Judíos y cristianos: ¿qué deben esperar de su encuentro?

Algún observador entusiasta podría considerar quizá que ya se han resuelto casi todos los problemas entre el pueblo judío y la Iglesia Católica, tras los gestos espectaculares realizados por ambas partes, especialmente por el papa Juan Pablo II y los representantes del Estado de Israel.

 

Judíos y cristianos:

¿qué deben esperar de su encuentro?

Jean-Marie Lustiger

Algún observador entusiasta podría considerar quizá que ya se han resuelto casi todos los problemas entre el pueblo judío y la Iglesia Católica, tras los gestos espectaculares realizados por ambas partes, especialmente por el papa Juan Pablo II y los representantes del Estado de Israel.

Pero en realidad, esos hechos no son más que el comienzo del trabajo de discernimiento. La necesidad de llevar a cabo esta tarea aparece en forma cada vez más imperativa para toda persona que reflexione sobre esta cuestión que es vital, tanto para los católicos con respecto al judaísmo, como para los judíos con respecto a los cristianos.

I

Ante todo, todavía necesitan conocerse mejor. Estoy convencido de que su conocimiento mutuo será más fructífero de lo que se supone.

Pero por el momento debemos decir que esa tarea permanece incumplida por parte de los cristianos y de los judíos.

A) ¿Como se representa comúnmente al pueblo judío o a los judíos el cristiano creyente y practicante?

1. Su principal -y decisiva- fuente de información es la Biblia, La identidad dinámica del pueblo judío, cuya historia sagrada surge del texto bíblico, estructura en forma práctica la civilización occidental. El universo de la Biblia, que el pueblo judío considera con razón su propio patrimonio, fue también la matriz de las perspectivas de la historia y la sociedad que se encuentran en todas las culturas de inspiración cristiana.

El Nuevo Testamento fue escrito por judíos, y es imposible entenderlo sin un conocimiento suficiente de la vida y la esperanza judías de aquellos días, tanto en la Tierra Santa como en la Diáspora. Es bien sabido que esos textos fueron interpretados a menudo en la Iglesia de modos contradictorios e hirientes. Y no es necesario recordar aquí en detalle todo lo que hicieron los últimos papas, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, para erradicar el cargo de “deicidio” y la enseñanza del desprecio.

Es evidente que en la actualidad las mentalidades cristianas se están adaptando a una lectura más correcta del Nuevo Testamento, y así redescubren que lo que predicaba Jesús está enraizado en la cultura judía del primer siglo y en la tradición bíblica. Esto queda demostrado también en la gran cantidad de obras sobre este tema escritas en los últimos tiempos por autores judíos.

Cuando los cristianos leen la Biblia con respeto, consideración y amor, se forman una imagen altamente religiosa de los judíos y de Israel. El conflicto entre las interpretaciones judía y cristiana de la Escritura puede ser muy duro. Llegó a provocar persecuciones fratricidas, a menudo sangrientas. Pero hoy la confrontación no puede ignorar que el otro es el hermano más cercano. Las actitudes cristianas han sido purificadas mediante gestos de arrepentimiento, pedidos de perdón, y plegarias en el Muro de los Lamentos. El papa Juan Pablo II identificó claramente a sus “hermanos mayores”.

De modo que no sería exagerado decir que para un cristiano devoto, todo judío es un recordatorio de la palabra profética, un portador del carácter sagrado de la historia de la salvación.

2. En segundo lugar, cuando aborda la religión judía, el cristiano suele concebirla a imagen de sus propias instituciones eclesiales. Eso es especialmente cierto en Francia, donde la emancipación napoleónica (luego extendida al resto del Viejo Continente) estructuró al judaísmo según el modelo del catolicismo, “la religión de la mayoría de los franceses”. Como resultado de ello, los rabinos eran equiparados con los sacerdotes y las sinagogas con las iglesias: se los ponía en el mismo nivel.

Esa equiparación de las prácticas y los ritos respectivos ha proyectado sobre el judaísmo la imagen que los católicos tienen de sí mismos. ¡Es por eso que incluso un católico instruido suele sorprenderse cuando descubre que los cohanim y los leviim no eran forzosamente rabinos, ni vice versa!

3. En tercer lugar, en su evolución histórica, las mentalidades católicas establecieron una diferencia entre las autoridades propias de la religión y las autoridades políticas. Esta diferenciación se encuentra en la cultura judía. Sin embargo, cuando los miembros de la jerarquía católica buscan interlocutores judíos, automáticamente se dirigen a rabinos o grandes rabinos. Si no están muy bien informados, tenderán a subestimar o relegar al orden estrictamente político a las otras formas institucionales de la vida y la identidad judías. A esto puede atribuirse también -y es comprensible- la dificultad que experimentan en captar la verdadera naturaleza del Estado de Israel o de una organización como el Congreso Judío Mundial.

4. En cuarto lugar, es fácil imaginar que lo más confuso para un cristiano es la identidad judía. ¡Se podrá decir que también para los judíos es un tema de debates y discusiones! Pero eso no impide que cada uno de nosotros sepa perfectamente de qué se trata. ¿Qué tienen en común Einstein, Cohn-Bendit, Marx, Freud, Ben Gurion, Rosenzweig, Buber, Rabin, Beguin, Bergson, Mendelssohn y muchos otros, fuera del hecho de ser judíos? Pero ¿qué es ser judío? ¿Quizás una sensación de extrañeza sin par? ¿La intuición de un vínculo sutil en el que se mezclan los recuerdos reprimidos y las consignas del antisemitismo? Esto es lo que lleva a los no-judíos a hacer las preguntas más ingenuas, a veces hirientes.

Esta característica del judío se acrecienta aún más por la situación concreta de las poblaciones judías, que experimentaron permanentes migraciones a lo largo de los siglos. Un judío difícilmente sea considerado un verdadero nativo en un país europeo. Incluso después de varias generaciones seguirá siendo un inmigrante, y por lo tanto un extranjero, más extranjero que otros, a causa de su inequívoca diferencia religiosa o de identidad.

5. Y por último, no podemos omitir la Shoah, que marca a los judíos de hoy de una manera indeleble. Para los no-judíos constituye un signo distintivo que suscita el horror de la mala conciencia y el terror de una profecía amenazante. Esto acentúa aún más el carácter sagrado, fascinante e inquietante que tiene el judío para la conciencia cristiana.

En resumen, lo que a los cristianos les cuesta entender es la identidad judía. Sin embargo, está representada en instituciones como el CRIF (Conseil Représentatif des Institutions Juives de France), el Congreso Judío Europeo o este Congreso Judío Mundial. Sean cuales fueren sus diversidades religiosas, culturales, políticas o ideológicas, y sean cuales fueren sus divergencias teóricas acerca de su propia definición, todos los judíos tienen algo en común. Más aún, esa identidad común resiste todas las críticas y toda tentación de alejamiento.

No se vincula con ninguna nacionalidad, ni cultura, ni lenguaje. Ni siquiera depende de la práctica religiosa, aunque esta última desempeñó y desempeña un papel fundamental en la tradición.

Es la conciencia de un inalterable destino común que implica cierto ideal de vida humana. Es el recuerdo (aunque se encuentre oculto) de varios milenios de una historia dominada por la dispersión y las persecuciones, y al mismo tiempo la esperanza indestructiblemente enraizada en la promesa de vida.

Es también el sentido de un deber hacia la vida y la humanidad.

Mientras el no-judío, sea o no católico, no alcance a vislumbrar siquiera esta realidad, tendrá dificultades para relacionarse con el mundo judío. En cierto modo, la dificultad para entender la identidad judía también se extiende al nacimiento y la existencia del Estado de Israel. Sabemos que su reconocimiento fue un paso decisivo en la normalización de las relaciones entre la Iglesia Católica y el mundo judío.

B) Y para subrayar las dificultades en el conocimiento mutuo, el cuadro simétrico: ¿qué son los católicos para los judíos?

1. Parecerá simplista responder con una sola palabra: goim, porque esta expresión es algo ambigua.

Para los ashkenazim, esa palabra era sinónimo de “cristiano”, ya que, por definición, la población no-judía en cuyo seno vivían, estaba constituida por cristianos. En este caso, la conciencia judía proyectaba sobre el conjunto de los no-judíos sus propias pautas de identificación.

Pero este enfoque presenta una debilidad, pues la diversidad es infinitamente mayor entre los no-judíos que dentro del judaísmo. Porque en general no existe una coherencia, salvo desde lo sectorial, sobre la base de una nacionalidad o una pertenencia religiosa, una tradición cultural o corporativa. Es un error conceptual bastante común en el mundo judío describir al resto del mundo reduciéndolo a una sola categoría.

2. En segundo lugar, del punto de vista religioso, durante muchos siglos la tradición judía optó por ignorar el hecho del cristianismo, y hasta evitaba nombrarlo. Cuando se planteaba el tema, la respuesta solía ser que los judíos no necesitan a los cristianos para autodefinirse. Para definir su esencia, es posible. Pero no sé si para describirse en su destino y su fecundidad histórica. En todo caso, esa respuesta no da cuenta de los caminos recorridos por los pueblos cuya historia ha sido moldeada por la Biblia que recibieron de los judíos.

3. En tercer lugar, por el peso de la historia, las relaciones entre los judíos y los no-judíos fueron muy complejas en Occidente, con corrientes de identificación e incluso de asimilación, pero también de rechazo, incluso de una hostilidad con efectos a menudo mortíferos. Esas relaciones siguen marcadas por el recuerdo de los judíos de su condición marginal y humillante, que los cristianos prefieren, a su vez, olvidar. Por otra parte, la libertad garantizada por la lógica de la emancipación a partir del Siglo de las Luces, tendió a borrar la especificidad judía en favor de una identidad común basada en una ciudadanía racional.

A pesar de que los judíos desempeñaron un papel importante, a menudo decisivo, en la formación de la cultura moderna, siempre subsistió su diferencia, cuyo origen es inasible. A veces fue olvidada por los mismos judíos, pero siempre estuvo presente o a punto de resurgir, aunque fuera, paradójicamente, por la amenaza de una enfermedad incurable, uno de cuyos nombres es: antisemitismo. En cuanto el antisemitismo se manifiesta, despierta en todo judío el recuerdo, o el recuerdo del recuerdo, de las persecuciones, las hogueras, la Inquisición, los ghettos, los pogroms y los campos de concentración. Esas imborrables imágenes del pasado tienen un peso tremendo en nuestros pensamientos y nuestras opciones. Pero no mayor que la determinación y la energía para garantizar permanentemente el triunfo de la vida.


Por eso es necesario seguir adelante con un paciente trabajo de conocimiento mutuo, que realmente capte en su verdad las imágenes recíprocas de judíos y católicos. Tenemos que exponer el patrimonio simbólico que nos une y nos divide. Tenemos que conocernos, afectiva y concretamente, para posibilitar un diálogo genuino capaz de superar los recelos y las susceptibilidades.

Al considerar los últimos veinte años, en los que me encontré en un puesto privilegiado para observar ambos lados, no puedo menos que admirar la dedicación y la perseverancia de dirigentes judíos y responsables de la Iglesia Católica en intentar desactivar las dudas y las críticas, exacerbadas por los golpes recibidos en el pasado, por un reflejo defensivo heredado de siglos de persecución y desprecio.

Cuando se logra la confianza mutua, es posible decir las cosas con hondura y verdad, con la estima y el respeto de seres sensibles y razonables que pertenecen a la misma familia humana. Entonces puede aparecer la verdadera naturaleza de las discrepancias en su realidad práctica y auténtica, sin la carga de los enfrentamientos del pasado ni los temores del futuro.

Insisto: el objetivo no es simplemente alcanzar el ideal del consenso o sólo una comunicación exitosa. Necesitamos tener un conocimiento real de las sensibilidades y su historia, de las convicciones, de lo que no decimos, incluso de lo que no sabemos.

Ese trabajo requiere contactos personales, sobre todo cuando en los países desarrollados la vida social no suele alentar debates abiertos y directos, y puede volver a producir constantemente nuevas fuentes de fricción.

Para nosotros, el antisemitismo sigue siendo una amenaza preocupante. La apuesta sionista proponía una solución radical al otorgarle a la condición judía de la Diáspora la identidad de una nación capaz de defenderse y hacerse respetar. Hay otra opción, que apela al derecho de las personas y a la razón común, como es el caso de la legislación francesa, que denuncia y penaliza al antisemitismo como un delito.

Esta forma de enfrentar los resurgimientos del antisemitismo tiene sus méritos pero también sus limitaciones. Porque el antisemitismo es la consecuencia, llevada al extremo, del rechazo a nuestra diferencia, la diferencia que singulariza a la condición judía, una diferencia única, puesto que se basa en la elección de Israel.

Enfrentar ese poder irracional y simbólico que puede volverse violencia destructiva, exige sabiduría y prudencia. Aquí es exactamente donde el encuentro confiante entre representantes católicos y judíos puede contribuir a contener las explosiones irracionales del odio, el resentimiento o la venganza, y -con la ayuda de Dios- establecer debates respetuosos e intercambios fructíferos.

II

El encuentro y el conocimiento mutuo no bastarán para suprimir las divergencias. Pero (y esta es la segunda parte de esta charla) el diálogo permitiría -o más bien, permitirá- sacar a la luz las convergencias, algo que la globalización de las culturas facilita hoy notablemente. El entendimiento mutuo favorecerá una nueva toma de conciencia de las perspectivas comunes en aspectos claves de la vida de las sociedades.

1. Compartimos en primer lugar, más allá de todas nuestras deficiencias, una visión ética de la conducta humana.

Naturalmente, puede encontrarse una gran diversidad entre los judíos, así como entre los cristianos. Pero el hecho es que el mensaje de la Biblia y el del Evangelio muestran una convergencia fuerte y concreta en las cuestiones éticas, como se ha podido comprobar en muchas circunstancias, incluso a través de los azares de la ideología. Dos palabras pueden resumir esta actitud ética: justicia y paz. La gran figura de René Cassin, principal redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en París en 1948, es un brillante ejemplo de esta convergencia.

En este sentido, es interesante recordar el papel desempeñado por los judíos en la génesis y la evolución del marxismo. Muchos de nosotros lo hemos apoyado por un amor apasionado hacia la justicia. Y los mismos, o sus hijos, estuvieron en la primera línea cuando se trató de enfrentar a las dictaduras o al terror, en defensa de la dignidad humana. Pagaron un alto precio por esa resistencia.

Mi punto de vista es tal vez demasiado religioso, o simplemente optimista. Pero creo que en la mayoría de los problemas que atañen a la condición humana y su incidencia en el nivel legislativo, los representantes del judaísmo y de la Iglesia Católica están casi siempre de acuerdo en cuanto a los principios y fundamentos de la vida en sociedad.

2. Otro punto de convergencia entre la experiencia constitutiva de la identidad judía y la fe cristiana, o las culturas inspiradas en ella, es cierta idea de la democracia y de la libertad.

La preservación de los derechos individuales y de la libertad política está inscripta en la tradición judía: la crítica a la realeza forma parte de la revelación bíblica, que por otra parte idealiza las figuras reales de David y Salomón.

La tradición cristiana tiene el mismo enfoque, aunque muchos imperios precisamente intentaron usar al cristianismo para sacralizar su gobierno, sucumbiendo lógicamente, al mismo tiempo, a la tentación de perseguir a los judíos. Hoy, en defensa de la libertad religiosa, le negamos al Estado toda autoridad sagrada y todo control sobre la conciencia humana, ya que ese poder sólo pertenece a Dios.

Una vez más, ¿será mi lenguaje demasiado religioso para exponer este problema político de la ciudadanía? Sea como fuere, la experiencia judía y la tradición católica están de acuerdo actualmente en reservar lo sagrado religioso a lo más íntimo de la conciencia del hombre, “imagen y semejanza de Dios”, y a su culto personal a la verdad.

Esta igualdad democrática de los sujetos de derecho de ninguna manera debe borrar las particularidades confesionales o étnicas que constituyen la riqueza de la identidad humana, sino que debe abrirles ampliamente el espacio social necesario para su propia existencia en el respeto de las necesarias diferencias, de la libertad de cada uno y del bien común.

Es un hecho que en el mundo actual, las comunidades judías florecen en los países de cultura cristiana, cuyo régimen democrático es el más antiguo y respetado: Europa occidental, los Estados Unidos.

3. Hay otro punto práctico, de gran importancia social. Podríamos designarlo con una palabra que sin duda se ha banalizado: “racismo”.

Desde el punto de vista judío, la diferencia entre Israel y las naciones no se determina por características étnicas o culturales, sino que se basa únicamente en la memoria de un llamado fundacional que le otorgó al pueblo judío una misión al servicio de todos. Ninguna superioridad o inferioridad humana es significativa a los ojos del Altísimo. Sólo la relación con el Único Santo crea una distinción, que contiene en sí misma la esperanza universal y el germen de los derechos iguales para todos.

La perspectiva cristiana ha sido socavada desde adentro por las identificaciones nacionales. Pero siguiendo la escuela del universalismo de Israel, el cristianismo se sabe portador de la promesa de comunión universal. Cada cultura, cada etnia, cada idioma, cada nación, merece ser reconocida en su especificidad, pero ninguna de ellas puede arrogarse una superioridad o reclamar una supremacía que inevitablemente ofendería a la dignidad común y la vocación única de todos.

Más aún: el designio de la Providencia, según lo entiende el catolicismo a partir de la Biblia, es reunir a las familias humanas. Todas ellas comparten el mismo origen, recibido de su Creador. Están llamadas a compartir la misma bendición en la promesa hecha a todas las naciones a través de Abraham.

Es seguramente por desconocer los caminos del Señor y la Elección de su Pueblo, que en 1975 las Naciones Unidas condenaron a Israel (por la misma razón que a la Sudáfrica del apartheid) como “Estado racista”; como si la sagrada distinción entre Israel y las naciones hubiera sido abolida y pudiera ser engañosamente reducida a una presunta “limpieza de sangre”.

En verdad, el concepto católico de comunión se inspira en el del Pueblo de Dios, y en la relación de Israel con los goim. El catolicismo ha sufrido la tentación pagana de eliminar la singularidad de Israel de su conciencia. Para los judíos, el riesgo consiste en dejar a las naciones en una suerte de inquietante bruma, e ignorar -ya que no olvidar- que son cristianas.

Tal vez la reflexión en común permita que unos y otros refinen sus percepciones y mejoren sus prácticas.

Para finalizar, querría hacer una observación que se refiere más directamente al dominio de la fe.

La herencia de las polémicas y los recelos ha provocado actitudes rígidas y crispadas tanto por parte de los cristianos como de los judíos, en la manera en que se ven a sí mismos y a los otros. En el terreno intelectual, esto llevó a menudo, no diré a negar al otro, pero sí a “escotomizarlo” -para usar un término médico-, es decir, a hacer como si no existiera.

El diálogo permite restablecer la relación, pero también obliga a cada interlocutor a reconsiderarse a sí mismo frente al otro, y así cambiar, e incluso renovarse en el transcurso del intercambio.

En el catolicismo existe hoy -gracias a Israel- una mayor apertura hacia el conocimiento del idioma hebreo como lenguaje de la Biblia, y a toda la riqueza de sus comentarios en la tradición judía. Los grandes progresos en el transporte también hicieron más accesible la Tierra de Israel, con toda su historia, y la conciencia católica ha descubierto y asimilado gran parte de esa realidad en los últimos cincuenta años. La Tierra Santa se ha hecho ya familiar para el creyente común; para el investigador bíblico, significa el acceso a una experiencia más realista cuando estudia los textos de las Escrituras y los hechos de la Historia Sagrada.

En un plano más profundo, mediante el reconocimiento del Estado de Israel y del don irrevocable del Señor a su Pueblo, los católicos redescubren los orígenes de su propio concepto de la salvación y reconocen su fecundidad. La forma en que la Iglesia se entiende a sí misma se ha reformulado sobre la muchas veces ocultada visión de la economía de la salvación que proporcionan las Escrituras, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento.

¿Podemos imaginar un movimiento similar, simétrico, del lado judío?

Los especialistas en Qumran y cristianismo primitivo saben de la diversidad y la vitalidad extraordinarias del pensamiento judío en ese aspecto, y con cuánta libertad se discuten los temas. ¿Será utópico esperar que diálogos positivos y amistosos entre los cristianos como cristianos, y los judíos como judíos, fieles a sus respectivas vocaciones, den lugar a un progreso espiritual, cuyos frutos son imposibles de prever?

Dicho de otro modo, apuesto a una fecundidad que por el momento sólo podemos intuir vagamente. Quizá debamos esperar la próxima generación para que, bajo la presión del mundo circundante, estos intercambios se produzcan y no sean percibidos por los participantes como una amenaza para sus propias identidades, sino como una oportunidad para desarrollarlas y fortalecerlas.


No estamos reflexionando sobre cómo se ven recíprocamente los judíos y los católicos, y sobre sus convergencias en el mundo tal como está evolucionando, para unirnos con algún fin táctico, sino para reconocer el obrar de Dios en la historia y ayudarnos a pensar nuestro propio destino.

El encuentro con el cristianismo revela algo de la vocación judía, al revelar algunos de sus frutos. Muestra que sobre la raíz judía se realizaron injertos, que quizá le parezcan extraños al judaísmo, pero que certifican su perennidad y dan testimonio del origen. Es una oportunidad para que Israel redescubra su vocación de universalismo.

No sin recelos, conflictos y tragedias, esta gran participación ya ha comenzado en el nivel secular del humanismo moderno. Nuestra tarea consiste hoy en explorar la dimensión total de la vocación de Israel, desde su imborrable origen hasta su prometido cumplimiento.

 

Editorial remarks

El Cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París, ofreció esta conferencia el 23 de abril de 2002, en la reunión del Congreso Judío Mundial realizada en Bruselas, Bélgica.


Traducción: Silvia Kot