Algunos desafíos teológicos actuales en el diálogo judeo-cristiano

Las relaciones entre judíos y cristianos se transformaron radicalmente al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y, entre los católicos, a partir del Concilio Vaticano II. Sin embargo, a la teología aún le cuesta integrar completamente ese cambio. Esto es lo que me gustaría analizar examinando cuatro conceptos claves del documento de la Iglesia Católica “Los dones y el llamado de Dios son irrevocables”.

En este documento que publicó en 2015, la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo ha querido contribuir al avance del diálogo proponiendo “una reflexión teológica sobre las relaciones entre católicos y judíos”. Se encuentra allí un panorama significativo de los principales conceptos que la teología cristiana debe repensar o reformular en función de su nueva relación con el judaísmo. A esto llamo los “desafíos teológicos actuales” del diálogo judeo-cristiano. Podemos señalar cuatro: la teología de la sustitución y el concepto de pueblo de Dios, la relación entre la “Antigua Alianza” y la “Nueva”, la universalidad de la salvación, la evangelización.

Teología de la sustitución – El Pueblo de Dios

Según este documento (n. 17), la doctrina de la sustitución puede definirse de la siguiente manera: “(...) las promesas y los compromisos de Dios no se aplicarían más a Israel porque no había reconocido a Jesús como el Mesías e Hijo de Dios, sino que se habrían transferido a la Iglesia de Jesucristo, que era ahora el verdadero "nuevo Israel", el nuevo Pueblo elegido por Dios”. Esta doctrina se remonta por lo menos a los Padres de la Iglesia y prevaleció hasta el Concilio Vaticano II.

Si la Iglesia toma en serio la afirmación de Pablo en el sentido de que “los dones y el llamado de Dios son irrevocables”, debe dejar de definirse a sí misma como el nuevo Israel que sustituye al antiguo. Sin embargo, Nostra Aetate (n. 4) la define como “el nuevo Pueblo de Dios”.

“Los dones y el llamado de Dios son irrevocables” (n. 23) retoma esta afirmación y trata de matizarla estableciendo la diferencia entre “el Pueblo de Dios de Israel” y el “nuevo Pueblo de Dios”: La Iglesia es llamada “el nuevo Pueblo de Dios” (cf. NA, n. 4), pero eso no implica que el Pueblo de Dios de Israel haya dejado de existir (…) La Iglesia no reemplaza al Pueblo de Dios de Israel pero, como una comunidad basada en Cristo, representa en él el cumplimiento pleno de las promesas hechas a Israel. Esto no quiere decir que Israel ya no deba ser considerado el Pueblo de Dios por no haber realizado ese cumplimiento”.

Esta formulación puede parecer satisfactoria desde un punto de vista cristiano. Pero sigue dando pie a una interpretación de sustitución: el Pueblo de Dios de Israel no ha sido rechazado, pero no llegó al cumplimiento… Por otra parte, reivindicar “el pleno cumplimiento” en Cristo de las promesas hechas a Israel es una interpretación posible en la fe, pero debe ser calificada por la diferenciación que hace el Nuevo Testamento entre el “ya” de Jesucristo y el “todavía no” del despliegue en plenitud del Reino de Dios inaugurado en Jesús.

Un poco más adelante, “Dones y llamado” (n. 25) alude al “Pueblo de Dios” como una sola realidad que incluye al judaísmo y a la fe cristiana: “El judaísmo y la fe cristiana, como aparecen en el Nuevo Testamento, son dos caminos por los que el Pueblo de Dios puede apropiarse las Sagradas Escrituras de Israel”.

Finalmente, “Dones y llamado” (n. 43) recuerda que la Iglesia tiene un componente judío y presenta a la Iglesia e Israel como dos entidades complementarias en el plan de salvación de Dios:

“Es y sigue siendo una definición cualitativa de la Iglesia de la Nueva Alianza el hecho de estar formada por judíos y gentiles, aun cuando las proporciones cuantitativas de judíos y cristianos pudiera causar inicialmente una impresión diferente”. (…) “el papel permanente del Pueblo de la Alianza de Israel dentro del plan salvífico de Dios consiste en relacionarse dinámicamente al Pueblo de Dios de judíos y gentiles, uniéndolo en Cristo”.

Como se ve en estas formulaciones diversas y un poco vacilantes, la articulación de Israel y la Iglesia como “Pueblo de Dios” es una cuestión sobre la cual la teología cristiana aún debe reflexionar. Podría hacerlo volviendo a la reflexión de Pablo en Romanos 13 (la imagen de la Iglesia injertada en el olivo del judaísmo) o retomando la expresión de Juan Pablo II en Maguncia “el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza y el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza” (citada en “Dones y llamado” n. 39).

Antigua y Nueva Alianza

Si la Alianza con Israel no ha sido revocada, ¿cómo definir la “Nueva” y cuál es la relación entre ambas? “Dones y llamado” (n. 27) responde a esta pregunta afirmando que desde un punto de vista cristiano, “la Nueva Alianza no revoca las alianzas anteriores, sino que las lleva a su cumplimiento. (…) Para los cristianos, la Nueva Alianza en Cristo es el punto culminante de las promesas de salvación de la Antigua Alianza a tal grado que nunca puede considerarse independiente de ella. (…) La Nueva Alianza nunca puede reemplazar a la Antigua, sino que la presupone y le confiere una nueva dimensión de significado, reforzando la naturaleza personal de Dios como fue revelada en el Antiguo Testamento, y la abre a los hombres de todas las naciones que responden fielmente a su llamado (cf. Za 8, 20-23; Sal 87)”.

El Antiguo Testamento menciona varias alianzas. “Dones y llamado” (n. 32) se esfuerza por situarlas en un continuum, una única “historia de la Alianza de Dios con los hombres”, que desde un punto de vista cristiano, llega a su realización en la Alianza Nueva: “La alianza con Abraham, cuya señal era la circuncisión (cf. Gn 17), la alianza con Moisés, restringida a Israel, que implicaba la obediencia a la Ley (cf. Ex 19, 5; 24, 7-8) y en particular la observancia del Shabbat (cf. Ex 31, 16-17), se extendió mediante la alianza con Noé, cuya señal es el arcoíris (cf. Verbum Domini, n. 117), a toda la creación (cf. Gn 9, 9ss). Luego, por boca de los profetas, Dios prometió una alianza nueva y eterna (cf. Is 55, 3; 61, 8; Jr 31, 31-34; Ez 36, 22-28). Cada una de estas alianzas incorpora las alianzas anteriores y las interpreta de una manera nueva. Esto es así también para la Nueva Alianza, que es para los cristianos la alianza final y eterna, y que representa, en consecuencia, la interpretación definitiva de lo que habían anunciado los profetas de la Antigua Alianza (…)”.

La lista de las alianzas y la secuencia en la cual son presentadas parecen corresponder a una elección estratégica que permite vincular la Nueva Alianza con la promesa de universalismo contenida en la alianza con Abraham: “Para el diálogo judeo-cristiano, la Alianza de Dios con Abraham aparece en primer lugar constitutiva, ya que él no es sólo el padre de Israel sino también el padre de la fe de los cristianos” (n. 33). Al tiempo que reconocen que la alianza realizada entre Dios e Israel sigue siendo válida, “los cristianos están convencidos también de que a través de la Nueva Alianza, la Alianza con Abraham extendió a todas las naciones aquella universalidad originariamente pretendida en el llamado de Abram (cf. Gn 12, 1-3)”. Este tipo de argumento se parece al que Pablo usa en Gálatas 3 para explicar que los paganos pueden ser justificados sin la ley, convirtiéndose por medio de la fe en “la descendencia de Abraham” (Ga 3,29). Sin embargo, “Dones y llamado” evita hacer referencia a ese texto de Pablo, probablemente porque descalifica a la ley en favor de la fe.

Esta sección de “Dones y llamado” muestra un real esfuerzo por situar a la Nueva Alianza con respecto a “la Antigua” sin negar la validez permanente de esta para Israel. Pero esta argumentación no es muy satisfactoria y sin duda debe ser reexaminada. Por un lado, la expresión “Antigua Alianza” carece de precisión y designa a veces a cierto número de alianzas del Antiguo Testamento, y otras veces, a alguna de ellas (alianza con Abraham, alianza con Israel por intermedio de Moisés, etc.). Además, ese razonamiento no toma en cuenta la convicción de Israel de que su propia misión es no solamente ser fiel a la Torá y a la Alianza del Sinaí, sino también ser “luz para las naciones” (Is 42, 6; 49, 6). Por lo tanto, hay mucho trabajo por hacer todavía para lograr una articulación satisfactoria de la relación entre la alianza “Antigua” y la Nueva Alianza en Jesucristo.

Universalidad de la salvación   

La afirmación de la validez permanente de la Alianza de Israel le plantea otro desafío a la teología cristiana. ¿Cómo se puede reconocer el valor de la Torá como medio para el pueblo judío de entrar en comunión con Dios y al mismo tiempo mantener la convicción de que Jesucristo es el único salvador y la salvación que él otorga es universal? La cuestión de la universalidad de la salvación en Jesucristo es objeto de una sección especial de “Dones y llamado” (n. 35-39). Reconocer que la alianza de Dios con Israel no ha sido revocada no quiere decir que el judaísmo y el cristianismo constituyen dos vías de salvación paralelas:

“La teoría de que puede haber dos caminos diferentes de salvación, el camino judío sin Cristo y el camino con Cristo, que los cristianos creen se identifica con Jesús de Nazaret, pondría de hecho en peligro los fundamentos de la fe cristiana. La confesión de la mediación universal y por consiguiente también exclusiva de la salvación por medio de Jesucristo pertenece al núcleo de la fe cristiana (…) La fe cristiana confiesa que Dios quiere llevar a todos los pueblos a la salvación, que Jesucristo es el mediador universal de la salvación, y que ‘no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos’ (Hch 4:12) (“Dones y llamado”, n. 35).

Pero esto no significa que los judíos queden excluidos de la salvación de Dios “porque no creen en Jesucristo como Mesías de Israel e Hijo de Dios” (“Dones y llamado” n. 36). Aquí el documento se apoya en la reflexión de Pablo en la Carta a los Romanos para interpretar que el rechazo de Israel forma parte del misterioso plan de salvación de Dios para todos los pueblos (Rm 9 –11) y concluye: “Que los judíos son partícipes de la salvación de Dios es teológicamente incuestionable; pero cómo puede ser esto posible sin confesar a Cristo explícitamente es y seguirá siendo un misterio divino insondable…”

Evangelización

Otro terreno en el que se expresa la nueva manera de concebir la relación entre el cristianismo y el judaísmo es el que se llama misión o evangelización. “Dones y llamado” (n. 40) destaca que “la así llamada ‘misión a los judíos’ es para los judíos una cuestión muy delicada y sensible, pues a sus ojos, afecta a la existencia misma del pueblo judío”. Pero, prosigue el texto, “es también una cuestión problemática para los cristianos, para quienes el papel salvífico universal de Jesucristo y por lo tanto, la misión universal de la Iglesia, tienen una importancia fundamental”.

Aquí surge otro punto de tensión. Si la conversión consiste en volverse hacia el Dios único, los cristianos no deben “convertir” a los judíos, ya que unos y otros creen en el mismo Dios. Por eso, prosigue “Dones y llamado”, “la Iglesia se ve así obligada a considerar la evangelización en relación a los judíos… con parámetros diferentes a los que adopta para el trato con las gentes de otras religiones y concepciones del mundo. En la práctica esto significa que la Iglesia Católica no actúa ni sostiene ninguna misión institucional específica dirigida a los judíos”.

Pero Jesús y sus discípulos proclamaron la Buena Nueva del Reino en primer lugar a sus compatriotas judíos (Mt 10, 6), y luego, Jesús resucitado les encargó a sus discípulos que la anunciaran a las naciones (Mt 28, 19). “Dones y llamado” (n. 41) sostiene que Jesús “llama a formar su Iglesia tanto a los judíos como a los gentiles (cf. Ef 2, 11-22), sobre la base de la fe en Cristo y por medio del bautismo que los incorpora a su Cuerpo que es la Iglesia (Lumen Gentium, n. 14)”.

Según ese razonamiento, si bien se rechaza una misión institucional  a los judíos, “los cristianos están llamados a dar testimonio de su fe en Jesucristo ante los judíos, aunque deben hacerlo de un modo humilde y cuidadoso, reconociendo que los judíos son portadores de la Palabra de Dios, y teniendo en cuenta especialmente la gran tragedia de la Shoá” (“Dones y llamado” n. 40).

En suma, la Iglesia entiende que la lógica de la “alianza jamás revocada” no puede justificar un esfuerzo de convertir a los judíos al Dios único, puesto que ya creen en él sinceramente. Pero considera que los cristianos deben dar testimonio ante los judíos de su propia manera de creer en el mismo Dios, a través de su fe en la persona de Jesucristo y en su obra salvífica.

Esta reflexión me parece incompleta, porque no aclara el objetivo que persigue el testimonio cristiano. Deberíamos preguntarnos también cómo esa comprensión particular de “la evangelización de los judíos” podría ser recibida por la parte judía: ¿no se corre el riesgo de ver allí un intento más sutil, pero igualmente inaceptable, de “conversión” a una manera más verdadera o más perfecta de comprender al Dios único y de entrar en relación con Él? Un diálogo auténtico entre judíos y cristianos solo puede realizarse con absoluta confianza si ambas partes renuncian a toda forma de proselitismo. Pero ¿dónde se sitúa la frontera entre el testimonio y el proselitismo?

Conclusión

Estamos viviendo un período de “realineamiento” de la teología cristiana, que concierne no solamente a la relación de la Iglesia con el judaísmo, sino a la comprensión de su propia identidad, de su fe y de su misión. Se trata de un verdadero cambio de paradigma cuya configuración general es bastante clara, pero sus diversos elementos y su articulación no están todavía a punto. Un documento como “Los dones y el llamado de Dios son irrevocables” da testimonio de ello, así como las reacciones y los debates que ha suscitado.[1] Es un trabajo que se debe continuar, entonces, con valentía, audacia, confianza y discernimiento.

[1] Véase especialmente Jean Massonnet, “Réflexion sur le texte de la Commission vaticane édité à l’occasion des 50 ans de Nostra Aetate”; Jean-Robert Armogathe et al., L’alliance irrévocable. Joseph Ratzinger – Benoît XVI et le judaïsme (Paris, Parole et Silence / Communio, 2018).

Editorial remarks

Jean Duhaime es profesor emérito de interpretación bíblica de la Universidad de Montréal, vicepresidente del Diálogo Judeo-Cristiano de Montréal y editor de la sección en francés de Relaciones Judeo-Cristianas.
Este texto fue tomado de una exposición presentada en la Communauté Chrétienne Saint-Albert-le-Grand (Montréal), el 10 de marzo de 2019.
Traducción del francés: Silvia Kot