Antisemitismo: una herida que curar

IV Jornada Europea de la Cultura Judía (7 de septiembre de 2003).

IV Jornada Europea de la Cultura Judía

(7 de septiembre de 2003)

Antisemitismo: una herida que curar

Walter Kasper

Junto con la fe de los Padres y la Torah, el Templo de Jerusalén -por lo menos, hasta que Tito lo destruyó en el año 70- representaba el núcleo del judaísmo, salvo para algunos grupos, como los esenios y los samaritanos. El Templo era también uno de los lugares de reunión y de oración de los primeros discípulos del Resucitado, a veces considerados con recelo por las autoridades, y con estima por el pueblo, con el que compartían la fe en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, de Sara y de Rebeca, de Raquel y de Lía. Existía en todos la conciencia de que formaban parte del único Pueblo de Dios, con el cual el Altísimo había establecido una Alianza, mediante el juramento hecho a los padres, sellado tras el paso por el Mar Rojo al Sinaí, abierto a la promesa y a la esperanza de renovación y redención universal, según el anuncio mesiánico de los profetas. El fariseo Gamaliel había advertido sabiamente al Sanhedrin que no pretendiera destruir por la fuerza un movimiento espiritual nuevo que encontraba en Simón Pedro y en Santiago a dos guías carismáticos, y que quizás interpretaba correctamente la tradición judía y la esperanza de Israel. Otro fariseo, discípulo de Gamaliel, el joven Saulo de Tarso, al principio se opuso violentamente a los discípulos de Jesús, pero después de una experiencia excepcional de conversión, adhirió totalmente al Evangelio, y se hizo Pablo, el apóstol de los gentiles, que recorrió el Mediterráneo y el imperio hasta su martirio en Roma. El apóstol quería injertar en el único pueblo de Dios, Israel, las ramas del olivo silvestre de los paganos, y lentamente, la Iglesia de Cristo tomó una forma más concreta “sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas” (Ef 2,20), con dos ramas, la Ecclesia excircumcisione y la Ecclesia ex gentibus, como lo muestra admirablemente el mosaico paleocristiano de Santa Sabina del Aventino.

El conjunto de las Sagradas Escrituras -tanto las judías del TaNaKH (Torah, Nevíim y Ketuvim), llamadas luego en el canon cristiano Antiguo Testamento, como las del Nuevo Testamento- está de acuerdo en dar testimonio de que Dios no ha abandonado su Alianza con el pueblo hebreo (o “judaico”) de las doce tribus de Israel. Naturalmente, lo que puede parecer un peligroso particularismo exclusivista, es equilibrado, en las Sagradas Escrituras, por un doble universalismo mesiánico, tanto ad intra, en la tensión entre diáspora judía y judíos de la Tierra de Israel (Eretz Israel), como ad extra, en la tensión entre el pueblo judío (am Israel) y todos los pueblos llamados a entrar en la misma comunión de paz y redención del pueblo primogénito de la Alianza.

La Iglesia, en cuanto “pueblo mesiánico”, no sustituye, pues, a Israel, sino que se injerta en él, según la doctrina de Pablo, a través de la adhesión a Jesucristo muerto y resucitado, salvador del mundo, y ese vínculo constituye un vínculo espiritual radical y único, que no puede ser suprimido por los cristianos. La concepción opuesta -la de un Israel elegido en otro tiempo (olim), pero luego repudiado para siempre por Dios y reemplazado por la Iglesia-, si bien tuvo una amplia difusión durante casi veinte siglos, no representa en realidad una verdad de fe, como se puede ver tanto en los antiguos Símbolos de la Iglesia primitiva, como en la enseñanza de los principales Concilios, en particular el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, n.16; Dei verbum n.14-16, Nostra Aetate n.4). Por lo demás, ni Agar ni Ismael fueron nunca repudiados por Dios, que hizo de ellos “una gran nación” (Gn 21,13); y Jacob, el astuto “suplantador”, recibió finalmente el abrazo de Esaú. El último documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre el pueblo judío y sus Escrituras Sagradas (2001), tras reconocer “el sorprendente vigor de los lazos espirituales que unen a la Iglesia de Cristo con el pueblo judío” (n.85), termina diciendo que “en el pasado, la ruptura entre el pueblo judío y la Iglesia de Cristo Jesús, ha podido a veces parecer completa, sobre todo en ciertas épocas y en ciertos lugares. A la luz de las Escrituras, se ve que eso no debería haber ocurrido nunca. Porque una ruptura completa entre la Iglesia y la Sinagoga está en contradicción con la Sagrada Escritura” (ibid.).

En el contexto actual, que no puede ignorar la horrible tragedia de la Shoah en el siglo XX, el cardenal Joseph Ratzinger, en la introducción de ese documento, plantea la siguiente pregunta: “La presentación de los judíos y del pueblo judío que hace el mismo Nuevo Testamento, ¿no ha contribuido a crear una enemistad hacia el pueblo judío, que ha preparado la ideología de aquellos que querían eliminar a Israel?”. El documento admite con total honestidad que muchos pasajes del Nuevo Testamento críticos hacia los judíos “son susceptibles de servir de pretexto al antijudaísmo y han sido efectivamente utilizados en este sentido” (n.87). Unos años antes, el mismo Juan Pablo II había declarado que “en el mundo cristiano -no digo de parte de la Iglesia en cuanto tal- han circulado durante mucho tiempo erróneas e injustas interpretaciones del Nuevo Testamento relativas al pueblo judío y a su supuesta culpa, engendrando sentimientos de hostilidad respecto a este pueblo” (Discurso pronunciado ante los participantes del Simposio sobre “Las raíces del antijudaísmo en los ambientes cristianos”, realizado en el Vaticano del 31 de octubre al 2 de noviembre de 1997). Así fue como “sentimientos de antijudaísmo en algunos ambientes cristianos y la divergencia que existía entre la Iglesia y el pueblo hebreo, llevaron a una discriminación generalizada”, contra los judíos en el transcurso de los siglos, en particular en la Europa cristiana (Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, Nosotros recordamos:una reflexión sobre la Shoah, 16 de marzo de 1998).

Durante el siglo XIX, en un contexto histórico distinto, que quería superar el antiguo régimen que unía la Iglesia al Estado, “comenzó a difundirse de diferentes maneras, a través de la mayor parte de Europa, un antijudaísmo que era esencialmente más sociopolítico que religioso” (ibid.). Este desarrollo del antijudaísmo, unido a teorías confusas sobre la evolución y la superioridad de la “raza aria”, tuvo como efecto lo que se llamó entonces “antisemitismo”, caracterizado por explosiones de violencia, pogroms y publicaciones de panfletos antijudíos del tipo de los Protocolos de los Sabios de Sión. Dentro de esa mentalidad perversa de desprecio e incluso de odio hacia los judíos (acusados de crímenes atroces, como los asesinatos rituales), maduró la incalificable tragedia de la Shoah, el horrible plan de exterminio programado por el gobierno nazi que golpeó a las comunidades judías europeas durante la Segunda Guerra Mundial. Las premisas ideológicas de la Shoah, ya ampliamente divulgadas antes del conflicto en obras tales como Mein Kampf y Der Mythus des zwanzigsten Jahrhunderts (este último fue puesto en el Index), no encontraron una oposición suficiente, ni en el nivel cultural, ni en el medio jurídico, ni en las comunidades cristianas, aun cuando se produjeron algunas reacciones como las de G. Semeria, G. Bonomelli o el joven A. Bea. Pero lamentablemente, entre el final del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, no faltan ejemplos de revistas católicas, incluso las de mayor autoridad, que publicaban artículos de carácter antisemita y “en general, los prejuicios antijudíos seguían siempre activos, como consecuencia de la ‘enseñanza del desprecio’ medieval, que fue una fuente de estereotipos y de odio popular” (J. Willebrands), de manera que se puede afirmar, en este sentido, que esa actitud ha ofrecido un marco favorable para la difusión del antisemitismo moderno. También hay que subrayar que la responsabilidad de esas raíces de odio, toca, de diversas formas, y con pocas excepciones, tanto a los cristianos occidentales como a los orientales, y exige, pues, en la actualidad una reacción ecuménica común.

El documento del Vaticano Nosotros recordamos (§ II) también declara que “el hecho de que la "Shoah" haya tenido lugar en Europa, es decir, en países de larga civilización cristiana, plantea la cuestión de la relación entre la persecución nazi y las actitudes de los cristianos, a través de los siglos, con respecto a los judíos”. Aunque existieron, antes y durante la Shoah, episodios de condena y de reacción contra el antisemitismo, a nivel personal, a través de actos de heroísmo que a veces llegaron al martirio, como en el caso del preboste de Berlín, Bernhard Lichtenberg, y a nivel institucional, con la condena al antisemitismo (por ejemplo, por parte del Santo Oficio en 1928 y del papa Pío XI en 1938), en general, “la resistencia y la acción concreta de otros cristianos no estuvo al nivel que hubiera podido esperarse de los discípulos de Cristo” (ibid. § 4). En este caso también, y por cierto especialmente a propósito del antisemitismo y de la Shoah, podemos hablar con razón de la necesidad de emprender un proceso de arrepentimiento (teshuvá) con actos ejemplares y concretos, porque “como miembros de la Iglesia, compartimos, de hecho, tanto los pecados como los méritos de todos sus hijos” (ibid. § V). Uno de esos actos es sin duda el que el Papa cumplió solemnemente el 12 de marzo de 2000 en la Basílica de San Pedro, y confirmó el 26 de marzo en Jerusalén, en el Muro Occidental del Templo. Estamos, pues, todos llamados a compartir, en nuestras actitudes interiores, en las plegarias y en las acciones, este mismo camino de conversión y de reconciliación, pues se trata de una experiencia que es preciso vivir incapite et in membris, y que no se limita a gestos significativos o a documentos, aunque sean de alto nivel.

Este primer compromiso fundamental, de carácter espiritual y moral nos concierne a todos en cuanto cristianos, y, por lo tanto, reviste, podríamos decir, una dimensión eminentemente ecuménica. Una segunda consecuencia, también de naturaleza teológica, es la que surge del vínculo profundo, radical y particular que une a la Iglesia con el pueblo judío, “primogénito de la Alianza” (Oración universal del Viernes Santo). Ese vínculo nos impulsa por una parte a respetar y amar al pueblo judío, y por la otra, nos permite percibir en el antisemitismo una dimensión suplementaria, además de la dimensión general del racismo o de la discriminación religiosa que el antisemitismo también tiene en común con otras formas de odio étnico, cultural o religioso, como lo describe el documento La Iglesia ante el racismo (Pontificio Consejo Justicia y Paz, 3 de noviembre de 1988, I, § 15). Aquí no se trata solamente de la dimensión cultural, social, política o ideológica -y, de una manera más general, “laica”- del antisemitismo, que también debe preocuparnos mucho, sino de uno de sus aspectos específicos, que ya fue condenado con firmeza en 1928 por la Sede Apostólica, cuando definió al antisemitismo como “odium adversus populum olim a Deo electum” (AAS XX/1928, pp. 103-104). Hoy, setenta y cinco años más tarde, la única modificación que creemos nuestro deber aportar, es la eliminación del término “olim” (en otro tiempo): no es poca cosa, porque al reconocer la vigencia eterna de la Alianza entre Dios y su pueblo, Israel, podremos descubrir a nuestra vez, junto con nuestros hermanos judíos, la universalidad irrevocable de la vocación de servir a la humanidad en la paz y la justicia, hasta el advenimiento total de su Reino. Es también lo que recomienda el Sumo Pontífice en su Exhortación Apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa, del 28 de enero último, al recordar “la relación que une a la Iglesia con el pueblo judío, y el papel singular desempeñado por Israel en la historia de la Salvación” (n. 56). El Papa Juan Pablo II señala luego que “se han de reconocer las raíces comunes existentes entre el cristianismo y el pueblo judío, llamado por Dios a una alianza que sigue siendo irrevocable (cf. Rm 11, 29) y que ha alcanzado su plenitud definitiva en Cristo. Es necesario, pues, favorecer el diálogo con el judaísmo, sabiendo que éste tiene una importancia fundamental para la conciencia cristiana de sí misma y para superar las divisiones entre las Iglesias” (ibid.). El diálogo y la colaboración entre cristianos y judíos “implica, entre otras cosas, que se recuerde la parte que hayan podido desempeñar los hijos de la Iglesia en el nacimiento y la difusión de una actitud antisemita en la historia, y que se pida perdón a Dios por ello, favoreciendo toda suerte de encuentros de reconciliación y de amistad con los hijos de Israel” (ibid.). En ese espíritu de fraternidad redescubierta, podrá volver a florecer una nueva primavera para la Iglesia y para el mundo, con el corazón vuelto de Roma a Jerusalén y a la tierra de los Padres, para que también allí pueda pronto volver a florecer y madurar una paz durable y justa para todos, como una bandera flameando en medio de los pueblos.

 

Editorial remarks

Walter Cardinal Kasper, Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Presidente de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo

Traducción: Silvia Kot