La singularidad de la Shoah

Saul Friedländer, profesor de Historia de la Universidad de Tel Aviv y de la Universidad de California (UCLA), es autor de muchas obras sobre el nazismo y el genocidio de los judíos. Explora la historia de nuestro siglo a partir de la Shoah. La Universidad alemana de Witten, que le confirió, el 8 de julio de 1997, el título de doctor "honoris causa", le pidió al Cardenal Jean-Marie Lustiger que pronunciara el elogio del recipiendario. Éste es el texto.

La singularidad de la Shoah

Jean-Marie Lustiger

Saul Friedländer, profesor de Historia de la Universidad de Tel Aviv y de la Universidad de California (UCLA), es autor de muchas obras sobre el nazismo y el genocidio de los judíos. Explora la historia de nuestro siglo a partir de la Shoah. La Universidad alemana de Witten, que le confirió, el 8 de julio de 1997, el título de doctor "honoris causa", le pidió al Cardenal Jean-Marie Lustiger que pronunciara el elogio del recipiendario. Éste es el texto.

¿En qué consiste la singularidad de la Shoah? Al explorar la tragedia del nazismo, Saul Friedländer aporta a esta pregunta un penetrante esquema de respuesta. Éstas son las últimas líneas de su libro Reflejos del nazismo:1

El credo liberal y el credo marxista implican la confianza en la salvación por medio de la adquisición acumulativa del conocimiento y del poder: ni el liberalismo ni el marxismo responden al miedo arcaico del hombre frente a la transgresión del saber y del poder ("No comerás el fruto..."), ocultando así lo que sigue siendo la tentación fundamental: la aspiración a la omnipotencia, que es, por definición, la transgresión suprema, el desafío por excelencia, el combate sobrehumano cuyo precio puede ser la muerte. Esta tentación al mismo tiempo metafísica y lúdica de ser como Dios, de ser Dios, es una apuesta a todo o nada: se puede ganar todo o perder todo, incluso la vida.

Esta visión, ligada en gran parte al desarrollo de la modernidad, ¿habita todavía nuestro imaginario? ¿Sigue siendo una tentación para hoy y para el futuro? El sueño de la omnipotencia, lo sabemos, está siempre presente, siempre refrenado, reprimido por la Ley. Siempre existe la tentación de transgredir la Ley, aun a riesgo de la destrucción, con la diferencia (que aplaca tal vez -o por el contrario exacerba- los sueños apocalípticos) de que, esta vez, partir a la conquista de la omnipotencia es tener la seguridad de sumirse, y con uno mismo a la humanidad, en una total e irremediable destrucción.

En homenaje a Saul Friedländer, no me propongo discutir una obra extraordinaria, producto de casi cuarenta años de investigaciones, sino aportar sobre el mismo enigma mi modesto intento de comprensión. Esta reflexión se basa en la experiencia bíblica. Encuentro en ella una luz para meditar la singularidad de la Shoah.

La singularidad de la Shoah

Esta singularidad se descubre en la medida en que se examina contra quién estaba dirigida la Shoah y por qué. Es cierto que no todas las víctimas de los campos fueron judías, y, con respecto a la conciencia universal, cabe preguntarse si la conciencia judía tiene derecho a reivindicar para la Shoah una trágica singularidad. ¿No sería esto manifestar un egocentrismo del dolor? Los recientes debates de la historiografía intentan reducir esta singularidad, mientras que los negacionistas pretenden desembarazarse de ella convirtiéndola en una impostura. Permanece, sin embargo, imborrable, el mutismo de una vergüenza sin igual. Como escribe Saul Friedländer:2

Los nazis no guardaron silencio sobre las ejecuciones de jefes SA o sobre otros opositores políticos (...), pero su actitud (respecto de los judíos) no fue la misma (...): se hizo lo imposible por ocultar los hechos.

Para los nazis, el exterminio de los judíos representaba una misión sagrada,

sobre la que Himmler diría a sus generales en 1943: "es una página de gloria jamás escrita, y que jamás será escrita, de nuestra historia (...). Teníamos el derecho moral, teníamos el deber, por nuestro pueblo, de aniquilar a ese pueblo que quería aniquilarnos". (...En cuanto elite de nuestro pueblo): "nuestra tarea es cumplir las más duras faenas y, al mismo tiempo, conservar para nosotros mismos lo que sólo nosotros somos capaces de entender". Destaco aquí esta actitud del nazismo que consiste en neutralizar el exterminio de los judíos apelando al sentido del deber, al fundamento de toda moralidad. Al mismo tiempo, el nazismo rodea a este deber de un misterio que sólo las elites pueden entender y deben mantener.3

Esta tentativa permite ver, en una confesión involuntaria, el horror espiritual e histórico de una subversión que rechaza a Israel por ser el enigmático portador de algo que también rechazan. La Shoah ataca singularmente en el pueblo judío al portador de la palabra divina, de la Ley, de los Mandamientos en lo que tienen de irrecusable para las culturas judía y cristiana, que mantienen la obligación de cumplirlos (Mt 5, 17-19, 48; Ga 5, 14). Sobre ese fondo cultural, el nazismo se presenta como una abjuración, como una negación de los Mandamientos.

La Shoah niega en forma singular al testigo de la Ley y al autor de la Ley por medio de un acto libre en el cual la experiencia bíblica reconoce el pecado del hombre. A la luz de esa experiencia, la Shoah hace aparecer sobre la tierra el mal extremo, el "misterio de iniquidad" (2 Ts 2, 7) que podemos interpretar como el del pecado querido por sí mismo. Pecado que lleva al hombre a convertirse en su propio ídolo, suprimiendo al pueblo portador de la palabra divina. Hay que matar a los judíos para librarse de los Mandamientos del Único, aunque ninguna de las seis millones de víctimas haya elegido personalmente asumir tal misión dentro de la tragedia humana.

La negra luz de la Shoah

La Shoah no es sólo singularidad. Al rechazar a los testigos de las Palabras del Sinaí, pretende excluir a través de ellos a Aquél que es fundamento de la libertad y la sabiduría de toda conciencia humana. Esta aversión hacia el Único muestra a la humanidad el abismo del mal, el abismo en todo mal.

La Shoah es la negra luz por medio de la cual es posible llamar por su nombre a los horrores cometidos en Bosnia o Ruanda, los crímenes de Pol Pot en Camboya, los del genocidio armenio, y tantos otros que se ocultan bajo el engañoso disfraz de las justificaciones políticas. En consecuencia, el negacionismo, que niega los hechos, y el revisionismo, que "trafica" con ellos diciendo que los judíos son los artífices de su propia destrucción, no deben atribuirse al escepticismo o a la relatividad de las opiniones humanas. Son muestras significativas de una tentación universal. Son figuras de la mentira que siempre niega para huir de la verdad.

Por eso, este significado horrible de la Shoah no banaliza en nada a las demás heridas del siglo. Al contrario, hace que el menor ataque a la dignidad del hombre se vuelva insoportable para la conciencia. Si como consecuencia de la Shoah, toda ofensa a la dignidad humana se vuelve intolerable, es porque la voluntad de exterminar al pueblo testigo hace converger la atención sobre la condición y la vocación de toda persona humana. Más allá del número de víctimas, la eliminación programada del pueblo elegido revela en todo crimen contra la humanidad el sacrilegio que atenta contra la integridad de las personas y destruye su comunión. Paradigmática de otros exterminios, la Shoah recusa al Dios Único que revela en la elección de Israel para la salvación de las Naciones, la relación entre lo singular y lo universal, constitutiva de la historia. Convertida en técnica del exterminio, la razón, destinada al servicio del género humano y de la comunión divina, niega la revelación del Único en la pluralidad de las personas y la comunidad de las naciones.

Debemos recordar aquí esa Revelación. Ella confirió a la ley moral un momento fundador singular; aseguró su difusión universal en las culturas y las religiones del mundo. Estoy nombrando las Diez Palabras del Sinaí.

La singularidad del Sinaí

No se puede entender la singularidad de la Shoah sino en referencia a la singularidad del Sinaí. La Shoah es la negación absoluta del Sinaí. Los mismos elementos se encuentran en ambos acontecimientos contrarios, contradictorios, simétricamente opuestos. El don de la Ley es único e irreversible. Lo segundo, la Shoah, es su negación o mejor dicho su rechazo, igualmente singular, igualmente inolvidable.

Cuando Hollywood quiso describir el acontecimiento del Sinaí, Cecil B. De Mille tituló su filme Los Diez Mandamientos. Expresaba así la percepción común que relaciona ese acontecimiento con el signo de las Tablas donde la mano de Dios grabó las Diez Palabras. Para la opinión corriente, es la autoridad absoluta de la Ley lo que caracteriza a esos Mandamientos; y el legislador aparece como garante y custodio de esa autoridad. El imperativo categórico kantiano le otorgará a ese sentimiento su fuerza racional.

A pesar del relativismo y del escepticismo, cuyas expresiones encontramos desde la Antigüedad y hasta en los Pensamientos de Pascal, es fácil descubrir este tesoro moral común de la humanidad en la diversidad de las costumbres y las culturas. La obligación de respetar a los padres, la institución del matrimonio y la protección a los más débiles, el bien del otro y la palabra empeñada, el deber de confiar en instituciones arbitrales... y todos los demás deberes, dan testimonio en todas las culturas de un sentido del Absoluto que es la base de la vida social. En las sociedades modernas, ese sentimiento subsiste, incluso cuando la sacralidad religiosa se ha disociado de lo político, y la obligación es definida según procedimientos mayoritarios o según la opinión pública. En el tesoro moral común a todas las culturas, los Diez Mandamientos y el Sinaí ocupan un lugar único. La revelación del Único circunscribe el espacio singular en el que coinciden el rechazo a la ley moral y el exterminio del pueblo elegido.

La nube luminosa

Tal es la revelación del Único, cuyo Nombre permanece misterioso y que, al expresarle así su voluntad al hombre, le confiere su dignidad moral, su libertad, y le promete un destino espiritual. La conciencia común de Occidente y de muchas naciones asimiló la revelación bíblica de la Torah. Desde ese momento, la moral impregnada de experiencia religiosa ya no se limitó a un arte de vivir en armonía con los poderes sagrados que fundan la sociedad y le dan coherencia al mundo: se convirtió en una ley de santidad para que el hombre viva su condición de criatura a imagen y semejanza de Dios. Así es como la revelación del Nombre en el don de la Ley le encomendó al pueblo de Israel una misión particular. Este pueblo sólo existe para glorificar a Dios y posibilitar que todos los hombres tomen parte de esa revelación y ese culto "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23).

En su acta de nacimiento, Israel está marcado así por un doble carácter. Habita la singularidad de un llamado del Único a oír, en la obediencia de la fe, las palabras divinas que, aun cuando lo superan, lo constituyen como pueblo. Israel da testimonio, por otra parte, de la universalidad de los mandamientos morales que ha recibido, y cuya observancia le es confiada como misión particular. La revelación del Sinaí ilumina el tesoro ético común a toda la humanidad. Es por eso que el exterminio del testigo del Único constituye, también en este sentido, un crimen contra la humanidad.

La tensión fundadora del pueblo de Israel no dejará de ser, en el transcurso de su historia, la fuente de sus sufrimientos. En verdad, la revelación del Sinaí introduce un corte en la relación de la religión con la moral y la política. Fuera de la revelación bíblica, las religiones aparecen generalmente como manifestaciones de lo sagrado del cosmos y de la vida social. La fe bíblica puede reconocer en ellas la expresión de una búsqueda de lo divino por parte del hombre, incluso cuando esta búsqueda se extravía en las idolatrías. Pero la revelación del Único revela que el absoluto es Sujeto: "Yo Soy". El hombre, creado a su imagen y semejanza, encuentra en él el fundamento absoluto por el cual es llamado, en cuanto persona, a hacer libremente el bien, aunque sea a contramano de la sociedad a la que pertenece. La vida moral aparece, bajo esta luz, como una responsabilidad indeclinable de la persona humana capaz de reconocer al Absoluto que la juzga. Ese Absoluto le revela al hombre la dignidad imprescriptible de su conciencia. Puede creer en Aquel ante el cual responde por sus actos. La vida moral se torna un combate personal de la libertad para "optar por la vida".

Cuando los hombres pretenden justificarse por ir en contra de esta ley moral, deben volverse ciegos al "Yo Soy" que es su fuente y le otorga a esa ley su carácter sagrado. El que se cree más allá del bien y del mal y se rebela contra los diez Mandamientos, tiene la tentación de negar a Aquel que los entrega. Para lograrlo, tiene que perseguir a sus testigos, reducirlos al silencio, eliminarlos de una vez por todas. Ese exterminio del pueblo de la Torah, esa rebelión-transgresión contra la palabra divina, llevó a lo que Saul Friedländer llama "la parálisis del lenguaje".4

La "parálisis del lenguaje"

Según Friedländer, el nazismo no produjo ninguna obra literaria que nos confronte de manera decisiva a los sucesos de su época. En cambio, el fascismo italiano o el infierno staliniano, la "jungla" capitalista e incluso la Alemania inmediatamente anterior al nazismo, produjeron literaturas llenas de realismo y autenticidad.

Durante el período nazi, la parálisis afectó a la lengua que calló la realidad del exterminio. Por el contrario, un lenguaje codificado la camufló bajo las expresiones falaciosas de una administración burocrática, vaciando poco a poco a los técnicos de la muerte de toda emoción y de toda interioridad.5

Que en la cima de una pirámide de funcionarios deshumanizados, Himmler pueda justificar ante sus generales el exterminio del pueblo judío invocando el amor al pueblo alemán,6 traiciona, en una confesión involuntaria, la gravedad espiritual de una idolatría asesina que hace caso omiso del primero de los mandamientos: "No tendrás otros dioses fuera de mí" (Dt 5, 7), "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza" (Dt 6, 5). El primer mandamiento es recusado en nombre de la idolatría de la raza y de los sacrificios humanos que ella impone.

La ley divina que Israel transmite al mundo, reclama y promueve la obediencia del corazón por medio de la cual un día todos conocerán a Dios, desde los más pequeños hasta los más grandes (Jr 31, 34). La confiscación del sentido y del amor por parte de los dirigentes nazis demuestra en la Shoah el rechazo simple y llano al Sinaí. La parálisis que ella provocó en el lenguaje y en el corazón dejó librado al hombre al poder de lo peor, al rechazo violento y brutal a la palabra divina, a su autor y a su testigo. Por mil años. De una vez por todas.

Seguimos en el combate contra el endurecimiento que el carácter singular y paradigmático de la Shoah produce en cada persona humana, revela en el corazón de todo hombre. Primo Levi expresa la vergüenza de haber soportado la ofensa en Auschwitz, la vergüenza, sobre todo, de sentirse culpable de ser un hombre, puesto que son los hombres quienes construyeron Auschwitz. Combate espiritual con un resultado muy costoso.

Queda para siempre la vocación singular de Israel. Sigue siendo el pueblo testigo de la revelación histórica del Único. El pueblo elegido lleva y conserva la esperanza de que un día el Señor se hará conocer por todas las naciones y las reunirá en la comunión de los hijos de Dios.

Notas

 

  1. Reflets du nazisme, Seuil, 1982, p. 138-139.
  2. Op. cit., p. 124.
  3. Op. cit., p. 104-106.
  4. Op. cit., p. 97-98.
  5. Op. cit., p. 97.
  6. Op. cit., p. 104-105.

 

Editorial remarks

El cardenal Jean-Marie Lustiger es el arzobispo de París. Este artículo apareció en "Études", enero de 1998. Agradecemos a la revista el permiso para traducirlo y publicarlo en esta página.

Traducción del francés: Silvia Kot