En esta exposición, destacaré las continuidades entre ambas, pero también los elementos nuevos que desarrolla la interpretación cristiana sobre varios temas asociados con las celebraciones pascuales.[1] Jesucristo murió y resucitó mientras se desarrollaba la Pascua judía. Así, para nosotros los cristianos, la palabra y su contenido adquirieron un sentido extremadamente rico. La fiesta de Pascua es la celebración del Misterio que constituyó para Jesús su paso de la muerte a la vida, su resurrección.
Para eso, las primeras comunidades cristianas tomaron las circunstancias de la fiesta judía, sus ritos y sus símbolos: elementos que traspusieron a sus propios ritos y símbolos, como, por ejemplo, los de la liberación de la esclavitud en Egipto, del paso del mar Rojo y también del cordero pascual interpretado ahora por la persona de Cristo, el Cordero de Dios. Es evidente la continuidad de una a otra fiesta, pero se cambió de registro, pasando de la primera a la segunda alianza por intermedio de la Pascua de Jesús.
Empezaré por describir la manera cristiana actual de celebrar la Pascua. Luego recordaré la manera de celebrar la Pascua judía en el tiempo de Jesús. Finalmente, en una tercera parte más desarrollada, estableceré la relación entre la Pascua judía y la Cena cristiana destacando la reinterpretación así operada de la Alianza.
La fiesta cristiana de Pascua
La fiesta de Pascua, la festividad principal de los cristianos, conmemora la resurrección de Cristo. Después de muchos debates en los primeros siglos, la Pascua cristiana se fijó en el domingo siguiente al plenilunio de primavera, por lo tanto, después del 21 de marzo.
Esta celebración constituye el punto culminante de la Semana Santa. En primer lugar, viene el Domingo de Ramos, en el que celebra la entrada de Jesús a Jerusalén. Los participantes de la celebración hacen bendecir los ramos que evocan las palmas con las cuales, según el relato de los Evangelios, Jesús fue recibido triunfalmente por el pueblo. El Domingo de Ramos marca el comienzo de la Semana Santa, que termina con la Pasión y la Resurrección de Cristo.
El Jueves Santo a la noche, los cristianos conmemoran la última cena que tomó Jesús en compañía de sus doce discípulos. Durante esa cena, basada en el Séder de la Pascua judía según el ritual vigente antes de la destrucción del Templo, Jesús instituyó la Eucaristía compartiendo con sus discípulos la matzá y el vino, y diciendo: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. Un sacramento fundamental de la Iglesia nace de un ritual judío. El cristianismo conserva la marca de ese momento crucial por medio de la palabra hebrea Pésaj, que se convirtió –a través del griego y del latín – en la palabra “Pascua”.
El día siguiente, el Viernes Santo, es un día de recogimiento en el que los cristianos conmemoran la crucifixión y la muerte de Jesús. Luego viene el Sábado Santo, día de silencio y espera. Tras la vigilia pascual de la noche del sábado, el domingo es propiamente el día de Pascua consagrado a la resurrección de Jesús.
En ese momento termina la filiación directa entre ambas Pascuas. El cristianismo sigue tomando símbolos del judaísmo, pero les da un sentido totalmente diferente. El cordero pascual del cristianismo ya no es el cordero sacrificial de la salida de Egipto: es Jesús sacrificado para redimir los pecados de los seres humanos. Se supone que las promesas hechas en la entrega de la Ley en el monte Sinaí fueron cumplidas por la venida de Cristo. En ese punto principal se separa el cristianismo del judaísmo.
Celebración de la Pascua judía en el tiempo de Jesús[2]
Hasta la destrucción del Templo en 70 d.C., la inmolación de la víctima pascual en el Templo de Jerusalén y la posterior cena familiar se practicaban en la comunidad judía con algunos elementos nuevos que conserva, en la Mishná, el tratado Pesajim dedicado a la Pascua. La gran cantidad de peregrinos ya no permitía que todo se desarrollara en el Templo, y el ritual integraba detalles introducidos por la transformación de la vida social.
En la noche del 13 al 14 de Nisán, se buscaba en las casas todos los productos fermentados, que debían eliminarse antes del 14 de Nisán a mediodía, porque al empezar la tarde comenzaba en el Templo la inmolación de las víctimas pascuales, que duraba hasta la caída del sol. Mientras los levitas cantaban el Hallel (Salmos 113–118), con la presencia de los sacerdotes, los israelitas que llevaban su cordero o su cabrito lo mataban y la sangre era inmediatamente recogida por un sacerdote, que la pasaba de sacerdote en sacerdote hasta llegar al que regaba con ella el altar de los holocaustos. Los animales muertos eran desollados y vaciados en el atrio, y se recogía sus grasas y otras partes destinadas a ser quemadas en el altar por los sacerdotes. El israelita cargaba entonces a su víctima sobre sus hombros y la llevaba a la casa, donde la asaban y la comían.
Al llegar la noche, se cenaba en las casas particulares con diez participantes por lo menos, a veces los miembros de una familia natural, y otras veces miembros de una fraternidad (ese fue el caso de Jesús y sus discípulos). Los comensales ya no tenían ni el atuendo ni la prisa de los viajeros. Comían tendidos sobre divanes y acodados en almohadones como en los banquetes griegos o romanos, a la manera de los reyes y con la desenvoltura propia de los hombres libres. Las reuniones podían durar, como ellos lo deseaban, hasta una hora avanzada de la noche. Saboreaban los diversos platos y las cuatro copas de vino mezclado con agua que iniciaban, acompañaban y concluían la comida, acompañados de cantos, plegarias y salmos del Hallel.
Después de la bendición de la primera copa, servían ácimos y legumbres. Luego llegaba el cordero y se servía la segunda copa, que inauguraba la celebración pascual propiamente dicha. En respuesta a las preguntas del comensal más joven, el que presidía la mesa explicaba la razón de ese rito que conmemora la liberación de Israel, “lo que el Señor hizo por mí en mi salida de Egipto”. Contaba la historia libremente y según su inspiración, pero sin olvidar mencionar el pésaj (la víctima pascual), “porque Dios pasó de largo sobre las casas de nuestros padres en Egipto”, la matzá (pan ácimo), “porque nuestros padres fueron liberados en Egipto”, y maror (hierbas amargas), “porque los egipcios amargaron la vida de nuestros padres en su país”. Se bebía la segunda copa y se comía el cordero con los ácimos y las hierbas amargas mojadas en una salsa (jaroset). Después de la cena se servía la tercera copa y se daba las gracias. La cuarta copa cerraba la celebración y se terminaba el Hallel, uno de cuyos últimos versos, “Bendito sea el que viene en el nombre del Señor” (Salmo 118, 26) alimenta las esperanzas mesiánicas.
La Pascua judía y la Cena
La última comida de Jesús antes de su muerte, lo que los cristianos llamamos la Última Cena, tiene un carácter central en los Evangelios por el lugar que ocupa en la narración y la lectura que los cristianos hicieron desde muy temprano en su historia, probablemente desde los años 50. La Cena llevó a la institución de un rito de memoria, que nosotros llamamos Eucaristía y fue cada vez más importante hasta convertirse en el corazón de la celebración cotidiana.
Esa cena festiva, situada en el tiempo de la Pascua, también se desarrolló bajo el signo de la amenaza. En efecto, las autoridades de Jerusalén aguardaban la llegada de Jesús a Jerusalén para aprehenderlo y matarlo. Uno de los discípulos, Judas Iscariote, se encargaría de hacerlo caer en manos de las autoridades. Jesús era consciente de esa conspiración. Esto nos lleva a reconocer que, antes de ser la comida de la institución de la Eucaristía, la Última Cena es el relato de una traición. Los Evangelios nos recuerdan también que esa comida formaba parte de un misterioso plan. Esa predeterminación de los acontecimientos también se expresó en el gesto que Jesús realizó durante la comida: transformó la bendición tradicional sobre el pan y el vino asimilando el pan a su cuerpo y el vino a su sangre. El profesor Régis Burnet, de la Universidad Católica de Lovaina, señala que los cuatro evangelistas y Pablo “están de acuerdo en el significado que se le debe dar a esa comida: los discípulos deberán reproducirla después de la muerte de su maestro como un ejemplo o como un memorial: haced esto en memoria mía”.[3] Recordemos que este episodio relatado en el Nuevo Testamento responde a todos los criterios de autenticidad de los historiadores.
¿La Cena tuvo lugar en el transcurso de una comida pascual?
La cuestión de la fecha de la Cena es importante para ayudarnos a comprender la naturaleza misma de esa comida. Aunque los Sinópticos y Juan coinciden en fijar la muerte de Jesús el viernes (Mateo 27, 62; Lucas 23, 54; Juan 19, 31), no parecen estar de acuerdo en el carácter de la última cena de Jesús: ¿tuvo lugar durante una comida pascual o no? En los Sinópticos, se presenta la Cena como una comida pascual, mientras que en Juan, la Cena tuvo lugar antes de la Pascua.
En Marcos 14, 12-16 (y paralelos), Jesús les ordena a sus discípulos que hagan los preparativos para la Pascua, “y prepararon la Pascua” (Marcos 14, 17 y par.). En Lucas 22, 15, después de sentarse a la mesa “al llegar la hora”, Jesús abre el banquete con estas palabras: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer”.
En Juan, Jesús celebra la Cena “antes de la fiesta de la Pascua” (Juan 13,1). Los judíos no entran al pretorio para poder comer la Pascua esa misma noche (18, 28). Otros pasajes nos hacen entrever otra posibilidad: que los judíos comían la Pascua en la noche del día de la crucifixión de Jesús (13, 29; 19, 14).
Al principio de los años sesenta, la biblista Annie Jaubert propuso analizar si la Cena había tenido lugar en la noche del martes (comienzo del miércoles), que era la Pascua según el calendario sacerdotal antiguo que figura en los manuscritos descubiertos en Cumrán.
Frente a estas posiciones ampliamente discutidas, Régis Burnet propone una explicación simple que nos parece esclarecedora para relacionar ambas fiestas: la de la gran polisemia del término “Pascua”. En efecto, este término designa al mismo tiempo cuatro cosas: “la semana pascual del 15-21 Nisán, el sacrificio ‘por la paz’ que se hacía en ese período, la cena pascual propiamente dicha del 15 Nisán y el cordero mismo”[4]. La última cena de Jesús situada así en un “contexto pascual” nos permite entrar en los significados que los evangelistas pretendían darle a ese episodio sobre la base de las Escrituras de Israel. Esta posición permite destacar dos elementos fundamentales de la reinterpretación cristiana de la Pascua judía.
Una nueva Pascua
En el Primer Testamento, la fiesta de Pascua tiene un valor muy particular. Se basa en el texto del Éxodo que relata el paso del ángel exterminador justo antes de la salida de Egipto y la preparación de la partida de los israelitas durante una comida. Esta fiesta aparece antes de la instauración del sacerdocio levítico y la celebran todas las familias de Israel. No consiste solamente en la ejecución de un sacrificio para la salvación sino también en el hecho de comer en familia carne de cordero. Recordemos el poder protector y liberador de la sangre del cordero, que protegía de los ataques del ángel exterminador. Señalemos un último elemento de esta fiesta: de trataba de un memorial, es decir, un gesto que se renovaría incluso después de la salida de Egipto.
Esta celebración encuentra nuevos armónicos en los libros bíblicos posteriores. Se transfirió al Templo, considerado en aquel momento como el único lugar en el que se podían ofrecer sacrificios. El decreto de Ezequías, que invita al Reino del Norte a ir a celebrar la Pascua para volver a reunir a las doce tribus (2 Crónicas 30,1-9), le confirió resonancias reales. En Ezequiel, el propio Mesías dirigiría la fiesta de Pascua (Ezequiel 45, 21-23).
Todos esos armónicos vuelven a aparecer en el texto de los Evangelios, pero organizados en una nueva interpretación. Jesús Mesías le da un sentido inédito a la Pascua al identificarse con el cordero salvador y asimilarse al pan y al vino. En primer lugar, él se asocia al cordero por el pan: “Este es mi cuerpo”. La invitación a tomar el pan y comerlo no es solo el eco del consumo de los panes ácimos, sino sobre todo del mandamiento de consumir el cordero la primera noche, acompañado por el pan ácimo y las hierbas amargas. Luego, Jesús se identifica con la sangre del cordero por el vino de la cena pascual, diciendo que es su sangre que será derramada por muchos. La copa judía de vino ritual recibe así un sentido inédito: antes simbolizaba la alegría de la liberación y ahora evoca la sangre del cordero derramada por la liberación y la salvación del pueblo.
Cuando los evangelistas asocian la última cena con la fiesta de Pascua, vinculan la muerte de Jesús con el gran relato de la salida de Egipto, la salvación del pueblo. Y la invitación a hacerlo “en memoria mía”, agrega un nuevo memorial vinculado a Jesús al memorial antiguo del Éxodo. El mandato de “hacer esto” es una fórmula del Primer Testamento para prescribir un nuevo rito. Como concluye Burnet: “El Jesús del relato de la Cena instituye deliberadamente un nuevo rito de la Pascua, se da a sí mismo en cuerpo y sangre, como un nuevo modo de celebrar la fiesta de la liberación de Israel: su cuerpo y su sangre reemplazan al cordero pascual”.[5]
La nueva alianza de un nuevo Moisés
Esta reinterpretación de la fiesta judía de la Pascua por Jesús permite una segunda reconfiguración de la historia de Israel, que se encuentra en las palabras pronunciadas en la Cena. La copa de vino comprendida como sangre de Cristo es la de la Alianza, “sangre de la Alianza” en Marcos y Mateo, “sangre de la nueva Alianza” en Lucas y en la primera carta de Pablo a los corintios.
La expresión “sangre de la Alianza” de Marcos y Mateo remite directamente al establecimiento de la Alianza en el Sinaí que se preparó desde la salida de Egipto. Se encuentran en el Primer Testamento y el judaísmo de la época de Jesús las ideas recurrentes de una renovación de la Alianza y la venida de un nuevo Moisés. Los profetas alrededor del Exilio llaman a la nueva Alianza con todas sus fuerzas (Jeremías 31, 31-34; Baruc 2, 34-35; Ezequiel 16, 59-63; Zacarías 9,11-13). La espera de un profeta como Moisés se expresa ya en el Deuteronomio: “Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande” (Deuteronomio 18,18).
La renovación de la Alianza aparece a través de muchos indicios en el relato: evidentemente, la señal de la sangre derramada sobre el altar y sobre el pueblo para realizar la Alianza con Dios; el contexto del sacrificio (sacrificio de paz) a semejanza del sacrificio pascual; la presencia en la cena de los Doce que recuerdan a las doce tribus; el contexto del banquete que remite a la reunión de Moisés y los ancianos de Israel al final de la ceremonia de conclusión de la primera Alianza: “Vieron a Dios, comieron y bebieron” (Éxodo 24,10-11).
Burnet considera que esta última frase es una de las claves del sentido final de la acción de Jesús: “Al renovar la Alianza con el sacrificio de su sangre y al sellarla con un banquete, les hace nada menos que la promesa de ver a Dios”.[6] La Cena repite el banquete mosaico en la cima del Sinaí. Es también la promesa del banquete escatológico en el que todos podrán ver el rostro de Dios frente a frente.
Esta renovación del banquete del Sinaí explica nuevamente la presencia del pan. Después del relato de la Alianza, Dios le prescribe a Moisés construir objetos de culto, entre ellos, una mesa recubierta de oro para colocar las copas de libación y “panes del rostro”. Esta manera de nombrarlos se explica por el hecho de que se los colocaba frente al arca sobre la que estaba la gloria divina y también porque conmemoraban el banquete en la montaña. El significado de esos panes reaparece en el Levítico: “Se colocará en orden cada sábado, en presencia continua de YHWH, de parte de los israelitas, como Alianza perpetua (…). Decreto perpetuo” (Levítico 24, 8-9). El propio Jesús había mencionado esos panes comidos por David, el fundador del linaje mesiánico. Esos panes remiten a la continuación de la Alianza entre Dios y los hijos de Israel: Alianza perpetua. Jesús renueva entonces los signos cultuales en los que los “panes del rostro de Dios” (presencia de Dios entre su pueblo y perpetuidad de la Alianza) se convierten en el cuerpo de Jesús, remitiendo ahora a la presencia de Cristo en medio de su Iglesia, en memoria de la última cena que compartió con los suyos.
Acabamos de ver el significado de la expresión “sangre de la Alianza” de Marcos y de Mateo. En Lucas y Pablo, la copa es descripta como la “nueva Alianza en mi sangre” y remite a los profetas de la nueva Alianza (Jeremías 31,31). En efecto, el libro de Jeremías, durante el Exilio, profundiza la Alianza siempre renovada y sin embargo, siempre traicionada. El corazón del hombre es demasiado duro. La única esperanza reside en una nueva Alianza en la que Dios cambiará completamente el corazón del hombre. Ezequiel retoma este tema haciéndole decir a Dios: “Les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un espíritu nuevo… infundiré en ustedes mi espíritu” (Ezequiel 36, 26). Los relatos de Lucas y Pablo constituyen un eco de esta novedad absoluta. La copa de la nueva Alianza se abre sobre una nueva creación y una humanidad recreada por Dios.
Como lo muestra esta exploración, la Pascua judía y la fiesta cristiana de Pascua tienen muchos elementos en común. Pero se sitúan en dos perspectivas diferentes y son interpretadas en función de dos Alianzas: la de Dios con Israel, llevada a cabo en el Sinaí por intermedio de Moisés tras la liberación de la esclavitud de Egipto, y la “nueva Alianza” inaugurada, según la fe cristiana, con el paso de Jesús de la muerte a la vida.