“No hay identidad alemana sin Auschwitz"

Discurso pronunciado por el presidente de Alemania, Joachim Gauck, en el Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, el 27 de enero de 2015, en el Bundestag de Berlín.

Hoy hace exactamente setenta años que los soldados del Ejército Rojo liberaron el campo de concentración de Auschwitz. Casi veinte años atrás, el Bundestag alemán resolvió establecer su propio día de conmemoración de las víctimas del régimen nazi. Roman Herzog, que era el presidente de Alemania en esa época, insistió en que esa conmemoración debía continuar para siempre. Sin la memoria, dijo, no se puede superar el mal y no se pueden extraer lecciones para el futuro.

Muchos testigos prominentes de esta historia han hablado en esta Casa desde entonces: sobrevivientes de campos de concentración, de ghettos y de la resistencia subterránea, así como sobrevivientes de ciudades sitiadas, condenadas al hambre. Con palabras emocionantes, compartieron sus destinos con nosotros. Y hablaron sobre la relación entre sus propios pueblos y el pueblo alemán: una relación en la que nada fue igual después de las atrocidades cometidas por los nazis.

Permítanme comenzar hoy también con un testimonio, aunque son palabras de un testigo que no sobrevivió al Holocausto. Sobrevivieron sus diarios, y fueron publicados, pero 65 años después de su muerte.

Me refiero a Willy Cohn. Willy Cohn pertenecía a una próspera familia de comerciantes y enseñaba en una escuela secundaria, en lo que en ese momento era Breslau. Era un judío ortodoxo y estaba profundamente conectado con la cultura y la historia alemanas. Le habían otorgado la Cruz de Hierro por sus distinguidos servicios en la Primera Guerra Mundial. Bajo el régimen nazi, Willy Cohn perdió su empleo, perdió parientes y amigos por suicidio y emigración. Sintió que llegaba el fin cuando recibió noticias sobre los ghettos que se establecían en la Polonia ocupada y las ejecuciones masivas en Lvov. Pero a pesar de saber todas estas cosas, Cohn mantenía firmemente su fe en el país que consideraba propio. “Amo tanto a los alemanes”, escribió, “que ese amor no puede ponerse en duda ni siquiera con todos estos problemas. […] Hay que ser suficientemente leal como para adherir a un gobierno de un bando político completamente distinto al de uno”.

La naturaleza incondicional de la lealtad de Cohn es casi inconcebible para nosotros, porque sabemos qué pasó después. La lealtad de Cohn fue duramente traicionada. El 25 de noviembre de 1941, colaboradores voluntarios cargaron a su familia en los primeros trenes de deportación que llevaban judíos de Breslau a la muerte. La hija menor de Willy Cohn, Tamara, tenía apenas tres años. Cuatro días después, el Standartenführer SS Karl Jäger informó que 2000 judíos habían sido ejecutados por su pelotón de fusilamiento en Kaunas, Lituania.

El escritor judío alemán Jakob Wassermann, uno de los autores alemanes más populares de los años 1920, escribió, desilusionado, después de la Primera Guerra Mundial, que era inútil ofrecerle una mano amistosa  a esa “nación de poetas y pensadores”. Wassermann escribió: “Ellos dicen: ¿Por qué se toma esas libertades, con su arrogancia judía? Es inútil vivir por ellos y morir por ellos. Ellos dicen: es un judío”.

En la imaginación antisemita, los judíos no eran seres humanos de carne y hueso. Los consideraban la personificación del Mal. Proyectaban sobre ellos todos los temores, los estereotipos y el concepto del enemigo imaginado, incluso cuando esos estereotipos eran mutuamente excluyentes. Sin embargo, nadie llegó más lejos en su antisemitismo como los nazis. En su fanatismo racista, se erigieron a sí mismos en dueños de la vida y la muerte.

La así llamada “raza superior” no dudó en aniquilar las vidas humanas que consideraba “inútiles”, en esterilizar gente y eliminar a sus oponentes políticos. Todas esas personas fueron víctimas de la obsesión nazi de la “limpieza”: los gitanos, los pueblos eslavos, los homosexuales, los discapacitados, los comunistas, los socialdemócratas, los sindicalistas, los resistentes cristianos, los Testigos de Jehová y todos los que se oponían a su reinado del terror.

Lo que más nos horroriza es que nunca antes un Estado estigmatizó, segregó y aniquiló sistemáticamente a grupos enteros de personas en cantidades tan grandes, en campos de exterminio especialmente creados y con una maquinaria asesina tan precisa, despiadada, elaborada y eficiente, como en el campo de Auschwitz, que se convirtió en un símbolo del Holocausto. Como en los demás campos de exterminio de la Polonia ocupada: Treblinka, Majdanek, Belzec, Sobibor y Chelmno. Y en otros campos, donde el hambre, los trabajos forzados y las crueldades inhumanas terminaron con la vida de los prisioneros.  Y en las ciudades ocupadas del Este, donde decenas de miles fueron masacrados en lugares como Kamenets-Podolsk y Babi Yar, y sus cuerpos arrojados sin ceremonias en fosas comunes.

Al avanzar, las tropas aliadas detuvieron esta matanza. Los campos de exterminio del Este fueron liberados por los soldados soviéticos. El Ejército Rojo perdió 231 hombres en la liberación de Auschwitz, y les debemos respeto y gratitud.

El Día de la Memoria une a la sociedad en la reflexión sobre el pasado compartido. Porque, nos guste o no, las experiencias formativas dejan sus huellas, en los actores y en los testigos, pero también en las futuras generaciones.

Una de las lecciones más importantes que podemos aprender al analizar el pasado nazi es indudablemente que el silencio no borra los crímenes flagrantes ni las culpas flagrantes. Los alemanes del Este y del Oeste experimentaron esto en contextos muy  diferentes, pero esencialmente en una forma muy similar.

Inmediatamente después de la guerra, Alemania se concentró en la reconstrucción. En Alemania Occidental, en los años del “milagro alemán”, demasiada gente miraba hacia adelante y muy pocos miraban atrás. La justicia perseguía los crímenes nazis con indolencia y solo en casos individuales. Algunos pocos intelectuales y escritores abordaban el tema de la era nazi, y unos pocos filmes, novelas y diarios íntimos– como El diario de Ana Frank – hablaban del destino de los judíos, pero la mayoría no se sentía afectada por ese testimonio. No quería saber, se protegía del sentimiento de culpa y de vergüenza, negándose a recordar.

Al ver esto retrospectivamente, es una vergüenza que quienes habían sido víctimas tuvieran que convertirse en suplicantes. Es una vergüenza que, cuando se empezó a hablar de restitución, el sufrimiento de las víctimas de los alemanes  fuera considerado menos importante que el sufrimiento de las víctimas alemanas. La población de la naciente República Federal de Alemania no sentía demasiada compasión por las víctimas del régimen nazi. El Acuerdo de Reparación con Israel fue extremadamente impopular entre el público alemán.

El silencio se fue rompiendo en forma gradual, cuando comenzaron, hacia el final de los años 1950, los juicios más importantes contra los perpetradores nazis: el juicio a los Einsatzgruppen de Ulm, el juicio a Adolf Eichmann, el juicio de Frankfurt Auschwitz. Estos juicios hicieron visible la magnitud de los crímenes. Citados por el intrépido fiscal general del Estado de Hesse Fritz Bauer, centenares de testigos relataron las atrocidades que demostraban el establecimiento de todo un sistema de exterminio. Un sistema que muchos habían considerado inimaginable. El público quedó profundamente impresionado, pero siguió sin involucrarse realmente. La mayoría de los alemanes se absolvían a sí mismos de todo acto criminal, y le cargaban la culpa y la responsabilidad a un pequeño grupo de fanáticos y sádicos: Hitler y su círculo más íntimo. Todos los demás eran considerados subalternos presuntamente inermes atrapados dentro de una maquinaria, seguidores que solo obedecían órdenes, obligados a cumplir acciones que eran fundamentalmente ajenas a ellos.

El sistema judicial siempre fue profundamente insatisfactorio al abordar el pasado nazi. Muchos jueces y fiscales eran personas que habían tenido posiciones de responsabilidad en el régimen nazi. No veían ninguna necesidad de juzgar los crímenes nazis o relativizaban su responsabilidad en el derecho penal.

La situación fue completamente diferente cuando se llegó a la autorreflexión crítica.  En los años 1960, intelectuales como Alexander y Margarete Mitscherlich siguieron el camino que había abierto Hannah Arendt. Plantearon preguntas sobre la complicidad de la gente común que se había entregado a un líder criminal y no quería aceptar  ninguna responsabilidad  por las consecuencias de esa actitud. Solo entonces el hecho de enfrentar los crímenes nazis empezó a adquirir un significado más amplio en la sociedad alemana.

Incentivados y apoyados por un coro cada vez más grande de voces críticas de intelectuales y artistas, los alemanes occidentales aprendieron lentamente a aceptar el hecho de que hombres y mujeres completamente “normales” también habían perdido su humanidad, su conciencia y su moral: muchos de estos eran sus vecinos e incluso amigos o miembros de la propia familia.

A través de la serie de televisión “Holocausto”,  hacia fines de los años 1970, el gran público finalmente pudo conocer el punto de vista de las víctimas. Nunca antes tantos alemanes – del Oeste y del Este – se habían enfrentado con el destino sufrido por una familia judía. Nunca antes tantos alemanes se conmovieron tan profundamente ante ese hecho.

Desde aquel momento, la conmemoración de las víctimas del régimen nazi se volvió una parte integrante de nuestra autopercepción. Cada generación, sin duda cada década, ha encarado el tema a su manera, a menudo en acalorados debates, como en la Disputa de los Historiadores (Historikerstreit) de finales de los años 1980 o en la polémica suscitada por el Monumento a los Judíos de Europa Asesinados (Denkmal für die ermordeten Juden Europas) de Berlín. Y como sé que las generaciones futuras también buscarán y encontrarán su propio abordaje del tema, confío en que la memoria de los crímenes de la época nazi permanecerá viva.

¿Y qué ocurrió en la otra parte de Alemania? El naciente Estado de Alemania Oriental convenció a mucha gente de que era el Estado alemán antifascista, es decir, el mejor Estado alemán. En Alemania Oriental, muchas personas de pasado oscuro fueron reemplazadas por comunistas y antifascistas. Películas y textos antifascistas despertaban simpatía hacia los combatientes de la resistencia asesinados. La lealtad a la RDA (República Democrática Alemana) surgió como un imperativo moral. El cantautor disidente de Alemania Oriental Wolf Biermann escribió en los años 1960: “La RDA, mi patria, está limpia y clara/no hay posibilidades de que la ley nazi vuelva a ella”.

Sin embargo, la posición oficial antifascista de la RDA sirvió también para legitimar la falta de democracia en el país. Y la absolución general de la sociedad de Alemania Oriental de la responsabilidad legal y moral por los crímenes nazis también alentó la supresión de la culpa individual. Le evitaba al individuo una autorreflexión crítica y les permitía a los que tenían pasados difíciles o culpables ubicarse del lado del bien, de los vencedores antifascistas. Más aún: se dedicaba la conmemoración casi exclusivamente a los combatientes de la resistencia. Solo tras el final de la RDA, los memoriales de la ex Alemania Oriental empezaron a incluir una apropiada rememoración de las víctimas judías, que fueron aniquiladas por razones de ideología racista.

La “segunda culpa”, mencionada por el escritor alemán Ralph Giordano, es decir, la negativa a enfrentar los crímenes del régimen nazi y a compensar a las víctimas, estuvo doblemente presente en Alemania: en la primera etapa de la República Federal y también en la RDA.

Con el correr del tiempo, la República Federal de Alemania – antes y después de la reunificación – hizo de la revisión de los crímenes del pasado una parte integrante de su narrativa histórica. Al actuar de este modo, se constituyó en un socio creíble para la coexistencia pacífica y equitativa de los pueblos y las naciones, e incluso fue aceptado como tal por muchas víctimas y sus descendientes. En los años 1990, miles de judíos procedentes de la ex Unión Soviética revitalizaron y fundaron comunidades judías en Alemania, porque creyeron en esta Alemania. Y el ex presidente israelí Shimon Peres habló aquí, en este mismo lugar, sobre la amistad singular entre Alemania e Israel. Sin haber revisado nuestro pasado, no habríamos recibido este regalo.

Al mismo tiempo, sabemos que los días de conmemoración pueden anquilosarse en un ritual, una cáscara vacía que se llena con los mismos viejos conjuros que antes servían para aliviar nuestras propias conciencias. También sabemos que los días de conmemoración no impiden que seamos indiferentes en nuestra vida cotidiana.

Recuerdo la ceremonia del 60º aniversario de la liberación del campo de concentración de Sachsenhausen. Entre los oradores, estaba Thomas Buergenthal, que había sobrevivido a la marcha de la muerte de Auschwitz a Sachsenhausen, en la que participó cuando aún no tenía once años. Después de la guerra, emigró a Estados Unidos, donde se convirtió en un abogado especialista en derecho internacional y derechos humanos, y tomó parte en juicios contra genocidios como juez de la Corte Internacional de Justicia.

Me impresionaron sus palabras, porque enfrentó a la audiencia con una verdad incómoda. Buergenthal preguntó hasta qué punto se había cumplido el compromiso del “nunca más”, la promesa central después de Auschwitz. ¿No habían ocurrido desde entonces muchos otros genocidios? ¿Qué pasó en Camboya, Ruanda y Darfur?, preguntó Buergenthal. ¿Y en Srebrenica?, podríamos haber agregado. En la actualidad, podemos preguntar: ¿qué pasa en Siria y en Irak? Aunque en esos casos los crímenes no se perpetraron en la misma escala que los de los nazis, dijo Thomas Buergenthal, es terriblemente desalentador  que los genocidios y las matanzas masivas se hayan vuelto casi algo rutinario, cuando el mundo dice “nunca más” pero cierra los ojos ante el siguiente genocidio.

Pero podemos dejar establecido simplemente este hecho deprimente y preguntar además: ¿somos capaces de evitar que se produzcan matanzas masivas en primer lugar? ¿Hasta qué punto somos capaces de terminar con esa clase de crímenes o castigarlos? ¿No nos falta a veces la voluntad de llevar a cabo acciones contra esos crímenes de lesa humanidad?

El hecho de que el genocidio se considere un delito sancionable desde 1948 – es decir, desde que la ONU adoptó la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (Convention on the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide) – es un gran éxito. Los tribunales criminales internacionales actuaron en múltiples oportunidades. Pueden investigar a cualquiera que intente “destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal”.

Al mismo tiempo, esto nos enfrenta con la amarga realidad de que los castigos casi nunca han tenido un efecto disuasivo y hasta ahora la prevención pocas veces se ha ejercido con suficiente antelación. Una vez que las matanzas toman impulso, es difícil detenerlas. En muchos casos, incluso es imposible ayudar. Como no somos todopoderosos, debemos vivir con el peso moral de saber que no podemos proteger la vida humana en todo momento ni en todas partes. Así como shalom, el estado de infinita felicidad, no puede alcanzarse en la tierra, la promesa de “nunca más” no puede ser cumplido del todo. Sin embargo, sigue siendo indispensable como imperativo moral y como brújula interior. Esforzarse por lograr la coexistencia pacífica y justa entre las personas y las naciones es un importante – probablemente el más importante – principio  rector de nuestras acciones. No podemos eliminar totalmente el mal, pero estamos llamados a proscribirlo y a trabajar para evitar que llegue más lejos.

Las generaciones futuras buscarán sin duda nuevas formas de conmemoración. Y aunque el Holocausto quizá no esté necesariamente entre los componentes centrales de la identidad alemana para todos los habitantes de nuestro país, seguirá siendo verdad que no hay identidad alemana sin Auschwitz. Recordar el Holocausto será siempre un tema central para todo ciudadano de Alemania. Es una parte de la historia de nuestro país. Y permanece como algo específico: aquí en Alemania, donde todos los días pasamos frente a casas desde donde se deportaron a judíos, aquí en Alemania, donde se planeó y se organizó el aniquilamiento, aquí los horrores del pasado están más cerca y la responsabilidad  por el presente y el futuro es más actual y más vinculante que en ninguna otra parte.

En muchas conversaciones y en muchos análisis, encuentro el temor de que las generaciones más jóvenes pierdan el interés por los crímenes nazis. Yo no comparto esa preocupación,  pero soy consciente de que la manera de examinar el pasado seguirá cambiando y así debe ser. Muchos testigos directos reprimieron el pasado, y sus hijos lamentaron esa represión. Lo que vemos ahora con la generación de los nietos es que una mayor distancia puede ser también una ventaja. Los jóvenes de hoy pueden enfrentar en forma más abierta y completa un pasado que está contaminado de vergüenza. Nunca deja de sorprenderme hasta qué punto los nietos y bisnietos están interesados en investigar las historias familiares llenas de tabúes y silencios, en investigar la historia judía de los edificios y los vecindarios en los que viven, y se sumergen en las biografías de los perseguidos y sus perseguidores. Y en las historias de personas que rescataron a judíos no ven solo ejemplos morales, sino también una refutación de la vieja idea de que no se podía hacer nada para contrarrestar todo aquello.

En el futuro, cuando ya no contemos con testigos directos, no deberemos dejar de involucrarnos emocionalmente. Las personas de tres o cuatro generaciones posteriores al Holocausto, y las personas que no tienen raíces alemanas, también se conmueven cuando ven en Auschwitz los nombres de las víctimas del Holocausto escritas en las maletas de sus propietarios originales, o cuando se encuentran frente a las ruinas del crematorio destruido en la vastedad de Birkenau, o cuando leen El diario de Ana Frank o ven el film El pianista. Lo que vemos permanentemente es que las películas de ficción o documentales, las autobiografías, los reportajes a sobrevivientes o las visitas a los sitios que fueron lugares del horror, pueden hacer que el sufrimiento sea accesible para los jóvenes y los inspire a abrirle sus corazones.

Los jóvenes que tienen un vínculo familiar con el pasado nazi no son los únicos que se conmueven. Las historias del Holocausto también emocionan a las personas que descubren, en la historia alemana, de qué es capaz la naturaleza humana, y entienden que el odio a los hombres, el fanatismo y el asesinato masivo pueden repetirse en otras partes de maneras diferentes.

“Personas le hicieron esto a personas”: en estas sencillas pero perturbadoras palabras, la escritora polaca Zofia Nalkowska reflexionó sobre lo que había visto inmediatamente después de la liberación de los campos de concentración, como miembro del Comité Especial Internacional para la Investigación de los Crímenes Nazis en Polonia. Esta dimensión universal del Holocausto llevó a las Naciones Unidas a decidir, en 2005, que  el 27 de enero fuera el Día Internacional de Conmemoración para honrar a las víctimas del Holocausto: como un deber de personas hacia personas.

Enfocar el Holocausto como un crimen de lesa humanidad ofrece un punto de acceso para los inmigrantes que no se identifican como alemanes, o no lo hacen todavía. Este  enfoque no siempre es fácil. Algunos inmigrantes sufrieron persecución en sus países de origen. Algunos provienen de países en los cuales prevalecen el antisemitismo y el odio a Israel. En los casos en que esas actitudes tienen una influencia permanente en los inmigrantes y afectan sus percepciones de los hechos actuales, nunca debemos cansarnos de impartir la verdad histórica y comprometerlos con los valores de esta sociedad.

Todos los que llamamos a Alemania nuestro hogar somos responsables por la clase de camino que tomará  nuestro país. Una joven de una familia de inmigrantes lo dijo bellamente, en una carta: “No tengo antepasados alemanes, pero tendré descendientes alemanes. Y ellos me considerarán responsable por todas las injusticias y brutalidades que se lleven a cabo hoy en nuestra tierra”.

Con su declaración, esta mujer ha ingresado a una comunidad de responsabilidades compartidas que es independiente de una comunidad de experiencia compartida. Y estamos unidos en una comunidad con una voluntad  compartida.

Porque mientras yo esté vivo, me hará sufrir el hecho de que la nación alemana, a pesar de su admirable cultura, haya sido capaz de los más horrorosos crímenes contra la humanidad. Ninguna interpretación convincente del Holocausto, ese execrable abandono de todos los valores civilizados, podrá calmar mi corazón o mi mente. Esa ruptura está tejida en la trama de nuestra identidad nacional y permanece siempre presente en nuestras conciencias. Nadie que desee vivir en la verdad puede negar esto.

Y a pesar de todo, después de la oscura noche de la dictadura, después de la culpa y el arrepentimiento, fuimos capaces de formular un credo que es luminoso como el día.

Lo hicimos restaurando  la dignidad de la fuerza de la ley. Lo hicimos desarrollando empatía hacia las víctimas. Y lo hacemos hoy cuando luchamos contra toda forma de exclusión y violencia, y cuando ofrecemos un refugio seguro para los que huyen de la persecución, la guerra y el terror.

Nuestras obligaciones morales no pueden limitarse al nivel de la conmemoración. También existe dentro de nosotros una certeza profunda y perdurable de que la memoria nos otorga una misión. Esta misión nos dice que debemos proteger y preservar la humanidad. Nos dice que debemos proteger y preservar los derechos de cada ser humano.

Decimos esto en un momento en que en Alemania debemos trabajar para lograr un nuevo concepto de coexistencia de diferentes tradiciones religiosas y culturales. La comunidad en la que todos queremos vivir solo florecerá si respetamos la dignidad del individuo y vivimos en la solidaridad.

Editorial remarks

Traducción del inglés: Silvia Kot