No discrepo en casi nada de lo que expuso en su presentación. Sus puntos de vista coinciden en gran medida con los míos. De modo que mis palabras de hoy tendrán la forma de un comentario ampliado sobre los puntos de vista que ha presentado, así como algunas opiniones sobre lo que he denominado la búsqueda de una “teología de la pertenencia”, que ha aparecido en el nuevo volumen Enabling Dialogue About the Land, una colección de ensayos de académicos occidentales y palestinos, judíos y musulmanes.[1] Espero estimular así un debate más productivo sobre las complicadas y a veces controvertidas cuestiones planteadas por el padre Neuhaus en su conferencia.
Al comienzo de su presentación, el padre Neuhaus citó la declaración de 1974 de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos. Su afirmación de que un gran número de judíos considera hoy la existencia del Estado de Israel como parte integrante de su identidad, aunque no deseen vivir allí personalmente, es fundamental para cualquier diálogo con los judíos. La siguiente cita del P. Neuhaus del documento judío sobre el cristianismo, Dabru Emet (Di la verdad),[2] subraya que los judíos se consideran en gran medida a sí mismos como un pueblo y no sólo como una comunidad religiosa. Esto es crucial si queremos tomarnos en serio el mandato del Vaticano de que los cristianos deben llegar a comprender a los judíos como ellos se definen a sí mismos. Este es el punto de partida necesario para un auténtico diálogo judeo-cristiano. Este sentido de un vínculo fundamental con Israel, aunque expresado de diversas formas religiosas y seculares, es algo que los cristianos católicos deben comprender si quieren entablar conversaciones productivas con miembros de la comunidad judía.
El segundo punto importante planteado por el padre Neuhaus se refiere a la cuestión de la tradición de la tierra judía en el Nuevo Testamento. Como sostuvieron algunos estudiosos, entre ellos, el difunto John Townsend, que enseñó en el Seminario Episcopal de Harvard (así como en la propia universidad), en el marco de los debates del Grupo de Académicos Cristianos para las relaciones cristiano-judías (del que tanto él como yo fuimos miembros), el Nuevo Testamento apenas menciona la tradición de la tierra judía. Ni la rechaza ni la afirma.
Sin embargo, el debate en torno al silencio básico del Nuevo Testamento sobre la tradición de la tierra judía no puede terminar ahí. Cómo entendemos su presencia continuada en el cristianismo depende en gran medida de cómo vemos el papel del Primer o Antiguo Testamento en la autoidentidad cristiana. Históricamente, en nuestros mejores momentos hemos dicho que el Antiguo Testamento contiene perspectivas religiosas que se desarrollaron luego en el cristianismo. En nuestros peores momentos, hemos argumentado que los puntos de vista que se encuentran en la tradición judía precristiana eran básicamente superficiales, en contraste con las perspectivas cristianas, y que el único propósito de la tradición judía es ilustrar la superioridad del cristianismo. Parte de este punto de vista clásico dentro de la Iglesia consistía en sostener que sólo los eruditos cristianos podían interpretar el Antiguo Testamento con autenticidad. Un ejemplo de la presencia continua de este punto de vista se encuentra en la publicación The Bridge, un anuario sobre cristianismo y judaísmo lanzado mucho antes del Vaticano II por monseñor John Osterreicher, que desempeñó un papel central en la formulación del cuarto capítulo de Nostra Aetate, que redefinió significativamente la relación entre católicos y judíos. Los volúmenes publicados antes del Concilio carecían de contribuciones de estudiosos judíos debido a esta persistente mentalidad. Sólo los intérpretes cristianos podían entender correctamente los textos bíblicos judíos, que debían leerse a través de la lente de la fe cristiana. Sólo en el volumen de The Bridge que apareció después del Vaticano II encontramos artículos de autores judíos. Esa misma perspectiva se encuentra en presentaciones visuales cristianas como la de la fachada de la catedral de Estrasburgo, Francia, que presenta al judaísmo y al cristianismo bajo la apariencia de dos personas, una desaliñada, encorvada y ciega que sostiene una Torá rota, y la otra, una joven brillante y vivaz que sostiene con orgullo el Nuevo Testamento.
Una segunda ilustración de esta actitud predominante hacia las Escrituras hebreas me llegó cuando participé en una conferencia internacional realizada en el Centro Jesuita de Viena. En las salas del Centro había un ejemplar de “la Biblia”. Pero sólo contenía el Nuevo Testamento. Evidentemente, esto enviaba un mensaje al que me opuse públicamente, para gran incomodidad del director del centro. Según este punto de vista, el Antiguo Testamento tiene, en el mejor de los casos, un valor marginal para los cristianos; al final, sólo cuenta el Nuevo Testamento. La perspectiva clásica afecta sin duda a nuestra interpretación de la forma en que la Iglesia entiende la tradición de la tierra judía.
Los biblistas modernos han planteado un importante desafío a la interpretación cristiana clásica. Ahora se considera que Jesús actuó en un contexto completamente judío, aprovechando la riqueza de la tradición farisaica, como afirmaba la declaración de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos en su documento de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de Nostra Aetate.[3] Los estudiosos contemporáneos sitúan a Jesús y sus enseñanzas en el contexto judío de su época. En su discurso en Maguncia (Alemania), el papa Juan Pablo II lo dijo de un modo más poético cuando insistió en que cuando miramos al cristianismo, encontramos el judaísmo en su corazón.[4] No había “Antiguo Testamento” para Jesús y sus primeros seguidores. Sólo existían “las Escrituras”, que formaban parte integrante de su identidad religiosa dentro de una tienda judía en la que había cabida para una gran variedad de puntos de vista, incluso conflictivos.
Por lo tanto, aunque la interpretación exacta de la tradición de la tierra judía por parte de Jesús y de la Iglesia primitiva pueda seguir siendo algo confusa, está claro que no existe ninguna base para sostener que el cristianismo primitivo la rechazara totalmente. Y cuando volvemos a apreciar la validez permanente de las Escrituras hebreas como revelación positiva dentro de la Iglesia, debemos afirmar que no hay base para su rechazo total desde una perspectiva teológica. Desgraciadamente, esta no fue la interpretación surgida entre muchos de los Padres de la Iglesia. Muchos escritores patrísticos, como Tertuliano, Justino y especialmente Agustín, crearon lo que a menudo se denomina la perspectiva Adversus Judaios (“Contra los judíos”). Esta perspectiva teológica argumentaba que, como parte de su castigo por rechazar a Jesús como el Mesías judío prometido, los judíos nunca tendrían un Estado propio. Se los relegaba a ser perpetuos errantes entre las naciones del mundo, viviendo miserablemente y al margen de las sociedades cristianas. Este punto de vista se implantó en la cultura cristiana occidental, hasta el punto de llegar a llamar “judío errante” a una planta. A veces he oído preguntar a la gente: “¿Por qué los judíos teologizan a Israel en lugar de verlo simplemente como uno más entre la multiplicidad de Estados-nación?” Tenemos que responder a esos argumentos recordando a la gente que fue el cristianismo el que teologizó en muchos sentidos la cuestión de la tierra en relación con los judíos.
En las últimas décadas, varias declaraciones importantes se han alejado de esta perspectiva cristiana clásica sobre los judíos y la tierra. El papa Juan Pablo II, en su declaración de 1984 Redemptions Anno,[5] escribió lo siguiente: “Para el pueblo judío que vive en el Estado de Israel y que conserva en esa tierra tan preciosos testimonios de su historia y de su fe, debemos pedir la deseada seguridad y la justa tranquilidad que es prerrogativa de toda nación y condición de vida y de progreso para toda sociedad”.
Un giro crítico en la perspectiva católica sobre Israel tuvo lugar el 30 de diciembre de 1993, cuando la Santa Sede y el Estado de Israel firmaron lo que se denomina el Acuerdo Fundamental.[6] Este acuerdo era básicamente un documento político que establecía normas entre ambas entidades sobre una serie de cuestiones particulares. Pero también tenía un significado más amplio. Constituyó el último clavo en la larga teología católica sobre la errancia judía. Este acuerdo representaba una evolución del pensamiento católico de varias décadas sobre la cuestión de la tierra judía. El papa Juan Pablo II prestó un considerable apoyo personal a esta iniciativa y, según todos los indicios, favoreció fuertemente este cambio en la política oficial católica durante algún tiempo antes de que se materializara a fines de 1993. La preocupación por la situación de las pequeñas comunidades católicas en varios países de mayoría musulmana mantuvo en suspenso el reconocimiento diplomático oficial del Estado de Israel. Sólo cuando Israel negoció los acuerdos de paz con Egipto y Jordania, la Secretaría de Estado vaticana consideró que ya era posible avanzar hacia el reconocimiento diplomático formal de Israel.
Esta acción por parte de la Santa Sede declaró que la noción de la errancia perpetua judía como castigo por rechazar a Jesús como el Mesías prometido, desarrollada por Agustín y los demás autores patrísticos, ya no podía considerarse auténtica enseñanza católica. En un interesante e importante intercambio de cartas entre el rabino Eugene Borowitz, un destacado erudito judío y uno de los primeros participantes en el nuevo diálogo generado por Nostra Aetate, y el teólogo del Vaticano II Karl Rahner, S.J., el rabino Borowitz, que fue editor de la revista judía Sh'ma, planteó directamente la pregunta: ¿Queda alguna objeción teológica a que los judíos tengan una patria propia después del Vaticano II? La respuesta del P. Rahner fue sucinta y muy clara: No, esas objeciones teológicas clásicas ya no se sostienen después del Concilio. El rabino Borowitz publicó la respuesta del padre Rahner en la revista que dirigía.
El Acuerdo Fundamental repudiaba no sólo la teología original de la errancia perpetua en el catolicismo con respecto a los judíos, sino también las perspectivas teológicas posteriores en el periodo de las Cruzadas, que recibieron un nuevo impulso gracias a los poderosos sermones de predicadores que instaban a la reconquista de Jerusalén como responsabilidad católica central. Si bien el objetivo inmediato era purgar a Jerusalén del control musulmán, los judíos también eran amenazados de muerte si intentaban recuperar el control de la ciudad en el futuro.
El padre Neuhaus tiene razón cuando afirma que la mentalidad de las Cruzadas, arraigada en gran parte en la teología católica del judío errante, no sólo llevó al asesinato real de judíos y musulmanes, en lo que se presentó como una responsabilidad por mandato divino, sino que también abrió la puerta a una fusión de esa teología con las acciones colonialistas en todo el catolicismo europeo. Como él dice: “Los exploradores y los conquistadores les allanaron el camino a los misioneros y los predicadores”. La teología patrística de la errancia de los judíos condujo finalmente a la posterior vinculación de la bandera y la cruz en la Iglesia. Proporcionó una base para la validación teológica de la apropiación colonial de la tierra. Se consideraba que el derecho a poseer tierras exigía una creencia correcta que sólo poseían los católicos.
El Acuerdo Fundamental también socavó el punto de vista teológico que había establecido el papa Pío X, cuando los judíos comenzaron a desarrollar estrategias políticas para el restablecimiento de una patria judía. Cuando Theodor Herzl, considerado el fundador de esta nueva iniciativa judía, visitó al papa Pío X en Roma, el 25 de enero de 1904, para pedir el apoyo del Vaticano a su iniciativa, fue claramente reprendido. El Papa declaró que, si bien el Vaticano no podía bloquear el regreso de los judíos a Palestina, tampoco podía apoyarlo. El papa Pío X le indicó a Herzl que habría misioneros católicos cuando los judíos llegaran a Tierra Santa. La respuesta del Papa estaba claramente condicionada por la perspectiva católica clásica enraizada en Agustín: Los judíos no han aceptado a Jesús y, por lo tanto, la Iglesia no puede validar el retorno judío a Palestina con la intención de restaurar la nación judía en esa región. Así que hubo que superar esta respuesta papal negativa inicial para que la Iglesia pudiera firmar el Acuerdo Fundamental. La afirmación del Concilio Vaticano II de la continuidad de la relación de alianza de los judíos con Dios después del acontecimiento de Cristo fue crucial para este proceso. Porque si los judíos seguían manteniendo una relación de alianza tras la venida de Cristo, no había ninguna base para la idea tradicional de exclusión territorial judía. La opinión de Karl Rahner, mencionada anteriormente, reforzó este importante giro teológico. El difunto teólogo canadiense Gregory Baum, que participó en la redacción de Nostra Aetate, sostuvo que el cambio en el pensamiento católico sobre la continuidad de la inclusión de la alianza judía representaba tal vez el cambio más significativo en el magisterio ordinario de la Iglesia que surgió del Concilio Vaticano II.[7]
Esta alteración fundamental del punto de vista católico sobre la tradición de la tierra judía también se vio respaldada por el trabajo de los eruditos cristianos, en particular los que se dedicaban a los estudios bíblicos. Charlotte Klein, Bruce Williams, OP, y Kurt Hruby estuvieron entre los primeros que abordaron esta cuestión. Más recientemente, W.D. Davies, Robert Wilken, Walter Brueggemann y Richard Lux han hecho avanzar el debate. Los puntos de vista de Davies y Brueggemann en particular han generado un debate considerable en los círculos académicos.
Para destacar los puntos de vista de Davies y Brueggemann: ambos subrayan la importancia de la tradición de la tierra judía para el pensamiento cristiano, aunque cada uno tiene un enfoque algo diferente. Para Brueggemann, la importancia de la tradición de la tierra en el judaísmo sigue siendo un cimiento de la comprensión de la fe cristiana. Vinculados como estamos los cristianos a la tradición de la tierra judía a través de Jesús, la Iglesia no puede considerarse como una realidad totalmente celestial, sino como una realidad profundamente arraigada en la historia humana y en la tierra que habita. Aunque algunas de las opiniones de Brueggemann sobre la realidad actual del conflicto entre Israel y Palestina siguen siendo controvertidas, no cabe duda de su firme compromiso con la importancia permanente de la tradición de la tierra en el judaísmo, que es fundamental para la tradición de la alianza y que la Iglesia comparte con el pueblo judío. Este significado adquiere mayor importancia, añadiría yo, en estos tiempos en que los cristianos están siendo llamados por el papa Francisco a un mayor sentido de responsabilidad ecológica. Brueggemann se une a W.D. Davies y al difunto erudito episcopal John Townsend al reconocer cierta ambigüedad en el Nuevo Testamento con respecto a la tradición de la tierra, a pesar de su compromiso personal con su importancia.[8]
Davies cree que el Nuevo Testamento nos deja un doble testimonio en relación con su herencia de la tradición de la tierra del judaísmo. Por un lado, el cristianismo no puede evitar lidiar con el significado de la tradición de la tierra en el judaísmo para su propia autocomprensión. Por otro lado, la creencia en Cristo universalizó esa tradición de la tierra heredada. Aunque Jerusalén y sus alrededores siguen siendo un motivo importante para la auténtica creencia cristiana, es necesario reconocer que la presencia universal de Cristo convierte en sagrada la tierra en todas partes. Estoy básicamente de acuerdo con Davies en esta cuestión. Como cristianos, compartimos con nuestros hermanos y hermanas judíos una comprensión de la tierra a través de la proclamación judía del carácter sagrado de Jerusalén. Pero también consideramos que el acontecimiento de Cristo amplió los límites de la tradición original de la tierra, al tiempo que apreciamos que los judíos sigan centrándose en el significado particular de Jerusalén. Desde la perspectiva de Davies y la mía, no se trata de una cosa o la otra, sino de ambas. El acontecimiento de Cristo no eliminó la especial atención que el judaísmo prestaba a la sacralidad de Jerusalén. Sin embargo, como cristianos, debemos mantener que, como principio teológico fundamental, Chicago, Buenos Aires, Roma, Dublín, etc. comparten la tradición bíblica de la sacralidad de la tierra.[9]
Hacia el final de su conferencia, el padre Neuhaus planteó cuestiones relativas a las tensiones contemporáneas en Israel/Palestina. Coincido plenamente con su perspectiva de que el debate sobre la tradición de la tierra no puede separarse totalmente de estas realidades. Los derechos actuales de judíos y palestinos y su expresión territorial deben integrarse en el debate teológico y teórico. La última propuesta para avanzar hacia la paz presentada por la reciente administración presidencial estadounidense, aunque supone algunos avances importantes en las relaciones entre israelíes y árabes, es totalmente inadecuada en lo que respecta a la cuestión palestina-israelí. El diálogo católico-judío debe poner estas cuestiones en el centro de la mesa de diálogo. Como me dijo el profesor Yechezkel Landau, un antiguo colega en las relaciones judeo-cristianas: por muy válidas que sean las reivindicaciones territoriales que emanan de la tradición judía, deben integrarse con las justas reivindicaciones de derechos y la expresión nacional de otros que residen hoy en la zona.
Por último, permítanme añadir unas palabras sobre un proyecto que ha ocupado mi atención en el contexto del comité de teología del Consejo Internacional de Cristianos y Judíos. Tiene que ver con el desarrollo de lo que yo denomino una “teología de la pertenencia” en términos de la tradición original de la tierra. Una teología de la pertenencia busca textos en las respectivas tradiciones religiosas para fundamentar la presencia del otro en la misma tierra. En el caso de Israel-Palestina, esto involucra a judíos, cristianos y musulmanes. Para una exposición más detallada de mi punto de vista sobre este tema, puede consultarse mi ensayo en el nuevo volumen Enabling Dialogue About the Land, mencionado anteriormente.[10]
Para terminar, permítanme expresar una vez más mi sincero agradecimiento al P. Neuhaus por sus importantes reflexiones basadas en su presencia vivida en Israel/Palestina. Espero haber aportado algunas perspectivas adicionales al debate, que puedan generar nuevos debates.