Hablar de Dios después de Auschwitz

El hecho de que seamos capaces de abordar un tema como “hablar de Dios después de Auschwitz” indica que se ha llegado a un cierto grado de madurez en las conversaciones luterano-judías. Después de todo, hasta no hace mucho tiempo no sabíamos si simplemente sería posible tratar cuestiones profundas de fe en un ámbito interreligioso.

Hablar de Dios después de Auschwitz

Franklin Sherman

El hecho de que seamos capaces de abordar un tema como “hablar de Dios después de Auschwitz” indica que se ha llegado a un cierto grado de madurez en las conversaciones luterano-judías. Después de todo, hasta no hace mucho tiempo no sabíamos si simplemente sería posible tratar cuestiones profundas de fe en un ámbito interreligioso. ¿No eran esos asuntos demasiado personales, demasiado particulares, no estaban demasiado cargados del bagaje de nuestras respectivas historias como para convertirse en el tema apropiado de un diálogo tendiente a encarar un nuevo comienzo en nuestras mutuas relaciones?

Es encomiable que quienes planearon las conversaciones luterano-judías hayan tenido el valor de internarse desde el principio en cuestiones bíblicas y teológicas, sobre las cuales podían expresarse las más profundas convicciones de cada lado. Pero sobre muchas de esas cuestiones existía en ambas partes un cuerpo tan definido de convicciones -elaborado durante siglos, y hasta milenios, de discusión-, que el vocero de cada comunidad de fe sólo podía actuar, en última instancia, como simple informante de la doctrina recibida en la materia. Quizás esto haya sido así en mayor medida para el luteranismo, que había estado mucho más dispuesto a encapsular su fe en formas doctrinarias o dogmáticas que el judaísmo. Pero con un tema como el que presentamos aquí, nos enfrentamos a una cuestión para la que no existen respuestas prefabricadas.

Incluso en el judaísmo, que ha vivido durante varias generaciones con la memoria del Holocausto, difícilmente pueda decirse que exista un consenso sobre su significado, si el término “significado” pudiera aplicarse a un hecho tan irracional y tan trágico. La aparición de este tema en nuestra agenda no debe tomarse como un indicio de que ha llegado el momento de decir una palabra definitiva sobre ello, sino por el contrario, que es tiempo de empezar a asumir un verdadero compromiso con respecto a ese problema. Este texto tiene pues el carácter de un ensayo, ya que es un intento de abrir la discusión, y no una declaración definitiva.

La humanidad después de Auschwitz

Nuestro tema sería más sencillo de tratar si se titulara “Hablar del Hombre después de Auschwitz”. Porque está bastante claro qué debería decirse sobre el hombre después de la experiencia del Holocausto. Permítanme expresarlo en los términos de una figura menor de la reforma luterana, un tal Matthias Flacius Illyricus.

Como se sabe, tanto la teología luterana como la teología calvinista del siglo XVI, tenían una doctrina muy realista, por no decir pesimista, sobre el hombre. Pero Flacius llevó ese realismo antropológico demasiado lejos. El pecado, decía, se ha convertido en la naturaleza y la sustancia misma del hombre, y la imagen de Dios en el hombre se ha convertido en la imagen de Satán. Por esto fue condenado por los Padres luteranos, como puede verse en el primer artículo de la Fórmula de Concord de 1577; y este rechazo fue altamente significativo para preservar en el luteranismo una mayor estima hacia las posibilidades culturales e históricas del hombre que la que a veces se había manifestado. (Pienso aquí especialmente en la crítica de Reinhold Niebuhr a lo que él llama “derrotismo cultural” del luteranismo).

Pero desde la perspectiva de nuestra era “post-Auschwitz”, quizá debamos decir que Flacius no fue más que un hombre adelantado a su tiempo. Cuando dijo que la imagen de Dios en el hombre se había vuelto la imagen de Satán, se equivocó al aplicar eso a todo el género humano. Pero tuvo lo que ahora podríamos considerar una previsión correcta de las profundidades a las que puede caer el ser humano, en las personas de los asesinos masivos de nuestra época. Veamos cómo describe Elie Wiesel este fenómeno:

Se puede haber nacido en la clase alta o media, recibir una educación de primera clase, respetar a los padres y a los vecinos, visitar museos y asistir a encuentros literarios, desempeñar un papel en la vida pública, y empezar un día a masacrar hombres, mujeres y niños, sin vacilación y sin culpa. Se puede disparar una pistola contra blancos vivientes, y sin embargo deleitarse con la cadencia de un poema o la composición de una pintura. El legado espiritual recibido no proporciona ningún resguardo, los conceptos éticos no ofrecen ninguna protección. Se puede torturar al hijo delante de su padre, y seguir considerándose un hombre de cultura y religión. Y soñar con un pacífico atardecer frente al mar.1

Esto es Satán vestido como un ángel de luz. Y como lo mostraron los informes sobre las atrocidades de Vietnam, no sólo en Alemania pasaron esas cosas, ni fueron hechas sólo por alemanes. Si queremos hablar honestamente del hombre tal como lo hemos conocido en nuestra época, no debemos atrevernos a olvidar lo que hemos aprendido de esas demoníacas profundidades de la naturaleza humana.

Pero ¿qué pasa con Dios? Esta es la pregunta con la que nos confrontamos hoy aquí. Hablando con total franqueza, la pregunta es esta: ¿Cómo podemos seguir creyendo en un Dios de amor y un Dios de poder, un Dios que es “rey del universo”, cuando seis millones de judíos -dos terceras partes de la comunidad judía de Europa- pudo ser masacrada sin el menor signo de intervención, ni de afuera ni de arriba. (Estoy seguro de que a los sufridos prisioneros de los campos de concentración les habría dado igual que Dios obrara en forma directa o indirecta para salvarlos, mediante rayos enviados desde el cielo o una intervención del gobierno norteamericano o del papado. Nada de eso ocurrió.)

La cuestión de la teodicea

Aquí tenemos el problema de la teodicea en una escala cósmica. Se supone que fue Leibnitz quien acuñó el término“teodicea”, y la misma palabra contiene la esencia de nuestro problema: cómo conciliar nuestro concepto de Dios, theos, con nuestro concepto de justicia, diké. O bien: cómo justificar los caminos de Dios hacia el hombre.

Expresada de este modo, la pregunta suena blasfema: ¿quién es el hombre ante quien Dios debería justificarse? Sin embargo, es una pregunta que forma parte de la misma religión bíblica, desde Job hasta san Pablo. Por cierto, el problema de Auschwitz podría definirse como el problema de Job multiplicado por seis millones.

Es significativo que el estudio más profundo del problema del mal en la Biblia hebrea se exprese por medio de una narrativa dramática sobre un individuo en particular y su familia. Es cierto aún hoy que el terror y el misterio de Auschwitz nos llega más por la historia de un muchacho y una familia, como nos lo cuenta la autobiografía de Elie Wiesel, que por todas las estadísticas o conclusiones más o menos generalizadas de quienes trataron de analizar el problema en conjunto. Quizá sea esto así porque a la mente humana simplemente le resulta imposible trabajar al mismo tiempo con lo intenso y lo extenso del problema. Una vez que entramos de alguna manera en el sufrimiento de un solo individuo atrapado en el terror sin nombre de los pogroms y las persecuciones, las deportaciones y los campos de exterminio, es difícil multiplicar eso, digamos, por sesenta y poder seguir entendiendo el problema. Multiplicarlo por seiscientos, por seis mil, por sesenta mil, por seiscientos mil, por seis millones, es imposible, Y así nuestra mente, confundida, vuelve al cuadro de un individuo en particular. Lo vemos entonces, no sólo como él mismo, sino como prototipo de la totalidad de las personas que sufren.

La figura de Job es pertinente para nuestra investigación sobre todo por la característica principal que la narrativa le atribuye: su inocencia. “Había una vez en el país de Us un hombre llamado Job: hombre cabal, recto, que temía a Dios y se apartaba del mal” (Job 1, 1). Esto contradice la doctrina retributiva representada por los amigos de Job: la idea de que el sufrimiento debe explicarse como castigo por el pecado. Job protesta su inocencia, y en esto es justificado, al final del drama, por el mismo Dios. Job no alega estar totalmente libre de pecado: después de todo es humano. Pero de ninguna manera se le pueden cargar transgresiones de tal magnitud que justifiquen su sufrimiento. En esto se lo puede comparar a las víctimas de la Shoah. Porque es sobre todo su inocencia lo que conmueve tanto y constituye un enigma para la teodicea.

La doctrina de la retribución se resiste, empero, a morir. Nótese que puede actuar de dos maneras: a) como advertencia: “Si pecas, sufrirás”. Esto indudablemente contiene cierta verdad y puede servir para fines educativos. Pero b) también puede usarse como una explicación ex post facto: “Como estás sufriendo, seguramente has pecado”. Lógicamente, esto no tiene sentido. Si todo A es B, eso de ninguna manera implica que todo B sea A. Pero psicológicamente, la teoría retributiva tiene mucho “sentido” porque sirve al impulso sádico de aumentar los sufrimientos de otros agregándole al sufrimiento una carga extra de culpa por haberlo hecho recaer sobre uno. Alternativamente, puede servir en forma masoquista para aumentar de ese modo los propios sufrimientos.

El Dios del juicio

¿Cómo es definido Dios según esta teoría? Como un Dios de juicio, o más aún, como un Dios de venganza. La línea que separa el juicio de la venganza es esta: en ambas, el sufrimiento se relaciona con un pecado precedente; pero “juicio” implica una proporción razonable entre el pecado y el castigo, mientras que “venganza” implica una desproporción.

¿Se puede pensar que la Shoah fue un juicio de Dios contra los judíos, o su venganza contra ellos? El corazón, la mente y el alma instintivamente rechazan una idea semejante. Sólo mencionarla produce escozor. Sin embargo, los cristianos deben reconocer que durante siglos la Iglesia promovió exactamente esa teoría para explicar la caída de Jerusalén y la destrucción del Estado judío. Los sitiadores romanos, solía enseñarse, fueron el instrumento del juicio de Dios contra los judíos por no aceptar al Mesías.

Es cierto que también algunos pensadores judíos han aceptado la teoría de que los sufrimientos de Israel y su dispersión por parte de los romanos debían interpretarse como castigos por sus pecados. Pero eso no hace que la teoría sea correcta. Sus insuficiencias deben ser claramente expuestas. En este sentido, la declaración del Concilio Vaticano II que levantó el cargo de la responsabilidad de los judíos y el judaísmo por la crucifixión hizo un gran aporte, al igual que algunas declaraciones luteranans similares. Pero todavía queda mucho por hacer a través de la educación entre las amplias masas de los miembros de la Iglesia para romper los últimos eslabones de esa teoría de culpa-y-castigo. Esto debe hacerse como terapia preventiva, para que en el futuro no exista la menor tentación de volverla a aplicar.

El Dios del designio creador

La doctrina de la retribución es la principal teoría representada por los amigos de Job, pero hay también otra teoría, un tema subordinado, al que podríamos denominar teoría de la educación moral. En una palabra: ¡sufrir es bueno para ti! “¡Feliz el hombre a quien Dios reprende y que no desdeña la lección del Todopoderoso!...Con la opresión él salva al oprimido, y le abre el oído por medio de la aflicción” (Job 5, 17; 36, 15). Una vez más, esta teoría contiene cierta verdad, pero sólo una verdad limitada. Es una afirmación verdadera sobre lo que un hombre de fe puede comprender de su sufrimiento, pero hasta cierto punto. Cuando su misma humanidad comienza a ser destruida, como fue el caso en los campos de concentración, no tiene ningún sentido hablar del ennoblecimiento de su carácter.

En ambos casos (la teoría de la retribución y la teoría de la educación moral) tenemos un ejemplo de extensión de lo que Robert K. Merton llamó, en otro contexto, “teorías de alcance medio” dentro de principios explicativos generalizados; y esa extensión simplemente no está justificada. Si lo estuviera, nos encontraríamos frente al cuadro de un Dios monstruoso que tortura a sus criaturas para perfeccionarlas: una versión cósmica del comandante norteamericano de Vietnam que declaró haber tenido que “destruir la aldea para salvarla”.

Es muy interesante descubrir que hay paralelos de estas dos teorías representadas por los interlocutores de Job en la historia del pensamiento cristiano. Este tema es tratado en una obra significativa de John Hick, Evil and the God of Love.2 Al consultar el análisis de Hick, vemos que diferencia entre dos importantes teorías sobre el mal (que es decir, dos importantes tipos de teodicea) del pensamiento cristiano. Llama a la primera teoría agustiniana, y a la segunda, teoría ireneana, por el Padre de la Iglesia del siglo II Ireneo.

El punto de vista agustiniano se orienta a las categorías de pecado y castigo. La existencia del sufrimiento y el mal en el mundo se atribuye a la caída, es decir, a la culpa del hombre. El punto de vista ireneano, en cambio, no mira al pasado sino al futuro para su explicación. “Encuentra la justificación para el mal en un infinito (por ser eterno) bien que Dios saca del proceso temporal”.3 La vida es un valle para formar las almas, y todo será finalmente para bien. Hick señala el siguiente contraste entre ambos puntos de vista:

En lugar de la doctrina (agustiniana) de que el hombre fue creado finitamente perfecto y luego incomprensiblemente destruyó su propia perfección y se hundió en el pecado y la miseria, Ireneo sugiere que el hombre fue creado como una criatura imperfecta e inmadura que debe seguir un desarrollo y crecimiento moral, y finalmente llegar a la perfección deseada para él por su Hacedor... En lugar del punto de vista agustiniano de las dificultades de la vida como castigo divino por el pecado de Adán, Ireneo considera que nuestro mundo de bien y mal mezclados, es un entorno divinamente establecido para el desarrollo del hombre...4

Las palabras del mismo Ireneo expresan bastante gráficamente este “punto de vista optimista”.

¿Cómo habríamos podido, sin tener conocimiento de lo contrario, ser instruidos sobre lo que es bueno?... Así como la lengua recibe la experiencia de lo dulce y lo amargo a través del gusto, y el ojo distingue entre lo blanco y lo negro a través de la vista... así también actúa la mente, al recibir a través de la experiencia de ambos el conocimiento de lo que es bueno, y se vuelve más tenaz en su preservación, actuando en obediencia a Dios.5

Una teoría muy interesante, pero de ninguna manera suficiente como explicación de la Shoah.

Quienes estén familiarizados con el pensamiento de Teilhard de Chardin, reconocerán que se encuentra dentro de la tradición ireneana. Todo en la vida tiende al Punto Omega, y está justificado en su valor parcial por esa realización total hacia la que van todas las cosas. Una visión cósmica inspiradora, pero que sólo puede encarar las tragedias que ocurren en el camino minimizándolas. Teilhard fue muy criticado por no haber sido capaz de interpretar con su teoría cósmica evolucionista los trágicos acontecimientos del siglo XX, que marcan un retroceso en lo que en el siglo XIX aparecía como progreso humano.

El Dios del misterio

La primera teoría habla de Dios como el Dios del juicio,y la segunda habla de Dios como el Dios del designio creador. Pero ninguna es adecuada para explicar, mucho menos para justificar, Auschwitz. De hecho, ninguna de ellas fue considerada adecuada por Job para explicar su propio sufrimiento. La única respuesta que recibe Job es la teofanía: una experiencia de la impresionante majestad e inconmensurabilidad de Dios. En este sentido, la respuesta a la pregunta de Job es que no hay respuesta: yo soy Dios y tú eres hombre; y el hecho de que tú eres hombre se refleja precisamente en el hecho de que no puedes comprender mis caminos. Job se inclina al polvo, en muestra de humildad y fe.

¿Qué significa esto para nuestro hablar sobre Dios? Significa que hablamos de Dios como el Dios del misterio, que reconocemos la inescrutabilidad de Dios

Si regresamos por un momento al análisis de Hick, vemos que aunque adopta en general el punto de vista ireneano en el sentido de que los sufrimientos del tiempo presente están justificados por su eventual resultado, es precisamente el Holocausto lo que admite que no puede caber en ese contexto de explicación. Debe permanecer como algo irracional, algo inexplicable.

Debemos apuntar como un lamentable defecto del estudio de Hick que en las 400 páginas de su libro “Evil and the God of Love”, publicado en 1966, ¡no se refiere al Holocausto hasta la página 397! Su análisis de ese punto se basa demasiado en el terreno de lo personal, lo psicológico y lo metafísico, y no en la esfera de lo histórico y lo político. Si hubiera tomado en cuenta antes para su análisis este ejemplo supremo del resurgimiento del mal en los tiempos modernos, ello podría haber influido en el resultado total: podría haber destruido el relativo optimismo de su punto de vista ireneano.

No obstante, cuando finalmente se refiere al Holocausto, no deja de describirlo como lo que es. Hick describe la manera en que somos ayudados a soportar nuestro propio sufrimiento si lo entendemos en el contexto del designio amoroso final de Dios. “Pero -pregunta- ¿qué ocurre con los pecados y los sufrimientos de otros?”. Y continúa:

Cuando hacemos esa pregunta hoy, es casi inevitable pensar en el programa nazi para el exterminio del pueblo judío, con toda la brutalidad y la bestial crueldad que implicó y provocó. ¿Qué significa el propósito final del designio divino y la actividad divina para Auschwitz y Belsen, y los demás campos en los que, entre 1942 y 1945, entre cuatro y seis millones de hombres, mujeres y niños judíos fueron deliberada y científicamente asesinados? ¿Fue esto en alguna manera deseado por Dios?


La respuesta es obviamente no. Esos hechos fueron absolutamente malos, malvados, diabólicos, y, hasta donde la mente humana es capaz de captar, imperdonables; son iniquidades que nunca podrán justificarse, horrores que desfigurarán al universo hasta el final de los tiempos, y para los cuales ninguna condena puede ser suficientemente enérgica, ninguna repugnancia, adecuada... Podemos decir con la mayor certeza que Dios no quería que quienes cometieron esos terribles crímenes contra la humanidad actuaran como lo hicieron. Por ellos, su designio para el mundo se retrasó, y aumentó el poder del mal.6

Es decir que Hick no puede ofrecer ninguna explicación para el Holocausto. Todo lo que puede ofrecer es una palabra de esperanza y consuelo para los individuos que lo sufrieron.

Lo que dice en este sentido merece una cita más extensa:

Nuestra conciencia cristiana del designio y el obrar divinos universales indudablemente influye en nuestra reacción ante esos hechos. En primer lugar, en lo que respecta a los millones de hombres, mujeres y niños que perecieron en el programa de exterminio, nos da la certeza de que el designio de Dios para cada individuo no fue derrotado por las acciones de hombres malvados. En las esferas más allá de nuestro mundo, están vivos y tendrán su lugar en el cumplimiento final de la creación de Dios. La importancia transformadora de la esperanza cristiana en la vida eterna -no sólo para uno mismo, sino para todos los hombres- ya ha sido señalada anteriormente, y es vitalmente relevante aquí.


En segundo lugar, en la situación en sí misma, el ejemplo del amor autodonado de Cristo por otros podía haber llevado a los cristianos a arriesgar sus propias vidas para ayudar a escapar a las víctimas amenazadas; y aquí el balance es en parte bueno, pero también, lamentablemente, en una parte aún mayor, malo. Y en tercer lugar, una fe cristiana debería neutralizar el impulso de responder al odio y a la crueldad con odio y crueldad... Esta renuncia a satisfacer la venganza puede lograrse en nuestros corazones pecadores mediante el conocimiento de que la inevitable reacción de un universo moral contra la crueldad tendrá lugar, en esta vida o más allá de ella, sin nuestra ayuda. “La venganza es mía, yo recompensaré, dice el Señor”.7

Así, Hick recurre a una doctrina de recompensa escatológica, y termina, como empezamos nosotros, con una referencia al Dios de la venganza; pero no de venganza contra los judíos, sino contra sus opresores.

Sin entrar en una discusión sobre este tema como tal, observemos una vez más que en este importante intento de teodicea por parte de un teólogo cristiano contemporáneo, no puede incluir a la Shoah dentro de su marco de explicación. De modo que sólo nos resta hablar de Dios, en lo que concierne a su relación con este hecho, en términos de misterio. Como Job, nos inclinamos en reverencia ante su inescrutabilidad.

En la teología luterana existe una categoría que se entiende como un reconocimiento de ese misterio, de esa inescrutabilidad. Es el concepto de Deus absconditus, el Dios oculto. Lutero deriva la expresión, del latín, de Isaías 45, 15: Vere, tu es Deus absconditus. “Realmente, tú eres un Dios oculto”.

Para Lutero, la voluntad de Dios no es manifiesta en el curso normal de los acontecimientos del mundo. Su voluntad se hace conocer sólo donde él elige hacerla conocer; sólo en momentos revelatorios, no en la vida en su conjunto. Vivimos por esos momentos; al hacerlo, marchamos por la fe, no por la vista. Y la fe suele ser lo contrario de la experiencia.

Hemos hablado del Deus absconditus como una categoría del pensamiento de Lutero. Es más que una categoría: es la base o la connotación de todo lo que se dice en su teología. Creo que fue Miguel de Unamuno quien acuñó la expresión “el sentido trágico de la vida”; pero podríamos decir que Lutero, más que todos los demás teólogos, poseía ese sentido trágico. Todas sus afirmaciones de fe, de valor y de victoria se basan en lo que un intérprete de Lutero llamó “el gran sin embargo”. Trotzdem -pese a todo- ¡creeré!

Recapitulemos lo analizado hasta aquí. El problema de Auschwitz, como el problema del mal, es el problema de cómo pueden ocurrir estas cosas si Dios es al mismo tiempo bueno y poderoso. Si no es bueno, entonces mira estas cosas con indiferencia, o incluso, si fuera concebible, con deleite. Pero un Dios así no sería de ninguna manera el Dios al que rendimos culto. Lutero sugiere que la misma palabra Gott (“Dios”) tiene su raíz en el concepto de Gut (“bien”). Gut y Gott no pueden estar separados, o todo lo que conocemos como fe judía o cristiana se transformaría en su contrario. Si no se renuncia a la bondad de Dios, si él es de verdad omni-amante y al mismo tiempo omnipotente, Auschwitz no puede ser explicado. Permanece en el terreno del misterio. No sorprende entonces que se haya prestado atención al otro polo de la ecuación, preguntado: ¿Es Dios realmente omnipotente, o en qué sentido es omnipotente?

Aquí entramos en un terreno de cuestiones teológicas que de ninguna manera podemos tratar adecuadamente en el marco de este breve ensayo. Sólo podemos repasar sucintamente algunas de las principales formas que ha tomado la reflexión sobre este problema: el problema de la naturaleza y los límites del poder de Dios o de su ejercicio.

El Dios finito

La primera es la concepción de un Dios finito. Este es un concepto que, demás está decirlo, nunca llegó a instalarse en ningún cuerpo de enseñanza oficial cristiana. La idea tiene indudablemente una larga historia. En la teología norteamericana, su principal defensor, su único defensor de importancia, en realidad, fue el profesor Edgar Sheffield Brightman, de la Universidad de Boston. Brightman estableció un elemento al que llamó “lo Dado”, con el que el mismo Dios tiene que lidiar, usándolo como instrumento o, si eso es imposible, reconociéndolo como obstáculo.

Lo Dado consiste en las eternas e increadas leyes de la razón, y también en igualmente eternos e increados procesos de conciencia no racional, ... impulsos y deseos desordenados, experiencias como las de dolor y sufrimiento, las formas de espacio y tiempo, y todo lo que en Dios es fuente de mal irracional.8

La última frase es significativa. Por “mal irracional” Brightman entiende el mal que no es explicable como un medio para un bien mayor. Según él, tiene su fuente “en Dios”; sin embargo, constituye un límite para Dios sobre su propia naturaleza, un límite sobre su voluntad de amar.

La idea de Brightman, como ya lo señalamos, encontró poca o ninguna aceptación. La menciono justamente porque es tan poco conocida, y sin embargo se refiere tan precisamente a nuestro problema.

El Dios autolimitado

El segundo punto de vista del que debemos tomar nota se refiere, no a un Dios finito, sino a un Dios autolimitado. A diferencia de la concepción de Brightman, esta tiene una larga y venerable historia en el pensamiento cristiano, y ciertamente, también en el pensamiento judío. Estoy hablando de la autolimitación de Dios simplemente en este sentido: él creó un mundo con dos características interrelacionadas: libertad y sujeción. El hombre es libre, libre de elegir entre el bien y el mal. Pero la naturaleza está sujeta, sujeta a actuar de acuerdo con causas y efectos. De este modo, el hombre es libre de concebir y construir las cámaras de gas de Auschwitz. Y cuando se gira la manivela, el gas sale por el pico. Dios es impotente, a menos que quiera ir en contra de la libertad humana o de la ley física natural. Y no quiere hacerlo.

Aquí está involucrada toda la cuestión de la gracia y el libre albedrío, de la providencia y la predestinación: por cierto, toda una metafísica y toda una teología. Mi propósito aquí es simplemente sugerir que el problema de “hablar de Dios después de Auschwitz” difícilmente pueda encararse sin esta serie de consideraciones. Es una cuestión que toca el núcleo de nuestra concepción de Dios y el hombre, y de sus relaciones recíprocas.

Hablando en forma absolutamente personal, yo debería decir esto: que en un sentido intelectual, esta solución (la de un Dios autolimitado) puede ser satisfactoria; pero en un sentido religioso, y en un sentido moral, no lo es. Porque cuando los horrores crecen hasta un extremo tal como el caso de Auschwitz, nuestra conciencia pide a gritos a Dios, si es necesario, que ponga fin a la misma historia para detener la matanza.

Sin embargo, en una reflexión posterior, quizá no deseemos realmente eso. Cuando consideramos el relativo sentido de nuestras propias vidas a pesar del manto de tristeza ante horrores como los de la Shoah, y cuando consideramos la resurrección de Israel tras la catástrofe -es decir, el retorno de los judíos a su antigua tierra y su renacimiento como nación-, nos damos cuenta de que no habríamos querido que terminara la historia en algún punto de principios de los años 40. Y entonces simpatizamos, si se puede decir así, con el dilema en el que se encuentra Dios, y en el cual se ve continuamente confrontado a un mundo que él eligió dotar de las características combinadas de libertad y sujeción.

El Dios en lucha

Hemos hablado del Dios finito y del Dios autolimitado. La tercera concepción de la del Dios en lucha. Me refiero aquí a opiniones que plantean la existencia de una fuerza demoníaca que lucha contra lo divino. Paul Tillich reintrodujo el concepto de lo demoníaco en la teología contemporánea. Representa una versión demitologizada del concepto tradicional del diablo, o Satán. No existe un diablo personal, pero lo demoníaco es terriblemente real. Consiste en lo que Tillich denominó “estructuras de destrucción”: fuerzas, tendencias, poderes, instancias y movimientos irracionales de histeria de masas, que llevan a la terrible posibilidad de la búsqueda del mal por el mal mismo.

El redescubrimiento de este factor no fue en primera instancia un hecho intelectual, sino un hecho histórico, basado en el surgimiento, en el siglo XX, del oscuro fondo subterráneo de la historia humana. Tillich tuvo la presciencia de articular este concepto ya en la década del 20, basándose tanto en su experiencia en la primera guerra mundial, como en su prolongado análisis de las tendencias de la vida y el pensamiento modernos que confluirían en el fenómeno del nazismo, y que ya habían tomado impulso en aquella década. Su juicio sobre el nazismo y su lucha contra él fueron muy claros, tanto que cuando los nazis asumieron el poder en 1933, el nombre de Paul Tillich encabezó la lista de profesores universitarios que debían ser despedidos de sus puestos.

El redescubrimiento de lo demoníaco ha tenido un impacto tremendo en nuestra imagen del hombre, ya que es a través del hombre como actúa lo demoníaco. Pero también tiene impacto en nuestro concepto de Dios: nos mueve a pensar a Dios como un Dios en lucha, siempre combatiendo contra los poderes del mal en el mundo. Entre los teólogos luteranos que dieron voz a esta concepción, el más importante fue Gustaf Aulén. Fue profesor de teología de la Universidad de Lund, y luego obispo de la Iglesia de Suecia.

En su libro Christus Victor,9 y en su teología sistemática, Aulén presentó una teoría dualista-dramática de la expiación. Es dualista en cuanto postula una radical oposición entre Dios y los poderes del mal. Es dramática en cuanto considera que esa oposición funciona en el escenario de la historia como un choque concreto entre poderes destructivos y constructivos. Es una teoría de la expiación en el sentido que confiere un significado decisivo al acontecimiento de Cristo, y ve en su crucifixión y resurrección la batalla decisiva de esa guerra entre lo divino y lo demoníaco.

En el período posterior a la segunda guerra mundial, Aulén y otros solían usar el siguiente ejemplo. Nuestra situación presente en la historia, decían, después de la resurrección y antes de la parusía, es decir, entre la “primera” y la “segunda” venida, es parecida a la situación de la Europa ocupada cuando se anunció la invasión aliada a Normandía. El pueblo de la Europa ocupada sabía en ese momento que su liberación estaba próxima. Por cierto, la victoria ya había comenzado, y aunque podía haber todavía algunos retrocesos, el triunfo final de la causa de los Aliados era seguro. Lo mismo ocurre, decían estos teólogos cristianos, en el tiempo entre el advenimiento del Mesías y la victoria total de su reino. Vivimos entre el Día D y el Día V.

Hay que decir que esta teoría puede leerse en dos sentidos. Es como el proverbial vaso de agua medio lleno, que también puede verse como medio vacío. Por un lado, hay una nota de confianza en lo que Dios ha hecho. Por el otro, hay un realismo muy moderado sobre las batallas que aún deben librarse. Hablar así de Dios es hablar de un Dios en lucha. Pero esto tal vez sea acentuar lo negativo. Hablemos en forma más positiva y bíblica, con un leve matiz en la expresión: hablemos más bien de un “Dios de combates”.

Hemos pasado revista a tres “soluciones” para nuestro problema, que dejan intacta la soberanía divina, pero no responden a la pregunta de cómo se pueden conciliar la realidad de Dios y el hecho de Auschwitz. Son: la teoría del pecado-y-castigo, la teoría de educación del carácter y la teoría que declina responder la pregunta, dejando el asunto en el terreno del misterio. Luego hemos visto tres posiciones que en cierto modo restringen la soberanía de Dios, al menos en relación con la época actual: la teoría del Dios finito, la del Dios autolimitado y la del Dios en lucha.

Pero con todo esto, todavía no hemos hablado de Dios en la forma que más se ajusta a la naturaleza del problema, y que refiere a las ideas más profundas de la fe cristiana, y, según creo, también de la fe judía. Hablaremos ahora del Dios sufriente.

El Dios sufriente

El importante pensador judío Abraham Joshua Heschel nos enseñó a hablar del “pathos divino”. Nos recordó la diferencia entre el concepto griego de Dios, que reposa en apatheia (“sin sentimientos”), o “pensando en pensar”, y el concepto hebreo de un Dios viviente y activo que está vitalmente involucrado en las cuestiones del hombre. Heschel nos alentó a hablar de Dios, no en forma antropomórfica, por cierto, pero sí en forma “antropopática”. Dios también conoce la ira, el amor, los celos y la alegría, según la Biblia. Si con esta línea de pensamiento existe el peligro de humanizar a Dios, peor sería, decía Heschel, anestesiarlo.

Es sobre todo Jeremías, según el estudio de Heschel sobre los profetas, quien nos enseñó que Dios se involucra en el sufrimiento de los hombres. Es interesante observar que exactamente lo mismo dice el teólogo japonés Kazoh Kitamori en su libro Theology of the Pain of God. Esta obra, publicada en traducción inglesa en 1965,10 parece ser el primer trabajo de teología cristiana traducido del japonés al inglés, y no al revés. Kitamori escribe:

Se ha dicho que Isaías vio la santidad de Dios, Oseas vio el amor de Dios y Amós vio la justicia de Dios. Nosotros querríamos añadir que Jeremías vio el dolor de Dios...11

Este dolor, dice Kitamori, es al mismo tiempo el amor de Dios.

Esta es para mí, en el sentido religioso, la solución al problema. Dios participa de los sufrimientos de los hombres, y el hombre es llamado a participar de los sufrimientos de Dios. Tal vez sea esta también la única solución intelectual adecuada. Fue el filósofo alemán Friedrich Schelling quien dijo en su libro Über das Wesen der menschlichen Freiheit (“Sobre la esencia de la libertad humana”), que “toda la historia es virtualmente un enigma sin el concepto de un Dios sufriente”. Esta es, creo, una afirmación memorable.12

Para el cristianismo, el símbolo del Dios sufriente es la cruz de Cristo. En mi opinión, es trágico que este símbolo haya llegado a ser un símbolo de división entre judíos y cristianos, pues la realidad a la que alude es también una realidad judía. Me refiero a la realidad del sufrimiento y del martirio.

La cruz no es el instrumento en el cual los judíos ejecutaron a Jesús o a ningún otro; fueron las autoridades romanas quienes lo hicieron. En realidad, la cruz era el instrumento en el que se ejecutaba a los judíos. Y esto precede en mucho al tiempo de Jesús. Según Josefo, Ciro introdujo en su edicto de retorno de los judíos de Babilonia, la amenaza de la crucifixión para todo aquel que rehusara obedecer sus decretos. Antíoco Epifanes crucificó a judíos piadosos que se negaban a abandonar su religión. Y después del sitio de Jerusalén por parte de los romanos, Tito crucificó a tantos judíos que, dice Josefo, “no había suficiente lugar para las cruces, ni suficientes cruces para los condenados”.13

La cruz refiere, pues, en primera instancia, a una realidad judía: la realidad del sufrimiento, demasiado bien conocida por este pueblo, desde los tiempos en que clamaban su aflicción bajo el Faraón, hasta el tiempo de sus aún más inexpresables sufrimientos bajo el Faraón moderno. Las demás explicaciones que dan los cristianos a la cruz de Cristo son bien conocidas, pero lo que yo quiero es volver la mirada, más allá de las interpretaciones, hacia la realidad de ese hombre que sufrió como judío, y cuyos sufrimientos los cristianos deberían ser los primeros en identificar con los sufrimientos de todo judío.

El hecho de que no haya sido así, y que la cruz haya sido símbolo, no de identificación, sino de inquisición, es materia de la mayor vergüenza para el cristianismo. Una cosa está clara sobre la manera en que podemos hablar de Dios después de Auschwitz. No podemos hablar, y no debemos hablar, con ninguna clase de triunfalismo. Sólo podemos hablar en el arrepentimiento. Un Dios que sufre es lo contrario de un Dios triunfalista. Podemos hablar de Dios después de Auschwitz solamente como de alguien que nos convoca a una nueva unidad como hermanos amados, no sólo entre judíos y cristianos, pero especialmente entre ellos.

En un servicio interreligioso celebrado en la Lutheran School of Theology de Chicago el 29 de mayo de 1973, para conmemorar el trigésimo aniversario del Levantamiento del Ghetto de Varsovia, se dijo una plegaria que expresaba muy bien este espíritu de arrepentimiento y renovación. Fue dicha en forma responsorial entre el oficiante y la congregación:

 

Con quienes clasifican a la gente como “superior” e “inferior”...

Compartimos la culpa, Señor.

Con quienes “resolverían” cualquier problema destruyendo a un grupo...

Compartimos la culpa, Señor.

Con quienes fingen no saber qué hará un líder que trafica con el miedo y el odio...

Compartimos la culpa, Señor.

Con quienes exultan cuando su grupo hace algo que a ellos individualmente les avergonzaría hacer...

Compartimos la culpa, Señor.

Con quienes esperan la derrota para condenar aquello que aceptan en la victoria...

Compartimos la culpa, Señor.

Compartimos la culpa y pedimos tu ayuda, Señor...

Para oponernos hoy a lo que condenábamos una generación atrás.

Compartimos la culpa y pedimos tu ayuda, Señor...

Para oponernos en nuestro propio país a lo que condenamos en otro.

Compartimos la culpa y pedimos tu ayuda, Señor...

Para saber que lo que hicieron las personas malas, también nosotros lo podríamos hacer.

Compartimos la culpa y pedimos tu ayuda, Señor...

Para saber que lo que hicieron las personas buenas y valientes, también nosotros lo podríamos hacer.

Compartimos la culpa...

Y la gloria, Señor.

En el Holocausto...

Que el yo-que-se opone-a-ti se consuma.

De las cenizas del Holocausto...

Que el yo-que-está-contigo se levante.14

 

Hemos analizado varios aspectos de la cuestión “hablar de Dios después del Holocausto”. Tal vez gran parte de esta especulación haya sido de poco valor. En conclusión, podemos referirnos a la famosa observación de Karl Marx en la última de sus “Tesis sobre Feuerbach”: “Los filósofos - dice- sólo han interpretado al mundo, de varias maneras; pero la cuestión es cambiarlo”.

Podríamos preguntarnos si simplemente es apropiado usar a Dios como hipótesis explicativa, como lo hicieron algunos pensadores que hemos analizado aquí. Dios no es en primera instancia una hipótesis explicativa; es una fuerza impulsora. La mejor manera de hablar de Dios después de Auschwitz, por lo tanto, es hablar de él en tal forma que los seres humanos se vean movidos a evitar que algo así pueda volver a suceder. Lamentablemente, en un mundo en el que tanto la libertad humana como la perversidad humana son muy reales, no podemos decir que no podría volver a suceder. Por lo tanto, decimos que no debe suceder.

Hemos tratado el problema del Holocausto, como nuestro tema lo requería, en términos del problema de Dios. Pero necesitamos regresar de ese nivel último de la cuestión a un nivel cercano, en el cual el fenómeno de la Shoah sea tratado en sus causas históricas más inmediatas. Desde luego, esta es una tarea que no puede realizarse en una o dos breves sesiones de un congreso, sino que deberá llevarse a cabo en una investigación continuada que, a pesar de todo el trabajo que ya se ha hecho, requerirá todavía más años y décadas hasta que el significado de ese acontecimiento sea realmente entendido. Unámonos, pues, judíos y cristianos, para participar juntos en esta tarea ya comenzada.

Este trabajo ha sido publicado por primera vez en Speaking of God Today: Jews and Lutherans in Conversation (ed. por P.D. Opsahl y M. H. Tanenbaum, Fortress Pres, Philadelphia, 1974, pp. 144-159).

Notas
  1. Elie Wiesel, One Generation After, tr. Lily Edelman y el autor (New York, Avon Books, 1972), p. 10.
  2. John Hick, Evil and the God of Love (New York, Harper and Row, 1966).
  3. Ibid., p.263
  4. Ibid, p. 220 ss.
  5. Ireneo de Lyon, Adversus Haereses - IV, 39, 1.
  6. Hick, op. cit., p. 397.
  7. Ibid., p. 397 ss.
  8. Edgar Sheffield Brightman, A Philosophy of Religion (New York, Prentice-Hall, 1940), p. 337.
  9. Gustaf Aulén, Christus Victor (New York, Macmillan, 1956).
  10. Kazoh Kitamori, Theology of the Pain of God (Richmond: John Knox Press, 1965).
  11. Ibid., p. 161.
  12. Estas expresiones están tomadas de la versión inglesa del libro de Kitamori; es presumiblemente una traducción de la traducción japonesa de Schelling. La referencia está en Über das Wesen der menschlichen Freiheit, p. 403 . En la traducción inglesa de James Gutmann Of Human Freedom (Chicago, Open Court, 1936) dice: “Toda historia permanece incomprensible sin el concepto de un Dios que sufre humanamente”.
  13. Flavio Josefo, The Jewish War 5.11.2.451. Citado por Maurice Goguel, The Life of Jesus 67, tr, Olive Wyon (London, Allen & Unwin, 1933), p. 534.
  14. El autor de esta letanía es Robert Blakely.

Editorial remarks

Traducción del inglés: Silvia Kot