La transmisión a las jóvenes generaciones de la fe recibida de nuestros Padres: ¿un desafío actual?

Discurso pronunciado por el arzobispo de París en la Yeshiva University de Nueva York. (26 de noviembre de 2018).

Es una gran alegría y un gran honor reunirme con ustedes en este lugar, en el cual, soy muy consciente de ello, forjan, a través de una enseñanza exigente, nuevas generaciones para que la fe y la tradición judías puedan ser transmitidas y vividas en nuestro mundo contemporáneo.

Quiero honrar la memoria del rabino Norman Lamm, que fue el primero en recibir al cardenal Lustiger en esta Yeshiva University, cuyo nombre, en sí mismo, significa ese doble desafío en el que ustedes trabajan: formar jóvenes para que puedan conocer la Tradición Judía y seguir al mismo tiempo una carrera secular.

También quiero honrar la figura del rabino Joseph Soloveitchik, especialmente por su papel decisivo en el seno de la Yeshivah University, y por ofrecerle a la ortodoxia judía moderna un marco posible para el diálogo con la Iglesia Católica, para trazar caminos de encuentro con justeza, sobre todo durante la redacción de la declaración Nostra Ætate.

El desafío de ustedes es también el de la Iglesia, para que, en la complejidad del mundo moderno, los jóvenes puedan aprender y vivir la fe y la tradición, aportando cada uno sus competencias en el más alto nivel para responder al llamado del Señor a la santidad. Como dice el primer salmo, queremos que cada joven sea “como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto y su follaje jamás se marchita” (Sal 1, 3). Dichoso ese hombre, dice el salmo: es una promesa de felicidad a la que todos aspiran legítimamente, y en particular, las jóvenes generaciones.

Por eso, me alegro por el tema que se ha elegido para nuestro encuentro: “La transmisión de la fe en una cultura marcada por un creciente individualismo”.

Creo que, para comprender la altura y la profundidad de este tema, debemos volver en primer lugar a lo que hemos recibido en común, en nuestras diferentes tradiciones: nuestra fe en Aquél que se reveló a Abraham, Isaac y Jacob. Estos nombres de personajes ilustres pueden evocar sin duda a individuos que han cincelado hasta nuestros días el paisaje de nuestra fe. Pero ¿podemos realmente circunscribir a Abraham, Isaac y Jacob a individuos cuyo nombre habría sido glorificado como destinatarios aislados del diálogo del Creador con la humanidad? No solamente están vinculados entre sí por una filiación que no es únicamente humana, sino que además, si cada uno de ellos sigue siendo singularmente conocido miles de años más tarde, es porque supieron elevar los ojos, contar las estrellas y los granos de arena para comprender la amplitud de aquellos y aquellos a quienes estaba destinada la Promesa. Su singularidad se vio reforzada y explicada al ser objeto de la elección del Creador. Al mismo tiempo, su universalidad tiene la magnitud de los dones del Señor. La singularidad de la elección de Dios y la universalidad de la Promesa ¿no están acaso en el corazón de lo que estamos encargados de transmitir en cada una de nuestras tradiciones, para que los jóvenes descubran la riqueza de la herencia recibida y transmitida de generación en generación, y su pertinencia para aclarar y guiar las elecciones y las decisiones más delicadas y cruciales de hoy?

No cabe duda de que en nuestro mundo occidental, la modernidad, o incluso la posmodernidad, crearon una nueva relación entre las generaciones, que a veces se califica como de incomprensión o de ruptura, pero que es también más compleja de lo que parece. Son muchas y variadas las expresiones de un deseo de vivir más fraternidad y solidaridad, incluso entre las generaciones. Sin embargo, esa demanda choca muchas veces con un individualismo erigido como única norma social. De modo que transmitirles a los jóvenes nuestros tesoros al nivel de la fe, de una fe vivida y referida a una ética, se convirtió en un verdadero desafío. ¿Cómo hacerlo posible?

Los judíos y los cristianos tenemos en común el deseo y la exigencia de transmitirles “a nuestros hijos” la fe de nuestros Padres: una fe recibida de generación en generación, una fe expresada como Palabra de un Dios Creador y Salvador, una fe viva y vivida cotidianamente a través de elecciones éticas responsables que nos comprometan personalmente y contengan en ellas consecuencias sociales. Esta transmisión a los hijos es un mandamiento expresado en la oración del Shemá: “Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy; se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado” (Dt 6, 6-7). La Palabra de Dios se transmite a través de palabras humanas: Dios habla el idioma de los hombres. La Palabra de Dios consiste ante todo en escucharla. Esa Palabra, dicen los profetas, es “un fuego ardiente” (Jr 20, 9) que el hombre no puede guardar para sí. Contiene un llamado, una exigencia de transmisión. “Por amor de Sion, no callaré, por amor de Jerusalén, no descansaré” (Is 62, 1). Sabemos que no podemos callarnos, y sabemos que esas palabras deben hacerse vivas y resplandecientes a través de nuestra manera de actuar. Y sin embargo, vemos con mucha frecuencia que ante los efectos de un ateísmo práctico, que toma el rostro de un relativismo apacible y filantrópico, el uso mismo de la palabra y el actuar que deriva de ella se pierden y se olvidan. Por un camino de educación, queremos contribuir a encontrar y compartir el pensamiento, la vida y la fe por medio de palabras, un lenguaje, una palabra que los transmitan y establezcan relaciones.

Todos nos encontramos ante una sociedad en pleno cambio. Hemos entrado en particular a una cultura del sujeto. La individualidad, el carácter propio de cada uno están muy valorizados. La fe supone no solo una relación interpersonal, sino una comunidad de vida que lleva a preguntarse cómo transmitir el amor al otro como un hermano con quien soy llamado a unirme. La Palabra de Dios reúne a un pueblo y nos vuelve atentos los unos a los otros. La expresión de la fe tiene que ver con una responsabilidad colectiva.

Nuestra sociedad pregona la libertad, pero ¿cómo ejercer esa libertad interesándose por el otro? ¿Cómo ejercerla en un mundo que se volvió tan complejo y cambiante? La información es sobreabundante y las opiniones suelen ser muy contradictorias, a veces violentas, a menudo inmediatas y sin perspectiva. Se volvió muy difícil formarse una opinión, y sin embargo es más necesario que nunca aprender a elaborar un discernimiento, un juicio, en el trabajo de una conciencia lúcida.

Autonomía, individuación, incluso en el plano religioso: la sociedad impulsa a cada uno a encontrar su camino y se produce un bricolaje de creencias diversificadas, frágiles, pues cada uno toma lo que quiere para fabricarse su propia visión del mundo. Asistimos entonces  a una profusión de creencias diferentes en un mundo pluri-religioso. Al ver esta pluralidad de religiones, muchos jóvenes se construyen su mundo religioso personal.

Actualmente, a la cultura le cuesta trabajo transmitir la fe. Un joven francés es incapaz de descifrar hoy el tímpano de una catedral y muchos pasajes de la literatura que se refieren a personajes bíblicos que desconoce. Nuestra cultura es científica y técnica. En esta cultura, la fe es relativizada, con la idea, para cierta cantidad de personas, de que la verdad es perceptible por la ciencia, y que el resto, el arte, la fe, la moral, no son más que una construcción cultural. Los jóvenes están abiertos a la ciencia y a la cultura científica desde muy temprana edad. Conscientes de que el progreso técnico no es suficiente para asegurar por sí mismo el crecimiento del hombre y su ética, ¿cómo pueden posicionarse la fe y nuestras tradiciones frente al discurso científico y entrar en diálogo con él?

La sociedad occidental valoriza igualmente la novedad, el progreso. En esta cultura de la novedad, puede parecer que la fe pertenece a un mundo antiguo. ¿Cómo manifestar que nuestras tradiciones de fe son para el mundo actual, que ofrecen respuestas a los interrogantes de los hombres y las mujeres de hoy, a sus angustias, a su tentación de desesperar?

Nuestra sociedad está construida también sobre una cultura económica y social liberal, basada en la competencia y el consumo. Las cuestiones de la fe y el sentido tienen dificultades para emerger de ese ambiente.  ¿Cómo proponer, en nombre de nuestra fe, una alternativa y  un incremento de “ser” en el seno de esta cultura que fija el deseo en el consumo de las cosas y en la competitividad como si “tener” bastara para ser feliz? Se trata de transmitirles a las jóvenes generaciones el amor a la Sabiduría, venerada por el Rey Salomón y deseada por todos los hombres, porque es la única que puede llevarlos por los caminos de la felicidad, como tan bien lo expresa el Libro de los Proverbios: “Hijo mío, si das acogida a mis palabras y guardas en tu memoria mis mandatos, prestando tu oído a la sabiduría, inclinando tu corazón a la prudencia; si invocas a la inteligencia y llamas a voces a la inteligencia, si la buscas como la plata, y como un tesoro la rebuscas, entonces entenderás el temor al Señor y la ciencia de Dios entenderás. Porque el Señor es el que da la sabiduría, de su boca nacen la ciencia y la prudencia. Reserva el éxito para los rectos, es escudo para quienes proceden con entereza, vigila las sendas de la equidad y guarda el camino de sus amigos. Entonces entenderás la justicia, la equidad y la rectitud, todos los senderos del bien” (Pr 2, 1-9).

Por ese sendero de Sabiduría y de bien queremos enseñar a caminar a nuestros hijos. Para eso, como un viajero, debemos hacernos tres preguntas. ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Con quién caminamos por ese sendero de la transmisión?

¿De dónde venimos? Hemos recibido la vida de nuestros padres en la fe, Abraham, Isaac y Jacob, como dijimos antes, y podríamos prolongar la lista de los testigos que nos engendraron, con Moisés, Elías, David… Y por supuesto, nuestros padres, abuelos y todos los que nos enseñaron a recoger la vida como un don original y primigenio, como una feliz dependencia y una experiencia de la unidad del género humano. “Honrarás a tu padre y a tu madre”: este mandamiento positivo del Decálogo es también el que es acompañado por una promesa: “para que tus días se alarguen en la tierra”. La memoria viva de nuestros orígenes funda la transmisión de una vida siempre nueva y sorprendente. En este sentido, la familia, en sus alegrías y sus dolores, es el primer lugar de transmisión.

¿Adónde vamos y a quién transmitimos? En momentos en que muchas voces anuncian la destrucción de nuestro mundo, el enfrentamiento final de las civilizaciones o incluso el fin de la historia, nuestra misión común nos lleva a transmitir a los hombres esa esperanza aparentemente imposible pero que se vuelve posible por Dios, como dicen los misteriosos visitantes de Abraham y Sara en el capítulo 18 del Génesis. Nuestro camino nos lleva a transmitir incansablemente la dignidad de toda persona humana meditando juntos el salmo 8: “¿Qué es el hombre para que pienses en él?”. Queremos transmitir especialmente la atención a los más pequeños, a los más frágiles y vulnerables de nuestro mundo y de nuestro tiempo, “oír el grito de los pobres y de la tierra”, como dice el papa Francisco.

¿Con quién y de qué manera somos llamados a transmitir? La confianza y el diálogo, el respeto y la amistad, vividos entre nosotros: esto queremos transmitir en nombre de nuestras tradiciones de fe más enraizadas en la Biblia y en nuestras prácticas. Lo que transmitimos está ligado a la manera en que transmitimos. Nuestro prójimo, el que se hace próximo a nosotros, como Dios mismo se hace próximo: con él queremos transmitir. La tradición, otro nombre de la transmisión, es un acto, no es al principio un contenido: un acto que nos expone y nos vuelve vulnerables, un acto por el cual tomamos un riesgo, el de no ser oídos, comprendidos, recibidos. Queremos compartir el tesoro de nuestra fe y la manera en que explica nuestra vida, nuestra sociedad y este mundo, sin forzar jamás las conciencias y permitiéndoles abrirse a los interrogantes fundamentales sobre el sentido de la existencia humana y de los vínculos entre los seres.

Por todas estas razones, como le gustaba decir al cardenal Jean-Marie Lustiger, la modernidad es un desafío, pero también es, innegablemente, una oportunidad: se trata de hacerles descubrir a las jóvenes generaciones, sumidas en la originalidad a veces desconcertante de la modernidad, las fuerzas y las debilidades de este tiempo y de este mundo, del que son actores, así como la pertinencia de la fe, el suave poder de la Palabra de Dios que hace a los hombres capaces de escuchar, hablar, servir, ser más libres, más fieles y más alegres, y de construir la paz. Esta modernidad es también una oportunidad porque nos ofrece, a los judíos y los cristianos, trabajar juntos en esta transmisión, enriquecidos por la diferencias de nuestras tradiciones y la misión común al servicio de la humanidad.

Ustedes, nuestros hermanos judíos, tienen una larga práctica de la transmisión de la revelación recibida en el Sinaí, consignada y compartida en una tradición escrita y una tradición oral: tenemos mucho que aprender de ustedes. Como señala un documento reciente titulado “Entre Jerusalén y Roma”, por los 50 años de Nostra Aetate, un texto firmado por una cantidad importante de rabinos europeos, publicado en 2016 y entregado al papa Francisco en 2017: “Las diferencias doctrinales y nuestra incapacidad de comprender realmente el sentido y los misterios de nuestros respectivos credos no impiden y no podrían impedir una serena colaboración con vistas a la mejora del mundo que compartimos”. Podemos avanzar como socios responsables e inequívocos en la defensa de la dignidad del hombre, de su vida y de su supervivencia, de su futuro y de su esperanza, dependiendo en gran medida de lo que les transmitimos a las jóvenes generaciones.

Editorial remarks

Mons. Michel Aupetit, arzobispo de París desde enero de 2018, pronunció este discurso en la Yeshiva University de Nueva York, el 26 de noviembre de 2018, en el marco del encuentro habitual entre obispos franceses y rabinos norteamericanos que se realiza desde hace unos 15 años, gracias a una iniciativa del cardenal Jean-Marie Lustiger.

Agradecemos al arzobispado de París la autorización para traducir y publicar este texto en nuestro sitio.
Traducción del francés: Silvia Kot.