León Klenicki, varón justo, hijo de la Alianza, hombre de Dios

León Klenicki, varón justo, hijo de la Alianza, hombre de Dios

 

Roberto Bosca

 

 

 

Los diarios más importantes del mundo recordaron estos días y con motivo de su fallecimiento a un rabino argentino que fue una de las grandes figuras del diálogo interreligioso del siglo XX. La prensa internacional supo recoger el sentido pontifical de su vida, la construcción de puentes entre las religiones en una perspectiva humanista y al mismo tiempo poseedora de un profundo sentido de lo sagrado.

 

 

 

Hijo de inmigrantes polacos, León Klenicki nació en la Argentina, pero emigró también a los Estados Unidos en los años setenta, y miraba desde su residencia en Nueva York con sincero interés todo lo nuestro; aun desde tan lejos nunca dejó de sufrir y gozar las luces y sombras de nuestra historia contemporánea, tanto grande como pequeña. Su judeidad no era ningún obstáculo para su argentinidad.

 

 

 

Recordaba con extremo dolor a sus seres queridos masacrados en los campos de exterminio del nacionalsocialismo y dedicó toda su vida a trazar condiciones para que la humanidad no repitiera esos caminos extraviados a los que veía como el fruto de una larga historia de odio y de una cultura del menosprecio, en la que no podía dejar de incluir las acciones y omisiones de los propios cristianos. Pero al mismo tiempo confiaba en que esa historia había comenzado a ser superada y le llenaba de esperanza estar transitando el largo y dificultoso pero siempre posible camino de la reconciliación.

 

 

 

Este era un punto central en su pensamiento y en su sensibilidad, en tanto que siendo judío, él pondría sus mejores esfuerzos en tratar de borrar la mancha de la ignominia en el rostro de la Iglesia católica, mostrar y hacer comprender a sus hermanos cristianos la contradicción del antisemitismo con el mensaje de Jesucristo.

 

 

 

León Klenicki tenía un conocimiento de la Iglesia, de la teología y el pensamiento cristiano, de los católicos y de la jerarquía eclesiástica muy superiores al que cabe suponer en un rabino judío. Su comprensión de lo divino y de lo humano le brindaría una infrecuente sabiduría anclada en su identidad pero de acentos universales.

 

 

 

De ahí que desde su propia perspectiva pueda entenderse que le parecieran siempre insuficientes los nuevos pasos que dio la Iglesia en los últimos tramos del milenio, incluso como parte de la celebración del jubileo, para construir una nueva relación de amor entre judíos y cristianos. Lo que a él le parecía poco no era el producto de un espíritu intemperante sino de un corazón muy grande que sabe que la medida del amor es amar sin medida.

 

 

 

Una mística compartida

 

Klenicki nació en 1930, diez años después de la llegada de sus padres a la Argentina. Realizó sus primeros estudios de bachillerato en el colegio Nicolás Avellaneda, donde un profesor le hizo conocer el pensamiento mariteniano, que completó con los de filosofía y humanidades clásicas en la Universidad de Buenos Aires, para recibir después su título de Bachiller en Filosofía en la Universidad de Cincinnati en 1959. También obtuvo el Master en Letras Hebreas y su diploma rabínico en 1967, hasta alcanzar su reconocimiento como Doctor en Filosofía en 1992.

 

 

 

Habiendo recibido el influjo de grandes pensadores como Franz Rosenzweig y Martin Buber, desde sus años de estudiante tuvo una peculiar sensibilidad para el diálogo con el “otro distinto”, especialmente con la Iglesia católica, pero también con el resto de las confesiones cristianas.

 

 

 

Deseaba volver a unir el Antiguo y el Nuevo Testamento, presentados como antagónicos por una errónea interpretación de las enseñanzas de Jesucristo que incluso había sido condenada en los primeros siglos como una verdadera herejía. La Antigua Alianza no fue revocada por Jesucristo, que vino a conferirle su plenitud y el mensaje cristiano se traicionaría a sí mismo si olvidara sus raíces judías. Más aún, el Nuevo Testamento sólo puede ser plenamente comprendido en el marco y a la luz del Antiguo. Por eso él veía en la nueva singladura de la Iglesia un reencuentro con sus raíces más auténticas, un camino interior de purificación donde se identificaba con Juan Pablo II y el Concilio en la expresión de una renovada visión del mensaje perenne de Jesucristo.

 

 

 

En esta peregrinación de conversión no podía dejar de interrogarse con dolor sobre el sentido providencial del Holocausto y la diabólica presencia de la banalidad del mal que se expresa en Auschwitz, pero también -agregaba con firme y dolido acento-, en el horror del Gulag y la figura monstruosa de Stalin, muchas veces silenciada en su significado homicida.

 

 

 

Aunque del mismo modo que llamaba a superar el triunfalismo teológico de los cristianos, no dejaba de exigir desde el amor y la justicia que sus hermanos judíos debían pensar y repensar el significado del cristianismo, para no quedar presos de los demonios interiores del pasado.

 

 

 

Su primera tesis versó sobre el lenguaje místico en San Juan de la Cruz, una figura a la que significativamente también dedicaría su tesis nada menos que Karol Wojtyla. Klenicki no dejaba de gozarse en este interés común con el papa Juan Pablo II, además de su idéntica ascendencia polaca, su paralela valoración del pensamiento de Emmanuel Levinas, y su misma alta sensibilidad en el diálogo interreligioso especialmente entre judíos y cristianos. “Somos colegas en San Juan de la Cruz”, le había dicho Juan Pablo II en uno de sus encuentros interreligiosos en medio de las sonrisas de ambos. Klenicki amaba al Papa incluso más que algunos católicos.

 

 

 

Con apreciable ternura escribió con el cardenal Jorge Mejía el prólogo de un pequeño libro de Gian Franco Svidercoschi, en el que se descubre la amistad de Jerzy Kluger y Karol Wojtyla, una entrañable historia personal de amor mutuo que prefiguraría una nueva relación institucional entre ambas religiones.

 

 

 

Té y Simpatía

 

Klenicki buscaría una y otra vez y de un modo incansable caminos concretos que permitieran superar el prejuicio antijudío que durante siglos había enturbiado la presentación del mensaje cristiano y que se había encarnado de un modo muy profundo en la Iglesia católica. Por eso el Concilio Vaticano II, especialmente “Nostra Aetate” y la formidable figura de Juan Pablo II, significaron la apertura de nuevos espacios hasta entonces inéditos para su espíritu de unión.

 

 

 

Pero a él no le satisfacía una relación de formas o buenas maneras, que le gustaba calificar con buen humor con el nombre de la celebrada película de Vincente Minnelli “Té y Simpatía” (1956), sino que apreciaba que cada una de las partes mantuviera y mostrara con honestidad y “fair play” su auténtica identidad.

 

 

 

Le disgustaba la ambigüedad y el sincretismo, y rechazaba cualquier forma de perder el tiempo en pensamientos vacuos; siempre me insistía en que había que hablar de temas contantes y sonantes y no de vagas ensoñaciones. No le alcanzaban los buenos deseos abstractos ni los falsos misticismos, para él el amor no era solamente la poesía mística, a la que ciertamente conocía y apreciaba en su categoría singular, sino que esa poesía debía encarnarse en el verso heroico de cada día, y constituía así consecuentemente algo concreto que debía cambiar la realidad, primero la personal.

 

 

 

Frecuentemente se le veía en plan de proponerme escribir algo juntos y me hacía algunas sugerencias prácticas pero enseguida entraba en las cuestiones más delicadas sobre el contenido. No le gustaban los lugares comunes y menos esos estereotipos tan ineficaces como llenos de una vacía buena voluntad. De nuestra parte -me observaba refiriéndose a sus hermanos en la fe judía con ese sentido práctico, y su incansable y constante ir a las cosas- comenzamos a considerar al cristianismo mas allá de las imágenes de un pasado tristísimo.

 

 

 

Lo que cuenta ahora -concluía- es un artículo o una reflexión que vaya más allá de las recriminaciones, generalmente de nuestra parte, y los mea culpas, generalmente de la parte cristiana. No le bastaban las buenas intenciones, él tiraba para adelante, tratando de superar las limitaciones del presente con un sentido siempre constructivo, en un marco más amplio que los lamentos y reproches.

 

 

 

Su horizonte no se circunscribía a la cristiandad. El reencuentro entre judíos y cristianos no era en él un punto final. El desafío que se presenta a cristianos y judíos - advertía una y otra vez con ánimo audaz - es incorporar en esta barca de la redención a musulmanes, budistas y otros grupos religiosos cuyo fervor de Dios es una realidad. Klenicki era un judío universal, en la misma saga de Maimónides y del humanismo de los grandes espíritus que han sido una fuente de luz de la humanidad de todos los tiempos.

 

 

 

En 1969 fue rabino de la Congregación Emanu-El, en Buenos Aires, y en 1973 comenzó a ser director del Departamento de Relaciones entre católicos y judíos de la Liga Antidifamación de “B’nai B’rith”, para pasar a ser director en el mismo organismo del Departamento de Relaciones Interreligiosas, durante varias décadas hasta su retiro.

 

 

 

Sus artículos, investigaciones, estudios, capítulos de libros y otras formas de comunicación forman un impresionante conjunto, así como su participación en coloquios y seminarios en los más diversos países, instituciones y universidades. Sus aportes a la reflexión teológica contemporánea son apreciables en una densa producción científica que los años venideros han de recibir como un manantial de verdadera sabiduría.

 

 

 

Klenicki era consultado no solo por organizaciones judías sino también invitado a universidades católicas, entre otras la Universidad de Lovaina, e incluso dictaba cursos de teología rabínica en un seminario estadounidense. Disfrutó muchísimo un programa que dictó en sus últimos años en la Universidad de Cambridge. Fue profesor visitante de la Universidad Austral, donde participó de coloquios y seminarios nacionales e internacionales. Algunas de sus observaciones sobre el tratamiento del judaísmo en la enseñanza de la Iglesia fueron incorporados en textos magisteriales.

 

 

 

En la Argentina tuvo muchos y muy buenos amigos, a los que apreciaba verdaderamente, como los secretarios de culto Norberto Padilla y Ángel Miguel Centeno, pero lo fue especialmente del cardenal Antonio Quarracino. También del cardenal Jorge Mejía, una amistad que comenzó cuando el entonces joven sacerdote ya comenzaba a cultivar, antes del Vaticano II, las relaciones con el judaísmo, y se prolongó después en la Santa Sede en el marco más formal de la Comisión de Relaciones con el Judaísmo.

 

 

 

Primacía de lo teológico

 

Tenía una particular admiración y afecto por el cardenal Mejía y valoraba mucho haber abierto con él un nuevo rumbo en un encuentro de católicos y judíos realizado en Bogotá en 1968, durante la conferencia de Medellín a la que asistió Pablo VI, en el ámbito del Consejo Episcopal Latinoamericano. A partir de ella comenzó un periodo de trabajo conjunto en el CELAM, como prólogo de una representación de Klenicki ante la Santa Sede.

 

 

 

En 2007 Benedicto XVI premió una vida consagrada al bien con la Gran Cruz de San Gregorio Magno, que recibió emocionado y lleno de gratitud. Un par de años antes, al regreso de una audiencia con el papa Benedicto, me escribía con su buen humor habitual que no le eximía de sus iras bíblicas: “Sí, estuve en Roma por vacaciones y asistí al encuentro con Benedicto XVI. Lo conocía de antes y me reconoció con una sonrisa que sorprendió a muchos”. Después acotaba con su fina ironía: “y a otros que dijeron: ‘este Klenicki tiene sus contactos en todos lados’”, para terminar su relato con un concepto bien sustancioso: “Cambié unas palabras con él y enfaticé la necesidad de la consideración teológica más que el énfasis sobre historia o política. Me dijo que estaba completamente de acuerdo”.

 

 

 

Era también muy estricto con sus propios hermanos en la fe tanto como lo era con los cristianos cuando advertía que parecían dedicarse al “Té y Simpatía”.

 

 

 

Klenicki tuvo un sentido crítico no solo sobre el mal del antijudaísmo que suele anidar en ambientes integristas, sino también de un antisemitismo progresista, y en se sentido me hizo observaciones sobre algunas vertientes de la Teología de la Liberación, señalando un sesgo antisemita en teólogos como Boff y Gutiérrez, a los que adjudica la negación de la relación pactual de Dios con el pueblo elegido, pero en las que sin embargo valoraba su contenido social mediante el cual progresaría una nueva sensibilidad en la Iglesia con la opción preferencial por los pobres. Para Klenicki, que trató a Segundo y también a Gutiérrez, la teología de la liberación había devenido en una ideología.

 

 

 

Quienes saben de mi afición a leer pueden imaginar que cuando fui por primera vez a Nueva York querría visitar la Biblioteca Pública o pasarme unas horas revolviendo libros en Barnes & Noble, o disfrutando de algunos de los magníficos museos de arte de la ciudad, pero no; mi más grande ilusión era otra. Ya lo tenía todo pensado: llegar al aeropuerto a primera hora del domingo y tomarme un taxi hasta la casa de León, en Gramercy Park, donde me esperaría para ir juntos a la misa que celebraba el cardenal O’Connor en San Patricio, exactamente a las 10,30 y después reunirnos con él.

 

 

 

Para mi desconsuelo, León no me pudo acompañar porque tenía un fuerte resfriado, pero me esperaba con el desayuno y un boleto de transporte y las indicaciones necesarias para llegar a tiempo a misa. En los días siguientes me levantaba muy temprano para asistir a misa y él a mi regreso invariablemente me esperaba con el diario y el desayuno caliente preparado por él mismo, mientras me daba algún consejo para el día. Estos detalles -facilitarme mediante pequeños servicios algo que para mí era importante aunque él por razones de salud no pudiera participar de mis actividades en la ciudad- no me pasaron inadvertidos y es algo que nunca voy a olvidar, porque es en las cosas pequeñas donde se ven las almas grandes.

 

 

 

Un rabino en misa

 

En otra ocasión, en Buenos Aires, le expliqué que debíamos interrumpir nuestro trabajo de grabación de un diálogo entre ambos con vistas a un proyecto editorial, porque debía asistir a misa en la capilla de la universidad. Pensé que se quedaría esperándome en la oficina, pero ante mi sorpresa, quiso estar conmigo en la celebración, y como un gesto de fraternidad, estuvo ahí rezando en silencio a mi lado todo el tiempo como cualquier otro fiel. No se lo dije, pero estaba realmente sorprendido, aunque él lo hizo de un modo muy natural. Nunca me había sucedido esa singular experiencia de concurrir a misa con un rabino. Al terminar solamente me hizo una observación sobre la homilía, que le parecía inexacta en una referencia a los judíos. Genio y figura hasta la sepultura.

 

 

 

Ahora que León ha muerto, y cuando escucho en la proclamación del Evangelio que Jesús enseñaba en la sinagoga, pienso en el rabino Klenicki cuando me hablaba de Jesús el rabbí y rezo por él en la misa, del mismo modo que él quiso compartir conmigo la fracción del pan rezando juntos en la celebración de la liturgia cristiana, que había nacido en la celebración de la pascua judía. Rezo por él porque ése es un deber de la amistad, pero del mismo modo me veo en situación de rezarle a él. Aunque rezar a un rabino pueda resultar un tanto heterodoxo desde la perspectiva de la propia fe cristiana, no deja de parecerme tan natural como le parecía a él asistir conmigo al sacrificio de la cruz, sabiendo que las sinagogas fueron el lugar de culto de los primeros discípulos de Jesús.

 

 

 

Me gusta recordarlo caminando conmigo por Buenos Aires, con su paso algo inseguro pero siempre animoso, en alguno de sus frecuentes viajes. Le encantaba volver a pasear por Florida, respirar la ciudad, enterarse en las librerías de alguna nueva edición de Borges, a quien tanto admiraba, y me preguntaba por las novedades literarias. Era un buen conocedor de la cultura argentina, de la filosofía, de las letras y de las artes, y aunque sin hacerlo notar, se percibía en él una honda cultura universal. Por eso tuve el gusto de nombrarlo miembro del consejo académico del fondo editorial de la Fundación Carolina de la Argentina, junto a nombres egregios como Félix Luna, Lucía Gálvez, José Enrique Miguens y José Luis de Imaz.

 

 

 

Klenicki había vivido con una particular intensidad los años sesenta y su efervescencia, pero siempre miraba hacia adelante. No tenía una mirada nostálgica del pasado, como muchas personas que han hecho cosas valiosas en él. El mundo se construía día a día, y él no iba a prescindir de ese gozoso trabajo que el buen Dios había puesto en sus manos. La universalidad del rabbí Klenicki tenía una profunda raíz religiosa que partía de entender al otro como persona de Dios. Fue un verdadero humanista que encarnó lo mejor de su tiempo, el varón justo, un hijo de la alianza, un hombre de Dios.

 


 

 

 


 

El Dr. Roberto Bosca es profesor de Doctrina Social de la Iglesia de la Universidad Austral de Argentina.