La invitación del dogma trinitario
Paul M. van Buren
Es un honor, un privilegio y un placer estar aquí para pronunciar la primera de lo que espero será una larga serie de conferencias de teología sobre lo que constituye, en mi opinión, su núcleo absolutamente decisivo y eclesialmente fundamental: cómo nuestra teología es moldeada por la relación –otorgada por Dios– entre la Iglesia de Jesucristo y el pueblo de Jesucristo, y cómo responde a ella. La teología de la Iglesia surgió de esa relación concreta y terrenal, pero luego fue peligrosamente desviada hacia generalidades sobre Dios y la humanidad, o abstracciones sobre lo divino y lo humano. El triste resultado es que la teología fue y sigue siendo considerada por el cristiano común como una actividad abstracta, esotérica y hasta incomprensible, que es mejor dejar a los profesionales. Es muy apropiado que estas conferencias sobre teología concreta se realicen bajo el nombre de uno de los pioneros de esta vuelta al sentido común, el Dr. Lee Archer Belford, sea recordado su nombre.
Para esta primera conferencia Belford, he optado por un enfoque nuevo de la enseñanza que mejor caracteriza y define a la Iglesia: la doctrina de la Trinidad. Esta doctrina (por cierto, un dogma) tiene una seria necesidad de atención, en gran parte porque, en vez de ser nuestra gozosa confesión de Dios-con-nosotros, Emmanuel, y de nuestra identidad ante Dios, se transformó en un problema para la mayoría de los cristianos. El problema fue graciosamente formulado por Dorothy Sayers hace algunos años en su versión de cómo entiende el laico típico el llamado Credo Atanasiano: "El Padre inabarcable, el Hijo inabarcable, el Espíritu Santo inabarcable... toda la maldita cosa inabarcable". Muchos pastores, en vez de ansiar predicar el domingo sobre la Trinidad, buscan excusas para evitarlo, porque también para ellos las buenas nuevas de esta doctrina se fueron desvaneciendo.
Podemos emprender una reflexión renovada sobre esta doctrina partiendo desde donde estamos ahora. Tras cuatro décadas de conversaciones cada vez más amplias y profundas con los judíos, muchas ramas de la Iglesia han hecho declaraciones formales que afirman la Alianza entre Dios y el pueblo judío. Modificando la mayor parte de la enseñanza tradicional cristiana, las Iglesias afirman ahora que esa alianza es eterna y que el pueblo judío actual es el pueblo de Dios de Israel, la forma perdurable del antiguo Israel, así como la Iglesia actual es la forma perdurable de la Iglesia de los Apóstoles. Esta es la conclusión a la que llega un estudio del WCC (Consejo Mundial de Iglesias) sobre "Declaraciones del Consejo Mundial de Iglesias y sus Iglesias Miembros", titulado La teología de las Iglesias y el pueblo judío" (1988).
El creciente consenso cristiano es algo nuevo en la historia de la Iglesia: es una confesión de la fidelidad de Dios, no hacia nosotros, sino hacia otro. Constituye, pues, un agregado, o más bien otorga un nuevo giro a nuestra comprensión de Dios. Si permanecemos fieles a nuestras bases bíblicas y a la percepción de los Padres griegos en el sentido de que Dios es lo que Dios hizo, hace y hará; y si confesamos ahora (por primera vez desde la época del Apóstol de los gentiles) que los dones y el llamado de Dios son irrevocables (Rm 11, 29), estamos diciendo algo nuevo sobre Dios. Estamos diciendo que Dios siguió siendo el Dios amante del pueblo judío durante todos estos siglos y hasta nuestros días.
La pregunta que se nos presenta entonces es: ¿cómo debemos considerar y rezar a Dios ahora que hemos llegado a este renovado conocimiento de la relación incesante de Dios con el pueblo judío? Más específicamente: ¿cómo afectará esta nueva conciencia de la fidelidad de Dios hacia el pueblo judío lo que hemos dicho de Dios en nuestra doctrina de la Trinidad? O para decirlo de otro modo: si los dogmas permanecen como directivas antiguas y acreditadas en la vida y el lenguaje de la Iglesia, ¿qué nuevos caminos deberá detectar en el dogma trinitario una Iglesia que sólo muy recientemente descubrió que vive en el mundo al lado, no en lugar del Israel de Dios?
Algunos de nosotros hemos reflexionado mucho sobre este tema durante los últimos diez o quince años, y algunos de nosotros creemos haber encontrado al menos el principio de una respuesta. Partiendo de la larga tradición de casi diecinueve siglos de antijudaísmo cristiano, y de la teología de la sustitución de la Iglesia antijudía que hemos sido, parece esencial, por nuestra propia salud espiritual, empezar nuestra reflexión en la alianza del Sinaí, que es tan central en el desarrollo de la tradición judía. Si lo hacemos, comenzaremos nuestra característica confesión cristiana de fe afirmando que el Dios del Sinaí puede hacer y ha hecho algo nuevo: el Dios del Sinaí y de Israel también está totalmente presente en el judío Jesús, y así también es Dios de y para los gentiles.
Comenzar con el Sinaí es una medida terapéutica. No es sencillo vencer diecinueve siglos de adicción, de modo que necesitamos ser firmes con nosotros mismos. Hemos bebido de la jarra antijudía durante tanto tiempo que debemos poner la botella fuera de nuestro alcance. Haríamos bien en seguir el ejemplo de Alcohólicos Anónimos. En nuestro caso, la sigla AA significaría Antijudíos Anónimos. Para mantenernos alejados de esa botella, tenemos que empezar en el Sinaí, no en Génesis 1. En Génesis 12 es donde realmente comienza la historia de Israel, y empezar por ahí sería saludable para nosotros. Quizás en algún futuro lejano estemos lo suficientemente curados como para retroceder y empezar en Génesis 1, como lo hace el primer artículo del credo de la Iglesia antijudía. Pero hasta que estemos seguros de que nunca más tocaremos la botella que tiene escrito Auschwitz en el fondo, será mejor empezar por el Sinaí en Génesis 12, seguir con el resto de Génesis, y después Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, textos centrales que nos orientan en la forma de hablar de Dios. Esos fueron seguramente los textos fundamentales para el judío que se transformó en nuestro Señor, y sin duda lo fueron y lo siguen siendo en la tradición del pueblo judío.
Este cambio de énfasis nos llevaría a no permitirnos saltos de trapecio de Génesis 1 a Mateo 1. Esa clase de salto es evidente en los credos. No estoy recomendando abandonar o editar los credos, pero sí digo que son guías insuficientes para la Iglesia de hoy, porque pasan por alto justamente esas partes de la historia que podrían salvarnos de malentender el conjunto. La razón por la cual no debemos saltar de Génesis 1 a Mateo 1 es que Mateo 1 y todo el resto del Nuevo Testamento nos presentan a Jesús "según las Escrituras", incluyendo ciertamente a los cinco libros de Moisés. El Jesús que nos presenta el Nuevo Testamento, y el único Jesús que siempre tuvo y necesitó la Iglesia, es el Jesús envuelto en todas las Escrituras de la tradición judía.
Esta vinculación entre Jesús y el conjunto de la historia de Israel es vital para nosotros. La crucifixión y la resurrección de Jesús dejaron estupefactos a los discípulos, como se desprende de sus propios testimonios. Pudieron salir de su estupor gracias a las Escrituras. En esas Escrituras hallaron palabras para hablar de la muerte y la resurrección de Jesús. Así fue que murió por nosotros y fue resucitado "según las Escrituras" (1 Co 15, 3-4), y a menudo palabra por palabra. ¿Nació realmente en Belén? ¿Recibió realmente Judas treinta monedas de plata para traicionarlo? ¿Fue crucificado Jesús entre dos ladrones? ¿Se repartieron realmente sus ropas los soldados romanos? Es difícil que alguna vez lleguemos a saberlo. Lo que podemos saber es que todo eso se dijo de él con palabras tomadas de las Escrituras. El resultado es que Jesús –el único Jesús que conocemos– llega a nosotros revestido de las tradiciones de su pueblo e inseparable de ellas. Simplemente no podemos tener una cosa sin la otra.
A menos que nos preparemos para aceptar a un Jesús gnóstico y ahistórico, no tenemos otra opción que tomarlo dentro del contexto de su pueblo. Por lo tanto, debemos tomar en cuenta todo el desarrollo de la historia del pueblo judío para tener a Jesús. Sólo cuando entendemos esto, empezamos a tomar conciencia de que comenzar con el Sinaí significa que nuestra doctrina del Dios trino estará relacionada, como siempre lo estuvo para los Padres griegos, con la Trinidad económica. En otras palabras, nuestra doctrina de Dios será, y debe ser, ineludiblemente histórica y funcional. Dios, hasta donde simplemente nos atrevemos a hablar de Dios, es para nosotros lo que Dios hace por nosotros, y conocemos a Dios a través de las acciones de Dios. Dios crea; Dios elige; Dios es hacedor y custodio de las alianzas. Y Dios es el Único, que por medio del Espíritu viene a nuestro encuentro en Jesucristo.
Dios es eso y todo eso, no alguien o algo que está detrás de todo eso. Aquí, nuestro conocimiento de Dios es lógicamente parecido a nuestro conocimiento de las demás personas. Todos ustedes son la relación concreta en la que viven y todas las actividades en las que estuvieron, están y estarán involucrados. Eso son realmente ustedes y eso soy realmente yo. Por supuesto que puedo decir sobre una situación particular: "Pero ese no era realmente yo", y la verdad es que ninguno de nosotros es solamente el que es en un acto aislado. Pero cuando reunimos todo, y especialmente cuando lo hacemos en una historia, obtenemos el informe más completo y certero de lo que somos. Eso sucede con la historia de Israel sobre Dios, que llega a la Iglesia como contexto esencial de la historia de Jesucristo. Así la unidad esencial de Dios aparece como unidad narrativa: el único tema de la larga historia de Israel es lo que Israel, y por lo tanto la Iglesia, entiende por "Dios".
Por esta estrecha relación que existe entre Jesús e Israel, reflejada en la relación entre la historia de Israel y la historia de Jesús, y porque se narra su historia como la de alguien que vivió por y para su pueblo, los dos testamentos constituyen realmente una sola historia. La Iglesia tiene una Biblia única e indivisa, desde el Génesis hasta el Apocalipsis de Juan. Dicho en el lenguaje de esa historia, lo que el Dios del Sinaí hizo y hace en Cristo es totalmente fiel al ser de Dios. El credo formula esto diciendo que nosotros creemos en Jesucristo, theon ek theou, phos ek photos, Dios de Dios, luz de luz. La historia de Jesús continúa siendo la historia de Dios, porque se muestra que Dios es fiel a su propio ser en la historia de Jesús. Pero como el propio ser de Dios es todo lo que Dios hizo y hace, no sólo es el creador presente en Jesús, sino también el que hace y mantiene las alianzas y las promesas al pueblo de Dios, Israel. No extraña entonces que los resultados, los actos inaugurales, podríamos decir, fueran al mismo tiempo de creación y de alianza. Me refiero a la creación de la comunidad cristiana como una comunidad de alianza, de respuesta y responsabilidad. Y, como lo vio tan claramente Pablo, esa creación se realizó de una forma tal que confirmaba la continua fidelidad de Dios a la alianza con Israel. "Cristo se hizo servidor de los judíos para confirmar la fidelidad de Dios –escribió Pablo–, cumpliendo las promesas que había hecho a los patriarcas" (Rm 15, 8). Esta continuidad de la historia de Dios en la historia de Jesús es la verdad crucial que preserva la doctrina trinitaria.
Pero esta última cita de Pablo nos muestra que falta algo en nuestra tradicional doctrina de la Trinidad, algo que una Iglesia que deseara superar su pasado antijudío querría agregar imprescindiblemente. Jesús se hizo servidor desu pueblo, no sólo obediente al Dios de su pueblo, y Dios no sólo fue fiel a su hijo Jesús, sino que le fue fiel de una manera que confirmaba la alianza de Dios con el pueblo judío. Las historias interactivas de la Iglesia de Dios y el pueblo judío de Dios podrían haber sido muy diferentes si se hubiera preservado este concepto paulino en la doctrina eclesial de la Trinidad.
Hasta aquí me he centrado en la continuidad de la alianza, dentro de la cual la novedad de Cristo tiene sentido. Ahora quiero ver si podemos seguir adelante, repensando la novedad de Cristo, que sólo puede aparecer como tal dentro de esa continuidad. Recurro otra vez al apóstol judío de los gentiles: "En Cristo –dice Pablo–estaba Dios reconciliando al mundo consigo (2 Co 5, 19)". Podríamos formular esto de otro modo diciendo que Emmanuel, Dios-con-nosotros, atrajo y atrae a todos los pueblos a Dios: al propio pueblo de Dios en primer lugar, pero luego también a los gentiles. Eso es lo que hizo y hace Jesús, y, por lo tanto, lo que él es: la manera de Dios de atraer a toda la creación al ser de Dios.
Quisiera empezar formulando dos preguntas sobre esta afirmación: ¿qué significaba para su autor judío del primer siglo, y cómo debemos entenderla nosotros en la actualidad? Sabemos que el autor era un fariseo, indudablemente el fariseo mejor documentado que conocemos, pero no era todavía un rabbí mishnaico, desde luego, de modo que no podía haber aprendido aún, como nosotros lo aprendimos del pensamiento judío ulterior, a otorgarle tanta centralidad al Sinaí. Pablo tendía más a considerar a Dios como el Dios de los padres al mismo tiempo que dador de la Torah. Ese Dios, por medio de la profunda fidelidad de Jesús –una fidelidad tan profunda que llevó a Pablo a pensar que Dios le había entregado a Jesús, como a Israel (Dt 28, 10), el nombre del Único al que le era tan fiel–, estaba introduciendo a los gentiles en la historia de Dios con Israel. La gran línea de demarcación permanecía, pero empezaba a desaparecer el conflicto relacionado con ello: ya no habría Dios e Israel contra el mundo; ahora Dios y toda la creación estaban juntos, gimiendo por la prometida redención de todos. Obviamente, Pablo era consciente de la diferenciación entre judíos y gentiles, del carácter separado o sagrado del pueblo judío, y de la enemistad entre judíos y gentiles, y tenía la sospecha, aunque por supuesto no con el conocimiento que tenemos nosotros, de lo mal que los cristianos gentiles tratarían a su pueblo. Para un judío, y por lo tanto para Pablo, la diferenciación judío/gentil era fundamental, puesto que se basaba en la voluntad de elección de Dios; pero ahora, en Cristo, Dios obraba con ella de un modo nuevo.
Si este es un cuadro razonablemente correcto de lo que subyace bajo la afirmación de Pablo en el primer siglo, ¿cómo debemos entenderla nosotros hoy? Por lo menos, debemos aplicarle de alguna manera nuestro conocimiento de la historia transcurrida desde entonces hasta la actualidad. Lo que es cada vez más claro es que nosotros, los cristianos, no agotamos el mundo de los gentiles. Quienes saben que Dios los reconcilió con él específicamente en Cristo constituyen sólo una fracción de los gentiles. Debemos agregar, entre paréntesis, que probablemente Pablo pensara sólo en esa fracción cuando se refería en Romanos 11 a la totalidad de los gentiles.
Pero, como nos lo recuerda el proemio de Nostra Aetate, nuestra situación actual es más complicada. Nosotros, los cristianos gentiles, sabemos que tenemos una perspectiva bíblica que compartimos en cierto modo con el pueblo judío, pero no compartimos con la gran mayoría de los gentiles o no-judíos, que tienen sus propias perspectivas. Por otro lado, también sabemos que tenemos algo que podemos llamar una orientación religiosa, cualquiera sea, que compartimos más con los budistas, los musulmanes y los hindúes que con la mayoría de los judíos, y que puede ser opuesta a la orientación secular de gran parte de la humanidad. Creo que podemos decir que en la actualidad, la mayoría de los cristianos, pero de ninguna manera todos, y muchos judíos, pero probablemente no la mayoría, comparten una perspectiva bíblica y una orientación religiosa. El resultado paradójico es que de este modo nos diferenciamos de los pueblos de las tradiciones orientales bajo el rótulo bíblico, pero estamos unidos a ellos bajo el rótulo religioso. La nuestra es una situación bastante más complicada que la que conoció Pablo.
¿Cómo debemos leer, pues, la afirmación de Corintios 5, 19? A la luz de la historia, podemos empezar diciendo que en Cristo, Dios reconcilió a algunos de nosotros, los gentiles, con el ser de Dios, y de este modo, con los socios de Dios en la alianza. Pero entonces, si realmente aceptamos lo que dice Pablo, tenemos que decir más. Sí, efectivamente Dios reconcilió a algunos de nosotros consigo, pero en Cristo, Dios seguramente perdonó también a todos los demás. Sin duda, debemos ver a Cristo como signo y sello de que Dios es Dios también para todos los demás, no sólo para los cristianos. De modo que si somos, con Pablo, embajadores de Cristo, como sigue diciendo el pasaje de Corintios, nuestro mensaje de embajadores hacia todos los demás debería ser: "Sean lo que Dios hizo de ustedes, reconcíliense con Dios y vivan la justicia de Dios que ya les ha sido concedida". Leamos con atención estos versículos de la epístola de Pablo, y notaremos con sorpresa que, en flagrante contraste con los slogans de esta llamada "Década de la Evangelización", no dice nada sobre que la gente se haga cristiana (esta palabra ni siquiera existía en el vocabulario de Pablo) o sobre ingresar a la Iglesia, y nada en absoluto sobre ninguna presunta superioridad del cristianismo. Se nos excusará por recordar, en este contexto, que Gandhi sentía un profundo respeto por el cristianismo, pero no por los cristianos.
De esta lectura de la afirmación de Pablo, parece desprenderse que Dios ya está reconciliado con el mundo, con todos los que están "allá afuera", al haberlos reconciliado ya con Dios en Cristo. Me refiero a nuestro Dios, Dios en Cristo, el Dios uno y trino. Dios no es solamente para nosotros sino también para ellos, aunque no necesariamente en la forma en que Dios es para nosotros. Del mismo modo que Dios, nuestro Dios, es al mismo tiempo el Dios de Israel, del Sinaí y de la alianza para Israel, pero no exactamente eso para nosotros, así Dios es para nosotros, en Cristo, el Dios trino, pero no es eso para Israel. ¿Cómo no va a ser Dios él mismo de otras maneras diferentes para otras personas? Si Dios mostró su verdadero rostro de la Torah al pueblo judío, y su verdadero rostro de Cristo a nosotros, ¿no podría haber mostrado su verdadero rostro de vacío al Buda y su verdadero rostro coránico a Mahoma? Se nos ha dicho que el Espíritu sopla donde quiere, así que en principio no tenemos razones para excluir la posibilidad. Pero también es cierto que no sabemos.
Decir que sabemos que ese Dios mostró el rostro de Dios a personas de otras tradiciones sería otorgar un status de revelación para nosotros al Corán, por ejemplo, o a los textos sagrados de los hindúes. Pero eso equivaldría a confesar que los hechos y los textos fundacionales de esas otras tradiciones nos convirtieron en una comunidad, y eso es obviamente falso. Parecería, pues, que necesitamos una categoría nueva, intermedia, para hablar de acontecimientos, textos e historias que dieron origen y forma a comunidades diferentes a las nuestras, a las que sin embargo deberíamos atrevernos a reconocerles que de algún modo proceden de Dios.
¿Cómo haremos esto, y qué criterio o criterios lo harán posible? La clave para un pensamiento nuevo en este ámbito puede venir, estoy convencido, de lo que ya hemos aprendido de nuestra redescubierta relación con el pueblo judío. El caso de Israel, el pueblo judío, es especial para la Iglesia. El Sinaí no fue nuestro acontecimiento fundacional, y la Torah, aunque importante, no es central para nosotros. Sin embargo, como el Sinaí fue el acontecimiento fundacional del pueblo de Jesús, y como él simplemente jamás existió para la Iglesia más que como el judío que es, podemos y debemos confesar el carácter revelatorio del Sinaí, la Torah y las Escrituras judías, que desde nuestros comienzos nos proporcionaron las palabras para hablar de la autorrevelación de Dios en Cristo. De este modo, al descubrir al pueblo judío, descubrimos el punto de partida del contexto en el que nos fue dado Jesús, es decir, el Sinaí. Haber encontrado así nuestro camino a la afirmación de por lo menos esta otra tradición, puede ayudarnos en nuestro encuentro con las demás tradiciones de este mundo.
Como con Israel, también con las otras tradiciones debemos empezar por el Sinaí, pero no como lo hace Nostra Aetate en sus primeras tres secciones. En esas tres secciones, los fundamentos para las relaciones de la Iglesia con otras tradiciones se apoyan en la universalidad de la búsqueda de respuestas al enigma de la existencia humana, la conciencia común de un poder oculto detrás de la naturaleza y la historia, o, en el caso del Islam, la creencia compartida en el único Dios creador. En ninguno de estos supuestos fundamentos basamos nuestra propia identidad cuando decimos quiénes somos como Iglesia de Jesucristo. Sólo en la cuarta y última sección, los obispos del Vaticano II se volvieron teológicamente responsables. Allí, finalmente, al partir del misterio de la Iglesia, encontraron que no podían evitar ver al pueblo judío. Pero este es sólo uno de los aspectos de la cuestión.
Lo que también necesita examinarse, aunque a los obispos del Concilio les haya faltado la imaginación para hacerlo, es lo que descubrimos acerca de nosotros mismos cuando tomamos en serio la identidad de los otros en sus propios términos. Quizá los obispos no advirtieron que hay un doble giro en la manera en que Pablo interpreta en Romanos 10, 6-8 los versículos de Deuteronomio 30, 11-14 ("Estos mandamientos... no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que hayas de decir: ‘¿Quién subirá por nosotros a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica?’... Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica"). A primera vista, Pablo parece haber pervertido el texto de la Torah, pero lo que estaba haciendo era proponer un giro más, porque interpretaba a Cristo a la luz del Sinaí, aprendiendo de la Torah cómo hablar de él. De modo que no es simplemente, como dicen los autores de Nostra Aetate, que al penetrar en nuestro propio misterio nos enfrentamos cara a cara con el misterio de Israel. Esto es indudablemente cierto. Pero también es lo contrario, como lo puede atestiguar cualquiera que haya participado en el diálogo judeo-cristiano: es observando profundamente el misterio del otro como llegamos a una nueva comprensión de lo que somos nosotros. Cuanto más sabemos y entendemos qué es ser judío, más profundamente descubrimos qué es ser cristiano.
Supongamos que intentamos hacer el trabajo que Nostra Aetate no hizo y tratamos no sólo de entendernos a nosotros mismos en términos de la alianza del Sinaí entre Dios e Israel, encarnada para nosotros en el judío Jesús –como algunos de nosotros hemos procurado hacer en las últimas dos décadas–, sino de entender también a las otras grandes tradiciones del mundo. Podemos comenzar proponiendo algunos criterios para evaluar si una tradición puede considerarse un signo del obrar del Dios trino, criterios que podrían ayudarnos a ver por qué, por ejemplo, podemos tomar en serio al Islam como un posible fruto del obrar de Dios, pero no al nacionalsocialismo alemán, el movimiento nazi de los años 1920 a los años 40. Esos criterios se expresarían mejor en los términos de comunidad e historia que nos muestra el Sinaí, que como principios conceptuales.
El primer criterio de aproximación a cualquier tradición es saber si es decisivo para ella promover y valorar la comunidad. Empezamos por aquí porque es este un rasgo central tanto para Israel como para la Iglesia. Pero como para cada una de estas tradiciones lo es de manera tan diferente, deberemos estar abiertos a otras maneras en las que pueda ocurrir. Para los judíos, la comunidad es básicamente étnica; para la Iglesia es inter-étnica. Los judíos prefieren su forma; nosotros preferimos la nuestra. Ambas formas tienen ventajas y desventajas, y no veo ninguna razón para considerar a una superior a la otra: sólo son diferentes. Ambas tradiciones promueven y valoran la comunidad, y es por eso que nos designamos con términos comunitarios: Iglesia, e Israel, o el pueblo judío.
Seguiría como corolario de este primer criterio, que cualquier tradición con la que dialoguemos debe tener un serio interés por la moral. Debe interesarse por los problemas políticos, sociales y éticos. Pero todo esto puede manifestarse en diversas formas, como vemos en el monasticismo, la contemplación, la Kabbalah y el jasidismo. De una forma u otra, lo ético debe ser materia de serio interés.
El segundo criterio que el Sinaí nos hace ver es el aspecto de alianza. Dios, o Alá, o los dioses, o la nada, será interpretado de manera de dejar espacio a la responsabilidad humana por el rumbo futuro del bien. Para que una tradición sea candidata a una posible evaluación positiva como obra del único a quien conocemos como el Dios trino, debe contener alguna corrección para los peligros del determinismo, la pasividad y el quietismo. Si faltara ese aspecto, ¿cómo podríamos considerarla una respuesta al Dios de la alianza que es el Dios único que conocemos?
Por último, propongo un tercer criterio: en cualquier tradición que tomemos en cuenta, deberá haber espacio para el otro, para el de afuera, y para que Dios sea Dios para los otros, quizá de maneras que nos son desconocidas. Dejar o hacer un espacio para el otro y para que Dios sea Dios para los otros, no requiere un tratado sistemático sobre la forma de hacerlo, sino sólo dejar abierta la posibilidad. Como lo proclama el Salmo, el Dios de Israel quiere ser alabado por todas las naciones, no sólo por Israel.
Es evidente que estos tres criterios suscitan interrogantes sobre Israel y la Iglesia, así como sobre todas las otras tradiciones. Al aplicarlos a las demás tradiciones, no podemos evitar preguntarnos si nuestras propias tradiciones se ajustaron siempre a los valores que el Sinaí erige ante nosotros. Al aplicarlos a otros, no podemos eludir revisar permanentemente nuestra propia tradición y nuestra comprensión tradicional de Dios. Pero al tratar de evaluar las diferentes maneras en las que Dios pudo y puede ser Dios para otras tradiciones, inevitablemente pondremos a prueba y tal vez ampliaremos los límites de nuestra propia comprensión de cómo Dios fue y es Dios para nosotros. La verdad del asunto es que, partamos del Sinaí o de Cristo, nunca tuvimos una idea inamovible de Dios que sirviera luego para cada nueva situación de la vida. Más bien, ante cada nueva circunstancia o situación, al interpretarlas, damos una nueva forma a nuestra concepción de Dios, y lo seguimos haciendo.
Lo cierto es que nuestro dogma de la Trinidad no es un punto fijo, sino un indicador que señala una dirección y sugiere posibilidades siempre nuevas. Advierto en él cuatro sugerencias:
Uno. La primera sugerencia es que Dios fue y es Dios en más de una forma, y en cada forma en que Dios es Dios, Dios es totalmente fiel a sí mismo y a aquellos a quienes reclama. Tal vez Dios sea Dios en más de dos formas, y tal vez en más de tres. No existe nada numérico en el dogma. El que empieza a contar, dice Agustín, empieza a equivocarse. Incluso en el desarrollo de la doctrina de la Iglesia, el movimiento del binitarismo al trinitarismo llevó algún tiempo y fue muy accidentado.
Dos. Cada confesión de Dios, cualquiera sea la forma en que Dios haya fundado y dé forma a cada comunidad, es siempre un acto comunitario. Eso significa que siempre es también una confesión de la manera en que la comunidad se entiende a sí misma. En este sentido, también es siempre un acto de alianza, en que la comunidad, junto con Dios, se co-funda a sí misma.
Tres. La tercera sugerencia es que la historia de Dios no terminó. Pablo lo expresó con extraordinario vigor al señalar que "también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo", o todo en todos (1 Co 15, 28). Si nosotros cambiaremos, y Cristo cambiará, entonces también lo hará Dios. Si la historia no terminó para los socios de Dios en la alianza, no terminó para Dios. El ser de Dios también es un devenir.
Cuatro. Por último, el dogma de la Trinidad es una señal que indica la pluralidad de Dios. Es recta doctrina no como última palabra, sino en el sentido de invitarnos al recto camino. Es una apertura a la verdad de Dios que no quiere ser más que una apertura. Por eso, aquello hacia lo que apunta fue siempre correctamente denominado el misterio de la Trinidad, y litúrgicamente, es decir, doxológicamente, siempre se lo expresó mejor en forma de canto.
Interpretada como una invitación a superar los límites tradicionales relacionados con ella, y a internarnos en la riqueza de Dios que excede en mucho nuestra imaginación, ¿cómo se manifestaría la doctrina de la Trinidad? Podríamos examinarla siguiendo su triple estructura o sus artículos, repitiéndolos como canto de alabanza y gratitud de la Iglesia:
Comenzamos, en el canto comunitario, nuestra alabanza a un Dios que no quiso ni quiere ser un Dios solo, sino que, al hacerse creador, se comprometió para siempre a ser para otro y permanecer unido a otro. Una comunidad educada con las Escrituras de Israel leerá entre líneas, y así alabará a Dios con absoluta conciencia de que la historia de Israel de la creación depende absolutamente de la historia de Israel del compromiso de Dios con Israel en el Sinaí y está determinada por ella.
Procedemos luego a alabar a ese Dios de Israel, unido ya al pueblo de Dios de Israel por haber elegido a uno de ellos para que fuera para nosotros, los gentiles, el lugar y la persona ante la que nos encontramos en presencia de Dios. La historia de Jesús, relatada siempre según las Escrituras de Israel, no es otra cosa que la milagrosa historia de cómo nosotros, los gentiles, tenemos el privilegio, junto con Israel, de postrarnos ante el Dios de Israel.
Finalmente, alabamos a Dios por ser el que da vida a todos esos otros igual que a nosotros: a los hindúes, musulmanes, budistas, animistas y ateos, a los que no están en la Iglesia y a los que no pertenecen a Israel. Dios da vida en primer lugar a su pueblo Israel –Dios "habló a través de los profetas de Israel", el mayor de los cuales fue Moisés– y nos habló también a nosotros, los gentiles. Dios Espíritu lo hizo (poniéndonos del lado de los Padres orientales contra los occidentales en la cláusula filioque) a partir del propio devenir inicial del Dios creador y comprometido con la alianza, no esencialmente a través o a partir de una acción especial que nos otorgó vida a nosotros los cristianos. Dios alimenta y sostiene a todas las criaturas, así como Dios alimenta y sostiene a quienes pertenecen a Dios a través de Jesucristo. Esta debería ser nuestra lectura de la confesión trinitaria de la Iglesia.
¿Cómo deberíamos entender, pues, la típica preocupación de la Iglesia de occidente sobre lo que se llama la Trinidad esencial, que se manifiesta en la afirmación de la preexistencia del Hijo? Yo creo que a esta preocupación occidental podría responderse así: el Dios de la Iglesia y el Dios de todos los demás ya estaba implícitamente presente en aquel acto inicial y decisivo de hacerse creador, mediante el cual Dios no quiso estar solo sino ser el Dios de otro. Esa orientación de Dios hacia el otro, la determinación de Dios de ser Dios para otros, es lo que Dios era y es en la eterna decisión de Dios de ser creador y de ser Emmanuel. Este es el punto central de la afirmación de la preexistencia del Dios que "sale", de Dios como Hijo eterno.
¿Hemos hecho justicia a la preocupación de la tradición con respecto a la unidad de Dios? Yo diría que sí, porque la mejor expresión de esa preocupación está en la máxima Opera trinitatis ad extra sunt indivisa: las obras externas del Dios trino (distintas de las relaciones internas "engendrar" y "proceder") son indivisibles. Creo que traté de ser fiel a esa máxima al señalar que en cada obra de Dios, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, la obra de Dios siempre fue la del Dios creador y de alianza del Sinaí, que nos confronta en el judío Jesús, y otorga vida y amor de alianza a través de toda la creación.
William James nos puede ayudar en la reflexión sobre la unidad de Dios y su relación con lo que he llamado pluralidad de Dios. Al analizar el antiguo tema de lo uno y lo múltiple en sus conferencias sobre pragmatismo, James aplicaba ambos términos al mismo sujeto. Para James, mucho más interesante que las relaciones entre lo uno por un lado y lo múltiple por el otro, o lo uno que contiene lo múltiple, o lo múltiple que concilia con lo uno, era la idea de que cada cosa es al mismo tiempo uno y múltiple. El universo es uno en algunos aspectos, pero no en otros. Y esto puede decirse de todo en nuestra experiencia. Necesito una sola silla para sentarme. Pero esa silla también es múltiple, como lo sabe el que la hizo ensamblando diversas partes. Y también podemos decir eso de nosotros mismos. Desde el punto de vista de mi propia identidad, del que creo que soy, y como sujeto de todas mis experiencias, soy uno. Pero también soy una entidad para mi mujer, una un poco diferente para mi hijo, y otra para mi empleador, por no hablar de la Dirección General Impositiva. Entonces, si es cierto que todo lo que conocemos, incluso nosotros mismos, es en diferentes aspectos uno y múltiple, también podría ser que Dios fuera al mismo tiempo uno y múltiple.
Desde tiempos antiguos hasta hace muy poco tiempo, se consideraba una blasfemia el solo hecho de plantear la cuestión, porque se daba por supuesto que ser uno, como ser inmutable, era incomparablemente mejor que ser múltiple y susceptible de cambio. Sobre la base de la filosofía griega, reforzada por la Edad Media, cuando los filósofos judíos aprendían la metafísica de Aristóteles de los musulmanes y los cristianos la aprendían de los judíos, Dios era absolutamente simple: no tenía partes y, siendo perfecto, no podía cambiar. Los textos bíblicos que contaban que Dios cambiaba de opinión eran interpretados como figuras literarias adaptadas a nuestras limitaciones humanas: a nosotros nos parecía que Dios cambiaba de opinión, pero por supuesto Dios no podía cambiar, y teníamos a Aristóteles para demostrarlo. Sólo los kabalistas y los místicos se atrevían a jugar con textos que sugerían una pluralidad en Dios.
Pero como ya no nos sentimos tan obligados con la filosofía griega, y somos un poco más escépticos en cuanto a la soberanía de cualquier sistema metafísico, podemos al menos reflexionar sobre lo que estamos aprendiendo del encuentro judeo-cristiano: que independientemente de lo que podamos agregar sobre Dios, hay algo que parece insoslayable para quienes afirmamos con convicción tanto la historia judía como la historia cristiana: Dios puede ser Dios para el pueblo judío y relacionarse con él por medio de la Torah y la tradición judía, y el mismo Dios puede ser Dios para una Iglesia gentil y relacionarse con ella por medio de Jesucristo y la tradición eclesial. En el diálogo hemos aprendido a ver al mismo Dios en ambas tradiciones, pero también aprendimos que esas tradiciones son inexorablemente distintas.
Lo que tiene una profunda importancia para nuestra conciencia cada vez mayor de la pluralidad de las tradiciones religiosas, es que poco a poco hemos llegado a disfrutar y celebrar nuestras diferencias. Poco a poco logramos dar gracias a Dios porque el pueblo judío es lo que es y la Iglesia es lo que es. Estamos arribando al punto en que podemos dar gracias a Dios porque es capaz de ser Dios en tantas formas diferentes para diferentes pueblos. Las posibilidades de Dios son más amplias de lo que creíamos antes. El amor de Dios realmente excede el conocimiento humano.
Siendo así, ¿qué razones tendríamos para presumir que Dios se limitaría a ser lo que descubrieron los judíos, por una parte, y los cristianos, por la otra? Si Dios puede mostrar un rostro de Torah a los judíos y un rostro de Cristo a la Iglesia, ¿por qué no podría mostrar un rostro coránico a los musulmanes y tal vez incluso un rostro de vacío a ciertos budistas? No estoy diciendo que sea así; sólo digo que no podemos saber de antemano que no es posible. El diálogo judeo-cristiano, por lo que nos ha enseñado, nos invita a explorar lo que podrían ser nuevos conceptos, no sobre cómo Dios es Dios para nosotros, sino sobre cómo Dios fue y es Dios para otros. El descubrimiento de una pluralidad divina, que Dios puede ser múltiple al mismo tiempo que uno, podría ser fuente de alegría y asombro. A la alegría y al asombro ante la pluralidad divina, creo yo, somos invitados por la doctrina de la Trinidad.