"La pasión de Cristo" según Mel Gibson — Una mirada distanciada sobre las inadecuaciones de una estética

No se le puede negar a Mel Gibson, por principio, el derecho de representar la pasión de Cristo según la perspectiva y la expresión de una estética muy difundida en el cine contemporáneo, especialmente el norteamericano. Sería excluir del cristianismo la legitimidad de un arte religioso que prolonga, en todos los tiempos, y de manera más libre, el arte sacro directamente vinculado a la liturgia.

“La pasión de Cristo” según Mel Gibson

Una mirada distanciada sobre las inadecuaciones de una estética

Jean-Miguel Garrigues

No se le puede negar a Mel Gibson, por principio, el derecho de representar la pasión de Cristo según la perspectiva y la expresión de una estética muy difundida en el cine contemporáneo, especialmente el norteamericano. Sería excluir del cristianismo la legitimidad de un arte religioso que prolonga, en todos los tiempos, y de manera más libre, el arte sacro directamente vinculado a la liturgia. Las diferentes perspectivas sobre Cristo que propone el arte religioso desde los “misterios” de la Edad Media, siempre están fuertemente condicionadas por las diferentes épocas y por la expresión cultural espontánea que les es propia. Están condicionadas en lo bueno, pero también en lo malo. Por eso, sólo hay que considerarlas como preparaciones para la predicación autorizada de la fe (“fides ex auditu”, Rm 10,17), sobre las que la Iglesia debe ejercer su discernimiento para rectificar sus eventuales distorsiones. En efecto, todo arte religioso inevitablemente contiene lagunas y deformaciones que amenazan oscurecer uno u otro aspecto del dato revelado, que la Iglesia está encargada de custodiar e interpretar.

Por ejemplo, frente al arte barroco hispánico, con el exacerbado expresionismo de sus Cristos de los ultrajes con ojos desorbitados, y sus Vírgenes de los dolores chorreando lágrimas -sin hablar del retablo de Issenheim y su Crucificado con cuerpo de pestífero-, se corre el riesgo de que, en el drama de la pasión, la mirada de la fe se centre únicamente en la realidad del dolor humano. Por el contrario, el angelismo simbolista del siglo XIX cae en el extremo opuesto, al representar a un Cristo desencarnado. Y habría que mencionar también a los Cristos rubios de ojos azules, que son falsificaciones inspiradas en un marcionismo inconsciente, y la falsedad que constituyen las Vírgenes semidesvanecidas entre los brazos de san Juan. Cristo y la Virgen son representados de esta manera en muchos cuadros de nuestra pintura religiosa occidental. El arte religioso refleja la realidad evangélica de Cristo en el espejo de la cultura y la estética de un período histórico determinado, y su representación sensible expresa, pero a la vez fatalmente traiciona, una parte del misterio revelado.

En el arte cinematográfico se encuentra la misma yuxtaposición de luces y sombras. Después de los filmes de “cursilería piadosa”, o los pertenecientes al género “aventuras de romanos”, el Jesús de Nazareth de Franco Zeffirelli, a fines de la década del 70, fue saludado por muchos como un logro en el plano histórico y espiritual, aunque no escapó al reproche de esteticismo (por sus insistentes alusiones a obras maestras de la pintura religiosa cristiana) y de afectación (por el actor que interpretaba el papel de Cristo). Su estética estaba todavía vinculada a la cultura literaria de la “galaxia Gutenberg”, en la que la imagen sugiere mucho más de lo que exhibe. Comparado con éste, el film de Mel Gibson nos sumerge en una estética opuesta, y no sorprende el reproche de “obscenidad” que le ha aplicado el mismo Zeffirelli.

Con La pasión de Cristo somos arrojados decididamente a la estética de la mayoría de las películas norteamericanas de estos últimos años. Constituye un ejemplo elocuente y revelador de esa cinematografía. Es una estética de exhibición integral en la que, deliberadamente, pero sin duda también por la incapacidad cultural de nuestros contemporáneos para percibir una referencia o una alusión, todo debe ser mostrado explícitamente, sin la menor reserva ni discreción. Entonces, en Gethsemaní es necesario recurrir a la aparición de un ser andrógino encapuchado de negro para figurar la presencia de Satán. Y por si alguien no entendió, una serpiente sale de entre sus piernas, y cuando Cristo la aplasta con el pie, se oye un espantoso aullido. Este mismo demonio andrógino volverá a aparecer periódicamente a lo largo del film, como por casualidad, sólo detrás de los judíos, para que se vea bien quién los inspira. Hay también demonios en forma de niños o niños vistos como demonios que empujan a Judas al suicidio. Además, Mel Gibson no duda en mostrar el momento de la Resurrección de Cristo como si la cámara la hubiera filmado dentro del sepulcro, cosa que claramente se opone al silencio de los evangelios, que sólo muestran la tumba ya vacía, después de la Resurrección. Pero esto no importa: donde la Palabra evangélica calla, ¡se recurre a las revelaciones privadas! El objetivo de esta estética es, en efecto, mostrar lo más posible, sobre todo en el campo del dolor y del horror.

La pobreza de estos clichés de Epinal haría sonreír, si no pusiera de manifiesto la miseria cultural de las nuevas generaciones privadas de mediación literaria, cuya alma es entregada desnuda a la inmediatez de la imagen: un “alma empobrecida”, como decía Allan Bloom en el subtítulo de su profético libro The Closing of the American Mind. Estas generaciones serán las que recibirán el mayor impacto con la película de Mel Gibson. Pero la elección de una estética expresionista, donde todo se vuelve objeto de ostentación, revela al mismo tiempo otra cosa. Representa también el trabajoso retorno a lo real de un arte contemporáneo que, intentando salir del estancamiento de lo abstracto, en general lo único que sabe hacer es recurrir al hiperrealismo y al montaje fotográfico. También en esto el film es el reflejo de una verdadera impotencia contemporánea: la de no poder ya transponer la realidad en imágenes.

Además, esta estética no sólo pretende exhibirlo todo, sino que utiliza al máximo el poder virtual de los efectos visuales y sonoros que ofrece hoy la técnica audiovisual, para imponer al espectador no ya una imagen que él debe interiorizar, sino impresiones múltiples que experimenta de manera global sin poder tomar distancia. Como ocurre habitualmente en el cine actual, en los momentos claves del film, el espectador es arrebatado a sí mismo por la violencia de las percepciones que le vienen impuestas. En La pasión de Cristo, el espectador es sometido al impacto de las escenas de la manera más cruda: una flagelación insoportable por su longitud y sus detalles, los clavos que se hunden en la carne ante nuestra mirada en primeros planos.

Estas imágenes pretenden expresar momentos bien reales de la pasión de Cristo, que sin duda es bueno recordar a nuestros contemporáneos, pero los hacen sentir de una manera diferente a lo que sintieron quienes fueron sus testigos: ellos los percibieron como se suelen percibir los acontecimientos en los que se toma parte; en cambio, nosotros, sentados en nuestra butaca del cine, recibimos su representación de una manera más inmediata que ellos, pero sólo como una representación. Por otra parte, ninguno de los testigos asistió a todas las etapas de la pasión, ni vio las caídas de Cristo en cámara lenta, o su rostro tumefacto y las llagas de su cuerpo en primerísimo plano por efecto del “zoom”. Ésa es también una gran diferencia. Finalmente, no podemos menos que confirmar que ese hiperrealismo proviene, de hecho, de una suprema ilusión virtual. Se impone sin la menor posibilidad de reflexión, con la ayuda de una banda sonora que abusa de los decibeles y las ondas ultragraves, las cuales resuenan más en el vientre que en el oído del espectador. Pero ¿se puede seguir llamando “espectador” a quien cierto cine contemporáneo manipula machacando sus sentidos? Habría que encontrar otra palabra, crear un neologismo: en realidad, no es más que un “sentidor”.

La prueba de que el hiperrealismo de La pasión de Cristo es, en definitiva, sólo un juego de ilusión virtual, es que representa muchos aspectos de la pasión de la manera más convencional. Así, en el film se crucifica a Cristo hundiéndole clavos en las palmas de las manos, y no en el lugar donde la mano se une a la muñeca: eso impresiona a la sensibilidad, pero parece imposible desde el punto de vista médico. Además, Cristo lleva una cruz más grande que las que utilizaban los romanos, que no eran tan altas, y la lleva entera, cuando en realidad los condenados solamente cargaban las patibula, o maderos transversales de las cruces, cuyos maderos verticales estaban hincados permanentemente a la entrada de las ciudades. ¡Pero el Cristo que se representa aquí a partir del Via Crucis popular impresiona tanto más a la piedad sensible!

Del mismo modo, al presentar desde el comienzo a los miembros del Sanhedrin únicamente como seres embriagados de odio, sin mostrar, como se hace con Pilato, su dramática situación entre el mesianismo insurreccional de los zelotes, dispuesto a apropiarse del personaje de Jesús para su causa, y el ocupante romano (cf. Jn 11,48), sin mostrar tampoco la complejidad de sus reacciones anteriores hacia el mesianismo desconcertante de Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia Católica,1 nos 574-575; 595-596), la película retoma la representación popular del antijudaísmo de la cristiandad, cuyo maniqueísmo de historieta es fácilmente comunicable por impacto emocional, pero falsea en forma duradera la memoria colectiva. Pues los cristianos no podemos no saber en la actualidad que esa clase de representaciones ha tenido consecuencias terribles en el pasado.2

Ese mismo antijudaísmo popular se manifiesta en la escena del film basada en las revelaciones particulares de la visionaria Anne-Catherine Emmerich (siglo XIX), una escena que causó escándalo con justa razón, y que finalmente debió ser cortada, en la que los judíos fabricaban ellos mismos la cruz de Jesús. Esta odiosa escena es, además, absolutamente inverosímil desde el punto de vista histórico. Aparte de que el Sanhedrin había perdido el derecho de dar muerte (véase Jn 18,31), y que antes en Israel se ejecutaba por medio de la lapidación (cf. Jn 8,59; 10,31), está el hecho de que la cruz causaba horror religioso a los judíos (cf. Dt 21,23, citado por Ga 3,13), y el contacto con ella los habría vuelto impuros. Pero este tipo de representación simplista obliga a dejar de lado el aspecto trágico de una historia en la que, como dice san Pedro después de Pentecostés, “los jefes actuaron sin saber” (Hch 3,17, tomando al pie de la letra las palabras de Cristo en la cruz de Lc 23,34).

Claro que impresiona más al público que los malos sean solamente malos, que lo sean del principio al fin, y que finalmente sean castigados ante nuestros ojos. Por ejemplo, un cuervo hunde su pico en el rostro del mal ladrón inmediatamente después de que éste insulta a Cristo. Igualmente, el terremoto que sigue a la muerte de Jesús, del que únicamente habla Mateo, y relacionándolo sólo con la rasgadura del velo del Santo de los Santos (cf. Mt 27,51), en el film devasta y agrieta al Templo mismo, enloqueciendo a los sacerdotes del santuario. En cuanto a Satán, es necesario que lo veamos al final, aullando y retorciéndose de rabia desesperada, en el fondo del pozo de su condena.

La estética de la comunicación inmediata, y por lo tanto, simplificada hasta la caricatura, es la responsable de los clichés de antijudaísmo popular que de hecho transmite este film, sin duda mucho más que las opiniones personales de Mel Gibson, de cuya intención sería pues injusto sospechar. Pero no olvidemos que es a partir de esa misma “piedad popular” simplista y maniquea como las muchedumbres, enardecidas de indignación por los predicadores que buscaban impresionarlas, se abalanzaban en la Edad Media, y más recientemente en la Europa oriental, sobre los ghettos y las sinagogas. Idéntico simplismo se encuentra en la forma en que se trata al personaje de Judas, a quien se muestra desde el comienzo hasta el final con rasgos de “malvado”, destinado, por lo tanto, desde el principio, a su papel infame. Esta representación popular alentaba hasta no hace mucho en las aldeas españolas a “matar a Judas” en el Viernes Santo, es decir, a colgarlo en efigie. Zeffirelli había dado una interpretación más sutil de su “traición”, mostrando a Judas como un zelote que quería obligar a Jesús a manifestarse como Mesías poderoso ante el Sanhedrin, tentación a la que sin duda no habían estado ajenos los apóstoles (cf. Mt 26,21-22; Mc 14,18-19; Lc 22,22-23), desconcertados, como los demás judíos, por un Mesías Siervo sufriente (cf. Lc 24,21). Esta interpretación del acto de Judas explicaba su sorpresa y su remordimiento cuando vio salir a Jesús del Sanhedrin detenido, para ser enviado al procurador romano con una condena a muerte (cf. Mt 27,3-4).

Esta estética de la inmediatez sensible y emocional, basada en el dolorismo y el antijudaísmo de una vieja piedad popular, también es responsable del hecho de que la película ofrezca una visión de la Redención cristiana en la que prevalecen el dolor y la sangre. No ignora totalmente la doctrina católica según la cual sólo la amorosa obediencia a la voluntad salvífica del Padre determina nuestra reconciliación con Dios; y si ésta se cumplió a través de la cruz, es únicamente porque Dios quiso que Cristo nos tomara sobre sí con el sufrimiento de reparación que implicaría nuestra rehabilitación. Pero una presentación exacta de la doctrina se prestaría mucho menos a provocar el impacto emocional inmediato, como sí lo hace la insistencia en los torrentes de hemoglobina, aunque éstos induzcan casi obligatoriamente en el espectador la falsa convicción de que Dios ha otorgado la salvación en razón de la cantidad de dolor físico que experimentó Cristo, cantidad que Él habría exigido como una deuda a pagar. Así es como el film muestra, de manera mórbida y sin ninguna base evangélica, a María y María Magdalena, después de la flagelación, recogiendo la sangre de Jesús derramada en el suelo.

El esquema rector del film, sea consciente o inconsciente, es el del linchamiento. Este esquema de psicología colectiva, cuyo mecanismo ha sido admirablemente representado por el film de Fritz Lang titulado Fury, le resulta familiar a la memoria norteamericana. Desde el primer momento de su arresto en Gethsemani, Jesús es salvajemente golpeado por los guardias judíos del Templo (no se muestra a la “cohorte” romana mencionada en Jn 19,3), cuando los evangelios hablan de vejaciones sólo después de su condena por parte de Caifás. Asimismo, los soldados romanos se comportan con él como una soldadesca sádica e indisciplinada. Sin embargo, los evangelios mencionan el cruel escarnio del coronamiento de espinas solamente después de la flagelación. En el film, ésta escapa, durante casi toda su duración (¡que es larga!), al control de los oficiales, para convertirse en una escena sádica y, en el sentido propio de la palabra, obscena, puesto que tiene lugar, no, como lo sugiere el texto evangélico, en un patio cerrado del pretorio, sino en presencia de una numerosa asistencia que incluye también a los sumos sacerdotes y a la Virgen María.

Por otra parte, al mostrar, sin ninguna base en el texto sagrado, una flagelación sucesivamente con varas y con látigo, la película pone de manifiesto que éste no es un castigo, ciertamente cruel, pero jurídicamente controlado. Es una escena de linchamiento salvaje. En efecto, los romanos condenaban a las varas (castigo leve), o al látigo (castigo duro que precedía habitualmente a la crucifixión), como ocurrió con Jesús, pero no a ambas cosas a la vez. De acuerdo con este esquema de linchamiento, los soldados exhiben sin ninguna reserva el mismo comportamiento sádico e indisciplinado en el camino del Gólgota, aunque los evangelistas no mencionan esto en absoluto. En cuanto a la asistencia judía, como una multitud desenfrenada, actúa de la misma manera, con excepción de algunos pocos discípulos. Este mismo esquema representativo lleva al film a apartarse una vez más de la Escritura: al pie de la cruz, nos muestra que los soldados le arrancan la túnica a Jesús con tanta violencia que la desgarran, cuando, por el contrario, según el evangelio de Juan, “la túnica era sin costura” y los soldados dijeron: “No la rompamos, sino echemos suertes a ver a quién le toca” (cf. Jn 19,23-24).

Mel Gibson utiliza sin duda el esquema simbólico del linchamiento para representar en forma perceptible al inocente a quien todos los pecadores matan, pero aquí se muestra concretamente el odio frenético de los judíos, que aprovechan ilimitadamente la desenfrenada crueldad de la soldadesca romana. Algunos cuadros, por ejemplo, “Cristo con la cruz a cuestas”, de Hieronymus Bosch, con rostros apenas humanos, lo habían hecho ya, pero según una estética surrealista, más adecuada para simbolizar el pecado de todos los hombres, y no la perversidad de los judíos y la crueldad de los romanos.

Por cierto, un linchamiento atroz golpea con fuerza la sensibilidad emotiva, y eso es lo que importa en esta estética, aun ocultando de este modo el hecho de que Cristo no nos salvó por una acumulación máxima de dolor físico, y que otros condenados pudieron haber sufrido suplicios más dolorosos que él. Si la fe cristiana confiesa, sin embargo, que su sufrimiento ha sido incomparable, es esencialmente, según la doctrina católica (CIC, nº 612), en razón de la dignidad y la inocencia divinas del Hijo Único de Dios, único sujeto de su humanidad asumida. Pero esta misma condición absolutamente singular de su humanidad le daba al mismo tiempo a su sufrimiento una modalidad que, sin rebajar la realidad sensible, hacía que su aceptación fuera más libre y más divinamente asumida como ofrenda de amor que la de los grandes santos o de la misma Virgen María.

Es así como esta película produce impacto en los jóvenes tanto por su estética como por el contenido evangélico que intenta transmitir. En este tipo de comunicación que busca el impacto emotivo inmediato, “el medio es el mensaje”, como lo predijo Mac Luhan. Como todo el arte cristiano, este film puede sin duda disponer a una predicación que determine el objeto de la fe. Al mismo tiempo, por las ambigüedades que induce su estética, exige más que otras obras religiosas esa catequesis. La estética, sobre todo cuando usa los poderosos medios actuales de una virtualidad audiovisual integral, no es neutra, y necesita ser purificada por la Palabra de Dios para servir a la fe. Sería, pues, un gran error de los pastores apoyarse en la “eficacia” de este film para la evangelización de los jóvenes, bajo el pretexto de que les hace vivir un “momento fuerte”. Existe una forma de “juvenismo” apostólico que es en realidad un oportunismo demagógico, que no respeta a la juventud en su camino real, con sus luchas espirituales y sus indispensables purificaciones.

Sin duda, para muchos esta película será una oportunidad de descubrir la historia de la pasión y de oír unas cuantas frases evangélicas, pero lamentablemente las recibirán mezcladas con otras frases, y sobre todo, con imágenes que son de una clase diferente. Y nada permite suponer que el fuerte impacto sensible y emocional producido sobre ellos por una estética tan brutalmente manipuladora conduzca por sí mismo a quienes no tengan fe, o no la tienen muy arraigada, a un verdadero encuentro espiritual con Cristo. Este encuentro exige interioridad. San Pablo lo dice cuando habla de su conversión en el camino a Damasco, aunque fuese ésta exteriormente espectacular: “Cuando Dios, por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo (cf. Ga 1,15). No se accede a esa interioridad espiritual por la violencia eficaz de un espectáculo que se apodera de nuestros sentidos hasta la alienación. Por eso, creo que hay que tomar muy en serio las reservas y las advertencias del cardenal Jean-Marie Lustiger, las del comunicado emitido por el Comité permanente del episcopado francés para la información y la comunicación, así como la nota doctrinal que lo acompaña.

Notas
  1. Catecismo de la Iglesia Católica, que hay que volver a leer a propósito del proceso a Jesús.
  2. “En el mundo cristiano --no digo por parte de la Iglesia en cuanto tal-- interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento que afectan al pueblo hebreo y a su presunta culpabilidad circularon durante demasiado tiempo, generando sentimientos de hostilidad en relación con este pueblo. También contribuyeron a adormecer muchas conciencias, de modo que, cuando se extendió por Europa la ola de persecuciones inspiradas por un antijudaísmo pagano, que, en su esencia era al mismo tiempo un anticristianismo, junto a cristianos que hicieron de todo para salvar a los perseguidos hasta arriesgar su vida, la resistencia espiritual de muchos no fue la que la humanidad tenía el derecho de esperar de parte de los discípulos de Cristo”, declaró el papa Juan Pablo II el 1 de noviembre de 1997, en su alocución a los participantes del coloquio sobre “El antijudaísmo en ambiente cristiano”, que él mismo convocó en el Vaticano.

Editorial remarks

Traducción del francés: Silvia Kot