Ocurrió hace 84 años… En comparación con los miles que lo sufrieron, serán seguramente muy pocos los que hoy puedan decir como testimonio personal: “Yo me acuerdo…” Y sin embargo, hoy, muchos dicen “nosotros recordamos” hablando de un “nosotros”, un sujeto común y plural de memoria compartida, un pueblo, una fraternidad que en y más allá de cada acontecimiento y a través del tiempo, mantiene y recrea su identidad, que honra a sus víctimas y recoge su herencia como un tesoro íntimo y común de sufrimiento, de resistencia, de fidelidad, de amor.
Invitados a esta conmemoración, también nosotros nos acercamos con infinito respeto y profunda admiración a este misterio de permanencia en la historia, de memoria, presencia y esperanza comprometida.
El pogrom alemán de 1938 fue una señal inequívoca de lo que se estaba preparando, un anuncio siniestro (incluso demasiado “visible”, como lo juzgó muy pronto el perverso régimen nazi que lo provocó y alentó): fue una “muestra” de la catástrofe que sobrevendría. Sin embargo, no logró alertar, sacudir, estremecer las conciencias y concitar las voluntades de los que “miraban” (como ante una vidriera) para que reaccionaran, aunque tarde, aún a tiempo, quizás, de gestar una historia distinta. Nunca lo sabremos. “Vidrios rotos” es un símbolo, un nombre superficial y equívoco, para el crimen de sinagogas, familias, vidas, negocios y esfuerzos de generaciones. Rotos, devastados, destruidos. La palabra Pogrom lo dice en su verdad, con el amargo recuerdo de aquellos judíos en la Rusia de los zares, un hito más en una historia que aún no había llegado al paroxismo de la Shoah.
El pogrom alemán nos recuerda el costo de no ver y nos sensibiliza para ver, para querer ver, para interpretar las señales, los indicios de todo lo que puede, una y otra vez, si no se está atento, “romper” la frágil y admirable convivencia que tanto valoramos en nuestra ciudad, en nuestro país, en nuestro mundo. Que esta conmemoración nos haga más atentos a los signos de estos tiempos, y lo hagamos compartiendo nuestra sensibilidad, nuestra intuición y nuestras experiencias, cuidándonos y cuidando sobre todo a los más vulnerables.
Los que sobrevivieron, los que pudieron contarlo y encontrar fuerza y sentido no solo para seguir ellos, sino también para alentar, desde dentro y desde fuera de Alemania, la resistencia de otros, la conciencia de su dignidad humana, la fe en las promesas de Dios. Los que vieron y se conmovieron, los que reaccionaron, actuaron y se comprometieron, los Justos de Israel y los Justos de las Naciones… También ellos y ellas convocan la memoria, una memoria completa, de la desgracia y de la gracia, que nos llama a todos a la conversión y a todos nos abre a la confianza y a la esperanza.
Quienes compartimos la fe en el único Dios, Señor de la Creación y de la historia, de este mundo y del que está viniendo, hacemos nuestra memoria porque sabemos que estamos en la suya, orando, aun en medio de la desolación: “Recuerda, Señor, lo que nos ha sucedido” (Lamentaciones 5,1).
Hablando de la memoria, dice el papa Francisco en su última encíclica: “La Shoah no debe ser olvidada. Es el «símbolo de hasta dónde puede llegar la maldad del hombre cuando, alimentada por falsas ideologías, se olvida de la dignidad fundamental de la persona, que merece respeto absoluto independientemente del pueblo al que pertenezca o la religión que profese»[231]. Al recordarla, no puedo menos que repetir esta oración: «Acuérdate de nosotros en tu misericordia. Danos la gracia de avergonzarnos de lo que, como hombres, hemos sido capaces de hacer, de avergonzarnos de esta máxima idolatría, de haber despreciado y destruido nuestra carne, esa carne que tú modelaste del barro, que tú vivificaste con tu aliento de vida. ¡Nunca más, Señor, nunca más!»[232]. (Fratelli tutti, 247)