De un pasado histórico a un futuro teológico

El rabino Alon Goshen-Gottstein, director de la Elijah School para el estudio de la Sabiduría de las Religiones del Mundo, en Jerusalén, propone que las relaciones judeo-cristianas, hoy centradas en la cooperación práctica, incluyan un diálogo teológico, también con las demás religiones.

De un pasado histórico a un futuro teológico

Cuando se reflexiona sobre el futuro de las relaciones judeo-cristianas, surge inmediatamente una importante distinción: las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo como sistemas religiosos, y las relaciones entre judíos y cristianos como miembros de esas tradiciones de fe. Aunque ambos aspectos están estrechamente relacionados, son también significativamente diferentes. Según consideremos el futuro y el pasado del judaísmo y del cristianismo como sistemas de fe o como comunidades de fe, aparecen dos conjuntos de temas. Si nos concentramos en las relaciones entre judíos y cristianos, nos internamos en primer lugar en el terreno de la historia. El problema consiste en la dolorosa historia que ambos compartieron, y en encontrar maneras de seguir adelante más allá de ese doloroso pasado. En cambio, si nos concentramos en el judaísmo y en el cristianismo como tales, entramos en el terreno de la teología y el estudio de la religión. Las cuestiones que se plantean en este contexto podrían ser teóricamente idénticas a las que se plantean en la relación de cualquier par de religiones, sin las particularidades de la historia de las relaciones entre cristianos y judíos.

La perspectiva de la historia

Probablemente, la mayoría de las discusiones sobre “relaciones judeo-cristianas” se refieran a la relación histórica entre ambas comunidades. Una gran parte de este diálogo durante los últimos cincuenta años estuvo dedicada a temas surgidos de la penosa historia de ambos grupos. Esto tiene mucho que ver con el carácter histórico del judaísmo, y con su caracterización como religión de un pueblo particular. Es también una comprensible consecuencia de la necesidad de encarar temas históricos, especialmente temas del pasado reciente. Si consideramos que el diálogo judeo-cristiano creció, en gran medida, a partir del Holocausto y del examen de conciencia cristiano provocado por ese hecho, el contexto histórico parece el terreno natural del encuentro judeo-cristiano. ¿Qué podría ser más natural que situar las discusiones entre ambas comunidades en el marco de las relaciones históricas entre cristianos y judíos?

Sin embargo, a menudo descubrimos que este enfoque trae múltiples complicaciones, creando una dinámica de avances y retrocesos en las relaciones judeo-cristianas. Poner el acento en el pasado, cuya culminación se encuentra en los dolorosos recuerdos del Holocausto, es necesario para curar las heridas. Sólo pueden curarse las heridas cuando se reconocen los sufrimientos del pasado, y cuando la reconciliación se refiere a los males del pasado con plena conciencia. Pedir perdón, repudiar las conductas pasadas y reconstruir la confianza es esencial para forjar nuevos paradigmas en las relaciones judeo-cristianas. Pero lograr esos objetivos tiene un precio. Me gustaría pasar revista a algunas de las consecuencias e implicancias de mantener el diálogo judeo-cristiano a la sombra del Holocausto.

Las dificultades históricas y necesariamente asimétricas en las relaciones judeo-cristianas son evidentes: las partes no llegan a la mesa de encuentro como se encuentran otros interlocutores básicamente iguales. En realidad, una parte viene como agresora y la otra como víctima. No estoy sugiriendo que la realidad histórica sea diferente. Sólo deseo señalar la dificultad inherente a desarrollar un diálogo entre iguales cuando la agenda histórica del agresor y la agenda histórica de la víctima establecen los parámetros del diálogo. Algunos aspectos de un diálogo auténtico se ven obstaculizados por esta posición, por necesaria que sea para la sanación de las heridas y la construcción de la confianza entre ambas comunidades de fe.

La cuestión de la magnitud y el límite del pedido de perdón deriva del acento puesto en el pasado y la necesidad de reconciliación. ¿Cómo sería una disculpa cristiana que permitiera a los judíos dejar atrás una historia tan dolorosa? Este tema sale a la luz periódicamente a partir de algunas declaraciones de voceros cristianos referidas a la historia judeo-cristiana, y especialmente, al Holocausto. Sin embargo, la pregunta definitiva sería: ¿qué deberían hacer los cristianos para que los judíos los perdonaran? La pregunta es imposible de responder, y se complica aún más por un problema vinculado a ella: ningún integrante de la comunidad judía se siente autorizado a perdonar en el nombre de todas las víctimas de la historia. Los cristianos pueden organizarse en grupos que piden perdón, pero los judíos no pueden hacerlo del mismo modo para otorgar un perdón colectivo. El proceso de pedir y otorgar el perdón no sigue un curso claro para llegar a una reconciliación definitiva.

El proceso de reconciliación apunta a construir confianza entre las dos comunidades. Si éste es el objetivo, ciertamente se han hecho grandes progresos. En cuanto a las relaciones judeo-católicas, la visita del papa Juan Pablo II a Israel produjo un fuerte impacto en la conciencia pública israelí. En pocos días se logró construir más confianza que en años de diálogo interreligioso. Pero esa confianza parece erosionarse fácilmente. Algunos observadores políticos y religiosos señalaron una cantidad de hechos ocurridos desde aquella visita: el silencio del papa y su vocero frente a los comentarios antisemitas del presidente Assad durante la visita papal a Damasco, la beatificación del Pío IX, la suspensión del trabajo de la Comisión de académicos judíos y cristianos que analizaba las acciones del papa Pío XII durante el Holocausto. Para algunos observadores, estos hechos anulan los avances logrados durante la visita del papa. Estructurar las relaciones a la sombra del Holocausto, inevitablemente expone a estas relaciones, y a los progresos alcanzados en ellas, a este juicio de valor.

Las actuales relaciones palestino-israelíes crearon un equilibrio de poder diferente al que caracterizó la mayor parte de la historia judeo-cristiana, que complicó aún más esta perspectiva histórica. Aunque la conciencia pública israelí percibe generalmente a los palestinos como musulmanes, existe una significativa minoría cristiana entre la población palestina. Esta comunidad, una minoría en Tierra Santa, está integrada a la comunidad cristiana mundial, reviritiendo el equilibrio mayoría/minoría entre judaísmo y cristianismo, y movilizó a la comunidad cristiana internacional a través de sus diversas corrientes. Esto reformula las relaciones judeo-cristianas de un modo que complica la continua apelación al papel de víctimas por parte de los judíos. La identificación del judaísmo histórico con el Israel actual vuelve cada vez más vulnerable al participante judío del diálogo, debilitando su capacidad de despertar la misma clase de compasión o pesar en su interlocutor cristiano. Quizá más significativamente, las dificultades políticas recientes en la región parecen haber causado cierto grado de retroceso en las relaciones judeo-cristianas. La identificación de muchas Iglesias cristianas y declaraciones cristianas con la difícil situación de los palestinos fue percibida por muchos observadores judíos como una señal de que años de avances en establecer relaciones con comunidades cristianas pueden haber sido en vano. Incluso aquéllos que no comparten esas sombrías perspectivas, reconocen el efecto perjudicial que han tenido los recientes acontecimientos en el progreso de las relaciones entre cristianos y judíos.

En un análisis final, todas estas son consecuencias de centrar el diálogo judeo-cristiano en temas de naturaleza histórica. No es una coincidencia que la mayor parte del trabajo de sanación entre cristianos y judíos se haya realizado en la Diáspora, donde judíos y cristianos conviven unos junto a otros. La necesidad que tienen los cristianos de reconstruir la relación parece ser mayor que la necesidad de las víctimas de hacer las paces con su ex agresor, pero ambos también apuntan a una cuestión mucho más importante, que se refiere al objetivo último del diálogo. El diálogo judeo-cristiano sirve a la vida judía en la Diáspora porque ayuda a construir la relación cotidiana en la convivencia de ambas comunidades. En este contexto, la atención centrada en los dolores del pasado sirve como base para construir una mejor relación actual. La situación israelí puede poner limitaciones tanto en los motivos del diálogo, como en su forma y en sus centros de atención. Donde la coexistencia no es percibida como una necesidad candente, las conversaciones podrían exigir una agenda diferente. Esta agenda podría llevar al diálogo más allá de la reconciliación histórica: su objetivo final no puede restringirse a indagar el pasado, sino que debería tener una visión de futuro.

No rehuir el diálogo teológico

Estas últimas consideraciones sugieren que las relaciones judeo-cristianas se desarrollan en términos de “judíos/cristianos”, y no de “judaísmo/cristianismo”. Poner el acento en judíos/ cristianos ubica el centro de interés en las comunidades de fe que conviven, más que en los respectivos sistemas de fe. Esta perspectiva asume la coexistencia de facto de comunidades diferentes, sin involucrarse en un reconocimiento de jure de la legitimidad de los sistemas religiosos. Se deja de lado una larga historia de disputa y competencia religiosas y se centra la tarea en el prójimo cuya fe es diferente, pero con quien se desea tener una relación amistosa pacífica, y no poner su creencia en la mesa de discusión. Tomar la coexistencia interreligiosa como punto de partida no produce necesariamente un diálogo interreligioso, sino más bien una relación o una cooperación interreligiosa. Hay una diferencia teológica entre diálogo y cooperación. Si el objetivo es la coexistencia, las diferencias teológicas entre el judaísmo y el cristianismo pueden pasarse por alto. Se pondrían en el centro del encuentro entre ambas comunidades los temas de cooperación práctica para el progreso de la sociedad.

Ésta ha sido la posición del judaísmo ortodoxo en el dialogo interreligioso, prácticamente desde los inicios de este diálogo en la década del sesenta. La postura ortodoxa consistió en eludir el diálogo teológico, siguiendo la opinión (no necesariamente una regla halákhica) del rabino Joseph Soloveitchik, el líder de la corriente ortodoxa moderna de los Estados Unidos. En un artículo aparecido antes del Concilio Vaticano II, Soloveitchik planteaba varias cuestiones filosóficas e históricas, oponiéndose a entablar un diálogo teológico con el cristianismo. Esta opinión dio forma al diálogo judeo-cristiano incluso más allá del significado relativo de esta importante voz rabínica. El diálogo con el cristianismo, especialmente con el catolicismo, se desarrolló a través de una coalición de organizaciones judías, establecidas básicamente en los Estados Unidos. Para garantizar que todos los miembros de esa coalición se encontraran cómodos con la forma que tomaba el diálogo, se excluyeron los temas teológicos en favor de temas de naturaleza social y de interés público. El diálogo oficial entre el judaísmo y la Iglesia Católica tiene, pues, una fuerte impronta de la dicotomía judíos/cristianos, más que de judaísmo/cristianismo.

En las últimas décadas se ha producido un cambio gradual en la posición ortodoxa. Cada vez más rabinos ortodoxos reconocen que el diálogo teológico es ineludible, y que ya no es posible sostener la posición de Soloveitchik. Otros han señalado que el mismo Soloveitchik había abordado en profundidad al cristianismo teológicamente en sus propios escritos: evidentemente, nunca había pretendido excluir totalmente un contacto teológico. Las circunstancias históricas diferentes también debilitaron la posición de Soloveitchik. Si bien antes del Concilio Vaticano II existían recelos sobre la autenticidad de los interlocutores cristianos en el diálogo, en los últimos treinta y cinco años se hizo cada vez más difícil mantener ese nivel de recelo y rehuir un diálogo teológico más profundo por temor a las anteriores actitudes cristianas hacia el judaísmo. Y tal vez más importante: muchos participantes en el diálogo judeo-cristiano comenzaron a reconocer que había algo al mismo tiempo artificial e intelectualmente deshonesto en trazar una línea divisoria entre el diálogo teológico y el no teológico. No podemos tomar en serio uno si excluimos el otro; después de todo, la ética deriva de una visión teológica del mundo.

Aunque la organización judía ortodoxa de los Estados Unidos mantiene la división entre lo teológico y lo no teológico, en la práctica cada vez más rabinos de esa corriente han cruzado esa frontera. No hay más que comparar a los actores de la escena interreligiosa de hace treinta años con los de hoy para ver el marcado incremento de la presencia judía ortodoxa en el terreno del diálogo interreligioso.

Una expresión de la nueva tendencia es la Comisión Rabínica para el Diálogo Interreligioso (RCID: Rabbinic Committee for Interreligious Dialog), fundada en 1999 como una alternativa a la Comisión Internacional Judía para Consultas Interreligiosas (IJCIC: International Jewish Committee for Interreligious Consultations), el órgano oficial para el diálogo. Autoridades vaticanas, así como varios rabinos, sintieron que, dados los avances católicos en relación con el judaísmo, ya no se podía seguir eludiendo el diálogo teológico. Este foro de rabinos fue establecido para ampliar la agenda del diálogo. Su debut fue tan exitoso que los temas planteados en las discusiones del nuevo grupo fueron tomados por la IJCIC en 2000. Ahora la división entre el diálogo teológico y el no teológico parece estar desapareciendo.

¿Qué judaísmo y qué cristianismo?

Cuando hablamos de cristianos y judíos, tenemos cierto grado de claridad sobre a qué judíos y cristianos nos referimos: a los que tuvieron relaciones históricas, y cuya coexistencia necesita cierta forma de cooperación. Pero cuando hablamos de judaísmo y cristianismo no está tan claro, porque ninguno de los dos fenómenos es monolítico. Al hablar de los sistemas religiosos, una aproximación teórica sería analizar los textos y documentos fundacionales de las teologías del período formativo. Por otra parte, al admitir datos textuales de diversos períodos, podemos ampliar significativamente el panorama más allá de los modos convencionales para incluir todo lo que alguna vez se hizo en nombre del cristianismo y del judaísmo, y así introducir en la conversación nuevas fuentes y posiciones.

Además de apelar a un acercamiento puramente textual, el diálogo es una actividad que se lleva a cabo entre personas, y en nuestro caso, entre comunidades de fe. Incluso si la materia del diálogo es el sistema religioso, el impulso para el diálogo, así como su significado inmediato, deriva de individuos cuyas relaciones personales y cuyos encuentros pueden moldear sus respectivas perspectivas religiosas. Por lo tanto, estructurar el diálogo alrededor de imágenes puramente histórico-textuales de ambas religiones sólo presta un servicio parcial.

También podríamos hablar en forma significativa de judaísmo y cristianismo, y ampliar el diálogo tradicional tomando en cuenta a los representantes en el diálogo. Con la entrada gradual de representantes judíos ortodoxos surge una nueva serie de fuentes, posiciones, sensibilidades, espiritualidad, etc. Estas voces, que anteriormente no se habían hecho oír con tanta fuerza en el diálogo -incluyendo a las que provienen de la tradición mística del judaísmo- expandieron las fronteras de la conversación e introdujeron nuevos aspectos.

La cuestión de la representación es quizá más significativa en el caso del cristianismo. Seguramente el catolicismo hizo los mayores avances en las relaciones judeo-cristianas debido a sus estructuras centralizadas y al liderazgo de figuras como Juan XXIII y Juan Pablo II. Pero otras comunidades cristianas también tienen importantes contribuciones que hacer. Existen en casi todas las grandes metrópolis occidentales, aun si en algunos casos su presencia numérica es inferior a las corrientes mayoritarias. Un caso a señalar es la Iglesia Siria Ortodoxa, que trae al diálogo un cristianismo totalmente distinto, que se basa en diferentes recursos teológicos y, más importante, no comparte la dolorosa historia judeo-cristiana. Las relaciones de los judíos con esta Iglesia nunca tuvieron la característica mayoría/minoría: ambas tradiciones son minorías. No quiero decir con esto que no exista una rivalidad teológica, pero -y de esto se trata- el desarrollo de un diálogo entre ambos sistemas religiosos nos permitiría reconocer las diferencias teológicas sin considerar el tema de las relaciones entre las religiones. La Iglesia Armenia nos ofrece otra forma de cristianismo que puede enriquecer nuestro sentido de lo que es ser cristiano, y encarar las relaciones judeo-cristianas sin las distorsiones producidas por la violencia y el sufrimiento que han caracterizado en general a esas relaciones.

No quiero decir que se pueda dejar completamente de lado el peso de la historia. Eso sería moralmente erróneo e imposible en la práctica. Pero el diálogo judeo-cristiano puede ser estructurado como un diálogo entre religiones, y no solamente como un diálogo entre comunidades que salen de un pasado doloroso para dirigirse hacia un futuro de esperanza. Ampliar la gama de presencia cristiana para incluir a comunidades cristianas que habitualmente no aparecen en el diálogo puede ayudar a que el diálogo se extienda más allá de la matriz histórica original que lo hizo nacer. Un avance hacia la madurez del diálogo teológico permitirá la incorporación de nuevas voces a la conversación, abriendo posibilidades no sólo para el entendimiento mutuo, sino también para ampliar el panorama histórico y teológico del cristianismo.

Proyectar un futuro para las relaciones judeo-cristianas

Aunque las relaciones judeo-cristianas se caracterizan por la curación de las heridas del pasado y la construcción de la confianza, se puede encarar un futuro de mayores progresos en el mismo camino. Por cierto, ésa es la matriz dentro de la cual algunos teóricos lo conciben.

En una conferencia ofrecida para conmemorar los diez años del Consejo Coordinador Interreligioso de Israel (ICCI: Interreligious Coordinating Council in Israel), el cardenal Cassidy, en ese momento presidente de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo del Vaticano, expresó el siguiente punto de vista acerca del futuro de las relaciones judeo-cristianas:

“Yo diría que ante todo necesitamos seguir construyendo la confianza mutua entre nuestras comunidades. La confianza mutua es un elemento básico para todo diálogo auténtico. Esto es lo que hemos estado tratando de lograr durante los últimos 35 años... Creo que hemos tenido un éxito considerable... Todavía puede hacerse mucho, especialmente en el campo de la educación y la formación para avanzar en esta valiosa causa. Durante la visita del papa a Israel nos dimos cuenta de que todavía existe aquí (en Israel) mucha ignorancia en las comunidades en cuanto a nuestra relación. Esta visita hizo mucho para educar a los católicos y a los judíos sobre la situación actual y los cambios que tuvieron lugar.”

Aquí el futuro es entendido como continuación de esfuerzos anteriores y su exitosa conclusión. El progreso realizado en los niveles superiores debe trasladarse a todo el cuerpo de creyentes mediante la educación. De acuerdo con este punto de vista, el programa está bien definido, los objetivos son bien conocidos. El futuro es el cumplimiento del programa ya emprendido.

No hay duda de que seguir construyendo la confianza, la reconciliación y el conocimiento es de gran importancia. Pero pueden formularse al mismo tiempo otros criterios sobre el futuro. En una conferencia pronunciada en Montevideo en el encuentro anual del Consejo Internacional de Cristianos y Judíos (ICCJ: International Council of Christians and Jews), en 2001, el cardenal Kasper, nuevo presidente de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, adoptó una posición diferente:

“Por cierto, y lo repito, el pasado debe ser recordado, y tenemos que encontrar una manera de reconciliar nuestros recuerdos. No debemos ni podemos olvidar los horrores del Holocausto; debemos recordarlos como una advertencia para el futuro... Nuestra memoria debe ser memoria futuri. De modo que nuestro diálogo no debería estar orientado sólo al pasado, sino también al futuro. Nuestro diálogo debería convertirse cada vez más en una contribución para la solución de los problemas y los desafíos espirituales y éticos actuales y futuros. Nuestro mundo llamado posmoderno necesita nuestro testimonio común... Como judíos y cristianos, tenemos muchos valores en común, valores de los que carece nuestro mundo, tan a menudo desorientado, valores que se necesitan urgentemente para construir un mundo nuevo y mejor.”

El cardenal Kasper plantea esta cuestión: cómo ir más allá de un diálogo desarrollado a la sombra del Holocausto. La respuesta de Kasper se encuadra en términos de una responsabilidad y un testimonio moral compartidos. Ir del pasado al futuro llama a la acción común y la contribución común al bienestar ético y espiritual del mundo. Debemos señalar que la conferencia del cardenal Cassidy también incluye referencias al deber compartido de ofrecer testimonio ante el mundo. Pero a diferencia de Kasper, Cassidy no encuadra ese testimonio común en el contexto del futuro de las relaciones judeo-cristianas, sino en lo que une en última instancia a los cristianos y los judíos.

El énfasis en el trabajo y el testimonio compartidos, al servicio de la humanidad, refleja la posición ortodoxa judía, relacionada con el rabino Soloveitchik. El significado del diálogo está en los frutos que ofrece a la humanidad, más que en el diálogo mismo. En la conferencia de Kasper, el diálogo histórico no pavimenta el camino hacia un encuentro teológico más profundo, sino hacia una mayor cooperación práctica. Yo sugiero establecer una diferencia entre diálogo y colaboración. El diálogo lleva a un conocimiento más profundo del otro, así como de uno mismo, y al descubrimiento y enriquecimiento de uno mismo a la luz del encuentro con el otro. La colaboración significa implementar soluciones y políticas prácticas para cuestiones sociales y morales contemporáneas. La formulación de Kasper elude inconscientemente el terreno del verdadero diálogo, una vez que se cumple el paso inicial de construir la confianza. La confianza que se gana en la primera etapa del diálogo no lleva a profundizar el diálogo, sino a la colaboración práctica.

Hay una expresión de buena voluntad aún más problemática en el punto de vista de Kasper sobre los valores que comparten los judíos y los cristianos. Detrás de esta noble imagen de objetivos comunes se esconde una interpretación que privilegia al judaísmo, desde una perspectiva católica, por sobre y contra otras religiones. En la misma conferencia, Kasper se refiere al problema planteado por Dominus Iesus, y su nexo con las relaciones judeo-cristianas:

“El documento Dominus Iesus no trata la cuestión de la teología de las relaciones católico-judías proclamada por Nostra Aetate y enseñanzas cristianas posteriores. Lo que el documento trata de “corregir” es otra categoría, concretamente los intentos de encontrar una especie de “teología universal” de las relaciones interreligiosas que, en algunos casos, ha llevado al indiferentismo, al relativismo y al sincretismo. Contra esas teorías, nosotros, como judíos y cristianos, estamos del mismo lado, en el mismo barco, si se me permite hablar así; debemos luchar, discutir y dar testimonio juntos. Está en juego nuestro autoentendimiento común.”

Aquí tenemos una expresión más de la asimetría en las relaciones judeo-cristianas. El cristianismo se considera a sí mismo como un resultado del judaísmo, como su realización, si no su sustituto. Por lo tanto, reclama una relación especial con el judaísmo, que también explica el especial interés de los cristianos en estudiar el judaísmo y dialogar con él. A través del diálogo con el judaísmo, el cristiano realiza una especie de autoafirmación y autodescubrimiento. Los “dialogadores” profesionales judíos saben que el diálogo tiene menos significado para su propia comunidad que para sus interlocutores cristianos. La diferencia en el grado de compromiso comunitario en el diálogo es en gran parte consecuencia de esto: los judíos no necesitan a los cristianos en la misma forma en que los cristianos necesitan a los judíos. Por lo tanto, la fórmula de Kasper de poner a judíos y cristianos en el mismo barco está lejos de ser algo obvio, desde un punto de vista judío.

No es tan fácil para los judíos corresponder con un sentido de relación especial con el cristianismo. Lo que une a los judíos y los cristianos en esa relación especial es, presumiblemente, el hecho de compartir el cuerpo de la Escritura. Pero ése es un punto de vista cristiano. Para el judío que no reconoce la validez del Testamento cristiano, compartir la Escritura no produce una relación especial: incluso podría llegar a representar un mayor peligro potencial. Entre los judíos existe una percepción general de que el judaísmo está más cerca del islam que del cristianismo, porque comparten la interpretación del monoteísmo. No estoy diciendo que la posición el cardenal Kasper no pueda ser sustentada desde una perspectiva judía. Por cierto, algunos pensadores han sentido una especial afinidad entre el judaísmo y el cristianismo: Franz Rosenzweig es quizás el ejemplo más saliente. En realidad, el potencial positivo de compartir la Escritura no ha pasado inadvertido: Maimónides permite que se enseñe la Torah a un cristiano, a pesar de la prohibición de enseñar la Torah a gentiles. Su razonamiento es que los cristianos, como los judíos, consideran la Escritura como revelación, y por lo tanto la respetan debidamente. Algunos elementos del argumento de Kasper aparecen en fuentes judías. Sin embargo, habría que ser prudente en suponer que el judaísmo y el cristianismo pueden sentirse igualmente cómodos considerando al otro como un “otro” privilegiado.

Más allá de esta objeción a la reciprocidad de la singularidad, hay una cuestión más importante en la formulación de Kasper sobre los objetivos de un futuro común. Al colocar a los judíos y los cristianos de un lado de la cerca, y al resto del mundo del otro lado, Kasper también da por supuesto que ambos comparten cierto concepto de la inferioridad de otras tradiciones religiosas: el judaísmo y el cristianismo estarían en posesión de alguna forma de verdadera revelación, mientras que las demás religiones tendrían algo inferior a eso. El judaísmo todavía deberá formular una teología contemporánea de las religiones del mundo, pero puedo anticipar que la estrategia que se adoptará no privilegiará al cristianismo: el cristianismo no puede ser privilegiado en términos revelatorios.

Parece, pues, conveniente, no presuponer un vínculo teológico particular como base de una colaboración futura. Si vemos un futuro de colaboración, debe basarse en el hecho de que judíos y cristianos viven unos junto a otros, y tienen contribuciones comunes que hacer al mundo. Pero también otras comunidades de fe conviven con los cristianos y los judíos y también pueden hacer contribuciones significativas para el futuro moral de la humanidad. El traslado del diálogo a la colaboración no nos permite preservar el sentido de encuentro y conocimiento del otro que caracteriza a un auténtico diálogo. La solución implícita de Kasper -no necesitamos analizar lo que nos une, porque eso está en la raíz más profunda de ambas tradiciones- me parece insostenible desde una perspectiva judía. Es ciertamente laudable que las tradiciones colaboren en torno a una serie de temas morales, pero eso no puede reemplazar a un diálogo profundo. Esto me lleva a un punto de vista diferente sobre el futuro, cuyo centro será más el diálogo que la colaboración, tomando en cuenta a las demás religiones y evitando la tentación de asumir una singularidad y estatuto especial para las relaciones judeo-cristianas.

Ubicar el diálogo judeo-cristiano dentro de un diálogo interreligioso multilateral

Un diálogo teológico más profundo se desarrolla mejor en un marco que reduzca la confrontación causada por la memoria histórica. Esto puede lograrse incorporando al diálogo a otros interlocutores que no comparten la misma carga de memoria histórica. Un diálogo judeo-cristiano profundo puede llevarse a cabo en el marco de un diálogo interreligioso multilateral.

El mandato de un diálogo universal surge del hecho de que actualmente las comunidades religiosas viven unas junto a otras en lo que se da en llamar la aldea global. El diálogo es necesario en la convivencia como un medio para vivir mejor. Pero también es importante por la amplia red de contactos espirituales de facto entre miembros de todas las religiones. Dado que las influencias religiosas pueden producirse con mayor facilidad en esta época que en ninguna época anterior, las mismas tradiciones religiosas necesitan un diálogo interreligioso serio, como parte del servicio que deben ofrecer a sus adherentes, como parte del desarrollo interior que se deben a sí mismas, y, si se me permite decirlo, a Dios. Por lo tanto, el diálogo interreligioso es hoy una necesidad global para todas las religiones del mundo. Consideremos el beneficio de ubicar al diálogo judeo-cristiano dentro del contexto más amplio del diálogo interreligioso entre todas las religiones del mundo.

Al situar el diálogo judeo-cristiano en ese contexto más amplio, se puede cambiar el foco de la carga de memoria histórica y enfocar los temas teológicos y religiosos que interesan a todas las religiones.

Con más de dos interlocutores presentes, la conversación incorpora un rango más amplio de temas. Una conversación multilateral es una conversación más rica, en la que pueden surgir perspectivas inesperadas sobre cada uno de los interlocutores.

En un contexto multilateral no podemos hablar de relaciones no recíprocas. Todas las religiones son aceptadas como son, y llegan a la mesa del diálogo para enseñar y aprender. La fundamental falta de reciprocidad que caracteriza a las relaciones judeo-cristianas se supera ampliamente cuando el contexto de sus conversaciones es el diálogo interreligioso multilateral.

Diálogo interreligioso multilateral: mirando al futuro

¿Qué se busca al establecer un diálogo entre religiones, y a qué perspectiva de futuro sirve? ¿Qué se puede lograr en el mejor de los casos con el diálogo? El diálogo es un proceso de conocimiento de un “otro”, así como de autoconocimiento a la luz del “otro”. En cierto modo, a través del diálogo cada uno de los interlocutores se vuelve él mismo en un sentido más pleno y auténtico. Cuando consideramos la forma que toma la religión aislada del “otro” religioso, vemos que dentro de la religión pueden aparecer enfermedades espirituales. Estas enfermedades se producen por una visión estrecha, cerrada, autocomplaciente, del universo religioso. El exclusivismo y la estrechez mental son consecuencias inevitables del aislamiento. Una especie de óxido espiritual cubre el oro espiritual de la religión cuando se la vive en la incomunicación. Por consiguiente, el diálogo interreligioso es una especie de purificación espiritual de la religión. El encuentro con el otro nos permite corregir nuestros propios puntos de vista. Nos obliga a replantear nuestra propia perspectiva espiritual tomando en cuenta la realidad del otro. Nos confronta con la realidad, llevándonos así a un autoanálisis espiritual.

El diálogo puede ser importante para ayudarnos a entender más profundamente nuestra identidad. Lejos de erosionar nuestra propia identidad, el diálogo puede ser el instrumento para descubrir y recuperar esa identidad. Si estamos dispuestos a reconocer que todas las religiones son en alguna forma instrumentos de lo divino, y hacia lo divino, independientemente del matiz teológico que acompañe a ese reconocimiento, entonces el futuro del diálogo está en posibilitar que todos esos instrumentos se acerquen a su objetivo y lo cumplan de una manera más perfecta.

En esta declaración está implícito el reconocimiento de que ninguna religión es perfecta. Ninguna religión puede escapar a la inevitable consecuencia del hecho que la religión es un punto de encuentro entre Dios y nosotros, que involucra al elemento humano de la religión y las corrupciones que la acompañan. El proceso de purificación es necesario en todas las religiones. Aun cuando uno no considere a todas las religiones como mediadoras equivalentes de la realidad divina, si está dispuesto a reconocer algún valor espiritual en una religión, debe considerarla como una interlocutora válida en el diálogo y un espejo a la luz del cual pueden tener lugar la purificación y la autotransformación. Nuestra capacidad de crecer es función de nuestra honestidad y nuestra apertura en presencia del otro, así como una consecuencia de los dones divinos con los cuales cada una de nuestras tradiciones se siente bendecida.

También debemos estar abiertos a encontrar una manera más trascendente de que las religiones puedan influir positivamente unas en otras. El diálogo ayuda a sacar lo mejor de cada religión. El reconocimiento de lo mejor en otra religión lleva naturalmente a desear emularla, y al reconocimiento de que nuestra propia tradición también debe contener las mejores aspiraciones. Si la imagen histórica actual de mi religión no contiene lo mejor de lo que encuentro en otra religión, debe ser consecuencia de consideraciones secundarias, tales como las vicisitudes de la historia, más que una carencia fundamental de mi propia tradición. Esta clase de inspiraciones cruzadas se produjeron durante siglos entre las religiones. Un ejemplo es el de Maimónides, que adoptó prácticas de plegarias musulmanas, incluyendo posturas corporales, como parte de su reforma de la oración judía. Abraham Maimónides justificaba esto diciendo que la forma más perfecta de vida religiosa que había observado en los sufíes no era otra cosa que judaísmo auténtico, que se había perdido como consecuencia de la destrucción del Templo. Varias estrategias permitieron que tuviera lugar esta inspiración interreligiosa a través de las épocas. No se puede negar la posibilidad de que el diálogo interreligioso tenga también ese efecto, aun cuando no consideramos esta parte de una definición a priori de cómo debería operar. Por cierto, pareciera que tanto el intento del rabino Soloveitchik de limitar el diálogo teológico, como el punto de vista reflejado en Dominus Iesus, y también en el énfasis puesto por el cardenal Kasper en la cooperación práctica, pueden ser reacciones contra esa teórica, pero no remota, posibilidad. Aunque no podemos predecir las formas en que el conocimiento del otro puede llegar a transformar nuestras propias sensibilidades y prácticas religiosas, no podemos excluir la posibilidad de que un diálogo sincero tenga esa consecuencia. Pero, en vez de temer esto, deberíamos considerarlo como un fruto bienvenido del diálogo.

En el diálogo judeo-cristiano, si ambas religiones se consideran interlocutoras iguales, cada una puede servir como espejo de la otra, que refleje el valor, la autenticidad y el grado de espiritualidad que caracterizan a las observancias comunes a ambas religiones. Por ejemplo, la oración y el estudio de la Escritura son actividades centrales en las dos tradiciones. Quizá los judíos descubran que pueden aprender algo de los cristianos, un pensamiento que raramente se le ocurre a la mayoría de los judíos cuando su perspectiva es básicamente histórica. Del mismo modo, quizá los cristianos descubran -y ya han empezado a hacerlo- el poder y la vitalidad de la hermenéutica judía. Esta inspiración mutua es más que un enriquecimiento interesante. Toca el verdadero núcleo de la observancia y la experiencia religiosas, y ofrece la posibilidad de producir un crecimiento en el núcleo de la vida religiosa.

¿Está preparado el judaísmo para un diálogo teológico con el cristianismo?

Hasta cierto punto, rehuir un diálogo más profundo con el cristianismo, al igual que con otras religiones del mundo, es una consecuencia de una falta de presencia intelectual y espiritual suficiente para responder al desafío que implica un diálogo con las religiones. Esta situación es insostenible incluso en el corto plazo, y por lo tanto, una de las tareas de la dirigencia intelectual judía consiste en equiparse para poder enfrentar los desafíos de la nueva relación dialógica entre las religiones.

Una de las razones por las que probablemente no se le presta suficiente atención a un acercamiento sistemático al significado de otras religiones del mundo, es la fuerte preocupación judía por la cuestión de la supervivencia. La supervivencia judía ha sido amenazada tanto física como espiritualmente en la historia reciente. El retorno de Israel a su tierra ha planteado una serie de problemas que ocupan la atención de la sociedad judía. La cuestión de la identidad es la primera de las preocupaciones del pueblo judío. Las tensiones entre diferentes formas de identidades religiosas y seculares, especialmente cuando se exponen en la arena pública, parecen agotar la capacidad de la mayoría de las personas para tratar los difíciles temas de la identidad y la diferencia religiosas. Esto, agregado a la lucha por la supervivencia física -en términos militares, políticos o económicos-, deja poco espacio para que el judaísmo reflexione sobre su relación con las demás religiones del mundo.

Sin quitarle importancia a la gravedad de las cuestiones existenciales que enfrenta el pueblo judío, considero que el desafío que plantea la situación actual del diálogo es un aspecto adicional de la lucha por la permanencia del significado existencial del judaísmo. Una formulación teológica de la postura del judaísmo con relación a las demás religiones del mundo es inseparable de la articulación de la relevancia permanente del judaísmo en el mundo contemporáneo. Aceptar el desafío que representa la situación dialógica es fundamental no sólo para la relación del judaísmo con el exterior, sino también para su agenda interna. Es ciertamente fundamental para miles de individuos judíos que se enfrentan con estos temas en forma personal a través del encuentro con otras religiones del mundo, desde que su adhesión al judaísmo se relaciona en cierto modo con la manera en que el judaísmo es presentado e interpretado, tanto en sí mismo como en relación con otras religiones.

Existen algunos indicadores del lugar secundario que ocupa la actitud del judaísmo hacia las religiones mundiales en la agenda intelectual judía. Pocos intelectuales judíos le prestan una atención seria al aspecto teológico de la relación del judaísmo con otras religiones. La cantidad de voces rabínicas involucradas en una reflexión seria sobre la materia, que vaya más allá de gestos públicos simbólicos de buena voluntad interreligiosa, es aún menor. En el Estado de Israel no se ha escrito nada referente al judaísmo, sea en forma de introducción o de exposición teológica, que tome en cuenta un público no judío. Se creyó que la independencia nacional precipitaría una nueva ola de pensamiento concerniente al judaísmo ahora en su propia tierra, y su relación con las otras religiones del mundo, o su mensaje hacia ellas. Sin embargo, todos los recursos mentales dentro del Estado de Israel parecen dirigirse a temas judíos internos. En el mundo judío, el trabajo serio de naturaleza dialógica reflexiva es realizado por un puñado de intelectuales judíos de la Diáspora, donde judíos y cristianos viven unos junto a otros. Allí el diálogo es función de la coexistencia, más que de desafío teológico, y se encara desde el ángulo más amplio de la existencia de diversas religiones en un mundo cada vez más globalizado.

Otro indicio de la relativa falta de interés en el diálogo teológico surge de la comparación de las expresiones del diálogo del lado judío y del lado cristiano. El interlocutor cristiano en el diálogo ha producido una serie de declaraciones cuidadosamente elaboradas referidas al judaísmo; de hecho, esos documentos han sido su principal instrumento. Varias denominaciones cristianas expresaron interpretaciones teológicas de sí mismas y del judaísmo por medio de una serie de declaraciones eclesiales. Es sorprendente ver que mientras tantas Iglesias emitieron declaraciones, no ocurrió lo mismo del lado judío. En cierta medida, esto se debe a diferencias estructurales entre ambos interlocutores en el diálogo. El judaísmo está mucho menos centralizado que algunas Iglesias, y por lo tanto carece de una sola voz autorizada o un único mecanismo de expresión. Además, las declaraciones no son su modo convencional de expresión. La razón más profunda por la cual ninguna asamblea rabínica de ningún país consideró necesario o posible emitir una declaración concerniente al cristianismo, a las relaciones judeo-cristianas o a la relación del judaísmo con otra religión del mundo, es que el judaísmo todavía no está adecuadamente preparado para tratar de una manera sistemática la presencia y la significación teológica de otras religiones del mundo.

Hay una excepción notable, que no hace más que confirmar la regla. Un par de años atrás, se publicó la primera declaración judía sobre el cristianismo. Con el título de Dabru Emet, trata algunos temas fundamentales de la relación del judaísmo con el cristianismo. La reflexión teológica es perfectamente posible, si se dan las circunstancias. Las circunstancias en las cuales se redactó y se publicó Dabru Emet confirman los puntos que he señalado anteriormente. El documento fue compuesto por un conjunto de académicos de la Diáspora, que no representan a ninguna organización oficial judía, menos aún a un cuerpo rabínico, y fue firmado por más de doscientos rabinos, casi todos ellos de la Diáspora, y la mayoría de ellos, pertenecientes a corrientes no ortodoxas del judaísmo. Si bien Dabru Emet puede considerarse un avance monumental en cuanto a la naturaleza del documento y la tarea que pretende cumplir, es también una muestra de cuán lejos están algunos sectores de la religión judía, especialmente sus representantes religiosos, de enfrentar la clase de desafío que el documento intenta asumir.

Desafíos para una reflexión judía contemporánea sobre las religiones del mundo

Muchas de las actitudes judías hacia otras religiones del mundo fueron estructuradas en períodos históricos del pasado, cuando las relaciones entre los judíos y los demás eran muy diferentes a las mejores opciones posibles del contexto dialógico actual. Históricamente, el judaísmo tuvo que llegar a un acuerdo sólo con algunas de esas religiones que hoy se llaman “religiones del mundo”. Existen muchas referencias sobre las relaciones del judaísmo con el cristianismo y el islam, pero pocos antecedentes de posiciones judías hacia las religiones orientales. Pocas autoridades judías considerarían esto como una materia que merezca mayor reflexión, ya que estas religiones suelen ser descartadas por idólatras y por lo tanto, poco dignas de atención teológica. Sin embargo, efectuar un juicio ligero sobre la religión de otra persona sin un estudio adecuado, debería considerarse cosa del pasado, algo que era habitual en circunstancias históricas diferentes a las nuestras. Todavía les debemos a nuestros propios fieles, así como a los de otras religiones, una reflexión sostenida que apenas hemos comenzado a realizar.

Esa reflexión podría empezar por el análisis de actitudes anteriores hacia otras religiones y en qué medida siguen o no vigentes. Como judíos, hemos pedido a los cristianos que reexaminaran su teología y su liturgia. Pero todavía no hemos emprendido la revisión de nuestras propias actitudes anteriores hacia el cristianismo. ¿Seguimos sosteniendo todo lo que se ha escrito durante alrededor de mil años de polémica judeo-cristiana? ¿La literatura judía anticristiana sigue estructurando las actitudes actuales, o bien sólo ocupa la atención de los historiadores? ¿Hasta qué punto nos permiten las relaciones actuales entender al cristianismo o distanciarnos de las declaraciones polémicas del pasado?

Un problema fundamental que debemos encarar de una manera mucho más consciente que antes es la definición halákhica del cristianismo. Gran parte del diálogo judeo-cristiano da por sentado que ambas religiones integran una familia de religiones considerada monoteístas. Sin embargo, el estatuto monoteísta del cristianismo es discutido desde el punto de vista judío. Éste define al cristianismo como Avoda Zara. Esta expresión significa literalmente culto extranjero. Designa el culto de otros dioses: “idolatría” sería el término más cercano. ¿Creen los judíos y los cristianos en el mismo Dios? Ésta es la manera “interreligiosa” de plantear el problema que la literatura halákhica habitualmente plantea en términos de si el cristianismo se considera o no Avoda Zara. Los temas presentan dos aspectos. Estrictamente hablando, lo que está en discusión es si el pensamiento trinitario, sumado a una fe en la encarnación de una persona de la divinidad, es compatible con la fe monoteísta, definida según los parámetros halákhicos. Pero el uso cristiano de las imágenes en el culto también desempeña un papel importante en la cuestión. Ambos temas influyen en la posición judía sobre el cristianismo. Sin embargo, no se plantea la misma discusión en el judaísmo con respecto al islam: por eso algunos consideran que el islam está mucho más cerca del judaísmo que el cristianismo.

Existen posiciones divergentes sobre la definición halákhica del cristianismo como Avoda Zara. Maimónides es el gran portavoz de esta posición. Se lo suele citar como una opinión autorizada, sin tomar en cuenta las influencias filosóficas que tiene su regla halákhica, influencias que están en parte obsoletas, y en parte tendrían serias ramificaciones intrajudías si se las llevara hasta su final lógico. Un grupo de autoridades halákhicas serias tomó una posición alternativa. Las principales autoridades rabínicas ashkenazis de la Edad Media desarrollaron diversas estrategias para llegar a la conclusión entonces económicamente necesaria de que el cristianismo no es Avoda Zara, y la declaración más fundada sobre la materia procede de la autoridad provenzal del siglo XIV, Rabi Menahem HaMeiri. Las discusiones actuales se remiten frecuentemente a Maimónides o a HaMeiri, a pesar de que existen otras ricas opiniones halákhicas. El problema para una apreciación judía contemporánea de las otras religiones del mundo reside en el hecho de que el judaísmo moderno oscila entre esas dos posiciones halákhicas, con gran inconsistencia. Nada menos que una autoridad como el gran rabino de Israel (entonces Palestina), Abraham Isaac Kook, afirma inequívocamente que “la regla principal es la de HaMeiri”. El siguiente gran rabino, Rabi Herzog, también acepta esta posición, consciente de las implicancias que tiene para la presencia del cristianismo en Tierra Santa. Sin embargo, otros grandes rabinos se han expresado en sentido contrario. Por lo tanto, ésta sigue siendo una cuestión relevante, que merece una atención muy cuidadosa y sostenida en el contexto contemporáneo. Observamos con pesar que el discurso rabínico se limita muchas veces a citar y tomar partido por una u otra autoridad. Un análisis nuevo del cristianismo y su teología, especialmente de sus formulaciones posteriores a la época en que se elaboraron las respuestas rabínicas formativas al cristianismo, nunca forma parte del discurso rabínico. Ésta es para mí la mayor carencia, y es importante para las actitudes halákhicas contemporáneas tanto hacia las religiones con las que el judaísmo ha tenido trato en el pasado, como hacia las que aún no han captado una atención halákhica seria.

Exclusivismo religioso: un desafío teológico común

Desde el punto de vista teológico, creo que el gran tema que tanto el judaísmo como el cristianismo todavía deben encarar es el del exclusivismo religioso. Aunque sus formas de abordar el tema son diferentes, ambos están fuertemente marcados por alguna expresión de exclusivismo religioso que estructura su actitud hacia otras religiones. Una reflexión más cuidadosa sobre estos aspectos del exclusivismo es la clave para avanzar en las relaciones entre ambas religiones, así como también en sus relaciones con las otras religiones. Comencemos con el exclusivismo cristiano. La expresión más invasora, y por lo tanto, ofensiva, del exclusivismo religioso cristiano es la misión. La misión es una expresión de reivindicaciones de verdad exclusiva, que manda difundir una verdad religiosa particular, alegando que se hace por el bien del otro. Aunque la motivación del misionero pueda ser noble, el trabajo misionero es recibido como un ataque contra la identidad del otro. La historia pasada hizo que la psique judía se volviera especialmente suspicaz hacia la actividad misionera. La sospecha de que exista una agenda misionera disimulada sigue siendo el mayor impedimento para el progreso del diálogo judeo-cristiano. Teóricamente, se podría llegar a considerar que el impulso misionero es una expresión legítima , y quizá necesaria, de autenticidad religiosa, pero la historia pasada hace que para los judíos sea extremadamente difícil reconocer el trabajo misionero como una forma saludable de actividad religiosa. Para los judíos, esto constituye un gran obstáculo en las relaciones judeo-cristianas. El hecho de que el cristianismo no sea una entidad monolítica surge claramente en cuanto al trabajo misionero; para el observador judío poco informado, el espectro es confuso. En un extremo, están las Iglesias que rechazaron la misión hacia los judíos (algunas Iglesias luteranas). Luego siguen aquellas Iglesias que han tenido poco interés en convertir a los judíos (las Iglesias orientales y ortodoxas). Después viene la Iglesia Católica, que parece haber renunciado de facto a toda tarea misionera hacia los judíos, aunque todavía no hay un documento que rechace tales prácticas. Por último, están las diversas denominaciones protestantes y evangélicas que continúan con su tarea misionera, usando a veces medios que derivan de la misma vida de fe, y causan una gran ofensa a la comunidad judía. ¿Cuáles son nuestros interlocutores en el diálogo, y cuál es su verdadera posición acerca del trabajo misionero? Esta pregunta es muy importante para el público judío. Aunque algunos expertos en diálogo interreligioso son capaces de distinguir entre los diversos grupos y matices, la permanencia de algunas formas de trabajo misionero socava los avances en las relaciones judeo-cristianas.

El problema no se limita estrictamente a una franja estrecha de grupos evangélicos. No hay más que ver la conmoción que causó Dominus Iesus en la comunidad judía. Para el observador judío, los interlocutores católicos del diálogo sostienen dos puntos de vista contradictorios: recomiendan el diálogo interreligioso mientras predican un mensaje misionero. ¿Cómo pueden conciliarse ambos? ¿Es el diálogo interreligioso sólo un frente del trabajo misionero? La Iglesia Católica ha sido perfectamente capaz de abarcar ambas posiciones, dejando a sus teólogos la complicada tarea de armonizar esos dos conceptos contrapuestos. Pero los intentos de armonización producen desconfianza en el observador judío. El cardenal Kasper intentó singularizar la realidad judía como diferente a las de otras religiones, con respecto a esta tensión particular tal como aparece en Dominus Iesus. Si bien esa aclaración es importante, no consigue aliviar del todo la ansiedad judía, causada por la complejidad de la actitud católica en el diálogo interreligioso. Hará falta mucho trabajo teológico y también de relaciones públicas, para que este tema quede claro.

Pero también los judíos tienen sus propios temas de exclusivismo religioso, que pueden obstaculizar el avance en las relaciones judeo-cristianas. Después de haber renunciado a la actividad misionera durante cerca de dos milenios, no es en el tema de la misión donde aparece el exclusivismo religioso del judaísmo. Yo ubicaría sus desafíos teológicos en dos creencias fundamentales, tal vez dos principios de fe, del judaísmo. El primero es la creencia en la elección judía. El reconocimiento de un estatuto especial para el pueblo de Israel es central en una religión cuya verdadera esencia es inseparable de su identidad como pueblo. Pero la cuestión de la elección, no muy analizada, crea a menudo una impresión de que, como consecuencia de un estatuto especial, nosotros, como judíos, tenemos poco que ganar o aprender de otros pueblos y otras religiones. Ellos pueden necesitarnos, pero nosotros no los necesitamos a ellos de ninguna manera significativa. Sin embargo, pocos pensadores judíos son capaces de ofrecer una explicación coherente de la manera en que otros efectivamente nos necesitan. Dicho de otro modo, aunque una o dos generaciones atrás nos sentíamos cómodos entendiendo nuestra tarea como “luz para alumbrar a las naciones”, la casi desaparición de esta expresión de nuestro vocabulario habitual es un síntoma de un creciente malestar. Hemos perdido el sentido de una misión particular y una contribución a las naciones. Debido probablemente a las vicisitudes de la historia reciente, ya no está claro en qué forma exactamente es Israel “luz de las naciones”. Las discusiones sobre la identidad judía, y las diferentes concepciones de la identidad israelí prácticamente llevaron a erradicar una autodefinición hecha a la luz de nuestra contribución a los demás. Definir en qué forma podemos contribuir a los otros equivale a una definición de nuestra singularidad, y por lo tanto, constituye una clave para nuestra autocomprensión y nuestra identidad.

El tema de la elección plantea otra serie de problemas referentes al cristianismo. El judaísmo y el cristianismo heredan de sus respectivas historias lo que parecen ser reivindicaciones mutuas de exclusión en cuanto a su identidad y filiación como Israel. El catolicismo, así como otras tradiciones cristianas, ha emprendido una notable revisión teológica de sus actitudes hacia la elección judía, sosteniendo la validez de la alianza judía que antes consideraba revocada. Por su parte, el judaísmo apenas ha comenzado a considerar la importancia del cristianismo desde el punto de vista de la creencia judía en la elección, y desde el punto de vista de lo que tal vez podríamos llamar la “heilsgeschichte moderna”. ¿Tiene el cristianismo un papel para desempeñar en el esquema final del mensaje de Dios al mundo? ¿Existe un sentido en el cual pueda considerarse legítimamente una religión elegida? ¿Puede el judaísmo retribuir la afirmación católica de la validez de la alianza judía? Encontramos semillas de respuestas en fuentes tradicionales. Uno o dos teólogos judíos contemporáneos, especialmente Yitz Greenberg, han planteado abiertamente estas preguntas, pero en general reciben poca atención.

Otra expresión de exclusivismo religioso es la fe judía en la revelación. La relación entre nuestro reconocimienbto de la Torah como Escritura revelada, y la posibilidad de legitimidad de otras tradiciones religiosas es un gran desafío, que todavía debe enfrentar una teología sistemática judía de otras religiones. El problema es especialmente grave cuando se entiende la revelación como la revelación de la “Verdad”. Si Dios nos reveló Su “Verdad” a nosotros, sólo podemos enseñar a otros, pero no podemos ser interlocutores sinceros en un diálogo. Una vez más, el problema reside en las interpretaciones poco analizadas que forman actitudes, más que en las posiciones teológicas articuladas. En el frente teológico, creo que es posible sostener un concepto de revelación que no lleve a la clase de exclusivismo que obstaculice un diálogo serio. Tanto la naturaleza de la revelación, en términos de verdad y en otros términos, como la cuestión de la revelación única o las revelaciones múltiples, son temas que merecen mayor deliberación, y para los que pueden encontrarse recursos importantes en el pensamiento de las generaciones anteriores. Una gran parte de la reflexión debe centrarse en el papel de las religiones del mundo en el conjunto de la economía divina. ¿Se limitará la gentileza judía hacia las demás religiones a reconocerles ciertos signos parciales de verdad, que preparan el camino para un discernimiento final entre verdad y falsedad, como sugería Maimónides? ¿Es posible configurar la economía divina de manera tal que la revelación de Dios a Israel no invalide otras formas de vida religiosa?

Mientras estas cuestiones no se analicen y traten en una forma sistemática, el encuentro interreligioso estará orientado por impresiones y actitudes, más que por posiciones teológicamente formuladas. Es perfectamente posible, desde luego, que se articulen posiciones que no conduzcan a un progreso en las relaciones entre el judaísmo y las demás religiones. Notamos una mayor preferencia por la cooperación práctica, por sobre y en contra de un diálogo teológico con otras religiones. Pero una conversación abierta sobre estos temas producirá más de una posición. Es precisamente la diversidad y la riqueza de las posiciones lo que aguzará los temas y creará paradigmas de relaciones interreligiosas que proveerán opciones y posibilidades para un compromiso serio de diálogo con otras religiones.

El trabajo de la Elijah School y las relaciones judeo-cristianas

Mi aproximación al tema de las relaciones judeo-cristianas y la manera en que imagino su futuro, nutren y se nutren en el trabajo de la Elijah School, que dirijo. La Elijah School es una asociación de instituciones judías, cristianas y musulmanas.

Un sello distintivo de la Elijah School es el diálogo multilateral religioso y académico. Considerar al cristianismo como una más entre las religiones del mundo, y no ya como la clásica nemesis del judaísmo, nos permite escucharlo de una manera nueva como entidad religiosa y teológica. Esto se logra especialmente a través de un equipo de profesores representantes de diferentes religiones mundiales, que forman una comunidad de creyentes. En este contexto, los problemas particulares referentes a la memoria histórica judea-cristiana casi desaparecen. El hecho de centrar la discusión en temas teológicos facilita la apertura hacia nuevos caminos de conversación.

La Elijah School ha emprendido proyectos de reflexión común, a la que se incorporan las riquezas de todas las tradiciones. Intentamos establecer una colaboración teológica, más que práctica. El trabajo de nuestros académicos se ve profundizado y transformado, mientras cada uno de ellos permanece en su propia tradición. Esto va pavimentando el camino hacia la adopción de posiciones comunes por parte de los líderes religiosos, que ofrecen respuestas religiosas a los desafíos contemporáneos.

En las relaciones judeo-cristianas, al ampliar el rango de participantes cristianos incluyendo formas de cristianismo que no están implicadas en la dolorosa memoria histórica, la Elijah School ha establecido relaciones con diversas Iglesias Ortodoxas de Jerusalén. Descubrir nuevos interlocutores y nuevos escenarios para el diálogo, como los seminarios judíos ortodoxos y las yeshivot, también enriquece la discusión y lleva el diálogo judeo-cristiano a comunidades que antes estaban fuera del círculo de estas actividades.

En mi opinión, ha llegado el momento de incrementar el conocimiento judío sobre cuestiones que forman parte de las conversaciones del judaísmo con otras religiones del