Am Israel y Eretz Israel: ¿por qué Dios promete una tierra?

Una propuesta teológica cristiana sobre las relaciones entre el pueblo de Israel (Am Israel) y la tierra de Israel (Eretz Israel).

El objetivo de este artículo es hacer una propuesta teológica cristiana sobre las relaciones entre el pueblo de Israel, Am Israel y la tierra de Israel, Eretz Israel. Las cuestiones fundamentales pueden articularse así: 1) Según el designio de Dios, ¿está prometida Eretz Israel a Am Israel y con qué condiciones? 2) ¿Se puede conciliar la idea de la promesa de una tierra al pueblo judío con la presencia del pueblo palestino en esa tierra? 3) ¿La reunión del pueblo judío en esa tierra en el siglo XX puede entenderse como parte de la obra providencial de Dios, incluso como un cumplimiento de las promesas mesiánicas contenidas en las Escrituras? La clave para abordar estas cuestiones será tratar de comprender por qué Dios promete una tierra.[1]

1) La tierra forma parte de las dimensiones corporales y “corporativas” de la salvación

La tierra forma parte del primer llamado de Abraham: debe abandonar su tierra y su familia para convertirse en una gran nación, en la tierra que Dios le mostrará (Génesis 12,1). En un primer nivel, esa tierra es dada simplemente para la subsistencia del pueblo. La descendencia de Abraham podrá vivir allí y convertirse así en una familia y un pueblo. El proceso descripto por la Torá entre el Éxodo y la entrada a la tierra es una progresión mediante la cual un pueblo se convierte en un pueblo con estructuras (Éxodo 18,13-26) y leyes que regulan su vida cotidiana. Tomar posesión de la tierra forma parte del desarrollo que lleva a la plena existencia del pueblo. Sin embargo, la tierra es también el marco concreto en el que se puede establecer y construir la relación del pueblo con Dios. Hace posible la observancia de la Torá y de sus mandamientos, en particular el Shabbat. Es el lugar en el que mora Dios en medio de su pueblo (1 Reyes 8,10-12). Además, desde el origen, la tierra está estrechamente asociada a la misión de Israel de ser una bendición para todas las naciones: “Vete de tu tierra… a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande” […] “Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra.”(Génesis 12,1-3; cf. 28,14). Misteriosamente, Abraham y su descendencia no se establecen en la tierra para ellos mismos sino para otros, para todos los linajes de la tierra.

Lo que está en juego aquí es la concepción misma de la relación con Dios y, por extensión, de la salvación. La relación con Dios no es solamente espiritual e individual sino corporal y “corporativa”. Por otra parte, ambos términos tienen la misma raíz: corpus, cuerpo. La relación con Dios implica a la vez al cuerpo individual y al cuerpo colectivo. Las leyes de Kashrut (Levítico 12–15) demuestran, como las sanaciones efectuadas por Jesús y los discípulos, que la salvación incluye y concierne al cuerpo del individuo. Pero esa salvación no se realiza sin el cuerpo colectivo, lugar de la actuación ética y de la observancia de las mitzvot, que involucra a todas las dimensiones de la vida corporativa: historia, sociedad civil, cultura, economía y política. Por supuesto, esos aspectos necesitan ser purificados y sanados, pero precisamente de este modo se convierten en el marco de la salvación. Aún “deben salvarse”, pero son así una dimensión de esa salvación si esta quiere ser integral y completa. Esto muestra hasta qué punto la relación con Dios y la salvación son mucho más amplias e inclusivas que lo que imaginamos habitualmente. Las dimensiones de vida corporal y corporativa están estrechamente ligadas al hecho de vivir en una tierra que permita su desarrollo.

Las promesas escatológicas confirman estos aspectos corporales y corporativos de la salvación: la redención es salvación de los individuos, pero también establecimiento del Reino de Dios (Daniel 3, 33). En el Nuevo Testamento, este tiene una dimensión interior, pero también está ligado al restablecimiento del Reino de Israel (Hechos 1, 6). La nueva Jerusalén no es ni una iglesia ni una sinagoga, sino una ciudad, locus concentrado de un pueblo (Apocalipsis 21, 9-27): “nueva” debe entenderse aquí como “renovada”, más que como “otra”. Para Am Israel, Eretz Israel es el locus de una vida en relación con Dios en la perspectiva de la plenitud de la salvación y de la redención escatológica.

2) El llamado a una relación purificada y transfigurada con la tierra

Incluir la tierra y todos los aspectos de la vida de un pueblo en la relación con Dios y la salvación tiene algunos riesgos, porque puede usarse para tratar de fundamentar teológicamente ideologías nacionalistas y conquistas, así como una forma de idolatría de la tierra. Si el concepto de “tierra prometida por Dios” es teológico, su sentido auténtico solo puede ser recibido por la Revelación. De hecho, una de las tentaciones principales y siempre actual del pueblo de Israel, y que concierne a su vínculo con la tierra, es la de ser “como los demás pueblos” (1 Samuel 8, 20). En realidad, con la promesa de la tierra, las Escrituras expresan al mismo tiempo un llamado a la “conversión” de la relación con la tierra.

En efecto, es posible señalar una espiritualización y una universalización progresiva de la relación de Am Israel con Eretz Israel a través de la Biblia Hebrea y del Nuevo Testamento[2]. Pero esto no significa que la promesa de la tierra sea revocada. Por ejemplo, en su tercera bienaventuranza, “los mansos poseerán en herencia la tierra (tèn gèn)» (Mateo 5, 4), Mateo toma el Salmo 37, en el que la expresión “poseerán la tierra”, que aparece cinco veces, significa sin duda Israel y su tierra. Se puede pensar legítimamente que tèn gèn concierne a una promesa dada a los mansos con respecto a toda la tierra, pero el sentido primigenio de la bienaventuranza remite a Am Israel Eretz Israel. No hay ningún “reemplazo”, ninguna “teología de la sustitución” de la tierra en el Nuevo Testamento. Para un cristiano, el paradigma más esclarecedor para entender la “conversión” de la relación con la tierra es la del cuerpo resucitado de Cristo. Se trata del mismo cuerpo, “numéricamente idéntico” a su cuerpo terrenal, pero según otra “disposición”.[3] Del mismo modo, el pueblo elegido mantiene la promesa de la misma tierra, pero es llamado a vivirla de una manera profundamente transfigurada.

Por ejemplo, existe un vínculo estrecho entre el pueblo y su tierra, pero ese vínculo solo es justo si se establece en el seno de una prioridad del pueblo sobre la tierra. La posesión de la tierra no puede ser un fin en sí mismo: debe estar al servicio de la vocación del Pueblo de Dios de vivir allí con rectitud, con el fin de ser una bendición y una luz para las naciones. Por eso, en las Escrituras, aunque el don de la tierra es un acto de misericordia divina (Deuteronomio 9, 4-5), existen condiciones para conservarla (Deuteronomio 30,18). Si la tierra se convierte en un riesgo para el alma del pueblo, más vale perder la tierra. La existencia y la dignidad del pueblo – y de todos los pueblos – siempre tiene más valor que la tierra. En consecuencia, no está dicho que Am Israel no pueda perder Eretz Israel, aunque siempre podrá volver allí.

3) Compartir la tierra

La cuestión más candente en la actualidad es la presencia de otro pueblo, los palestinos, en esa tierra. La pregunta “¿por qué Dios promete una tierra?" será aquí particularmente esclarecedora: si Dios promete una tierra para llamar al mismo tiempo a convertir la relación con la tierra, ¿no incluiría esa conversión un mandato divino de compartir la tierra?

La presencia del pueblo palestino puede compararse a lo que el Concilio Vaticano II llama “un signo de los tiempos”, es decir, una realidad dada por Dios, a través de la cual él habla, y que se enraíza en la Escritura para iluminarla a su vez. Pero existen precedentes de esto en la Escritura desde los orígenes, sobre todo con el reparto de la tierra entre Abraham y Lot, que no pertenece a la descendencia a la que está prometida (Génesis 13, 5-12).[4] Este primer reparto abrahámico y la situación actual se iluminan mutuamente para confirmar que no se trata simplemente de contingencias históricas, sino que compartir puede formar parte de las condiciones con las que Dios otorga la tierra, o ser uno de los fines para los que Dios la otorga. Uno de los aspectos más radicales de la transfiguración del vínculo con la tierra es reconocerla como “tierra-para-ser-compartida”. Dios la promete como el lugar de protección, subsistencia y desarrollo del pueblo de Israel, pero también como lugar de coexistencia con otro pueblo. Esto implica, por otra parte, un llamado similar para el pueblo palestino, como fue en su tiempo para Lot y su familia. Su presencia es plenamente legítima: reciben la tierra para subsistir y desarrollarse, pero también para compartirla. Este llamado no implica ninguna solución política concreta, porque eso pertenece al dominio de la acción humana, pero es, en el sentido teológico, una “prueba” para cada uno de esos pueblos.

Evidentemente, mi propuesta puede ser percibida como la intervención externa ilegítima de un teólogo católico en una cuestión que se refiere al pueblo judío y al judaísmo. En realidad, mi intención es contribuir a una comprensión cristiana de Eretz Israel a partir del paradigma central del cuerpo transfigurado de Cristo resucitado. Sin embargo, dos pensadores judíos contemporáneos pueden ayudarnos. Para el filósofo y sociólogo Shmuel Trigano, un sionista, la cuestión palestina concierne a la “identidad judía” y su llamado a revelar el Shalom, la verdadera paz. Esta solo puede lograrse dándole gratuitamente al otro un espacio, lo que implica pérdida y sacrificio, que llevan al crecimiento y a la verdadera fecundidad.[5] El rabino David Meyer, por su parte, apela a los conceptos halájicos de Hefker y Hekdesh que regulan las donaciones voluntarias de propiedad, tanto a nivel individual como colectivo, por razones religiosas, para restaurar su potencial “santidad”. Para Meyer, manifiestan que algunas realidades trascienden la posesión y son una expresión del bien común que es en sí mismo compartible y compartido.[6] Eretz Israel podría ser una de esas realidades.

4) Un llamado para todas las Naciones

Como toda vocación divina, ese llamado a compartir la tierra está más allá de las fuerzas humanas y, en parte, más allá de los deseos humanos. De hecho, forma parte de la salvación y solo puede realizarse plenamente en el plano escatológico. Sin embargo, creo que esta propuesta puede hallar una confirmación en su apuesta para todos los pueblos. En efecto, si Am Israel está llamado realmente a ser una “luz para las Naciones”, ese desafío no concierne solo a los pueblos de Israel y Palestina, sino a todas las Naciones. Am Israel es único, pero su papel consiste en mostrarles el camino a todos. La promesa de la tierra al Pueblo de Dios muestra que cada pueblo está ligado a una tierra, lugar de su subsistencia, pero también de un llamado a purificar y transfigurar esa relación. La tierra es, para cada pueblo, la ocasión de una invitación a compartir: compartir con los que no tienen nada, compartir con los extranjeros, compartir con los demás pueblos. La forma específica en que Eretz Israel le es dada a Am Israel ilumina el verdadero significado del concepto de “patria”. Forma parte así de la “bendición para todas las familias de la tierra” prometida a Abraham y su descendencia. Insistamos en el hecho de que, misteriosamente, el pueblo palestino está asociado a esa misión. De hecho, una vocación de compartir incluye una alteridad en su propia identidad.

5) La reunión del pueblo judío en Eretz Israel en el siglo XX: criterios de discernimientos

Por ahora, hemos abierto algunas vías para intentar captar el sentido de las promesas bíblicas y el significado de la presencia del pueblo palestino en esa misma tierra. Faltaría la tercera cuestión: la de una posible lectura teológica de la reunión del pueblo judío en la tierra de sus antepasados en el siglo XX. Es también particularmente espinosa: tanto para los judíos como para los cristianos, la historia es el lugar en el que Dios se revela, pero solo con discernimiento se puede leer allí su presencia. No tenemos espacio en esta síntesis para distinguir dos aspectos de la cuestión: ¿es posible ver actuar a la providencia divina en los acontecimientos del siglo XX? ¿Se trata siquiera del cumplimiento de las promesas bíblicas? Nos concentraremos entonces sobre todo en esta última pregunta.

Por un lado, la reunión de Am Israel en Eretz Israel en el siglo XX corresponde a las promesas de la Biblia Hebrea y del Nuevo Testamento, y al sentido de esas promesas: la plenitud de la salvación involucra al cuerpo y al pueblo en cuanto tales. Además, la presencia legítima del pueblo palestino en esa misma tierra corresponde al sentido más radical de la promesa: la de un don que es al mismo tiempo un llamado a convertir el vínculo con la tierra hasta compartirla. En ese sentido, no es imposible que los acontecimientos del siglo XX sean un comienzo del cumplimiento de las promesas, o al menos, de un cumplimiento de las promesas.

Por otro lado, surgen dificultades insuperables. ¿Se puede considerar que una acción divina o que el cumplimiento de las Escrituras impliquen semejantes sufrimientos para el pueblo palestino? Se comprende que ver en ello a la providencia o un cumplimiento sea insoportable para muchos. Además, una gran parte de las promesas de paz y justicia, en esa tierra y en nuestro mundo, simplemente no se han cumplido. Solo en el largo plazo podrá encontrarse una respuesta definitiva. Si Am Israel no sucumbe a la idolatría de la tierra, si logra vivir en ella éticamente, si llega a compartir – y lo mismo el pueblo palestino –, entonces sí, las promesas podrán cumplirse. En cierto sentido, habría que cambiar la pregunta. No: “¿la reunión del pueblo judío en esa tierra ha sido o es el cumplimiento providencial de las promesas?”, sino más bien: “seremos capaces – pueblo judío, pueblo palestino y todas las Naciones – de hacer corresponder esa reunión con las promesas y el llamado divinos?”

Editorial remarks

Etienne Vetö es un sacerdote católico, miembro de la Communauté du Chemin Neuf de Francia. Dio clases de filosofía en las Facultades Jesuitas de Paris y actualmente enseña teología en la Pontificia Universidad Gregoriana. Es director del Centro Cardenal Bea (Universidad Gregoriana), que ofrece una licenciatura canónica en estudios judaicos y relaciones judeo-cristianas. Es consultor de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (Vaticano) y miembro de la Comisión Teológica Internacional.

Traducción del francés: Silvia Kot