000. No es un texto oficial, pero la cantidad y la calidad de los firmantes nos permiten considerarlo como la expresión de un pensamiento judío que es bastante compartido en la actualidad. Por supuesto, como la comunidad judía no está estructurada de la misma manera que la Iglesia Católica, esos textos no pueden tener para los judíos la misma autoridad que los documentos romanos, pero como católicos, debemos ser modestos en cuanto a la recepción de nuestros propios textos.

Evolución y dificultades del diálogo

Se ha subrayado desde el origen que el diálogo entre nosotros era asimétrico, porque, a primera vista, los judíos sólo pueden esperar de parte de los cristianos un cambio de actitud hacia ellos, mientras que el redescubrimiento de la permanencia del enraizamiento judío en el cristianismo no puede dejar de tener consecuencias en la comprensión que los cristianos tenemos de nosotros mismos. Por eso, en un primer momento, el encuentro, digamos en el terreno, sólo podía darse, en el mejor de los casos, en una lectura común de la Biblia (del Antiguo Testamento), en la que nosotros, como cristianos, nos poníamos a la escucha de la lectura judía, que es muy rica (el texto vaticano de 1985 lo subraya). Esto se realizó en las semanas judías de los Advientos durante algunos años, y poco tiempo después, y todavía en la actualidad, en las semanas de trabajo de la asociación Davar. Hoy, gracias a la evolución del diálogo, a menudo se les pide a exegetas judíos que analicen frente a un auditorio cristiano textos del Nuevo Testamento.

Hay sin embargo, algunos aspectos del diálogo de los que fui tomando conciencia poco a poco. Hace alrededor de veinticinco años, durante una reunión común en la Alianza Israelita Universal, un universitario me llevó aparte en un intervalo. Mirándome directamente a los ojos, me dijo: “Padre, usted me resulta simpático, pero cuando lo miro, no puedo dejar de preguntarme: ¿amigo o enemigo? Me doy cuenta de que ustedes cambiaron profundamente con respecto a nosotros, pero me pregunto si se trata de un cambio de fondo o de un cambio de estrategia”. Esto me marcó mucho. Nunca olvidé estas palabras. Ese hombre me hizo comprender el temor “implícito” de muchos judíos frente al cristiano abierto: digámoslo francamente, frente al peligro de un proselitismo, aunque sea implícito. Entendí mejor por qué el cardenal Jean-Marie Lustiger fue mal recibido al principio por la comunidad judía cuando lo nombraron arzobispo de París. Temían en cierto modo que su “conversión al cristianismo” — él jamás usó la palabra “conversión”— apareciera como un ejemplo, un estímulo para los cristianos en sus relaciones con los judíos. Un signo de esta inquietud se vio algunos años después con el caso del Carmelo de Auschwitz y la presencia de la Cruz junto al antiguo teatro. Un autor judío escribió entonces en la revista Esprit: “Ustedes no consiguieron convertirnos vivos y ahora quieren cristianizar a nuestros muertos”.

En ese momento — los acontecimientos me llevaron a hacerlo — entendí que el diálogo fraternal, de buena fe y de simpatía, no era suficiente. El diálogo entre nosotros era también un diálogo de memorias, marcado por historias recíprocas que no son las mismas. Debemos recordar que la memoria es constitutiva del pensamiento judío. Cada uno lleva dentro de sí una historia y, en relación con el mundo cristiano, la historia judía es una historia dolorosa, a menudo trágica. En general, el cristiano lo ignora. Como católico, ya no puede ser oficialmente antisemita, pero permanecen en él prejuicios y estereotipos. Es ese diálogo entre memorias diferentes lo que complicó tanto la solución al problema del Carmelo de Auschwitz, la perspectiva de una eventual beatificación de Isabel la Católica, e incluso la llegada del cardenal Lustiger a París. Esa persistencia de las huellas que permanecen en la memoria es difícil de borrar en pocas décadas, y hace que la comunidad judía esté particularmente atenta con respecto a ciertos gestos que no tienen el mismo significado para nosotros: por ejemplo, el diálogo con los lefebvristas y la eventual beatificación de Pío XII. Y sin embargo, me gustaría señalar que de algunos de esos conflictos resueltos ha nacido un clima distendido y fraternal. Eso sucede en mi relación con el gran rabino Sirat, con el profesor Steg, con el doctor Théo Klein, con el gran rabino Bernheim y muchos otros, de modo que frente a dificultades nuevas o imprevistas, podemos seguir hablando.

Pero me parece sobre todo que la asimetría a la que me referí antes está cambiando también en algunas autoridades judías. Pensemos en los severos comentarios del gran rabino Lau cuando el cardenal Lustiger participó en el coloquio de Tel Aviv en 1995 sobre “el silencio de Dios después de Auschwitz” y en la visita que le hizo el primero no hace mucho tiempo al papa Benedicto XVI. Pensemos en las reuniones inauguradas por el rabino Singer y el cardenal Lustiger en Nueva York, estos últimos años, con la asistencia de cardenales, obispos y rabinos, en el intercambio fraternal y profundo que se estableció entre ellos.

¿Qué fue lo que permitió este cambio? Yo creo  que las acciones cristianas de arrepentimiento han contribuido mucho, y también (volveré sobre esto) el extraordinario trabajo del padre Patrick Desbois. Habiendo sido un testigo privilegiado del arrepentimiento de los obispos de Francia en Drancy, puedo medir el camino que ese hecho nos hizo recorrer. El gran rabino Sitruk le dio un abrazo al cardenal Lustiger en el campo de Drancy, frente a todos los medios de comunicación, y una vez más, algunas semanas más tarde, en el memorial, durante la ceremonia del encendido de las seis velas que representaban a los seis millones de judíos asesinados. Yo estuve presente. El Cardenal me dijo que el Gran Rabino lo invitó a encender la sexta vela diciéndole: “Usted sigue siendo de los nuestros”. Algún tiempo después de la ceremonia de arrepentimiento de Drancy, el gran rabino Gilles Bernheim me invitó a la Gran Sinagoga de la Victoria para que ambos explicáramos, cada uno desde su lugar, el sentido del acto de Drancy, pues no todos los cristianos ni todos los judíos habían entendido forzosamente su importancia y su significado. La Gran Sinagoga estaba colmada. En su discurso, el gran rabino dijo: “Ahora podremos comenzar un diálogo más teológico”. No estoy seguro de que este sea el pensamiento de todas las autoridades religiosas judías, pero, lo repito, ese límite también vale para muchos cristianos, aunque tengan una forma diferente de autoridad. 

Con todo, algunas cuestiones delicadas han podido ser efectivamente abordadas entre nosotros, y esto no hubiera sido posible algunas décadas atrás. Algunos hechos perturbadores, que no nombraré, complican a veces nuestra relación, pero no implican un verdadero retroceso, y esto muestra, a mi juicio, no sólo la profundidad del compromiso, sino, en un sentido, su carácter irreversible.

Hace poco, se le ha entregado al profesor Armand Abécassis el premio anual de la Amistad Judeo-Cristiana, y he comprobado con alegría que hubo un enorme progreso de ambos lados, en el conocimiento mutuo. Basta releer algunos de sus intervenciones publicadas en la revista Sens para convencerse de ello.[5] 

También veo con alegría y agradecimiento la extraordinaria acogida que se le hace a los trabajos del padre Patrick Desbois. Que un sacerdote católico se preocupe por el entierro religioso de los muertos judíos de la Segunda Guerra Mundial, que se preocupe por profundizar más el conocimiento de la Shoah y sus crímenes, era algo inconcebible si miramos la historia pasada.

A esto se suma la visita del papa Benedicto XVI a la sinagoga de Roma en 2010. Merecen señalarse algunos aspectos de su discurso. Él situó explícitamente su visita en la continuidad de la de Juan Pablo II en 1986. Destacó que la declaración Nostra Aetate fue un texto decisivo para el diálogo. Estamos en un camino irrevocable de fraternidad y unidad, dijo. Recordó, aprobándolos, los actos de arrepentimiento, especialmente el del papa Juan Pablo II en el Muro Occidental. Se refirió en términos muy fuertes al drama singular y estremecedor de la Shoah que, al destruir al pueblo judío, ha querido matar a Dios. A su juicio, el diálogo, para continuar, debe apoyarse en la Biblia, y para nosotros, en el Catecismo de la Iglesia Católica. Citando Romanos 11, 29, mostró la relación de identidad que nos une. Se mostró convencido de que en el futuro debemos trabajar juntos a partir de las Diez Palabras, cuyo mensaje ético conserva una profunda actualidad y nos concierne a cristianos y judíos.

Permítanme terminar citando un último episodio, mucho más modesto, que viví en 2008 en la Gran Sinagoga de Neuilly,[6]  que estaba completamente llena, más que en Kippur, según el rabino Philippe Haddad. Este último les presentó el judaísmo a los cristianos, a jóvenes que estaban allí, y yo les presenté el cristianismo a los judíos. Como yo recordaba la historia de los sermones a los que tantas veces se obligó a asistir a los judíos en ciertos períodos de la historia, me dirigí allí con mucha inquietud. Pero todos fuimos capaces de escucharnos con el mayor respeto.

Debería mencionar muchos otros hechos que se desarrollan en innumerables diócesis, en encuentros de verano como esos tan fieles y tan fructíferos de Davar. Estas reuniones preparan a hombres y mujeres a comprenderse y apreciarse mejor. Pero sería demasiado largo enumerar todos los ejemplos.

Conclusión

¿Entonces ya está todo hecho? No lo creo. Por supuesto, en el conjunto de nuestras comunidades, como sin duda en lo referente a muchos responsables, y aunque siento impaciencia ante progresos que muchas veces me parecen  demasiado lentos, me maravilla todo lo que hemos vivido y vivimos desde hace más de cincuenta años en relación con los siglos anteriores. Pero creo que, más allá de un mejor conocimiento mutuo que aún debemos incrementar, los judíos y los cristianos tenemos una inmensa tarea común que cumplir frente al mundo. Me lo recuerda a menudo una idea ya antigua de quien fue mi primer maestro, el padre Pierre Dabosville. Cito lo que dijo en París el 12 de julio de 1964 en la asamblea de la Word Union of Progressive Judaism:

En la historia del mundo, que es ante todo una historia espiritual, no hay una cuestión más profunda, más grande, que la del diálogo del hombre con Dios. Para nosotros, judíos y cristianos, ese diálogo se ha establecido en la historia, y el Libro expresa la lección de la historia, de una historia eterna, para la historia que se hace todos los días. Si el diálogo del hombre con Dios pasa por el Libro, por la Palabra, por la profecía, por la esperanza en el Eterno que viene hacia nosotros, ¿cómo podríamos pensar que las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo son un problema accesorio, un episodio singular de la historia de las religiones? En el corazón de la historia religiosa del hombre, está en primer lugar esta cuestión de los judíos y los cristianos. Del mismo modo en que evolucionen sus relaciones, evolucionará también, al mismo tiempo, la historia religiosa de toda la humanidad”.[7] 

Este pensamiento se parece al del profesor Armand Abécassis, aunque este lo formula de otra manera, como es normal: “Tenemos que ponernos a estudiar juntos, cada uno a través de su dimensión propia”. Y añade: “El futuro del mundo depende de la reconciliación de la Iglesia y la Sinagoga”.

Para completar esta conclusión provisoria, debo referirme a “Los doce puntos de Berlín”, un nuevo llamamiento lanzado por el ICCJ (Consejo Internacional de Cristianos y Judíos) en julio de 2009. Merecerían un análisis por sí mismos. Por falta de tiempo, y para no abusar de su atención, señalaré que los cuatro primeros puntos se dirigen a los cristianos y a las comunidades cristianas, y los invitan a combatir el antisemitismo, a promover el diálogo interreligioso con los judíos, a desarrollar una comprensión teológica del judaísmo. Los cuatro siguientes se dirigen a los judíos y a las comunidades judías: los invita a reconocer los esfuerzos realizados por las comunidades cristianas, a revisar los textos judíos y la liturgia a la luz de las reformas cristianas, a diferenciar entre la crítica imparcial a Israel (por mi parte, diría “la crítica a las decisiones políticas”) y el antisemitismo, a alentar al Estado de Israel en sus esfuerzos por cumplir con los ideales inscriptos en su acta de nacimiento. Y finalmente, los últimos cuatro puntos se dirigen a las comunidades judías y cristianas. Se refieren a la educación interreligiosa y cultural, la amistad y la cooperación para establecer una justicia social en una sociedad globalizada, un diálogo con las organizaciones políticas y económicas, un gran cuidado del medio ambiente.

Es por eso que el trabajo que tenemos que hacer hoy en común, en particular en el terreno de la ética, es tan importante para el futuro. Ilustra el sentido profundo de esa renovación que me es imposible pensar que no esté inspirada por Dios. Pero es él quien debe conducirlo y nosotros no debemos poner ningún obstáculo a su designio, como lo hemos señalado juntos, el gran rabino Bernheim y yo, hace muchos años, ante un auditorio de estudiantes universitarios.

Editorial remarks

El padre Dujardin, oratoriano, ha sido profesor de historia en el Collège Saint-Martin de Pontoise. Fue Superior General del Oratorio de Francia de 1984 a 1999. Secretario del Comité Episcopal Francés para las Relaciones con el Judaísmo de 1987 a 1999. Es autor de innumerables artículos y un libro L’Église catholique et le peuple juif. Un autre regard, Calmann-Lévy, col. Diaspora, 2003.

Este artículo fue tomado de la revista SENS, Nº 359, mayo de 2011. Agradecemos a la revista SENS y a su director, Yves Chevalier, la autorización para traducir y publicar este texto en nuestro sitio.

Traducción del francés: Silvia Kot