Católicos y judíos confrontan el Holocausto y se confrontan entre sí

Cualquier discusión sobre las actuales controversias entre católicos y judíos acerca de temas relacionados con la Shoah, debe ubicarse en el contexto mucho más amplio del extraordinario progreso operado en las relaciones judeo-católicas en el último tercio del siglo XX. Ciertamente, yo diría que la crítica de alto voltaje que suele efectuar el judaísmo a las acciones de la Santa Sede en la actualidad es en sí misma un reflejo de ese progreso.

Católicos y judíos confrontan el Holocausto

y se confrontan entre sí

Eugene J. Fisher

Cualquier discusión sobre las actuales controversias entre católicos y judíos acerca de temas relacionados con la Shoah, debe ubicarse en el contexto mucho más amplio del extraordinario progreso operado en las relaciones judeo-católicas en el último tercio del siglo XX. Ciertamente, yo diría que la crítica de alto voltaje que suele efectuar el judaísmo a las acciones de la Santa Sede en la actualidad es en sí misma un reflejo de ese progreso.

En ninguno de los siglos pasados, desde que la Iglesia obtuvo un enorme poder político tras la conversión de Constantino, los judíos se sintieron suficientemente seguros en las sociedades dominadas por cristianos para hablar tan libre y francamente como lo hacen hoy. Aunque es posible que los redactores de la "Declaración sobre la relación entre la Iglesia y las religiones no-cristianas" (1965) del Concilio Vaticano II no hayan previsto esta clase de resultado, debemos recibir con beneplácito este involuntario mas indudablemente feliz subproducto de la renovación de la enseñanza católica sobre la relación de la Iglesia con el pueblo judío. Establece un diálogo que permite a los participantes hablar entre ellos con el corazón abierto, sin inhibiciones ni temor a intimidaciones.

Las controversias abarcan desde las preocupaciones de los judíos sobre qué personas son recibidas por el Papa (Waldheim, Arafat) y dónde deberían erigirse los conventos de clausura o las cruces (Auschwitz-Birkenau), hasta a quiénes debería canonizar la Iglesia (Edith Stein, el cardenal Stepinac, el papa Pío XII). Es comprensible que muchos católicos estén confundidos por el hecho de que algunas personas de la comunidad judía se sientan impulsadas a hacer conjeturas sobre muchas cosas que, después de todo, son asuntos internos de la vida eclesial. La confusión católica se acentúa cuando las protestas llegan en un momento de rápido progreso en el diálogo vigorosamente conducido por el papa Juan Pablo II. La activa promoción de las relaciones judeo-católicas que lleva a cabo este papa no tiene precedentes en la historia de la Iglesia. Entonces ¿por qué apalear a los católicos todo el tiempo? ¿Por qué no se dirigen a algún otro para variar? Nosotros no andamos por ahí levantando "sinagogas" judías mesiánicas, ni decimos que Dios no oye las plegarias de los judíos, ni opinamos que el Anticristo será un judío. ¿Por qué a nosotros? (A muchos judíos les sorprende enterarse de que existe algo llamado "paranoia católica", pero existe.)

Si bien se piensa, no es demasiado difícil discernir las respuestas. En primer lugar, el catolicismo romano es, por lejos, la Iglesia más extensa dentro de la comunidad de los bautizados. Su papa, sobre todo en nuestra época, es el individuo más visible dentro de esa comunidad. De modo que los judíos, preocupados por lo que esa comunidad pueda hacer (la historia les enseñó demasiado bien que tal preocupación no es de ningún modo paranoica), tenderán a observar muy de cerca, hasta minuto a minuto, las acciones de la autoridad de la Iglesia Católica que puedan afectarlos. Ese gran pionero del diálogo que fue Monseñor George G. Higgins, comparó una vez el punto de vista judío en las relaciones judeo-cristianas con el de un ratón que estuviera en la cama con un elefante. El ratón no puede quedarse dormido, pues debe estar atento al menor movimiento del cuerpo del elefante que indique que está a punto de darse vuelta.

En segundo lugar, según mi experiencia, muchos judíos tienen un concepto demasiado alto del poder y la autoridad del papado. Un importante diario judío publicó hace poco sin comentarios una carta al editor que aseguraba que el papa Pío XII podía haber terminado la Segunda Guerra Mundial sólo diciendo a las tropas, la mayoría de las cuales eran al menos nominalmente cristianas, que depusieran las armas y volvieran a casa. ¡Ojalá hubiera podido ser así! Los papas ni siquiera aspiraron a esa clase de bofetada política directa a las autoridades y al estado secular en mucho, mucho tiempo.

Tal vez sea la memoria la única cuestión que subyace en todas las controversias. Los judíos se preguntan qué se enseñará a la próxima generación de los mil millones de católicos del mundo acerca de los judíos, el judaísmo y el Holocausto. Los judíos entienden muy bien que la manera en que nosotros, los católicos, definamos el pasado para la próxima generación tendrá una profunda influencia en el destino de las futuras generaciones de judíos dentro de la civilización occidental. Gran parte de la fuerza de las instituciones orientadas por la tradición, como la Iglesia y el judaísmo rabínico, reside en su capacidad de dar un marco a las cuestiones de la continuidad humana de generación en generación. Stalin tenía razón. La Iglesia Católica no tiene tropas. Pero tiene una memoria prodigiosa y el don (nosotros creemos que proviene del Espíritu Santo) de interpretar para sus seguidores el significado de la historia humana. Tiene predicadores y educadores. La comunidad judía, que vivió con y bajo nosotros durante la mayor parte de los dos últimos milenios, entiende perfectamente el importantísimo significado de la memoria católica. Por eso les preocupa tanto. Si yo fuera judío, creo que también me preocuparía.

Abundan las susceptibilidades, expresadas o no expresadas, por ambas partes en todas las controversias que se refieren al Holocausto. Los judíos de una generación entera ni siquiera se animaban a hablar demasiado entre ellos mismos sobre lo que les había ocurrido. Sólo a mediados de los años 70, tal vez como respuesta a la miniserie televisiva "Holocausto", algunos sobrevivientes se sintieron capaces de hablar con sus hijos y con otros judíos. Cuando lo hicieron, comenzaron a aparecer "revisionistas" del Holocausto en los colegios y en los medios de comunicación, ¡para negar que eso realmente hubiera sucedido alguna vez! Así se inició el período en que se empezaron a construir Museos del Holocausto y a promover la enseñanza sobre el Holocausto en escuelas públicas y privadas, dos esfuerzos paralelos que enriquecieron grandemente el ambiente educativo y moral de la última superpotencia sobreviviente, y por lo tanto, potencial amenaza mundial. Como dijo el papa Juan Pablo II, el testimonio judío de la Shoah es "una advertencia salvadora para toda la humanidad, y muestra que siguen siendo los herederos de los profetas."

El estilo rabínico

Sin embargo, aunque la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo de la Santa Sede y la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos, condenaron en muchas oportunidades la negación del Holocausto por ser una "gran mentira", los judíos siguen preocupados. La preocupación de los judíos se manifiesta en una forma algo diferente a la preocupación católica. La mayoría de los que hablan en nombre de los preocupados crecieron en la ciudad de Nueva York, que no es tan consciente de la susceptibilidad en su discurso público como, digamos, Virginia, o Michigan, o incluso California; muchos de esos voceros tienen entrenamiento rabínico, o si no, están profundamente influenciados por el estilo rabínico de discurso. Cualquiera que haya leído partes del Talmud notará rápidamente que se trata de un género de literatura religiosa totalmente diferente a las interminables disquisiciones de Agustín o la rígida estructura lógica de Tomás de Aquino. Es polemista, no sólo entre los rabinos ("Pero Rabbi X dijo..."), sino también con el mismo texto bíblico. Por ejemplo, esta disputa apasionó a los rabinos por siglos: "¿Cómo pudo ser José tan duro moralmente? Durante todos sus años de vida opulenta en Egipto, sabía que su padre lloraba su muerte. ¡Y no fue capaz de enviar un mensajero para comunicarle a su afligido padre que estaba vivo y prosperaba! ¡Eso es violar el mandamiento de honrar al padre y a la madre!" No conozco ningún predicador cristiano que haya planteado nunca esta cuestión. Polemizar con los textos y con el más reverenciado de los ancestros judíos es típico del discurso rabínico.

Así que cuando los judíos leen un texto vaticano, sondean sus puntos débiles, analizando sus vulnerabilidades lógicas y morales. Con esto, una vez más nos hacen un gran favor a los católicos. La recepción judía de cada uno de los documentos de la Santa Sede, empezando por la declaración sobre las religiones no-cristianas —que nada menos que Abraham Joshua Heschel criticó por ser demasiado limitada y demasiado tardía—, ha sido negativa e incluso reacia. Pero así es como reaccionan los judíos con sus propios textos. Es un honor —aunque suene extraño— que lo hagan con los nuestros. El favor que nos hacen consiste en atizar nuestro fuego, templando así la escoria metálica de nuestros documentos en acero sólido capaz de resistir el paso del tiempo. Consecuentemente, es posible discernir en las declaraciones oficiales de la Iglesia a lo largo de los años un progreso constante en la enseñanza católica sobre los judíos y el judaísmo. Esta mejora tiene relación con la auténtica enseñanza católica (como sabiamente lo dice el Vaticano II cuando afirma que es escrutando su propio misterio como la Iglesia se encuentra con el misterio de Israel), y deberíamos agradecer el honor que nos hacen los judíos cuando discuten con nosotros en sus propios términos.

Pero disputa no es diálogo. El diálogo intenta saber qué hiere al otro y trata de evitarlo. Su objetivo no es ganar sino entender. Sería útil, entonces, que nuestros interlocutores judíos en el diálogo supieran que usar con los católicos el nivel de retórica que se usa habitualmente dentro de la comunidad judía puede en muchos casos bloquear la comprensión, al mismo tiempo que nos comunica las legítimas preocupaciones judías. Diría que esto es especialmente cierto cuando se trata del papado.

El papado como punto sensible

Hasta hace muy poco tiempo, la historia de los católicos en los Estados Unidos, como la de los judíos, era, de un modo general, una historia de inmigración y discriminación, de ser excluidos de los "mejores" vecindarios, colegios, empleos y clubes sociales. Movimientos políticos enteros se formaron con el objetivo primordial de mantener alejados a los inmigrantes católicos, primero del país, y una vez que esto no fue posible, del sistema económico y social establecido. Éramos muchos e indeseables. Haríamos descender el nivel social y económico, contaminaríamos la cultura norteamericana. Sobre todo, éramos peligrosos sujetos de ciega obediencia a la "ramera de Babilonia", el papa, y por lo tanto, automáticamente no-cristianos, no-democráticos y de una lealtad incierta al experimento norteamericano.

El papa era el símbolo del problema constituido por las pobres, hacinadas, hormigueantes masas étnicas de "papistas" que pululaban en los Estados Unidos, amenazando todo lo bueno y sagrado de la gran "ciudad asentada sobre una colina". Si los católicos al menos renunciaran al papa, repetían insistentemente, podrían ser socializados, norteamericanizados, cristianizados, devueltos a su sano juicio y dignos de una compañía respetable. Pero no lo haríamos y, en general, no lo hicimos: eso retrasó durante generaciones nuestra asimilación y aceptación en este país.

De manera que incluso hoy, cuando la ola de "nativistas" y otros fanatismos ignorantes que duraron siglos casi ha desaparecido, el papado sigue siendo para los católicos un símbolo de quiénes somos como norteamericanos, y de lo que les costó a nuestros padres y abuelos mantenerse católicos en un país de igualdad legal y discriminación étnico-religiosa.

Cuando los dirigentes judíos critican al papa, sea Pío XII o Juan Pablo II, muchos de quienes nos consideramos "progresistas" nos sentimos un poco desorientados, porque ese hecho desencadena en nosotros susceptibilidades que probablemente ignorábamos tener. Para los católicos con memoria histórica, los judíos son inmigrantes como ellos, que sufrieron de parte de muchos la misma serie de actitudes discriminatorias y exclusiones sistemáticas. No es accidental que los apellidos de los dirigentes del movimiento obrero sean generalmente "étnicos", judíos o católicos. Tampoco es accidental que los católicos y los judíos tendieran, hasta hace poco tiempo, a encerrarse en los mismos ghettos urbanos. Entonces cómo es posible que mientras nosotros reconocemos nuestra historia norteamericana en la historia judeo-norteamericana, muchos judíos parecen olvidar lo que para nosotros es un aspecto obvio: que atacar al papado agita ante nosotros el fantasma del fanatismo "nativista", que creíamos definitivamente enterrado después de la campaña presidencial de John F. Kennedy.

Al cuestionar a los papas, muchos judíos no parecen advertir que de ninguna manera están "diciendo verdades al poder", como supongo que muchos de ellos creen sinceramente. Están despertando la semioculta paranoia de los nietos de inmigrantes indeseados. Si los judíos desean comunicarse con los católicos norteamericanos, tendrán que suavizar la retórica hasta que el volumen sea lo suficientemente bajo para que los católicos podamos oír lo que dicen. Por ahora, el discurso suena demasiado alto para ser comprensible.

¿La Iglesia penitente?

La dificultad en la comunicación se da, indudablemente, en ambas direcciones. Así como el discurso judío quizá resulta, para oídos católicos, demasiado polemista, punzante y a veces enjuiciador, el discurso católico (especialmente el de Roma) puede impresionar a los oídos judíos como demasiado suave, cauteloso y vacilante cuando aborda los grandes temas, como el Holocausto. Un ejemplo es la declaración de la Santa Sede Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah. El documento vaticano emanado de Roma, dirigido al conjunto de los mil millones de católicos del mundo, fue escrito decididamente en "vaticanés", un subdialecto que incluso muchos católicos norteamericanos hallan difícil de entender. Una de las características del vaticanés es su propósito de no decir más de lo que realmente quiere decir. Esto puede derivar en una plétora de advertencias y distinciones: un lenguaje familiar para quien esté acostumbrado a la escolástica medieval, pero que en el amplio mundo suena algo forzado.

Cuando leí el documento por primera vez (mientras me dirigía del aeropuerto Leonardo Da Vinci a Roma en un autobús contratado, tras un vuelo desde Jerusalén con un distinguido grupo de obispos norteamericanos y sus pares rabínicos de todo el país), pude prever que lo que para mí tenía sentido eminente, les causaría a mis amigos rabinos, en algunos pasajes claves, innumerables dificultades. Viéndolo ahora retrospectivamente, creo que subestimé la dificultad, pero no me sorprendió la intensidad de las reacciones.

Los puntos en cuestión del texto vaticano están principalmente relacionados con la síntesis que hace de la historia de las relaciones judeo-cristianas en sólo unos pocos párrafos. Naturalmente, menester es reconocer que faltan algunas cosas desde un punto de vista judío, pero probablemente los autores pensaron que estaban implícitas en el texto y no necesitaban ser enumeradas explícitamente.

Dos distinciones claves ilustran esta dinámica y la necesidad de proseguir el diálogo. La primera es la distinción que establece el texto entre "la Iglesia como tal", que no tiene culpa por el Holocausto y lo que condujo a él, y "los hijos e hijas" de la Iglesia, por cuyas enseñanzas, acciones u omisiones a través de los siglos, y especialmente durante el Holocausto, la Iglesia en su conjunto es llamada al arrepentimiento por medio del documento. Para muchos judíos, este lenguaje no es suficientemente directo. Pero en realidad, es tradicional. Aunque no es ésta la eclesiología que más se usa hoy en algunos círculos académicos teológicos, no se puede decir (como algunos judíos temían) que se la haya inventado sólo para liberar a la Iglesia de su responsabilidad histórica en preparar el escenario para la Shoah. Ciertamente, para los autores del documento —que esencialmente fue, después de todo, una resonante declaración de arrepentimiento por los pecados católicos pasados—, el reconocimiento de la responsabilidad de la Iglesia era evidente en la estructura de la declaración y en su existencia misma. Pero ¿cómo y por qué arrepentirse si no hubo pecado?

El cardenal Edward Cassidy, que firmó el documento como presidente de la comisión que lo autorizó, explicó en varias oportunidades que tradicionalmente en el catolicismo romano se hace la distinción entre la Iglesia como una institución sacramental salvífica, el cuerpo de Cristo en la tierra, y la Iglesia como institución humana, que incluye todos los niveles de "hijos e hijas" de la Iglesia, desde los papas hasta los niños recientemente bautizados. Esta última puede ser indudablemente, como institución, culpable de pecado, y por lo tanto necesita arrepentirse constantemente (es "semper reformanda"). La "Iglesia" en su primer significado, que se refiere directamente a las acciones de Cristo en el cielo y en la tierra, y por lo tanto, a la probidad y la validez de los sacramentos necesarios para la salvación, incluyendo los sacramentos de la eucaristía y la reconciliación, no puede ser llamada "pecadora" sin calificar a la Divinidad como pecadora, y a los sacramentos, como corruptos e ineficaces.

De modo que la Iglesia como institución humana y como un todo, debe arrepentirse de sus múltiples pecados contra los judíos y el judaísmo, pecados que pavimentaron el camino hacia algo que se llamó genocidio, que la Iglesia nunca imaginó, ni en la peor de las variantes, como una posibilidad. Eso es para mí lo que claramente quiere decir Nosotros recordamos. Sin embargo, para explicar hasta qué punto es así, el documento hace una segunda distinción que tampoco les parece a los judíos una estimación honesta, pero que en mi opinión es vital para una reseña histórica adecuada del período, y para cualquier discusión sobre la actuación que en él tuvo la Iglesia. Es la distinción entre antijudaísmo y antisemitismo.

"La enseñanza del desprecio"

La polémica tradicional de la Iglesia contra el judaísmo, acertadamente denominada "la enseñanza del desprecio" por Jules Isaac —cuya teoría fue aceptada por el papa Juan XXIII y conformó la base de la "Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no-cristianas" del Concilio Vaticano II—, tenía como intención (y así lo manifestó durante los dos primeros siglos) mostrar la superioridad del cristianismo con respecto a la entonces igualmente joven interpretación rabínica de los textos comunes a los judíos y los cristianos. (Debemos recordar que en el primer siglo, virtualmente todos los cristianos eran judíos, de modo que el Nuevo Testamento se leía como un documento judío interno, una discusión de judíos para judíos sobre la manera más autorizada de leer las Escrituras judías, entre otras cosas para entender cómo debía ser el judaísmo después de la destrucción del Templo de Jerusalén).

Ya en el segundo siglo —como señaló con agudeza el Papa en su alocución de noviembre de 1997 en el seminario sobre antijudaísmo/antisemitismo, convocado por la Santa Sede—, la necesidad de los cristianos (que provenían cada vez más de la gentilidad) de polemizar contra el judaísmo rabínico se hizo tan fuerte que se introdujeron toda una serie de "interpretaciones erróneas" del Nuevo Testamento. Esas interpretaciones erróneas fueron finalmente aceptadas, incorrectamente, por sucesivas generaciones de cristianos gentiles, como "la verdad del Evangelio" sobre el judaísmo. Incluían el nefasto e insidioso concepto de culpa colectiva judía por la muerte de Jesús, como si todos los judíos diseminados a lo ancho del Imperio Romano en la época de Jesús se hubieran enterado de alguna manera del proceso a Jesús, a tiempo para ir a Jerusalén a gritar: "¡Crucifíquenlo!" Absurdo, por supuesto, pero no más absurdo que el concepto, contrario a la Escritura, de que una culpa personal de esa clase pudiera transmitirse a sucesivas generaciones de judíos por nacimiento. Sin embargo, la mayoría de los cristianos lo creyeron. Quizá les resultaba cómodo. Si un cristiano podía acusar a "los judíos" por la muerte de Jesús, no necesitaba asumir la responsabilidad del verdadero culpable: sus propios pecados. La terrible frase: "Cristo murió por tus pecados" podía así ser domesticada y descartada. (No importaba que así uno "descartara" su única oportunidad de redención y salvación, que teológicamente depende de la medida en que cada uno reconozca su propia responsabilidad como pecador por la muerte de Jesús, como el Concilio de Trento intentó, por lo visto en vano, recordar a los católicos).

Habría que hacer más distinciones todavía de las que hace el documento vaticano. Aunque la enseñanza del desprecio contra el judaísmo estaba tan bien desarrollada y extendida hacia fines del siglo III que fue adoptaba luego sin objeciones por los Padres de la Iglesia, no trajo como consecuencia (salvo en lejanos puestos de avanzada como la península ibérica) una violencia en gran escala ni conversiones forzadas de judíos hasta el siglo XI. En otras palabras: el primer milenio de relaciones judeo-cristianas, a pesar del aumento del poder absoluto de la Iglesia sobre los judíos que comenzó con la conversión de Constantino en el siglo IV, no derivó en intentos de la Iglesia por destruir al judaísmo. Al contrario, gracias a San Agustín y a San Gregorio Magno, que como papa introdujo la teoría agustiniana como ley canónica papal, sólo al judaísmo, entre una gran cantidad de cultos antiguos del Imperio Romano anteriores al cristianismo, se le permitió sobrevivir y se le otorgó un status legal (en virtud del cual los judíos podían acudir a los papas en busca de protección —y así lo hicieron— cuando las autoridades civiles se extralimitaban).

De modo que en el primer milenio de la era cristiana no existe un antijudaísmo terminante, sino antijudaísmo y filojudaísmo por partes iguales en la teoría y la práctica católicas. El judaísmo era protegido y denigrado al mismo tiempo. ¿Con qué palabra podemos calificar a esta extremadamente ambigua actitud teórica y práctica de los cristianos respecto de los judíos y del judaísmo? ¿Antijudaísmo ambivalente? ¿Antijudaísmo vacilante? Ciertamente se necesita un calificativo.

El viraje hacia un antijudaísmo personal

Pero en el siglo XI, las cosas empeoraron decidida e inequívocamente. A principios del siglo, o del segundo milenio, el fervor apocalíptico desencadenó en Francia un "pogrom" a gran escala contra los judíos. Se culpaba a los judíos de retrasar el retorno del verdadero Mesías con su negativa a reconocer que éste ya había llegado. En 1096, la tercera ola de la primera cruzada, que carecía de líderes porque la nobleza y el clero ya habían partido con las primeras dos olas, se convirtió en una turba que masacró a miles de judíos en la región de Renania (en la actual Alemania). Eso sucedió a pesar de las protestas del papa que había lanzado la cruzada, y del obispo y los príncipes del lugar, que, desde la época de Agustín y Gregorio, se sentían en la obligación de proteger a los "ignorantes" pero teológicamente significativos judíos. Los judíos eran significativos porque atestiguaban la autenticidad de la divina revelación del Sinaí, sin la cual el Nuevo Testamento no tendría mayor sentido.

Existen muchas teorías que explican las razones, pero lo importante aquí es simplemente señalar que las cosas cambiaron totalmente a partir del siglo XI. La ambivalencia en el nivel popular se desvaneció, y fue reemplazada por un antijudaísmo cada vez más negativo que empezó a adquirir un cariz personal contra los judíos. Mientras que en la clásica catedral francesa de Estrasburgo, la Iglesia y la Sinagoga están representadas por dos mujeres igualmente hermosas, la primera resplandeciente y triunfante, y la segunda abatida y vencida, con las tablas de la Ley cayendo de sus manos, la catedral de Ratisbona, Alemania, muestra a la infamante "Judensau", la "cerda judía", esculpida en su fachada, dando de mamar a judíos. Esta repugnante imagen es cualitativamente diferente al triunfalismo teológico de la catedral francesa. Pretende deshumanizar a los judíos, no simplemente ilustrar la superioridad del cristianismo.

Pero si éste es un antijudaísmo que deshumaniza a los judíos, habrá que crear otro término para describir la siguiente etapa, en que los judíos son demonizados. En esta etapa, los judíos no sólo son colectivamente culpables por la muerte de Jesús, sino que se empeñan en destruir completamente la "civilización cristiana", confabulados con el Diablo. Mientras que para Agustín y los Padres de la Iglesia, los judíos son dignos de compasión en su sufrimiento, al comienzo del siglo XI son vistos como una amenaza para la sociedad cristiana.

Así, las escenificaciones de la Pasión, que comienzan a principios del siglo XIV, van mucho más allá de los Evangelios e incluso de los Padres de la Iglesia, cuando describen a los judíos como parte de un complot cósmico liderado por Satanás para destruir a la cristiandad y esclavizar a toda la humanidad. La Reforma protestante no se propuso reformar ese aspecto del pensamiento medieval, y la Ilustración se limitó a secularizarlo, llevándolo a un nuevo y aun más insidioso estadio de desarrollo.

Un nuevo racismo

Mientras que la "lógica" del antijudaísmo medieval provocó crímenes muy graves, como las conversiones forzadas y, en España, una Inquisición para poner a prueba la sinceridad de las conversiones forzadas (todo esto, en contra de la política hacia los judíos establecida por los papas a través de los siglos), la nueva lógica se revistió ávidamente de pseudociencia para crear la teoría del racismo. Esta teoría parece haber sido desarrollada inicialmente para justificar el tráfico de esclavos. Si los africanos son una "raza" diferente, subordinada, pueden ser comprados, vendidos y tratados como cosas. Con el colapso de la visión cristiana del mundo centrada en Dios, y su rigurosa doctrina, fundada en el Génesis, sobre la unidad de toda la humanidad por haber sido creada a imagen de Dios, las teorías raciales pudieron ponerse en práctica sin las exigencias morales de la doctrina tradicional cristiana. La gran tragedia inherente a la nueva teoría racista consistía en que los infrahumanos no podían simplemente hacerse bautizar para volverse aceptables y ser miembros plenos de la sociedad secular "ilustrada". Eran una especie diferente.

En Europa, había un grupo, sobre todo, al que gran parte de la sociedad estaba predispuesta a considerar al mismo tiempo diferente, inferior y amenazante: los judíos. Así, Voltaire argumentaba que daba lo mismo actuar a favor o en contra de los judíos, pues de todos modos éstos jamás podrían asimilarse a la sociedad occidental. No estaba en su naturaleza ser ciudadanos plenos y productivos. En el siglo XIX, antijudíos seculares como Chamberlain y Gobineau comenzaron a hacer pasar su odio por una "ciencia", eufemísticamente denominada "antisemitismo". La ideología nazi fusionó la pseudociencia racista con su propio concepto romántico y neopagano del pasado "ario" de Alemania, adjudicándole al ahora ya no plenamente humano, pero todavía demonizado judío, el papel de gran contaminador de la pureza de las estirpes teutónicas.

La distinción que hace la Declaración vaticana entre el antijudaísmo de los Padres de la Iglesia y el antisemitismo que racionalizó al genocidio, es, pues, perfectamente razonable. El segundo rechaza, en muchos aspectos, elementos teológicos centrales del cristianismo. No es que simplemente uno desemboque en el otro. Entre ambos transcurren más de 1500 años de acontecimientos históricos. Necesitaríamos más, no menos, distinciones para hacer una justicia mínima a las complejas ambigüedades de la historia de Occidente con respecto al pueblo judío. Existe un antijudaísmo patrístico, que, aunque está relacionado, es diferente al antijudaísmo medieval. Siglos más tarde, surge una teoría totalmente nueva, históricamente relacionada con sus predecesoras: el antisemitismo moderno, racial, que debe su esencia teórica no a la enseñanza cristiana del desprecio, sino al lado oscuro de la Europa del Siglo de las Luces, que se enriqueció con el tráfico de esclavos y el colonialismo.

Responsabilidad por la Shoah

Como dijo el profesor Yosef Yerushalmi unos años atrás, si la lógica del antijudaísmo cristiano llevara directamente al genocidio, habría ocurrido muchos siglos antes, cuando la Iglesia realmente tenía el poder político en gran parte de Europa para poner en práctica la lógica de sus creencias. No ocurrió. Sólo sucedió en nuestro propio siglo secularizado, después del derrumbe de la visión teocéntrica de la cristiandad y las restricciones morales que esa visión impone. Sin embargo, parece improbable que los judíos del siglo XX hubieran podido ser tan fácilmente señalados y tomados como chivos expiatorios por la teoría nazi de no haber sido por las diversas tradiciones de antijudaísmo cristiano que precedieron al invento del antisemitismo racial del siglo XIX. Una tradición cristiana de enseñanza negativa sobre los judíos y el judaísmo es, pues, causa necesaria del Holocausto, afirma Yerushalmi. Pero no es causa suficiente: habría que decir mucho más para empezar a explicar el éxito del antisemitismo genocida en la primera mitad del siglo XX en Europa. Como quiera que se definan las distinciones y las relaciones causales, el llamado del documento vaticano al conjunto de la Iglesia a arrepentirse por haber pavimentado el camino que llevó al Holocausto es, al menos para quien esto escribe, absolutamente claro.

Al final de este milenio, la Iglesia Católica desea expresar su profundo pesar por las faltas de sus hijos y de sus hijas en todas las épocas. Se trata de un acto de arrepentimiento ("teshuvah") porque como miembros de la Iglesia, compartimos tanto los pecados como los méritos de todos sus hijos. La Iglesia se acerca con profundo respeto y gran compasión a la experiencia del exterminio, la "Shoah", que sufrió el pueblo judío durante la segunda Guerra Mundial. No se trata de meras palabras, sino de un compromiso vinculante... Deseamos transformar la conciencia de los pecados del pasado en un firme compromiso de construir un nuevo futuro en el que ya no exista un sentimiento antijudío entre los cristianos... sino más bien un respeto recíproco, como es propio de quienes adoran al único Creador y Señor y tienen un padre común en la fe, Abraham.

Este es el mandato del documento de la Santa Sede que los católicos deben tener firmemente en cuenta.

Editorial remarks

Dr. Eugene Fisher. El texto precedente es una versión revisada de la John Courtney Murray Lecture de 1999.
Traducción del inglés: Silvia Kot