Cuando llegaron los nazis, no todos los habitantes se dividieron claramente en “buenos” y “malos” vecinos

Lecciones de la aldea alemana de mi padre sobre las personas que ayudaron a los judíos.

Su carta llegó desde Australia Meridional, en forma inesperada. Quería agradecerme por mi libro sobre vecinos cristianos y judíos en el pequeño pueblo alemán de Rexingen, de donde procedía la familia de mi padre. “Tu padre tenía razón”, me aseguraba la carta, “todos nos llevábamos bien antes de Hitler”.

Este hombre, Max Sayer, tenía 88 años y había crecido a cinco casas de donde la familia de mi padre vivió durante generaciones. La familia católica de Max se había mudado a su casa en 1937, pocos meses antes de que mi tío Julius, el último de nuestra familia judía en abandonar la Alemania nazi, vendiera nuestra casa familiar y huyera a los Estados Unidos.

Respondí la carta preguntando quién era ese Max y si realmente su familia “había hecho todo lo posible” durante los años de Hitler. Me interesaban esos cristianos recordados por tratar de ayudar a sus vecinos judíos. ¿Quiénes eran? ¿Por qué lo hicieron? ¿Y eran verdaderos esos recuerdos colectivos de “buenos” vecinos cristianos?

El catalizador de mis preguntas fue la Torá de una aldea, carbonizada y con cortes de cuchillo, que había visto en la Sala Memorial de Shavei Zion, un pueblo israelí al norte de Haifa fundado por un pequeño grupo de judíos de Rexingen que habían huido de Hitler. El anciano que me mostró el lugar me dijo que la Torá se había salvado de la  Kristallnacht — cuando los nazis quemaron sinagogas en toda Alemania — y que no la habían rescatado los judíos sino sus vecinos cristianos. Eso me sorprendió. No pensaba en los alemanes como gente que salvara cosas judías en aquella época.

Fue entones cuando me llegó un eco de mi infancia en Queens, Nueva York, donde crecí: mi padre me contaba que, cuando él era niño, en Rexingen, 30 años antes de Hitler, “todos nos llevábamos bien”. En esa época, la mitad de los 1200 habitantes del pueblo era judía, y la otra mitad, católica, con algunas familias protestantes. ¿Fueron algunos de los buenos vecinos anteriores a Hitler quienes salvaron la Torá durante la época nazi?

Para averiguarlo, me senté en docenas de salas de estar: primero, las de los judíos que huyeron y se establecieron en Nueva York o en otros sitios, y luego, en los de sus antiguos vecinos cristianos que aún vivían en aquel pueblo. Resultó que el único policía del pueblo no había salvado una Torá sino dos. (La otra está en Burlington, Vermont) Pero nadie pudo salvar a ninguno de los 87 judíos nacidos en Rexingen que fueron deportados y asesinados. Todos dijeron que esconderse en un pueblo pequeño era imposible. Como solía decir mi padre, “todos sabían qué se cocinaba en la olla de los demás”.

En vez de actos heroicos, encontré pequeños gestos de decencia, como entregar sopa de noche por encima de una cerca, compartir una tarjeta de racionamiento, cortarles el pelo a los judíos a pesar del cartel “No se admiten judíos ni perros”. Cosas que supongo que yo arriesgaría por un vecino amenazado… aunque nunca se sabe ¿no? Las personas a las que entrevisté me contaron sobre algunos que “se metieron en problemas”, algunos que recibieron severas advertencias, uno que desapareció durante varios días después de haber llevado presuntamente a una familia judía hasta la frontera suiza. Aquel hombre, un  taxista, nunca habló sobre eso.

¿Fue la familia de Max una de las familias solidarias que yo desconocía o había seguido en gran parte a Hitler? Seguía haciéndome esta pregunta.

Una semana después de escribirle a Max, su hijo Mäxle me envió un email en el que decía que su padre estaba emocionado por saber de mí. Incluyó un fragmento de las memorias privadas de su padre sobre su infancia durante el Tercer Reich, en las que describía el día siguiente a la Kristallnacht:

. . . los niños volvíamos de la escuela y entramos a hurtadillas para echar un vistazo: era la primera vez que yo pisaba una sinagoga. Había libros tirados por todas partes y tomé una parte de un rollo de la Torá para llevármelo a casa, pero cuando llegué a casa, mamá me mandó inmediatamente de vuelta para devolverla. El aire todavía estaba lleno de humo y de papel y material mojado: no olía en absoluto como una iglesia cristiana. Todo parecía muy triste.  

Mi primera reacción fue: ¿Se llevó un souvenir? Le di vueltas a la cuestión hasta que comprendí que él era un niño de 8 años: podía imaginarme haciendo lo mismo a su edad. Las etiquetas binarias de “alemán bueno” y “alemán malo” se convirtieron en una persona tridimensional que escribía con total honestidad desde la perspectiva de un niño pequeño.

Cualquiera fuese el pasado de la familia de Max, yo necesitaba entenderlo, sobre todo porque su carta llegó la misma semana en que once judíos fueron asesinados en la sinagoga Tree of Life de Pittsburgh. El pasado se había acercado.

Pregunté si Max querría compartir sus memorias completas, y una semana más tarde, 137 páginas, escritas a lo largo de 20 años, estaban en mi bandeja de entrada. Leí sobre Max, a los 5 años, disfrutando de su primer desfile de Hitler. Y Max ingresando a las Juventudes Hitlerianas a los 10 años y convirtiéndose orgullosamente en su líder. Y Max confundido sobre cómo ser al mismo tiempo un buen muchacho católico y un buen miembro de la juventud hitleriana. Y Max amando los trenes, un anatema para los judíos, por ser un símbolo de deportación y muerte.

Sin embargo, Max también iba todas las semanas a encender el fuego del sábado para tres ancianas judías que eran sus vecinas. ¡Así que también ayudaba! El padre de Max entró a la SA (las tropas de asalto paramilitares nazis) en 1926, pero se fue en 1937, porque no le gustaba el antisemitismo contra los judíos que conocía. Más ambigüedades. ¿En qué escala moral se puede pesar a un niño que vivía en el Tercer Reich? ¿O a sus padres, a los que uno no pudo conocer?

Durante el año siguiente, creció una imprevista confianza entre Max, su familia y yo. Hice muchas preguntas, a menudo incómodas, sobre la cuestión: ¿Por qué fuiste a la escuela de Hitler? ¿Tuviste alguna vez un amigo judío al que ayudaste o abandonaste? Y Max -o Mäxle- respondía.

Averigüé sobre posibilidades de publicar el manuscrito de Max. Reunimos fotos e investigamos uno para el otro. Y hablamos de incluir extractos de las memorias de Max en un libro que recogiera sus recuerdos en diálogo con los míos, como si salieran de diferentes ventanas de la historia

Lo que podría haberse convertido en algo tenso y cerrado fue, en cambio, negociado con civilidad y afecto. Poco a poco, mi necesidad de juzgar el pasado de su familia se desvaneció y no sentí ninguna presión para perdonar o fingir olvidar a los millones de personas que fueron asesinadas. En un momento dado, Max estaba enfermo en el hospital y le pregunté a Mäxle: "¿Debería seguir haciendo preguntas?".

 “Sí, por favor, hágalo: eso es lo que lo mantiene vivo”, contestó. Aquello fue un regalo para mí.

Un año más tarde, Max y yo nos “encontramos” finalmente a través del Zoom, con su esposa, Bernice, sus tres hijos adultos y algunos nietos que participaron un momento antes de ir a sus clases de fútbol o de danza. Hablamos todos durante una hora, entre Australia Meridional y Nueva Jersey, como si después de 83 años, viviéramos uno al lado del otro, intercambiando historias a través de los océanos y del tiempo, como vecinos  virtuales, ayudándonos mutuamente.

Editorial remarks

*Mimi Schwartz es una escritora, educadora y conferencista estadounidense premiada. Su último libro, “Good Neighbors, Bad Times Revisited", fue publicado en marzo de 2021 por University of Nebraska Press. Su website es: https://mimischwartz.net.

Este texto apareció originalmente en la sección Ideas de The Boston Sunday Globe, el 8 de abril de 2021. Reproducido con su gentil autorización.

(Traducción del inglés: Silvia Kot)