El replanteo de la relación con los judíos ha abierto los ojos de muchos católicos a la realidad viva del pueblo judío, su identidad y sus aspiraciones. Un documento de 1974 insiste en que “es importante que los cristianos procuren entender mejor los elementos fundamentales de la tradición religiosa judía y capten los rasgos esenciales con que los judíos se definen a sí mismos a la luz de su propia realidad religiosa...”[2] En la era posterior al Vaticano II, escuchando a los judíos, los católicos son cada vez más conscientes de que muchos judíos se definen hoy más como un pueblo que como una religión y, en ese sentido, muchos laicos reivindican una tierra que llaman “la Tierra de Israel” y se identifican con un Estado, “el Estado de Israel”, que existe desde 1948. En 2000, judíos de diversas confesiones religiosas publicaron un documento de ocho puntos que alentaba la relación con los cristianos, titulado Dabru Emet (Di la verdad). El tercer punto del documento decía: “El acontecimiento más importante para los judíos después del Holocausto fue el restablecimiento de un Estado judío en la Tierra Prometida. Como miembros de una religión bíblica, los cristianos aprecian que Israel fue prometida —y otorgada— a los judíos como centro físico de la Alianza entre ellos y Dios. Muchos cristianos apoyan al Estado de Israel por razones mucho más profundas que las meramente políticas”.[3]
Según Dabru Emet, dado que los judíos y los cristianos comparten un mismo lenguaje, basado en las Escrituras de Israel, también pueden compartir la idea de que la tierra de Israel fue prometida y donada a los judíos. Desde un punto de vista teológico, la elección de Israel por parte de Dios y el don de la tierra son temas centrales del Antiguo Testamento. Sin embargo, los cristianos entienden el Antiguo Testamento en referencia al Nuevo, y esto es especialmente cierto en temas como la elección de un pueblo y el don de la tierra. La fe en Jesús distingue la lectura cristiana de la Biblia de la lectura judía y, en el diálogo en curso con los judíos, es importante enunciar cómo afecta esto a la comprensión cristiana de la tierra y, en particular, a la cuestión de las fronteras.
En la narrativa del Antiguo Testamento, Dios prometió la tierra a Abraham y a sus descendientes. Finalmente, Dios llevó a Josué a conquistar la tierra como el lugar donde Israel viviría la relación de alianza con Dios en la observancia de la Torá. En el centro de esa tierra estaba Jerusalén, la Santa Sion, y en el centro de Jerusalén, el Templo, morada de la perdurable presencia divina. No hay que olvidar, sin embargo, que la tierra, aunque dada a Israel en el Antiguo Testamento, siempre perteneció en última instancia a Dios (cf. Levítico 25, 23), un lugar donde Israel sería la “luz para los gentiles” (cf. Isaías 42,6; 49, 6), atrayendo a todas las naciones a Jerusalén, que irían allí a aprender la Torá (cf. Isaías 2, 3). Según el lenguaje de las Escrituras, en particular de los libros de la tradición deuteronómica, la tierra se perdió a causa de los pecados de Israel. Sin embargo, por gracia, una afirmación de la fidelidad de Dios, Dios hizo volver al pueblo en tiempos del rey Ciro de Persia. El exilio dio paso al retorno, la muerte a la resurrección. El canon judío de las antiguas Escrituras de Israel termina con las palabras de Ciro, dirigidas a los exiliados: “Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, El que esté entre vosotros de todo su pueblo, sea su Dios con él y suba (a Sion)” (2 Crónicas 36, 23).
La Iglesia ha organizado las Escrituras de un modo diferente, situando 2 Crónicas en medio de la saga de Israel en el Antiguo Testamento. La epístola de Ciro es un acontecimiento más que lleva la narrativa hacia la promesa del final del Antiguo Testamento, la llegada del Día del Señor en el Libro de Malaquías con la figura de Elías. En el Nuevo Testamento, Juan anuncia ese Día y señala la aparición de Jesús de Nazaret, que transfigurará las fronteras entre pueblos y tierras, llevando en última instancia a la disolución de esas fronteras. Es evidente que la comprensión cristiana de la tierra cambia en el paso del Antiguo al Nuevo Testamento. Un documento de 2001 de la Pontificia Comisión Bíblica señala: “Una de las bienaventuranzas transforma el sentido geográfico e histórico en otro más abierto, ‘los mansos poseerán la tierra’ (Mateo 5,5): ‘la tierra’ equivale aquí a ‘el reino de los cielos’ (5,3.10) en un horizonte escatológico que es a la vez presente y futuro”.[4] A primera vista, la tierra parece casi haber desaparecido en los escritos del Nuevo Testamento, ya que los cristianos consideran que su patria es el cielo (cf. Hebreos 11,13-16). Sin embargo, la tierra no está ausente, sino que es transfigurada por Cristo resucitado, pues las fronteras que separan una tierra de otra, un pueblo de otro, se disuelven progresivamente a medida que se extiende el Evangelio. La continua expansión de la tierra se hace evidente a medida que el Evangelio se difunde en un lugar tras otro, documentado en los Hechos de los Apóstoles, desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. La tierra ya no es exclusivamente la tierra de Israel, sino que se expande para incluir a todas las tierras donde se predica y se vive el Evangelio. Derribar fronteras es un aspecto central de la misión de Cristo:
Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. (Efesios 2,14-18).
Aunque los judíos y los católicos comparten un lenguaje común derivado de las Escrituras, no siempre comparten una concepción teológica común de ese lenguaje y sus implicaciones, ya que están arraigados en dos concepciones religiosas distintas. De hecho, muchos cristianos dudarían en utilizar textos del Antiguo Testamento para justificar ideologías y políticas del siglo XX en Oriente Medio. Después de 1948, la Iglesia Católica procedió con lentitud y cautela cuando llegó el momento de tratar con el Estado de Israel, en parte debido a las traumáticas circunstancias en las que se estableció el Estado. Tras décadas de vacilación, la Santa Sede inauguró relaciones diplomáticas plenas con este Estado en 1994, un momento en que la paz entre israelíes y palestinos parecía inminente. Sin embargo, a pesar del reconocimiento diplomático del Estado, algunos judíos han seguido lamentando la continua reticencia de la Iglesia a afirmar el significado teológico de la reivindicación judía de la Tierra y la existencia del Estado. Invitado a hablar junto al cardenal Kurt Koch, responsable de la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos, en la presentación del documento de 2015 que celebra el 50 aniversario del párrafo 4 de Nostra aetate, el rabino David Rosen comentó esta cuestión: “Tal vez entonces se me permita... señalar que para respetar plenamente la autocomprensión judía, también es necesario apreciar la centralidad que tiene la Tierra de Israel en la vida religiosa histórica y contemporánea del pueblo judío, y eso parece faltar”.[5]
Mientras que el documento de 1965 no hace mención alguna a Israel, ni a la Tierra ni al Estado, el texto de 2015 sí menciona al Estado de Israel en dos ocasiones. La primera vez cita el documento de 1985 de la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos:
“Los cristianos son animados a comprender este vínculo religioso (judío a la tierra), que hunde sus raíces en la tradición bíblica, sin por eso apropiarse de una interpretación religiosa particular de esta relación (cf. Declaración de la Conferencia de Obispos Católicos de USA, 20 de noviembre de 1975). Por lo que toca a la existencia del Estado de Israel y sus opciones políticas, deben ser encaradas en una óptica que no es en sí misma religiosa, sino referida a los principios comunes del derecho internacional”.[6]
La segunda vez lo hace en relación con la justicia y la paz: "En el diálogo judeo-cristiano, la situación de las comunidades cristianas en el Estado de Israel es de gran relevancia, ya que allí -como en ningún otro lugar del mundo- una minoría cristiana se enfrenta a una mayoría judía. La paz en Tierra Santa -que falta y por la que se reza constantemente- desempeña un papel fundamental en el diálogo entre judíos y cristianos.”[7] Sin embargo, algunos católicos están presionando para promover una afirmación católica de la importancia teológica de la reivindicación judía sobre la tierra y el Estado.[8]
Aunque hoy en día la Iglesia actúa con cautela, los judíos tienen derecho a replicar que la Iglesia no siempre ha actuado de ese modo. La ideología imperial que se desarrolló cuando los cristianos accedieron al poder terrenal contradecía la concepción neotestamentaria de la tierra, al menos desde la época del emperador Constantino en el siglo IV en adelante. El imperio cristiano fomentó un entusiasmo por unas fronteras que había que defender y unos territorios que esperaban ser conquistados en el intento constante de ampliar esas fronteras. En la Edad Media, una cristiandad militarizada fue a la guerra para “liberar” a Jerusalén de los musulmanes, que para algunos representaban una forma resucitada de judaísmo.[9] La enseñanza del desprecio a los musulmanes ha sido paralela a la enseñanza del desprecio a los judíos. Para muchos, durante las Cruzadas, la guerra era doble: contra el enemigo interior (los judíos) y el enemigo exterior (los musulmanes). Los cruzados, inspirados por la Biblia, se veían a sí mismos como guerreros guiados divinamente, y los ecos de una mentalidad cruzada resuenan a través de la larga historia del colonialismo europeo. Exploradores y conquistadores allanaron el camino de misioneros y predicadores. Frente a los cristianos victoriosos, confirmados por Dios en sus victorias, los judíos eran representados como derrotados y subyugados, habiendo perdido la tierra de sus antepasados a causa de su perfidia. ¿No lo había profetizado incluso Jesús?[10] Se los consideraba condenados a ser un pueblo errante.[11]
Tomar conciencia de que los judíos han sufrido a causa del empoderamiento cristiano, a menudo basado en una lectura poco ética de los textos bíblicos, es fundamental para repensar las relaciones judeo-cristianas después del Concilio Vaticano II. Los mecanismos que vinculan el empoderamiento cristiano con la marginación judía deben ser descubiertos y transformados, y los supuestos principios teológicos que están en la base de esos mecanismos deben ser arrancados de raíz. Los católicos han comenzado la importante tarea de reformular sus actitudes hacia los judíos, una bendición de nuestra época; sin embargo, un desafío igualmente importante es garantizar que la reformulación de una teología cristiana purificada de antijudaísmo e imbuida del nuevo lenguaje del diálogo y la colaboración judeo-cristianos no legitime a su vez nuevos mecanismos de empoderamiento y exclusión. Toda reflexión católica sobre la Tierra y el Estado de Israel debe tener en cuenta el contexto político, social, económico y cultural de Israel/Palestina. Esto incluye un examen minucioso de cómo las reivindicaciones judías y las políticas israelíes se relacionan con el bienestar de las comunidades cristianas y musulmanas autóctonas, las aspiraciones del pueblo palestino, así como la protección de los Santos Lugares del cristianismo y el islam.
Mientras que la preocupación de la Iglesia por los Santos Lugares y las comunidades de fe parece bastante natural, la preocupación de la Iglesia por la justicia y la paz no es simplemente una cuestión política o diplomática, sino que es parte integrante de la misión de la Iglesia. La Constitución Pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II especifica:
La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano.[12]
La Iglesia formula su posición sobre la actual situación de conflicto en Israel/Palestina con un sentido de responsabilidad moral y sin limitar su discurso a fórmulas bíblicas o especulaciones teológicas.
A lo largo de las últimas décadas, remontándonos al inicio del conflicto actual, en el período posterior a la Primera Guerra Mundial, la Iglesia ha desarrollado un sofisticado discurso sobre la tierra de Israel/Palestina, sus habitantes y sus estructuras de gobierno. Este lenguaje une la Escritura, la tradición, la preocupación por las comunidades cristianas, el compromiso de diálogo con judíos y musulmanes, y una insistencia especial en promover la justicia y la paz para israelíes y palestinos. Este discurso de múltiples capas no es un ejercicio de diplomacia, sino un proyecto dinámico para decir la verdad en una situación de división, conflicto y violencia.[13] Además, la Iglesia universal no puede promover un discurso espiritual o teológico abstracto sobre una tierra en la que los miembros de la Iglesia local se enfrentan a las realidades cotidianas de la discriminación y la ocupación que afectan a los palestinos cristianos como afectan a todos los palestinos y judíos que viven en la zona. Los intentos de la Iglesia local de hacer frente a estas realidades tienen un impacto muy importante en la reflexión sobre las cuestiones de la tierra y el Estado en la Iglesia universal. Las reivindicaciones judías sobre la tierra que apelan tanto a la autoridad bíblica como al sufrimiento judío en la historia también deben verse a la luz del exilio del pueblo palestino de su patria y de sus experiencias de discriminación y ocupación en los territorios que Israel gobierna hoy. El patriarca Michel Sabbah, cabeza de la Iglesia Católica Romana en Tierra Santa durante más de veinte años, planteó la candente cuestión teológica en su carta pastoral de 1993: “¿Podríamos (los palestinos) ser víctimas de nuestra propia historia de salvación, que parece favorecer al pueblo judío y condenarnos a nosotros? ¿Es esa realmente la Voluntad de Dios ante la que debemos inclinarnos inexorablemente, exigiendo que nos despojemos nosotros mismos en favor de otro pueblo, sin posibilidad de apelación o discusión?”[14]
Según la enseñanza de la Iglesia actual, el pueblo judío, como todos los pueblos, tiene derecho a expresarse en sus propios términos como pueblo. Marginado durante siglos, el nacionalismo judío, el sionismo, rechazó esa marginación y luchó por su empoderamiento. La Iglesia comprende el vínculo histórico, religioso y emocional de los judíos con la tierra, rechazando hoy los siglos de enseñanza tradicional que condenaban a los judíos a un estado perpetuo de exilio como castigo por su negativa a aceptar a Cristo. Sin embargo, el reconocimiento por parte de la Iglesia de la especificidad actual del pueblo judío y su respeto por el apego de los judíos a la tierra de Israel no deben entenderse como una legitimación de la determinación política e ideológica de gobernar exclusivamente la tierra. La Iglesia desconfía de un lenguaje de derechos exclusivos, sobre todo cuando suplanta los derechos de los demás. En cambio, la Iglesia reconoce la autoridad del “derecho internacional” que establece criterios para promover la justicia, la igualdad y la paz en cualquier contexto.[15]
Por otra parte, hay que señalar que no existe unanimidad entre los propios judíos con respecto al Estado de Israel. El sionismo ha suscitado recelo e incluso hostilidad por parte de algunos judíos, y muchos otros judíos han criticado las opciones políticas adoptadas por los dirigentes sionistas, especialmente en relación con el pueblo palestino.[16] Martin Buber, renombrado pensador judío, escribió ya en mayo de 1948, en medio de la guerra que acompañó a la creación del Estado de Israel: “Hace cincuenta años, cuando me uní al movimiento sionista para el renacimiento de Israel, mi corazón estaba entero. Hoy está desgarrado. La guerra que se libra por una estructura política corre el riesgo de convertirse en cualquier momento en una guerra de supervivencia nacional... Ni siquiera puedo alegrarme al anticipar la victoria, pues temo que el significado de la victoria judía sea la ruina del sionismo...”.[17] La suya era una voz de angustia que se alzaba al ver la génesis del militarismo israelí y temer que condujera a la desaparición de su forma de humanismo sionista. Su angustia se agudizó cuando las autoridades israelíes se negaron a relacionarse con los refugiados palestinos e instituyeron el gobierno militar sobre los árabes que no habían huido del territorio convertido en el Estado de Israel (una situación que no terminó hasta 1966, unos meses después de la muerte de Buber). Él no vivió para ver la imposición de la ocupación militar en los territorios ocupados por Israel en la guerra de 1967. También fue profética en su incisivo análisis del lado más oscuro del sionismo la filósofa judía Hannah Arendt. Dedicada al estudio del totalitarismo en sus formas modernas, Arendt advirtió sobre los peligros del sionismo para el pueblo judío. En un artículo de 1945, Arendt escribió: “Si los sionistas siguen ignorando a los pueblos mediterráneos y estando solamente atentos a las grandes potencias lejanas, aparecerán sólo como sus instrumentos, los agentes de intereses extranjeros y hostiles. Los judíos que conocen su propia historia deberían ser conscientes de que tal estado de cosas conducirá inevitablemente a una nueva oleada de odio a los judíos.”[18] Sin embargo, la mayoría de los judíos ven en el Estado de Israel algo más que simplemente un Estado como los otros.
Sin duda, la enseñanza sobre el exilio de los judíos como castigo divino debe rechazarse por ser una traición al Evangelio de la fidelidad de Dios. Pero la alternativa no es la afirmación teológica del nacionalismo judío, sino el rechazo de todas las formas de enseñanza del desprecio que afirmen derechos exclusivos para unos y exclusión para otros. La insistencia sionista en la soberanía nacional, definida como judía, está en aguda tensión con el reconocimiento de los derechos de todos los ciudadanos del Estado de Israel, incluidos los que no son judíos. La realidad de más de setenta años de Estado israelí se manifiesta en la experiencia de aquellos ciudadanos que se enfrentan a múltiples formas de discriminación, marginación y exclusión por ser “no judíos” en el Estado judío. Ellos también deben tener voz, no sólo en el ámbito político, sino en las conversaciones teológicas sobre la Tierra y el Estado de Israel. Cualquiera sea el marco que se establezca para la solución del conflicto palestino-israelí, ya sean dos Estados que convivan o un Estado único para todos, el principio último para una solución duradera es la dignidad de la persona humana y la igualdad en derechos y deberes. Una declaración de 2019 de los obispos católicos de Tierra Santa subrayaba este principio:
Promovemos una visión según la cual todos en esta Tierra Santa tengan plena igualdad, la igualdad que corresponde a todos los hombres y mujeres creados iguales a imagen y semejanza de Dios. Creemos que la igualdad, cualesquiera que sean las soluciones políticas que se adopten, es una condición fundamental para una paz justa y duradera. Hemos vivido juntos en esta tierra en el pasado, ¿por qué no habríamos de vivir juntos también en el futuro? Esta es nuestra visión de Jerusalén y de toda la tierra, llamada Israel y Palestina, entre el río Jordán y el mar Mediterráneo.[19]
Cuando los judíos y los católicos contemplan la tierra y sus habitantes, puede que no estén unidos en una visión común, pero sin duda pueden estar unidos en una oración común por la paz y por el bienestar de todos los que viven allí.