En un texto de 1944, Albert Camus, que exigía la verdad, escribió: «Nuestras palabras nos comprometen y debemos serles fieles. Nombrar mal un objeto es aumentar la desgracia del mundo».
Añadió que trabajar sobre el lenguaje no es «un ejercicio bizantino de gramática, sino un cuestionamiento profundo, que no es ajeno al sufrimiento humano». Y sería poco decir que hay mucho sufrimiento en el mundo actual.
¿Cómo no pensar, en particular, en los dramas actuales en Oriente Medio, en Israel, Gaza y Líbano? La guerra siempre es cruel, pero estos conflictos lo son especialmente. Los informes muestran la extrema dureza de los bombardeos y los combates, que causaron muchas víctimas civiles palestinas y libanesas, por las que todos sentimos una profunda compasión. Junto con el papa Francisco y muchos líderes religiosos y políticos, sólo podemos reclamar la liberación de todos los rehenes y el fin de los combates para preparar el camino a una paz indispensable.
Pero no debemos olvidar cómo se iniciaron estas guerras. Estos días conmemoramos las masacres cometidas por Hamás el 7 de octubre de 2023. El objetivo era toda una población civil, sin distinción de edad, sexo o nacionalidad. Con un encarnizamiento particular contra las mujeres. Actos de una barbarie sin precedentes que fueron filmados y exaltados por sus propios autores. Como muestran sus videos, no mataban a «israelíes», sino a «judíos».
Consideremos también que esta cadena de violencia no está exenta de graves repercusiones en todo el mundo. Entre ellas, el vertiginoso aumento del antisemitismo en Francia. El sábado 24 de agosto, un hombre perpetró un atentado contra la sinagoga de La Grande Motte. Las imágenes de videovigilancia lo muestran armado, con una botella de gasolina en la mano, vestido con un keffiyeh y con una bandera palestina. Es imposible no establecer la conexión con algunos discursos radicales que se vienen produciendo desde hace varios meses.
Tras los ataques terroristas del 7 de octubre, asistimos a un cambio semántico, que se aceleró y se intensificó en las últimas campañas electorales. Se observa una inversión radical de los términos utilizados para referirse a la Shoah. Oímos, por ejemplo, las palabras «genocidio» y «exterminio» machacadas, asestadas, repetidas por ciertos dirigentes políticos, y luego ampliamente difundidas en las redes sociales, volviéndolas contra los israelíes e implícitamente contra todos los judíos. Las palabras tienen un significado, y cada una de ellas tiene un peso particular, sobre todo cuando se refieren al sufrimiento de un pueblo. En su excelente libro Comment, ça va pas? Conversations après le 7 octobre, Delphine Horvilleur lo recuerda: «Dar nombre a las cosas significa asumir en parte una responsabilidad por lo que llegan a ser».
Sí, las palabras tienen un significado y, en este caso, un significado jurídico preciso. Edgar Faure, el procurador general adjunto francés del Tribunal Internacional de Nuremberg, mostró cómo el régimen nazi del Tercer Reich había creado «un verdadero servicio público criminal». De este modo, la palabra genocidio determina una realidad aterradora que el futuro presidente del Consejo definió en 1947 del siguiente modo: «Un Estado ha decidido y anunciado, bajo la autoridad de su jefe supremo, que determinado grupo humano debe ser exterminado, en la medida de lo posible en su totalidad, incluidos ancianos, mujeres y bebés: decisión que este Estado aplicó a continuación con todos los medios a su alcance». La única motivación era el odio inextinguible a los judíos.
Debemos añadir que tenemos tal inversión de las palabras que los terroristas que asesinaron, en condiciones abominables, se convertirían en combatientes de la Resistencia. Este año conmemoramos precisamente la liberación de Francia hace ochenta años. A menudo se menciona la resistencia al nazismo. Pero ningún grupo de resistentes destruyó jamás un poblado. Siempre atacaron a soldados o milicianos. La resistencia luchaba contra la tiranía, y el terrorismo es una expresión de la tiranía. Un individuo que masacra a mujeres y niños después de torturarlos no es un héroe. Es un cobarde.
Vivimos una época de una confusión léxica general, en la cual las palabras más sencillas se invierten. Desgraciadamente, algunos medios de comunicación contribuyen a ello por su falta de cultura histórica, mientras que algunos políticos lo hacen por motivos electorales. Las palabras se desvían de su significado fundamental de tal manera que se niega la especificidad de la Shoah y los judíos se convierten colectivamente en culpables de crímenes que remiten a una supuesta inhumanidad. Pero las palabras expresan ideas, que a su vez pueden convertirse en acciones.
El resultado es una agresividad tan desinhibida que los sociólogos lo denominan «antisemitismo de clima», que, como dice Haïm Korsia, se está convirtiendo en «antisemitismo de hechos». Más que nunca, sobre todo en un contexto tan doloroso, obligarse a elegir las palabras adecuadas y evitar la tentación de «apartarse de la razón» es un deber moral, así como una responsabilidad espiritual y cívica, por el bien común y la preservación de una sociedad pacífica.