¿Hasta qué punto está prometida la Tierra Prometida?

A la luz del actual conflicto en Israel/Palestina, se les pregunta a menudo a los cristianos qué tiene para decir su fe sobre la Tierra bíblica y sobre el hecho de que esté prometida por Dios.[1]

Los judíos repiten con frecuencia que los cristianos comparten con ellos los libros que constituyen el Antiguo Testamento, en el que Dios le promete la Tierra al pueblo de Israel. Los palestinos, por su parte, llaman a los cristianos a dar testimonio de los valores de justicia y de paz en un conflicto que ha desplazado a muchos palestinos de su patria ancestral. Lo que está en juego es muy complejo y lo he abordado en detalle en otro texto.[2]  Aquí me limitaré a formular una breve reflexión bíblica cristiana sobre el tema de la Tierra.

La Tierra en la historia de la salvación

En este breve y demasiado esquemático artículo, intentaré una lectura cristiana de la Tierra en el contexto de la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento: la clave hermenéutica es la identidad de Jesucristo. La “historia de la salvación” ha sido  tradicionalmente un elemento importante de la teología bíblica y aunque ese concepto sea discutido en la actualidad, puede servir de base de partida para mi análisis del significado de la Tierra en la Biblia. “La historia de la salvación” se define aquí como el relato de las iniciativas tomadas por Dios en la historia para llevarnos hacia él. Dividiré esta historia en cinco etapas que son pertinentes para comprender el concepto de “la Tierra”.

- El período de Adán a la Torre de Babel (Génesis, 1 a 11)

- El período de Abraham a Juan el Bautista (Génesis 12 a Malaquías...)

- El período de Jesús (los Evangelios)

- El período de Pentecostés al Juicio Final (Hechos a Apocalipsis 20)

- El fin de los tiempos (Apocalipsis 21 – 22)

Veamos brevemente qué significa la “Tierra” en cada una de estas etapas.

En el primer período, de Adán a Babel, la Tierra es toda la superficie del planeta. La Tierra es un lugar de bendición, un don, un jardín de delicias del que Adán se alimenta plenamente. Dios ha colocado a Adán en ese jardín y le ha ordenado llenarlo y dominarlo, cuidarlo y cultivarlo. Se supone que la Tierra es un lugar de relación íntima, sobre todo entre Dios y la persona humana, en la que esta puede vivir en la alegría, la acción de gracias y el descanso. La Tierra se pierde progresivamente por el pecado descripto en cuatro etapas: la desobediencia de Adán y Eva, el asesinato de Abel por parte de Caín, el pecado de la generación de Noé y la arrogancia de los habitantes de Babel. Al final de estos capítulos del Génesis, la única Tierra (la faz de la tierra) ha sido dividida en varias partes (véase la genealogía de las naciones en Génesis 10). El Jardín de bendición ha sido reemplazado por un desierto “de espinas y zarzas”, donde el hombre come pan con el sudor de su frente.

En el segundo período, de Abraham a Juan el Bautista, la Tierra es la Tierra de Israel. Después de haber visto el fracaso de la persona humana como persona, Dios busca una persona particular, Abraham, y lo llama a convertirse en bendición para todos los pueblos. Dios le promete a Abraham una posteridad (se convertirá en una gran nación) y una tierra para él. La mayor parte de lo que los cristianos denominan el Antiguo Testamento (más precisamente desde Génesis 12 hasta Malaquías) se refiere al cumplimiento de esas promesas. Aquí es donde los exégetas y los teólogos se enfrentan a la difícil tarea de interpretar el texto bíblico en relación con una Tierra particular. Volveremos a esto después de terminar nuestra visión de conjunto de “la historia de la salvación”. Baste decir por ahora que uno de los movimientos dialécticos centrales del Antiguo Testamento es el movimiento entre la Tierra Prometida y el Desierto del exilio (“el desierto de las naciones”, Ezequiel 20,35). La Tierra es un lugar de intimidad entre Dios e Israel. Cuando esta intimidad es rechazada por la desobediencia a la Palabra de Dios, la Torá, el pueblo es exiliado de la Tierra, lugar de vida en abundancia, hacia el Desierto, lugar de muerte. Sin embargo, Dios siempre es fiel a sus promesas y las profecías de restauración que terminan el Antiguo Testamento hablan siempre de un retorno a la Tierra Prometida. Al final, se considera que la Tierra de Israel se convertirá en un modelo de santidad y de justicia para todo el universo. Desde esa Tierra, la Palabra del Señor va hacia todos los países, porque el testimonio del pueblo de esa Tierra se difunde hasta los extremos del universo.

En el tercer período, en el período de Jesús, la Tierra sufre una transformación. La atención se desvía de la Tierra de Israel para focalizarse nuevamente en el conjunto del universo. Esto forma parte de la dialéctica de continuidad y ruptura que está en el centro de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret, Mesías e Hijo de Dios. Jesús es un hijo de Israel: su vida y su enseñanza revelan hasta qué punto está definido por la religión, la cultura, la historia y la sociedad de Israel. Su enseñanza está impregnada de la Tierra de Israel, de su flora y su fauna, de su pueblo y su historia. En muy pocas ocasiones, y por breves períodos, pone Jesús los pies fuera de la Tierra de Israel. Aunque nunca aborda directamente la cuestión de la Tierra prometida al pueblo de Israel, parece darlo por sentado. Cuando envía a sus discípulos durante su vida, dice: “No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10, 5-6). Lo central en los relatos evangélicos de Jesús, es cómo cumplió la vocación de su pueblo predicando el “reino de Dios”.

A pesar de esta clara continuidad con la historia de Israel en el Antiguo Testamento, Jesús prepara a sus discípulos para un cambio radical de perspectiva, que constituye una ruptura con las ideas recibidas. La novedad, que surge de la tumba en la que depositan a Jesús después de haber sido crucificado, es ante todo la resurrección de los muertos, la victoria sobre la muerte y el don de la vida a los que están en las tumbas. Jesús fue obediente hasta la muerte, invirtiendo la desobediencia de la humanidad hasta ese momento. Por su obediencia hasta la muerte, el Desierto de la muerte debe convertirse en un Jardín de vida: una transformación anunciada por la resurrección de Jesús. A la luz de la resurrección, la bienaventuranza enseñada por Jesús adquiere la plenitud de su sentido: “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra” (Mt 5, 4). En ese momento, después de la resurrección, los discípulos son enviados a todas las naciones del universo (Mt 28, 19) para proclamar “el reino de Dios”. En esta nueva perspectiva, ya no existe una demarcación metafísica clara entre la Tierra de Israel y el conjunto del universo, entre judío y gentil. Todas las tierras son llamadas a convertirse en una Tierra de promesa, compartiendo la santidad de la Tierra de Israel.

En el cuarto período, de Pentecostés al Juicio Final, la Tierra es el conjunto del universo, reconociendo la novedad de la identidad de Jesús. En la Biblia, esto se describe en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Hay un movimiento claro de Jerusalén hacia los extremos de la tierra mientras que los apóstoles predican el “reino” como la nueva realidad que ya está entre nosotros, aunque no realizada todavía plenamente en la historia. Los Hechos de los Apóstoles empiezan en Jerusalén y terminan en Roma. No se trata en absoluto de la sustitución de Jerusalén por Roma, sino más bien de la toma de conciencia de que en todas los lugares en los que se reúnen hombres y mujeres para crear una comunidad en la fidelidad a Jesús, hay una tierra de promesa, una tierra de santidad. La santidad y la promesa de Jerusalén son recreadas en Antioquia, en Roma y en todos los lugares en los que se predica el Evangelio. No es que la Tierra de Israel sea menos santa, sino que todas las otras tierras también se volvieron santas.

En el quinto período, en el fin de los tiempos, la Tierra es “un cielo nuevo y una tierra nueva”. Los cristianos viven en una tensión entre el “ya” y el “todavía no”. Jesucristo ya vino y su reino está entre nosotros. La vida cristiana trata de hacer de ese reino una realidad por medio de las vidas fieles a la enseñanza y a la vida de Jesús. Esa fidelidad hace que cada tierra sea una Tierra de promesas. Sin embargo, los cristianos reconocen muy bien que el mundo parece ser el mismo que antes de la llegada de Jesús, lleno de guerras y de injusticias, de catástrofes y de enfermedades. Es el último libro del canon bíblico cristiano, el Apocalipsis, el que explica que Jesucristo solamente inició la obra que se completará en un tiempo futuro, un fin de los tiempos, cuando veremos “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apocalipsis 21,1). Entonces, toda la superficie de la tierra será recreada como el Jardín que describe el Génesis. No es un círculo, un retorno a los orígenes, porque ya no somos el mismo Adán que vivió al principio en el Jardín. Hemos madurado a través de esta larga “historia de la salvación” y ahora estamos listos para ser hijos e hijas obedientes a un Padre que trató de salvarnos de nosotros mismos y de instalarnos en una Tierra Prometida.

Observaciones sobre la interpretación cristiana del Antiguo Testamento

Después de haber esbozado esquemáticamente el tema de la Tierra según una lectura cristiana de la Biblia, querría hacer algunas breves observaciones sobre la interpretación cristiana del Antiguo Testamento que son pertinentes para nuestra discusión sobre la Tierra.

1. En una relectura cristiana del Antiguo Testamento, la Tierra no es solamente un lugar geográfico sino también un espacio espiritual para vivir íntimamente con Dios. Su contrario es el Desierto. La Tierra es el Jardín por la armonía entre la persona humana y Dios, y de allí deriva la armonía entre los seres humanos y con todas las demás criaturas. Sin embargo, los cristianos no deben olvidar la dimensión físico-geográfica de la Tierra, porque es allí donde están enraizados en la realidad de la existencia humana y de sus exigencias. La Tierra es, con la posteridad, una promesa fundamental que permite la encarnación de la palabra de Dios en el mundo. La gran sorpresa de la historia bíblica es que aunque la Tierra se convierte a menudo en una trampa, porque su fertilidad impulsa al pueblo a abandonar a su Dios para adorar a otros, incluso a olvidar a toda divinidad y volverse arrogante, el Desierto se convierte en un lugar de intimidad renovada, porque no hay nada en el Desierto árido que pueda arrancarnos de nuestra dependencia total de Dios. Sí: a menudo, en la Biblia, el Exilio parece preferible a la Patria.

2. Es necesario hablar de la terrible violencia asociada a la entrada de Israel a la Tierra según el Antiguo Testamento (por ejemplo, Éxodo 23; Deuteronomio 7, 20; Josué 6 a 12). Al principio, esos textos resultan chocantes y suscitan incluso un sentimiento de rebeldía. Sin embargo, recordemos que también en el Nuevo Testamento hay textos de una violencia semejante, en particular en textos apocalípticos como el Apocalipsis de Juan. No trato de justificar esos textos, pero la exégesis histórico-critica nos ayuda a comprender el ambiente en el que se escribieron, es decir, el momento del exilio más que el de la conquista. Teológicamente, creo que debemos entender que esa violencia está dirigida contra el pecado y que las dos naciones, la que habita la Tierra antes de Israel y la de Israel, están igualmente amenazadas de destrucción violenta si pecan (véase Deuteronomio 8, 19-20). Esa violencia y esa destrucción son el contrario dialéctico de la bendición creadora que caracteriza idealmente a la Tierra Prometida, como lo expresan con fuerza las bendiciones y las maldiciones que aparecen en la Torá (véase Levítico 26 y Deuteronomio 28).

3. Me parece particularmente significativo que la entrada de Israel en la Tierra no tenga lugar en los libros de la Torá que constituyen la base del Antiguo Testamento. Al final de la Torá, Israel está en la frontera: el pasaje a la Tierra solo se hará después de la muerte de Moisés. Su muerte fuera de la Tierra subraya el hecho de que el momento central de la historia de Israel es la recepción de la Torá en el Sinaí, fuera de la Tierra. El pueblo se convierte en un pueblo por la aceptación de la Torá y no por la posesión de la tierra.

4. Cuando el pueblo entra en la Tierra, esa Tierra es muy ambigua. En los primeros Libros históricos (de Josué a 2 Reyes), lo que empieza, en Josué, como la historia de una conquista gloriosa,termina, en 2 Reyes, como la historia de una aplastante derrota cuando Israel es exiliado de la Tierra. La Tierra ha sido una trampa que arrastró a Israel a seguir el ejemplo de las naciones que vivían antes allí y, una vez que Israel se volvió como ellas, el destino de Israel se pareció al de ellas: la destrucción. En ese contexto, es interesante señalar que san Pablo, en su lista de los dones que Dios le dio a Israel, no menciona explícitamente a la Tierra (Romanos 9, 4-5). Además, la Carta a los Hebreos explica que la entrada de Josué a la Tierra solo fue una preparación para la llegada del segundo Josué, que llevaría al pueblo de Dios a su lugar de reposo (Hebreos 4). En los Libros históricos, la Tierra no es el contexto para celebrar la fuerza y el poder desplegados en la ocupación de la Tierra, sino más bien el contexto para confesar su falta y arrepentirse cuando se está exiliado de la Tierra.

5. La Tierra como lugar de promesa y de reposo sigue siendo una realidad escatológica, futura, aun cuando nosotros, los humanos, necesitamos una Tierra para vivir en ella aquí y ahora. Para comprender nuestra vocación sobre la Tierra en el aquí y ahora, estamos invitados a leer los Escritos de Sabiduría que siguen a los Libros históricos del Antiguo Testamento. Creo que esos libros no son suficientemente explotados en nuestra búsqueda de modelos bíblicos para comprender el lugar de la Tierra. La Tierra es del Señor: la Sabiduría nos lo recuerda permanentemente. Y nosotros, que vivimos en ella, estamos llamados a una vida de justicia (tzédek), de derecho (mishpat), de misericordia (rajamim) y de amor (jésed) en imitación de nuestro Padre celestial: “Voy a escuchar lo que Dios el Señor dice. Él promete paz a su pueblo y a sus fieles, siempre que no retornen a su necedad. Muy cerca está su salvación para quienes le temen, y la gloria morará en nuestra tierra. El Amor y la Verdad se han encontrado, se abrazan la Paz y la Justicia. La Verdad brotará de la tierra y desde el cielo se asomará la Justicia” (Salmo 85, 9-12).

6. La Tierra es, en efecto, Tierra de promesas en las profecías del final del Antiguo Testamento, y siempre sorprende comprobar hasta qué punto la Tierra que describen los Profetas contrasta con aquella en la que los habitantes de hoy se destruyen entre sí: “Venid, subamos a la montaña del Señor, a la Casa del Dios de Jacob, para que Él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sion saldrá la ley y de Jerusalén la palabra del Señor. Juzgará entre las naciones, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra” (Isaías 2, 3-4; Miqueas 4, 2-3). Particularmente conmovedor, en el contexto actual de esta Tierra más perturbada que santa, es lo Miqueas agrega a esta profecía, que comparte con Isaías: “Se sentará cada cual bajo su parra y su higuera, sin que nadie lo inquiete” (Miqueas 4,4).

¿Podemos oír lo que Dios trata de decirnos?

Al finalizar estas reflexiones sobre la Tierra en el relato bíblico desde un punto de vista cristiano, es útil volver a nuestras primeras hesitaciones sobre el concepto de “historia de la salvación”. El análisis claro y esquemático que hemos presentado debe ser entendido en su valor heurístico para comprender el significado de la Tierra en el relato. No es una receta para reducir las complejidades de la historia humana a un modelo bíblico. Se debe evitar la violencia de un fundamentalismo bíblico que busque imponer la Biblia a un mundo que no se ajusta a los modelos bíblicos. Aquí tratamos de estimular un diálogo entre el Libro y el Mundo, que respete el momento presente como un momento de revelación también. Dios no está silencioso, pero ¿podemos oír nosotros lo que trata de decirnos? ¿La Biblia nos enseña cómo escuchar o, por el contrario, la hemos convertido en un obstáculo para el reconocimiento de la novedad que se revela todos los días? 

[1] Esta exposición fue presentada en primer lugar en un seminario de estudio interreligioso organizado por el Instituto Sueco de Jerusalén. Agradezco a los organizadores de ese seminario y a mis colegas, el Prof. Mustafa Abu Sway y el Dr. Joseph E. David (fuente: Bible Bhashyam 43, 2017, p. 1-9).

[2] Alain Marchadour, David Neuhaus, La terre, la Bible et l’historia: «Vers le pays que je te ferai voir…» (Paris : Bayard, 2006).

Editorial remarks

David NEUHAUS, hijo de judíos alemanes, nació en Sudáfrica. A los 15 años, se radicó en Israel y a los 26 años, se bautizó católico. Neuhaus terminó sus estudios en Ciencias Políticas en la Universidad Hebrea de Jerusalén con un doctorado. En 1992, ingresó a la Compañía de Jesús y el 20 de agosto de 1994, pronunció sus votos perpetuos. Después de su formación teológica y filosófica en el Centro Jesuita de Sèvres en París y sus estudios de Sagradas Escrituras en el Instituto Bíblico Pontificio de Roma, Neuhaus fue ordenado sacerdote el 8 de septiembre de 2000. A partir del año 2000, enseña en el seminario del Patriarcado Latino en Beit Jala, en la Universidad de Belén y en el Studium Theologicum Salesianum de Jerusalén. Fue investigador en el Instituto Judío Shalom Hartman de Jerusalén. El 15 de marzo de 2009, David Neuhaus fue nombrado por el Patriarca Latino de Jerusalén, Fouad Twal, vicario patriarcal para los católicos de lengua hebrea. Desempeñó esa función hasta su renuncia en agosto de 2017. Era el responsable de los católicos de lengua hebrea en Israel, así como de las poblaciones migrantes católicas.

Traducción: Silvia Kot.