La cristología después del Holocausto

Es posible que algunos miembros de la comunidad cristiana encuentren un poco extraño el título de mi nota. ¿Qué relación puede haber entre la cristología y el Holocausto?

La cristología después del Holocausto

Es posible que algunos miembros de la comunidad cristiana encuentren un poco extraño el título de mi nota. ¿Qué relación puede haber entre la cristología y el Holocausto? Mi respuesta es, en primera instancia, la de Johannes Metz, quien ha insistido, muy acertadamente a mi entender, en que el Holocausto afecta a todas las percepciones teológicas, no solamente a la teología de las relaciones entre judíos y cristianos. Metz propone tres tesis que serían indispensables para la reflexión cristiana en la era del post-Holocausto: 1) “La teología cristiana después de Auschwitz debe... ser guiada por la comprensión de que los cristianos sólo pueden establecer y entender adecuadamente su identidad confrontándose con los judíos”, y 2) “A causa de Auschwitz, la afirmación ‘los cristianos sólo pueden establecer y entender adecuadamente su identidad confrontándose con los judíos’ ha sido intensificada del siguiente modo: ‘Los cristianos sólo pueden proteger su identidad confrontándose (y en conjunto) con la historia de las creencias de los judíos’”, y 3) La teología cristiana después de Auschwitz debe dar un nuevo énfasis al aspecto judío de las creencias cristianas, y debe sobrepasar la presentación obligada de la herencia judía dentro del cristianismo.”

Hacer teología “confrontándose con los judíos” después del Holocausto, como sugiere Metz, significa entender cómo se identifican los judíos a sí mismos en la actualidad. Es indudable que para muchos, si no la mayoría de ellos, el Holocausto sirve hoy como punto central de identidad, aunque existan algunas divergencias sobre sus implicancias teológicas últimas. Por lo tanto, una cristología desarrollada a la luz de las tesis de Metz no puede ignorar al Holocausto como una realidad fundamental.

¿Qué respuesta cristológica apropiada podría darse, pues, al desafío del Holocausto? Yo empezaría en forma negativa, en cierto sentido. La primera implicancia es que el Holocausto ha vuelto inmoral que los cristianos mantengan cualquier clase de cristología excesivamente triunfalista, o que den al acontecimiento de Cristo el significado de una sustitución del Pueblo judío en una relación permanente de Alianza con Dios. Esta clase de “cristología de sustitución”, profundamente arraigada en la tradición patrística, y predominante en la conciencia cristológica de la Iglesia hasta el Vaticano II, ya no puede considerarse una cristología auténtica, ni en la teología académica ni como marco de la liturgia cristiana.

Otro punto crítico de una cristología post-Holocausto seguramente implica recuperar las raíces judías de Jesús. La “arianización” de Jesús que tuvo lugar en los textos de algunos biblistas alemanes durante el período nazi, unida a la teología general de la sustitución de los judíos por la Iglesia en la Alianza -teología cristiana ampliamente extendida a partir de la época patrística- claramente contribuyó a la complicidad cristiana con los nazis.

Pero una cristología post-Holocausto exclusivamente concentrada en superar la clásica teología cristiana de la sustitución con respecto a los judíos y el judaísmo, aun siendo importante, es en última instancia insuficiente. Porque el Holocausto no fue meramente el último y más pavoroso capítulo de la larga historia del antisemitismo cristiano. Aunque estuvo estrechamente relacionado en términos de apoyo popular al ataque nazi contra los judíos con esa tradición, que además definitivamente inspiró a gran parte de la legislación nazi que afectó a la comunidad judía, el Holocausto fue el resultado de una constelación de ideologías modernas que iban mucho más allá del antisemitismo cristiano clásico.

En su análisis final, el Holocausto marcó una respuesta, por cierto altamente destructiva, a un nuevo nivel de autoconocimiento humano. Los nazis percibieron que estaban ocurriendo cambios fundamentales en la conciencia humana. El impacto de la nueva ciencia y la tecnología, con su subyacente presunción de libertad, había empezado a proveer a la comunidad humana, a escala masiva, una experiencia de tipo prometeico que permitía escapar de las ataduras morales anteriores. La tendencia de la teología cristiana a acentuar la omnipotencia de Dios, intensificó la impotencia de la persona humana y el casi intrascendente papel desempeñado por la comunidad humana en la preservación de la tierra. Los nazis rechazaban totalmente esta relación previa. De hecho, intentaron subvertirla completamente.

Así, el Holocausto inauguró una nueva era en la posibilidad humana, sobre la que pendía el espectro de una destrucción sin precedentes o de una esperanza sin par. Con el ascenso del nazismo, el exterminio masivo de la vida humana en una forma exenta de culpa se volvió concebible y tecnológicamente factible. Así se abría la puerta hacia una era en que la tortura impasible y el asesinato de millones podía llegar a ser no meramente la acción de un déspota demente, no sólo un afán de seguridad nacional, no solamente un estallido irracional de temor xenófobo, sino un calculado intento de reconfigurar la historia, apoyado por argumentaciones intelectuales de las mejores y más brillantes mentes de una sociedad.

Lo que emerge del estudio del Holocausto como una realidad central, es el intento nazi de crear la “superpersona”, de desarrollar una humanidad realmente liberada, exclusivamente integrada por un grupo selecto: la raza aria. Esa nueva humanidad estaría eximida de las restricciones morales previamente impuestas por las creencias religiosas y podría ejercer un poder virtualmente ilimitado en la configuración del mundo y sus habitantes.

En la prosecución de su objetivo, los nazis se convencieron de que todas las “heces de la humanidad” debían ser eliminadas, o por lo menos debía reducirse significativamente su influencia en la cultura y el desarrollo humano. Los judíos entraban en esa categoría de “heces” en primerísimo lugar. Fueron clasificados como “alimañas”. Los nazis no podían imaginar ni el más insignificante papel de utilidad para los judíos en la nueva sociedad que planeaban crear. Además de eso, había un mandato “sagrado” de perseguir a los judíos, que no existía para otros grupos de víctimas. Aunque podría hacerse algún paralelo con la comunidad gitana, sigue habiendo una formidable diferencia entre ambos grupos en ese aspecto.

Claro que al subrayar la naturaleza especial del ataque contra los judíos, no debemos perder de vista a las demás víctimas de los nazis. Nuevas investigaciones comienzan a sugerir una mayor semejanza entre las víctimas judías y las de otros grupos, sobre todo los polacos, los gitanos, los discapacitados y, hasta cierto punto, los homosexuales. Últimamente surgieron evidencias de que algunos líderes nazis como Hitler, Himmler y el general Hans Frank, consideraban la idea del exterminio total -no sólo el sojuzgamiento- de los polacos en algún momento futuro. Pero el exterminio masivo de los judíos fue una realidad, y no deberíamos desdibujar la diferencia entre hecho y posibilidad. No obstante, el exterminio o el sojuzgamiento de otros grupos de víctimas bajo la consigna de una purificación final de la humanidad tiene un importante significado teológico. Lamentablemente, las víctimas no-judías generalmente se omiten en la mayor parte de las reflexiones teológicas de los investigadores cristianos o judíos sobre el Holocausto.

El fallecido Uriel Tal captó perfectamente el desafío teológico fundamental que presenta el Holocausto. Según su interpretación, la llamada Solución Final tenía como objetivo último la transformación total de los valores humanos. Su propósito manifiesto era liberar a la humanidad de todos los códigos e ideales morales previos. Cuando el proceso de liberación estuviera completo, la humanidad podría ser rescatada de una vez por todas de la prisión de un concepto de Dios y sus nociones correlativas de responsabilidad moral, redención, pecado y revelación. La ideología nazi intentó convertir las ideas teológicas en conceptos exclusivamente antropológicos y políticos.

Las investigaciones de Tal lo llevaron a la conclusión de que esa nueva conciencia nazi fue surgiendo gradualmente en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Estaba indudablemente relacionada con el proceso general de secularización social que había estado transformando a Alemania desde la última parte del siglo XIX. Sus padres filosóficos incluían a los deístas, los enciclopedistas franceses, Feuerbach, los jóvenes hegelianos y los pensadores de la evolución, junto con los científicos que, a través de sus nuevos descubrimientos, creaban la impresión de que una triunfante civilización material se hallaba a punto de nacer en Europa occidental.

Michael Ryan, que mira al nazismo a través de una lente más explícitamente teológica que la de Tal, llega a conclusiones bastante similares. Partiendo del análisis de Mein Kampf, Ryan insiste en que el carácter más sorprendente de la “historia de la salvación” que se encuentra en el pensamiento de Hitler, es su voluntad de confinar a la humanidad de una manera absoluta a una existencia sujeta al tiempo. En la perspectiva hitleriana, la humanidad debe resignarse a las condiciones de finitud. Pero esta resignación es acompañada por la afirmación de un poder ilimitado dentro de esas condiciones. El resultado final de todo eso fue la autodivinización de Hitler, que se proclamó como nuevo “Salvador” de la nación alemana. Esta mentalidad hitleriana es lo que nos permite, a juicio de Ryan, considerar a Mein Kampf un tratado “teológico”.

A la luz de las dimensiones teológicas del Holocausto, incluyendo sus aspectos pseudomesiánicos, revelados por estudiosos como Tal y Ryan, la respuesta a nuestra pregunta original: “¿Por qué el Holocausto en una discusión sobre cristología?” debería ser evidente ahora. Si la cristología incluye el mesianismo, si la cristología incluye una comprensión del encuentro divino-humano y sus implicancias para la responsabilidad humana, como en efecto sucede, entonces el desafío que presenta el Holocausto en esas áreas no puede ser ignorado.

¿Qué respuesta cristológica apropiada podría darse, pues, al desafío del Holocausto? A esta altura, yo diría que hay por lo menos dos respuestas a considerar: 1) una cristología de la vulnerabilidad divina, y 2) una cristología de testimonio. Debemos destacar que estas dos aproximaciones -que tienen muchos matices particulares- no se excluyen mutuamente, ni agotan las opciones cristológicamente válidas después del Holocausto. Como explicaré luego, mi convicción cada vez mayor es que se requieren ambas respuestas.

Algunos esfuerzos iniciales en la reflexión sobre las implicancias del Holocausto para la cristología, llevaron a algunos teólogos a destacar la relación entre el sufrimiento de Jesús en el Calvario y el sufrimiento que soportó el pueblo judío a través de los siglos, especialmente bajo el nazismo. Franklin Sherman, por ejemplo, ve en la cruz de Cristo “el símbolo del Dios agonizante”. Este punto de vista teológico, expresado ya en la tradición profética (especialmente por Jeremías) y reafirmado en la investigación judía por Abraham Heschel, debería hacer que los cristianos fueran los primeros en identificarse con los sufrimientos del pueblo judío, especialmente durante el Holocausto. Porque la cruz señala dos realidades muy judías -el sufrimiento y el martirio-, y debería servir como fuente de una nueva unidad entre cristianos y judíos.

El investigador católico israelí Marcel Dubois interpreta el significado de la cristología confrontada con el Holocausto de una manera similar al pensamiento de Sherman. Dubois es vivamente consciente de la dificultad que encuentran los cristianos para ubicar la realidad del Holocausto en el contexto de una teología de la cruz. Pero también reconoce que esta relación puede parecer una obscenidad para muchos judíos cuyos sufrimientos durante el Holocausto ayudó a perpetrar la Iglesia.

Dubois también recoge la idea de Sherman de la unidad judeo-cristiana a la luz del Holocausto. Desde una perspectiva de fe, dice Dubois, el cristiano puede afirmar efectivamente que Jesús asume el papel de Israel en su destino de Siervo Doliente y que Israel, en su experiencia de soledad y tribulación, responde y representa, sin saberlo, el misterio de la Pasión y la cruz.

Otro estudioso prominente involucrado en el diálogo entre cristianos y judíos, Clemens Thoma, también abordó brevemente la cuestión de la cristología y el Holocausto, siguiendo un camino parecido al de Sherman y Dubois. Según su punto de vista, el Holocausto está basado en una ideología antisemita, que también fue en su raíz anticristiana. En consecuencia, la responsabilidad cristiana por el Holocausto no puede ser imputada indiscriminadamente, aunque Thoma no duda en admitir que el desprecio cristiano hacia los judíos facilitó mucho el éxito de la “Solución Final”.

Esta idea de un nexo entre el sufrimiento de judíos y cristianos a través de la cruz, también es expuesta por Douglas John Hall. Sus reflexiones sobre el período nazi lo convencieron de que sólo una teología de la cruz puede expresar el sentido cabal de la Encarnación en nuestros días. Sólo esta manera de enfocar la cristología, poniendo el acento en la solidaridad de Dios con la humanidad que sufre, establece el auténtico vínculo divino-humano manifestado en la Palabra que se hace carne. Esta dirección cristológica redunda en una soteriología de solidaridad, que hace de la cruz de Jesús el punto de unión fraternal con el pueblo judío, como con todos los que buscan liberación y paz.

El intento más sustancial se encuentra en los escritos de Jürgen Moltmann, cuyas reflexiones sobre esta cuestión se iniciaron después de una visita al campo de concentración de Maidanek, cerca de Lublin, Polonia. Cuando empezó a profundizar las implicancias de su visita al campo, halló fuerzas en las palabras finales del libro La noche, de Elie Wiesel: “¿Dónde está Dios?... Está ahí, colgado en la horca...” A partir de allí, Moltmann interpreta el Holocausto como la revelación más dramática del significado básico del acontecimiento de Cristo: Dios puede salvar a la gente, incluyendo a Israel, porque a través de la cruz participó de su verdadero sufrimiento.

Para Moltmann, lo que surge de la experiencia del Holocausto es una “teología de la vulnerabilidad divina”, cuyas raíces se encuentran en el concepto del “pathos divino” de Abraham Heschel. También sostiene que la idea del sufrimiento de Dios como la actividad redentora divina básica está en consonancia con la teología rabínica del primer siglo. Moltmann añade que en la teología rabínica se afirma que ese sufrimiento por parte de Dios es experimentado en el centro mismo del ser divino. Dios no sólo está presente donde la gente sufre: ese sufrimiento afecta directamente a Dios.

Estos esfuerzos teológicos cristianos por vincular el sufrimiento de Jesús en la cruz con el de los judíos durante el Holocausto encontraron reacciones críticas en algunos sectores. Yo mismo tengo algunas dudas sobre si esa relación es apropiada como respuesta cristológica al Holocausto. En primer lugar, tiende a ignorar la complicidad cristiana en los sufrimientos de los judíos durante el Holocausto. Desde una perspectiva más teológica, la cruz siempre fue descripta como un acto voluntario de parte de Dios y de Cristo; la cruz puede ser entendida de una manera redentora cuando se la ve como culminación y consecuencia del ministerio activo de Jesús. El Holocausto no fue voluntario ni redentor en modo alguno.

Roy Eckardt fue uno de los críticos más severos de la cristología de Moltmann a la luz del Holocausto. Para él, de ninguna manera se puede decir honestamente que millones de judíos fueron librados de la muerte o de cualquier otro sufrimiento a través de la Crucifixión. Roza la blasfemia hacer semejante afirmación a la luz de la complicidad cristiana con el nazismo. Para Eckardt, Moltmann simplemente reclama demasiado de los sufrimientos de Cristo. También le preocupa a Eckardt que una cristología de “vulnerabilidad divina” lleve a acentuar exageradamente la debilidad y la protección divina, cuando los teólogos judíos del post-Holocausto han insistido en la necesidad de un uso prudente del poder humano después del Holocausto.

Otras críticas provienen de estudiosos como Francis Fiorenza (que propone poner un acento análogo en la resurrección de Jesús) y del investigador judío Eugene Borowitz. La teología de Moltmann de la vulnerabilidad divina parece encontrar también cierta oposición por parte de algunos teólogos de la liberación, aunque Douglas Hall, que simpatiza con ese punto de vista, también tiene una opinión positiva sobre la teología de la cruz de Moltmann.

Cualquier cristología adecuada después del Holocausto debe estar directamente relacionada con discusiones más sustanciales sobre Dios a la luz de esa experiencia. Para mí, el Holocausto ha destruido conceptos simplistas de un Dios todopoderoso, que “manda”. Pero al mismo tiempo desnuda nuestra desesperada necesidad de un Dios que “convence”: convence porque hemos experimentado, a través de encuentros simbólicos con ese Dios, que nos sana, nos fortalece, nos afirma, y eso hace desaparecer toda necesidad de apuntalar nuestra humanidad por medio de un uso destructivo, incluso mortífero, del poder humano. Es un Dios que nos atrae fuertemente hacia él, más que un Dios que se impone a nosotros.

En mi opinión, el temor y el paternalismo que se asociaban en el pasado con la afirmación de la relación divino-humana, fueron por lo menos parcialmente responsables del intento de los nazis por llevar a cabo lo que Tal describe como una alteración absoluta del significado humano. La cristología de la encarnación puede ayudar a la persona humana a entender que él o ella participan de la verdadera vida y existencia de Dios. La persona humana siempre es criatura; el abismo entre la humanidad en la gente y la humanidad en la Divinidad sigue siendo enorme. Pero también está claro que existe un vínculo directo: ambas humanidades pueden tocarse. La lucha humana por afirmar la propia identidad frente al Dios Creador, fuente del mal uso del poder humano en el pasado, llegó a su fin en principio, aunque su plena realización todavía permanece como posibilidad. En este sentido, podemos verdaderamente afirmar que Cristo sigue trayendo salvación a la humanidad en su sentido primordial: totalidad.

Con una correcta comprensión del significado del acontecimiento de Cristo, los hombres y las mujeres pueden ser sanados y vencer finalmente al pecado original -el deseo de suplantar al Creador en poder y rango- que está presente en el núcleo del Holocausto. Esta percepción humana es impugnada por el sentido de la limitación autoimpuesta de Dios, la vulnerabilidad de Dios, que se manifiesta en la cruz. Aquí es donde la teología de Moltmann puede hacer una contribución significativa. El concepto de “vulnerabilidad divina” puede transformarse en un poderoso símbolo cristológico para recordarnos que no es necesario ejercer poder, control y dominación para ser “divino”. También muestra que Dios simplemente no desea volver a absorber totalmente a la humanidad en el ser divino, sino más bien afirmar su eterna singularidad. Éste es el mensaje último de la resurrección, y no la interpretación triunfalista que Eckardt y otros criticaron, con razón, a la luz del Holocausto.

Pero me gustaría recalcar que para que el concepto de “vulnerabilidad divina” sea útil en este aspecto, debe ser ante todo disociado de los sufrimientos de los judíos, así como también de los sufrimientos de las demás víctimas de los nazis. Desde una perspectiva teológica, el sufrimiento de Jesús debe considerarse voluntario y redentor. No se puede decir lo mismo, en buena conciencia, de los sufrimientos por los que pasaron las víctimas del nazismo. Y en el ámbito humano, es difícil comparar la profundidad de los sufrimientos de los polacos, los discapacitados, los homosexuales, y otros, con el de Jesús, por dolorosos que, indudablemente, hayan sido los sufrimientos de éste. Lo que digo es que el Holocausto representa al mismo tiempo la expresión suprema de la libertad humana y del mal: ambos están íntimamente ligados. El poder del mal sólo disminuirá cuando la humanidad desarrolle, junto con un profundo sentido de la dignidad que goza por sus vínculos directos con Dios, un correspondiente sentido de humildad causado por el desgarrador encuentro con la devastación que es capaz de producir cuando queda librada a su propio juicio. Este sentido de profunda humildad, que despierta la experiencia del poder sanador de quien finalmente es el Creador del poder humano, es crucial.

Aunque la relación entre la conciencia humana del post-Holocausto y la cristología es central para la cuestión tratada, reconozco que no agota el tema. Aquí es donde vienen al caso las reflexiones iniciadas por diversos investigadores cristianos

David Tracy y Elisabeth Schüssler Fiorenza sostienen que si bien algunos teólogos cristianos del período moderno empezaron a enfrentarse con la conciencia histórica, sus enfoques siguen siendo inadecuados. Insisten en que la teología cristiana no puede reingresar plenamente en la historia hasta que no responda al desafío del Holocausto.

Johannes Metz y James Moore se encuentran entre los teólogos cristianos que tomaron muy en serio el desafío de Tracy-Schüssler Fiorenza. Metz ha subrayado que la esencia misma de una cristología post-Holocausto debe basarse en un compromiso activo a favor de los que sufren, un “discipulado” (tomando la expresión utilizada por Dietrich Bonhoeffer). Por su parte, Moore propone un camino cristológico parecido al que presenta Metz. Destaca la importancia de la cristología narrativa a la luz del Holocausto. Para él, el tema central determinante para una auténtica cristología del testimonio debe ser la resistencia, dentro de una teología general del discipulado. Aquellos que rescataron a víctimas del nazismo constituyen un excelente ejemplo de verdadera fe en el mensaje de Cristo.

Elisabeth Schüssler Fiorenza y Rebecca Chopp, que se han dedicado a los aspectos liberadores de la teología, ofrecen reflexiones generales sobre la fe post-Holocausto con implicancias para las afirmaciones cristológicas. Schüssler Fiorenza insiste en que no podemos hablar del sufrimiento de las víctimas del Holocausto como si fuera meramente una “metáfora teológica” de todo el sufrimiento humano. Más bien debemos nombrar ese sufrimiento en su particularidad política.

Para Schüssler Fiorenza, el nazismo representó un ejemplo extremo de la forma capitalista occidental del patriarcado, con origen en la filosofía aristotélica y posterior mediación a través de la teología cristiana. Superar el antijudaísmo bíblico y teológico, tan estrechamente identificado con las afirmaciones cristológicas clásicas, es, pues, según Schüssler Fiorenza, el primer paso del complicado y bastante penoso proceso para limpiar a la sociedad occidental de sus bases patriarcales.

Rebecca Chopp pone un acento especial en la profunda conexión que percibe entre la literatura del Holocausto y la teología de la liberación, una relación que califica como única entre los textos religiosos de Occidente. Ambas perspectivas crean, a su juicio, la necesidad de una reformulación fundamental de la teología cristiana. El cristianismo está ahora forzado a enfrentarse no sólo con el sufrimiento individual, sino todavía más con el sufrimiento a escala masiva. Tanto la teología de la liberación como la literatura del Holocausto confrontan a la teología cristiana con la pregunta: “¿Quién es el sujeto humano que sufre la historia?”

Según yo entiendo ahora el significado del Holocausto, el énfasis de Rebecca Chopp, Johannes Metz y otros, en una teología centrada en la persona, una teología que se relacione directamente con las víctimas de la historia que transcurre, es mucho más pertinente. La teología debe convertirse en algo más que una afirmación teórica de la dignidad humana. La crítica de Frantz Fanon al humanismo filosófico abstracto en medio de la explotación colonial, en el prólogo de su famoso libro Los condenados de la tierra, se refiere a esto de un modo decisivo. La defensa de una cristología que afirme la dignidad humana que hace el papa Juan Pablo II en Redemptor Hominis, debe dar impulso a una manifestación concreta de esa convicción a través de la identificación con -y el apoyo a- las víctimas de la opresión, a través de medios personales y políticos. Esto no sólo aumentará la dignidad de la víctima, sino también la de la persona que la apoya. Donald Dietrich tiene mucha razón cuando sostiene que “el Holocausto reintensificó la necesidad de destacar a la persona como el factor principal del orden social para poder contrabalancear el poder estatal.” Porque la nueva conciencia humana basada en una comprensión de la vulnerabilidad divina garantizará que la cristología del testimonio no caiga en la trampa del servicio en nombre del poder, sino que el servicio será hecho en nombre de la genuina dignidad humana.

En Moralizing Cultures, Vytautas Kavolis sostiene que lo sagrado seguirá teniendo impacto en la cultura, pero lo hará de un modo diferente. Kovalis habla de un movimiento hacia la “humanización de la moralidad”. Ese movimiento implica un cambio fundamental, desde el predominio de principios abstractos que exigen adherencias, sean cuales fueren sus consecuencias, hacia una preocupación más directamente práctica por la reducción del sufrimiento humano y la promoción de capacidades no-destructivas dentro de la humanidad. Para que esto avance por un camino socialmente constructivo, necesitamos líderes morales tanto como -quizá más que- principios abstractos.

Aplicando la perspectiva de Kavolis a la cristología posterior al Holocausto, podemos decir que el propio ministerio de Jesús se erige como un ejemplo de esta clase de liderazgo moral. Pero así lo hace también el testimonio de los incontables mártires, tanto en el Holocausto mismo como después, al encarnar la cristología en actos de testimonio concreto a favor de los oprimidos. En este sentido, los relatos de los que rescataron víctimas durante el Holocausto pueden ser considerados ahora como un recurso cristológico central. La “purificación” personal, e incluso comunitaria, de la conciencia humana, de las tentaciones hacia el uso destructivo del creciente poder humano, es un primer paso necesario para la humanización de la moral. Pero el proceso no puede detenerse ahí. Si la reflexión sobre el Holocausto solamente nos deja con una cristología de la “vulnerabilidad divina”, habremos fallado en nuestra responsabilidad básica como cristianos del post-Holocausto.

Editorial remarks

Esta nota fue publicada en Theology Digest (Saint Louis University), Vol. 47, Nº 1, primavera de 2000.


Traducción del inglés: Silvia Kot