A partir de Nostra Aetate, la Iglesia Católica revisa en profundidad su discurso y su pensamiento sobre el pueblo judío. Trabaja con toda honestidad para extraer las consecuencias de las nuevas bases establecidas por el Concilio, y este enfoque se tradujo en un redescubrimiento de la vocación del pueblo judío, en interrogarse sobre la manera de expresar la fe cristiana, en avances pastorales y un diálogo que se encarna en numerosos encuentros entre judíos y cristianos en todo el mundo. Sin embargo, en los últimos años, la investigación sobre esta cuestión parece haberse estancado. Se puede señalar, sin duda, que la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe Dominus Iesus (2000), que redefinió fuertemente el marco de reflexión de la teología cristiana de las religiones, no ha promovido un impulso de la investigación sobre el lugar del Pueblo de Israel para y en la teología cristiana. En la actualidad, el papa Francisco da un nuevo aliento al promover “una necesaria libertad teológica”[1] para la investigación.
En este artículo, desearíamos analizar por qué tenemos la impresión, del lado cristiano, de estar atrapados en una reflexión que ya no propone avances importantes y se limita a afinar las conclusiones establecidas hace varios años. El objetivo de las líneas que siguen es tomar en serio esa constatación y proponer algunas ideas para contribuir al debate. ¿Qué necesitamos para dar un nuevo impulso a una investigación fundamental para la teología cristiana en su conjunto?
El estado de la cuestión
El último documento de la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos, publicado en 2015 y titulado “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables”, es un buen punto de partida para evaluar los progresos realizados por el magisterio de la Iglesia Católica a partir del punto 4 de Nostra Aetate. En un artículo escrito con Emmanuelle Main,[2] señalamos las fórmulas aproximativas utilizadas en el vocabulario empleado y los prismas reductores en el planteamiento de la cuestión. Lejos de ser meros detalles, estas disonancias nos parecieron indicios de errores de pensamiento.
Damos aquí algunos ejemplos:
- La incapacidad de darle un lugar claro al pueblo judío en su relación con la Iglesia. Se lo describe alternativamente como hermano, hermano mayor, hermano preferido, padre en la fe.
- La dificultad de hacer que el pueblo judío sea el verdadero interlocutor de la Iglesia y preferir como interlocutor al judaísmo religioso, sabiendo que no hay judaísmo sin pueblo judío. Esta rareza se refleja también en el nombre de la comisión vaticana encargada de estas cuestiones, que se denomina “Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo”, como si se quisiera circunscribir las relaciones únicamente a la religión y sólo dentro de un marco religioso.
- La desaparición total de la antropología bíblica y de su distinción fundadora entre judíos y no judíos que, sin embargo, estructura el Primer Testamento y las problemáticas del Nuevo.
- El hecho de concebir la permanencia del Pueblo de Israel[3] como algo accidental.
- El hecho de abordar el lugar y el papel del pueblo judío a través de un prisma utilitarista, y pensar en ellos sólo en términos de lo que pueden aportar a nuestra comprensión de la Iglesia.
- Por último, la constatación de que, a pesar de los importantes cambios que se han producido desde Nostra Aetate, la investigación sobre esta cuestión ya no progresa, como si hubiéramos alcanzado una especie de techo de cristal en la investigación.
Nos pareció que todo esto formaba parte de un problema más estructural. Planteamos entonces la hipótesis de que era el paradigma con el que pensábamos la relación con el Pueblo de Israel lo que ya no era adecuado. La relación con el pueblo judío se había planteado rápidamente en el contexto de una teología de la sustitución, una teoría según la cual la Iglesia ocupaba el lugar del pueblo judío en el plan de Dios, siendo Israel desde ese momento un pueblo maldito rechazado por Dios. Durante muchos siglos, fue a través de este paradigma como se desarrolló la relación entre la Iglesia y el pueblo judío, como lo subraya el documento "Los dones y la llamada de Dios" en el párrafo 17:
Por parte de muchos Padres de la Iglesia, la así llamada teoría del reemplazo o sustitucionismo ganó un favor tan consistente, que en la Edad Media llegó incluso a representar la fundamentación teológica normal para la relación con el judaísmo: las promesas y los compromisos de Dios no se aplicarían más a Israel, porque no había reconocido a Jesús como el Mesías e Hijo de Dios, sino que se habrían transferido a la Iglesia de Jesucristo, que era ahora el verdadero “nuevo Israel”, el nuevo Pueblo elegido por Dios.
Tras los pasos de Jules Isaac, los investigadores siguen trabajando sobre las consecuencias de la teología de la sustitución. Kendall Soulen ha mostrado recientemente que la teología de la sustitución puede tener dos caras. Por un lado, existe una teología de la sustitución punitiva que afirma que Dios rechazó al pueblo judío porque no reconoció a su mesías. Por otro lado, hay una teología de la sustitución “económica”, que anula la vocación de Israel en nombre mismo del cumplimiento operado en Jesús. Como resume Matthew Tapie, “la teología de la sustitución económica supone que los judíos ya no son los elegidos de Dios porque la ley judía se ha cumplido y está obsoleta”.[4]
El trabajo emprendido por el Magisterio desde el Concilio Vaticano II ha tratado de derogar la teología de la sustitución -más en su forma punitiva que en su forma económica- y de limpiar cualquier rastro explícito que pudiera quedar dentro de la teología cristiana. Nuestra hipótesis es que este intento llegó a su límite. Es como si hubiéramos llegado al final de lo que era posible dentro de ese paradigma, del marco en el que concebíamos el lugar del pueblo judío en la teología.
Nuestro marco de referencia hasta ahora
Para comprender lo que está en juego, debemos decir algunas palabras sobre el marco de referencia en el que se ha construido nuestra relación con Israel. Intentaremos hacerlo cruzándolo con otra investigación realizada por el Institut de Sciences et de Théologie des Religions de Marsella (Francia), sobre el diálogo de salvación. Para decirlo de un modo sintético, el antiguo marco de referencia se construyó negando la permanencia del diálogo entre Dios e Israel. La teología tradicional situó rápidamente a la Iglesia como único interlocutor en el diálogo con Dios. Al ocupar el lugar de Israel, la Iglesia se entendía a sí misma de modo tal que sólo ella podía entablar legítimamente un diálogo con Dios, que sólo ella poseía las claves de su revelación al mundo.
En ese diálogo entre Dios e Israel, la Iglesia ha tenido una doble posición.
Por un lado, la Iglesia reconoció que antes de Jesús ese diálogo existía y daba frutos. La Iglesia ha heredado la Biblia. Pero este corpus es el depositario de lo que se ha desarrollado en el diálogo entre Dios y ese pueblo, un diálogo construido sobre la interpretación: un diálogo a través de acontecimientos históricos, revelaciones directas, “conversaciones” entre Dios y los miembros del pueblo judío.
Por otro lado, después de Jesús, al adoptar estas formas de relación con Dios, la Iglesia negó la legitimidad de Israel para seguir siendo interlocutor de Dios. Puesto que Israel no reconoció a Jesús como su mesías, la Iglesia decretó que ese diálogo había cesado, para ser sustituido por un diálogo exclusivo entre la Iglesia y Dios.
En torno a esta decisión no magisterial pero real,[5] se imponen varias observaciones:
- La Iglesia se inmiscuyó en un diálogo que no era el suyo.
- Habló en nombre de Dios y en su lugar. En cierto modo, empezó a decir cuál era el posible diálogo de Dios con Israel, y según qué criterios.
- Descalificó a Israel como interlocutor de un diálogo que se le escapaba.
Israel como interlocutor
El cambio del marco de referencia en el cual trabajamos consiste en devolverle un lugar al diálogo entre Dios e Israel, en relegitimar a Israel como interlocutor de un diálogo con Dios, diálogo que, en cierto modo, repercute en el diálogo entre la Iglesia y Dios. Esto significa sobre todo interesarse por el pueblo judío, por su historia y por lo que dice al respecto, porque no puede haber diálogo sin interlocutor. Relegitimar este diálogo implica reconocer a Israel como interlocutor vivo y actual en este diálogo con Dios. Se trata de considerar que el Pueblo de Israel está instituido por Dios. Que es por iniciativa de Dios que se establece un diálogo y que Israel vive de este diálogo con Dios, en el sentido de que es él quien le da su existencia, y el misterio es lo que Dios realiza a través de este diálogo. Desde este punto de vista, Israel es un signo de la salvación de Dios que se otorga al mundo.
Identificar las consecuencias de la negación del diálogo entre Dios e Israel no es una tarea sencilla. No es fácil tomar conciencia de los paradigmas en los que pensamos, ya que estos han modelado los conceptos, los lugares, los papeles y la misión misma de los protagonistas. Liberarse de esos paradigmas exige cierta perspectiva y la conciencia de que esta primera etapa del trabajo ciertamente no ha concluido. Puede que esté incluso en sus comienzos. Deberemos identificar todavía las distorsiones que consideramos correctas, y así ganar claridad sobre los condicionamientos que arrastramos. Pero también estamos trabajando en un segundo proyecto, que consiste en identificar las aristas de un nuevo marco de referencia que tenga en cuenta el diálogo permanente entre Dios y el Pueblo de Israel.
Para ello, algunas convicciones:
1/ Tenemos que “diseñar” una nueva arquitectura. No es posible reparar la antigua. Restaurar el lugar de Israel en una arquitectura de la que fue eliminado incluso antes de la formulación dogmática de la fe cristiana es una operación imposible. Ya no hay lugar para Israel en la cartografía teológica que hemos elaborado. Todo el sistema que conocemos y con el que estamos familiarizados ha sido diseñado considerando la desaparición de Israel del paisaje de la revelación.
El impacto de esta desaparición tiene consecuencias importantes. Esta simple constatación nos permite afirmar que toda reflexión que pretenda ser eclesiocéntrica, es decir, que tome a la Iglesia como centro, no tiene en cuenta la vocación propia de Israel. Del mismo modo, toda reflexión que haga de Jesucristo el único centro de la fe cristiana, sin vincularlo al Padre, al Espíritu Santo o a la historia que lo precede es imposible si se tiene en cuenta el misterio de Israel. Pues estas dos desviaciones sólo tienen lugar cuando al pueblo judío se le niega el estatus de interlocutor y se lo considera nada más que una arqueología. Es entonces todo un sistema que remite (del Hijo al Padre, de la Iglesia al Reino, de la Palabra a través de Israel...), que está en el corazón de la teología cristiana, lo que ha sido dañado por la teología de la sustitución.
2/ Muy pronto nos resultó evidente que si había que abandonar el viejo paradigma, no era sólo para devolverle su lugar al pueblo judío, sino también para que la teología cristiana pudiera explicar mejor los datos de la propia fe cristiana. Nuestro objetivo es añadir claridad y coherencia, no cambiar el contenido de la fe. Al situar a Israel en el lugar que le corresponde, recibimos mejor a Cristo. No creemos que negando la singularidad de Israel podamos explicar la universalidad de la salvación que pasa por Jesús.
3/ Como hemos dicho, la nueva arquitectura debe devolverle al Pueblo de Israel el lugar que le corresponde. Creemos que, para ello, debemos alejarnos de la modalidad competitiva en la que nos resulta tan fácil pensar las cosas, una modalidad que podría formularse simplemente así: “Si nosotros tenemos razón, los judíos están equivocados; si nosotros estamos equivocados, ellos tienen razón”. Se trata de no enfrentar a Dios con Dios. Si Dios eligió a Israel, ignorar esa elección equivale a ir contra la voluntad divina. La nueva arquitectura, el marco de referencia que intentamos construir, debe permitir confesar a Cristo sin condenar a Israel y, de este modo, creer en Jesucristo sin estar contra el pueblo judío. Sólo con esta condición podrá salir la Iglesia de su rivalidad con Israel y entrar en una auténtica colaboración.
El tema es complejo porque implica un verdadero desplazamiento del centro de gravedad que, para ser pensado, exige que nos liberemos de esquemas de pensamiento invisibles e inconscientes. Toda la dificultad reside en lograr desobedecer no a los datos de la fe cristiana, sino a la distorsión de esos datos generada por la teología de la sustitución y sus consecuencias. Si la Iglesia es católica “en la esperanza”,[6] la catolicidad de la Iglesia siempre será deficiente sin Israel. ¿Puede la teología ser verdaderamente católica sin tomar en cuenta seriamente la vocación propia de Israel?