RESUMEN
La Declaración Nostra Aetate del Vaticano II no profundiza en la comprensión cristológica directamente. Pero a través de sus afirmaciones sobre la continuidad de la Alianza, incluyendo la parte de los judíos y el judaísmo, socava una base central del cristianismo clásico. La afirmación cristológica dependía en gran medida de la afirmación hecha especialmente por los escritores patrísticos de que, al negarse a aceptar a Jesús como el alabado Mesías judío, los judíos habían sido expulsados de la relación de alianza original con Dios y estaban destinados a ser un pueblo errante sin patria propia. Según San Agustín, se convirtieron en un «pueblo testigo» cuyo estilo de vida miserable y marginal debía seguir siendo una advertencia perpetua de lo que le sucede a cualquiera que negara a Cristo. Nostra Aetate les devolvió a los judíos una relación de alianza continua y auténtica con el Dios Creador en la consideración de la Iglesia. Esto supuso un nuevo desafío para el pensamiento cristológico. ¿Cómo puede proclamarse la inclusión restaurada de los judíos en la Alianza junto con la arraigada creencia en la obra salvífica de Cristo? ¿Cómo pueden sostenerse ambas afirmaciones como auténtica creencia católica? Diversos teólogos y biblistas han intentado abordar este dilema post-Vaticano II. De particular importancia en este sentido son los escritos del cardenal Walter Kasper cuando era presidente de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos.
INTRODUCCIÓN
La Declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II no aborda directamente cuestiones cristológicas. Pero sí se ocupa de los fundamentos de las formas básicas de afirmación cristológica a lo largo de los siglos. ¿La venida de Jesucristo como el Mesías largamente prometido relegó al judaísmo pospascual a la irrelevancia? ¿Debió desaparecer el judaísmo a medida que el cristianismo integraba en su propia identidad todo lo valioso de la tradición judía? La respuesta de Nostra Aetate a estas preguntas fundamentales fue definitivamente negativa. La identidad de alianza del pueblo judío siguió vigente después del Acontecimiento de Cristo. Esa fue y es su afirmación central, como es evidente en la declaración del Vaticano que celebró el quincuagésimo aniversario de la declaración conciliar en 2015.[1] Aunque el destacado teólogo y cardenal Avery Dulles cuestionó esta afirmación de la validez continua de la Alianza judía después de Cristo en varios artículos y en una conferencia pronunciada en el cuadragésimo aniversario de Nostra Aetate patrocinada por la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos,[2] su opinión no prosperó, como queda claro en el documento de 2015.
El fin de la inclusión en la Alianza judía después de Pascua se fundamentó tradicionalmente desde la época patrística en la afirmación de que los judíos no lo aceptaron como el Mesías judío prometido y, como consecuencia, lo mataron. Esto provocó su expulsión de la Alianza original hecha con el Pueblo Israel que, al ser cristianizada, era sólo provisional, siendo finalmente sustituida por la alianza en Cristo. Según San Agustín, los judíos eran considerados un pueblo maldito tras su rechazo de la mesianidad de Jesús. Debían ser un testimonio del sufrimiento y la marginación en la sociedad que padecería cualquiera que rechazara a Cristo Jesús como promotor de una Alianza nueva y permanente: esto se encontraba en el centro del pensamiento cristológico cristiano. El capítulo cuarto de Nostra Aetate impugnó totalmente esta afirmación cristiana clásica cuando proclamó que no se podía culpar a los judíos como tales de la muerte de Cristo, aunque algunos de sus líderes pudieran haber colaborado en cierta medida con la ejecución planeada y ordenada por Poncio Pilato. La acusación que durante siglos había incriminado a los judíos como responsables de la muerte de Jesús fue suprimida del registro en el Concilio Vaticano II.
A la luz de Nostra Aetate, los teólogos cristianos se enfrentaron a un nuevo gran desafío, como lo definió el cardenal Walter Kasper durante su mandato como presidente de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos. Los teólogos de hoy deben encontrar una manera de fusionar dos afirmaciones fundamentales: (1) La Alianza judía sigue viva y (2) la obra salvífica de Jesús tiene una dimensión universal.[3]
La cuestión cristológica me ha interesado durante la mayor parte de mi carrera académica. He analizado la cuestión cristológica a la luz de la nueva teología de la Iglesia sobre el pueblo judío en varios libros: Christ in Light of Christian-Jewish Dialogue (Cristo a la luz del diálogo judeo-cristiano),[4] publicado originalmente en 1982 y reeditado en 2001,[5] y luego, Jesus and the Theology of Israel (Jesús y la teología de Israel),[6] publicado en 1989 y Restating the Catholic Church's Relationship with the Jewish People: The Challenge of Super-Sessionary Theology (Replantear la relación de la Iglesia Católica con el pueblo judío: el desafío de la teología de la sustitución),[7] publicado en 2013, que llevó mi concepción cristológica básica unos pasos más allá de mi análisis original.
Mis libros se inspiraron inicialmente en los comentarios de dos destacados eruditos católicos: Gregory Baum y Johannes Baptist Metz. Baum formó parte de la comisión de redacción original de lo que se convirtió en Nostra Aetate, presidida por el cardenal Augustin Bea. Fueron importantes el libro inicial de Baum sobre la relación cristiano-judía[8] y especialmente los comentarios que hizo en una alocución de 1986 en la Convención de la Catholic Theological Society of America, en el que definió al capítulo 4 de Nostra Aetate como el cambio más profundo en el magisterio ordinario de la Iglesia surgido del Concilio Vaticano II.[9]
Gracias a mi profesor de seminario, el biblista John Dominic Crossan, que me planteó por primera vez la relación entre cristianos y judíos y que escribió uno de los primeros comentarios sobre Nostra Aetate, conocí los escritos de Johannes Baptist Metz. Aunque la contribución de Metz al debate sobre la teología posterior a la teología de la sustitución no ha sido extensa, abordó el tema con considerable pasión y con la firme convicción de que la experiencia del Holocausto hace manifiestamente inmoral cualquier proclamación de una cristología que elimine al pueblo judío de la inclusión en la Alianza.[10]
Metz sostenía enérgicamente que la teología cristiana posterior al Holocausto debía guiarse por la idea de que «los cristianos pueden formar y comprender suficientemente su identidad frente a los judíos».[11] Esto implica una reintegración definitiva de la historia y las creencias judías en la conciencia y la declaración teológicas cristianas. Metz afirmaba que la historia judía no es simplemente la prehistoria cristiana, sino parte integrante de la historia de la Iglesia. La historia judía, tanto en términos de forma como de contenido, debe ocupar un lugar central en la expresión de la fe cristiana. Para Metz, la cuestión teológica crucial después del Holocausto es la presencia/ausencia de Dios.
Obviamente, toda afirmación cristológica depende en gran medida de cómo resolvamos finalmente la cuestión de Dios. Pero tal resolución es imposible para el cristiano sin algún vínculo directo con las reflexiones contemporáneas sobre Dios por parte de los judíos, un pueblo para el que el Holocausto representó el umbral de la extinción comunitaria.
En lo que respecta específicamente a la cristología, el pensamiento de Metz está mucho menos desarrollado que el de otros teólogos que han aceptado el desafío de expresar la comprensión cristológica a la luz de la afirmación del Concilio Vaticano II de la continuidad de la inclusión de la Alianza judía después del acontecimiento de Cristo.[12] Aunque afirma la continuidad de la Alianza judía, parece postular una nueva revelación a través de Cristo que va más allá de la mera entrada de los gentiles en esa alianza permanente establecida en el Sinaí. Desarrolla brevemente la idea de dos modos de creer en el Nuevo Testamento. Llama a uno el modo paulino, que ha tendido a dominar en el cristianismo durante la mayor parte de su historia. Llama sinóptico al otro modo. Identifica básicamente esta última forma de creencia con la tradición de las Escrituras hebreas. Pero insiste firmemente en que también es un elemento crucial de la fe neotestamentaria
El problema que subraya Metz es el proceso por el cual este modo hebraico de expresión de la fe fue empujado a los márgenes teológicos a lo largo de la historia de la construcción dogmática. A su juicio, el primer paso necesario en el proceso de reconciliación teológica entre judíos y cristianos debe implicar un retorno significativo al modo hebraico de expresión de la fe. Este retorno, a su vez, afectará profundamente la forma de la declaración cristológica dentro de la Iglesia, lo que resultará en la desaparición de la forma «triunfante» de la cristología que deja poco lugar para los judíos y el judaísmo después del Acontecimiento de Cristo. El compromiso con este proceso transformador generará un enfoque cristológico más abierto y orientado al futuro, en el que el tema central será el discipulado. La expresión de la cristología al modo hebraico se basará mucho más en la narración y el discipulado que en el estilo clásico de afirmación dogmática. Cabe señalar que esta forma de expresión cristológica tiene cierta relación con la afirmación del erudito judío David Boyarin de que la cristología era una «descripción de trabajo» ya existente en el judaísmo en la época de Jesús que se aplicó a Jesús, no que se haya creado específicamente para él.[13]
La cristología que proponía Metz preveía un papel escatológico decisivo para los judíos. Pero su interpretación de este papel para los judíos no es la misma que la de muchos cristianos evangélicos que insisten en la conversión de los judíos en el final de los tiempos. Más bien, siguiendo el ejemplo del gran teólogo protestante Karl Barth, Metz sostenía que la «unidad ecuménica» primordial que buscan los cristianos es con el pueblo judío. Sólo a través de esa unidad, de esa asociación, que puede abrirse a una asociación más amplia con otras religiones del mundo, surgirá plenamente el reino escatológico de Dios.
A la luz del nuevo contexto teológico basado en la afirmación de la inclusión de la alianza judía en Nostra Aetate, señalada por Baum y esbozada por Metz, el Grupo de Académicos Cristianos para las Relaciones Cristiano-Judías, en su documento publicado en 2002, afirmó el impacto cristológico de esta declaración conciliar. Titulada Una obligación sagrada, declaró que el giro hacia la inclusión de la Alianza judía dentro de las Iglesias obligará al cristianismo a repensar su comprensión de Cristo.[14]
LOS TEÓLOGOS CRISTIANOS RESPONDEN AL DESAFÍO CRISTOLÓGICO DE NOSTRA AETATE
En las primeras décadas posteriores al Concilio Vaticano II, varios teólogos cristianos retomaron el desafío cristológico inherente a Nostra Aetate. Entre ellos se encontraban Rosemary Ruether, Monica Hellwig, Franz Mussner, Peter von der Osten-Saken, Clark Williamson, Kendall Soulen y, sobre todo, Paul van Buren, que publicó una trilogía de libros sobre el tema. De diferentes maneras, estos teólogos intentaron elaborar una teología constructiva de la relación del cristianismo con el pueblo judío después del Acontecimiento de Cristo, en reemplazo de la teología patrística dominante durante mucho tiempo (especialmente en el mundo de San Agustín), que consideraba que el judaísmo había sido sustituido por Cristo y la Iglesia.
En tiempos más recientes, otros estudiosos han contribuido a replantear la cristología ante la afirmación del Vaticano II de que el judaísmo mantiene su identidad de Alianza. Entre los nombres más destacados de esta generación de nuevas perspectivas figuran Didier Pollefeyt, Philip Cunningham, Mary Boys, Marianne Moyaert, Elizabeth Groppe, Barbara Meyer, Gregor Maria Hoff, Gavin D'Costa y Hans Hermann Henrix. Especialmente significativos han sido los escritos del cardenal Walter Kasper, tanto por su estatus personal como destacado teólogo europeo como por su papel en el Vaticano como presidente de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos. Además de sus propias publicaciones sobre la relación entre judíos y cristianos, Kasper, como presidente de la Comisión de la Santa Sede, colaboró en la organización de un diálogo internacional de varios años centrado en la megapregunta «¿Cómo puede proclamar el cristiano la obra salvífica universal de Jesucristo y mantener al mismo tiempo la continuidad de la alianza judía?». Este esfuerzo condujo a la publicación en inglés e italiano de un volumen titulado Christ Jesus and the Jewish People Today: New Explorations of Theological Interrelationships (Cristo Jesús y el pueblo judío hoy: nuevas exploraciones de las interrelaciones teológicas), al que Kasper contribuyó con un importante prólogo.[15]
La llegada del cardenal Walter Kasper a la presidencia de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos generó un optimismo inicial en el sentido de que algunas de las cuestiones cristológicas importantes planteadas en Nostra Aetate podrían recibir una atención teológica sustancial. Kasper tenía sólidas credenciales teológicas a nivel internacional, aunque sus publicaciones anteriores a su asunción de la presidencia de la Comisión muestran escasa reflexión sobre los vínculos teológicos entre cristianos y judíos. Pero su entusiasmo por abordar por fin esas cuestiones se hizo rápidamente evidente para quienes habíamos estado involucrados en las relaciones cristiano-judías desde el Concilio Vaticano II. La idea de crear una comisión oficial vaticana que se ocupara de las cuestiones cristológicas planteadas por Nostra Aetate fue claramente su primer impulso. Sin embargo, a la luz del controvertido documento Dominus Iesus,[16] promulgado por la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), dirigida por el cardenal Joseph Ratzinger, con quien Kasper había discrepado en una serie de cuestiones ecuménicas e interreligiosas (incluido Dominus Iesus), Kasper llegó a la conclusión de que una comisión «oficial» no obtendría la aprobación de los principales dirigentes vaticanos. De modo que la comisión de información descrita más arriba, a la que dio apoyo visible y en cuyas deliberaciones participó personalmente hasta cierto punto, era una opción más realista dada la política vaticana de la época. Contribuyó aún más a esta comisión informal al aceptar escribir el prólogo del texto de la comisión. Esta comisión contó con el apoyo de varias instituciones académicas destacadas.
Como mostraré más adelante, Kasper publicó varios artículos importantes durante los años de existencia de esta comisión internacional. Desgraciadamente, tras su salida de la presidencia de la Comisión, Kasper perdió el interés personal por el tema de las relaciones judeo-cristianas. En una conversación que mantuve con él en la Conferencia de la Universidad de Notre Dame que celebraba su octogésimo cumpleaños, me dijo que su objetivo para la jubilación era publicar versiones actualizadas de sus obras teológicas más importantes. Le pregunté concretamente si en esas nuevas ediciones abordaría cuestiones cristiano-judías y su firme respuesta fue negativa.
Durante su mandato como presidente de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos, Kasper aportó algunas ideas valiosas para reconstruir la comprensión cristológica a la luz de Nostra Aetate. Kasper defendió claramente la validez salvífica permanente del camino judío hacia la salvación. En un ensayo titulado «El buen olivo», escribió que «si ellos (los judíos) siguen su propia conciencia y creen en las promesas de Dios tal como las entienden en su tradición religiosa, están en consonancia con el plan de Dios».[17]
Por lo tanto, para Kasper no hay necesidad de hacer proselitismo entre los judíos porque ya tienen una relación de alianza con Dios. La justificación teológica de esta afirmación reside en el hecho de que los judíos son la única comunidad no cristiana que posee una revelación auténtica desde el punto de vista cristiano. Aunque esta afirmación de Kasper es cierta, no resuelve todas las cuestiones teológicas de la relación cristiano-judía. Es evidente que la tradición religiosa judía siguió evolucionando después del acontecimiento de Cristo. Pero Kasper no dice si también considera que las formas de judaísmo posteriores al Acontecimiento de Cristo contienen «auténtica revelación». Los judíos que hoy practican cualquier forma de judaísmo religioso combinan en esa práctica tanto principios bíblicos como textos religiosos posteriores a la época de Jesucristo. Dado que Kasper no parece dispuesto a seguir hablando sobre las dimensiones teológicas de la relación judeo-cristiana tras su paso por la Comisión de la Santa Sede, es poco probable que siga analizando sus afirmaciones sobre el judaísmo y la auténtica revelación.
Cabe señalar en este punto que la perspectiva de Kasper sobre los aspectos sui generis de la revelación en el judaísmo tiene ciertas similitudes con las perspectivas que se encuentran en los escritos del papa Juan Pablo II y del papa Benedicto XVI. Ambos papas, con argumentos algo diferentes, defendieron la afirmación de Kasper sobre la dimensión única de la revelación en el judaísmo. Mientras que el papa Juan Pablo II no aborda el concepto de conversión judía a la luz de la atribución de autenticidad de la revelación judía, el papa Benedicto XVI, en su segundo libro sobre cristología escrito como cardenal Joseph Ratzinger y no como papa, parece respaldar una posición sobre el proselitismo hacia los judíos bastante parecida a la de Kasper.[18]
Para Kasper, e insiste firmemente en este punto, existen dos «caminos» distintivos, pero no totalmente distintos, hacia la salvación. Los cristianos siguen uno, los judíos caminan por el otro. Estos caminos, según Kasper, convergerán finalmente en alguna forma de unidad escatológica sólo conocida por Dios. En una conferencia en la que participé con él en la Universidad de Cambridge, Kasper expresó cierta incomodidad con mi uso del término «caminos» para describir su punto de vista, pero no ofreció ningún sustituto. Sigo convencido de que «dos caminos distintivos interrelacionados en una única alianza» sigue siendo la mejor manera de describir adónde nos había llevado Kasper cuando aún reflexionaba sobre el vínculo entre el judaísmo y el cristianismo desde una perspectiva teológica.
En su análisis sobre el cumplimiento escatológico, el cardenal Kasper nunca ha indicado que los judíos tuvieran que reconocer explícitamente a Cristo tal como ha sido interpretado en la tradición cristiana. Tampoco descarta claramente esa exigencia salvífica. Por lo tanto, su posición sigue siendo ambigua y necesita más aclaraciones. Dado el contexto político en el que se movía Kasper cuando era presidente de la Comisión de la Santa Sede y el cardenal Ratzinger dirigía la oficina doctrinal del Vaticano, es probable que Kasper se sintiera limitado en el tema de la plenitud salvífica para los judíos. La afirmación del cardenal Avery Dulles de que el Concilio Vaticano II no afirmaba realmente la continuidad de la Alianza judía fue objeto de debate público en su momento. El cardenal Kasper, junto con el cardenal William Keeler de Baltimore, que presidía entonces la Comisión Episcopal de Estados Unidos sobre las relaciones entre católicos y judíos, se ausentaron durante la controvertida presentación de Dulles en la conmemoración del cuadragésimo aniversario de Nostra Aetate en Washington.
La otra declaración teológica que merece ser mencionada en este resumen es el documento de 2015 de la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos de la Santa Sede. Titulado Los dones y la llamada de Dios son irrevocables, se publicó para conmemorar el medio siglo de avances positivos de las relaciones entre cristianos y judíos desde la publicación de Nostra Aetate.[19] Afirmaba claramente la tesis central de la declaración original de que la inclusión de los judíos en la alianza no había terminado con el Acontecimiento de Cristo. Esto se afirma rotundamente en el título mismo de la declaración. La inclusión en la Alianza fue un don otorgado al pueblo judío por Dios mismo. Y Dios no retira los dones divinos.
Sin embargo, ese documento de 2015 no abordó los puntos planteados en los escritos del cardenal Kasper. No se abordó la crucial cuestión de si la Iglesia puede afirmar tanto la continuidad de la Alianza judía como el significado universal de la obra salvífica de Cristo. Durante el mandato del cardenal Kurt Koch, sucesor del cardenal Kasper como presidente de la Comisión de la Santa Sede, las cuestiones planteadas por el cardenal Kasper siguieron sin tratarse.
ESTUDIOS BÍBLICOS SOBRE LAS PRIMERAS RELACIONES ENTRE CRISTIANOS Y JUDÍOS DESPUÉS DE NOSTRA AETATE
El trabajo de los teólogos con respecto a la comprensión cristológica posterior a Nostra Aetate se vio enormemente favorecido por la investigación de diversos biblistas. Por desgracia, estas investigaciones no han penetrado todavía suficientemente en el ámbito de la teología sistemática. Clemens Thomas, Raymond Brown, Daniel Harrington, John Meier, Anthony Saldarini, John Dominic Crossan, Krister Stendahl, Robert Wilken, John Gager, Robin Scroggs y Johannes Beutler, por nombrar sólo a algunos, han realizado importantes contribuciones bíblicas sobre el significado de Jesús como Cristo en la relación judeo-cristiana primitiva. Los escritos de Brown, Scroggs y Meier son especialmente significativos. En un artículo, que con demasiada frecuencia se ha pasado por alto en las discusiones cristológicas, publicado en Theological Studies en 1965 titulado «¿Llama el Nuevo Testamento Dios a Jesús?»,[20] Brown analizó detenidamente todos los pasajes que parecen igualar a Jesús con Dios, los pasajes que parecen transmitir cierto grado de separación y los pasajes que son algo ambiguos en cuanto a la vinculación directa. Según Brown, los tres tipos pueden encontrarse en el Nuevo Testamento y ninguno de ellos predomina claramente. A su juicio, la concepción cristológica que ha dominado en la Iglesia durante siglos se desarrolló sólo gradualmente en los primeros siglos de coexistencia cristiano-judía, principalmente en y a través de un contexto litúrgico. La afirmación del Concilio Vaticano II sobre la inclusión de la alianza judía después del Acontecimiento de Cristo nos obliga a reconsiderar la complejidad de la relación Dios- Jesucristo como se describe en el artículo de Brown de 1965.
John Meier señaló en muchos libros[21] que un examen cuidadoso de la evidencia del Nuevo Testamento revela que Jesús se presentó ante la comunidad judía de su tiempo como un profeta escatológico y hacedor de milagros a semejanza de Elías. No estaba interesado en crear una secta separatista del resto santo al estilo de la comunidad de Qumrán. Pero sí preveía el desarrollo de un grupo religioso especial dentro del Pueblo Israel. Como Meier resume la cuestión en Companions and competitors, esta comunidad «dentro de Israel experimentaría lentamente un proceso de separación de Israel mientras efectuaba una misión a los gentiles en este mundo: que el resultado a largo plazo sería que su comunidad se convirtiera en predominantemente gentil no encuentra lugar en el mensaje ni en la práctica de Jesús».[22]
Robin Scroggs impulsó aún más este creciente consenso entre los biblistas contemporáneos sobre las raíces de Jesús y sus enseñanzas en el judaísmo. Scroggs hizo hincapié en los siguientes puntos: (1) El movimiento iniciado por Jesús y continuado tras su muerte en Palestina puede describirse mejor como un movimiento de reforma dentro del judaísmo. Existe poca o ninguna evidencia que sugiera una identidad separada dentro de la comunidad cristiana emergente. (2) Pablo entendió su misión a los gentiles fundamentalmente como una misión fuera del judaísmo que pretendía extender a los gentiles la llamada original y continua de Dios al pueblo judío. (3) Antes del final de la guerra de los judíos contra los romanos en el año 70 d.C. es difícil hablar de una realidad cristiana separada. En general, los seguidores de Jesús no parecían considerarse parte de una religión distinta del judaísmo. Una identidad cristiana distintiva sólo comenzó a desarrollarse después de la guerra de los judíos con Roma. (4) Las últimas partes del Nuevo Testamento muestran el comienzo de un sentido de separación entre la Iglesia y la Sinagoga, pero también conservan cierto sentido de contacto continuo con la matriz judía original de la comunidad cristiana.[23]
A propósito de este último punto, ahora sabemos, gracias a las investigaciones de eruditos como Robert Wilken, el difunto Anthony Saldrini y Amy-Jill Levine, que algunos judíos y algunos cristianos siguieron celebrando juntos sus cultos de forma regular hasta el siglo IV y, en el caso de las investigaciones de la Dra. Levine, posiblemente hasta el siglo V de nuestra era. De modo que, a partir de la investigación acumulada, queda claro que el desarrollo cristológico que haría que la revelación en Cristo fuera totalmente distinta y separada del judaísmo sólo se fue desarrollando gradualmente. En este contexto, debemos recordar la investigación de Daniel Boyarin, de la Universidad de California en Berkeley, quien argumentó que la «cristología» tiene sus orígenes en el judaísmo del primer siglo de nuestra era. Jesús no la creó de novo, sino que, al forjar su propia identidad durante su vida, retomó un marco que ya existía en el judaísmo.[24]
En 2001, la Pontificia Comisión Bíblica publicó un documento importante para la parte católica. Contaba con una introducción de apoyo del cardenal Joseph Ratzinger, bajo cuya jurisdicción recaía, por ser el jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF). Publicado sin mucha difusión, este documento abrió varias posibilidades nuevas para expresar la importancia del acontecimiento de Cristo, dejando al mismo tiempo espacio teológico para el judaísmo como entidad religiosa viva.[25]
A pesar de algunas limitaciones significativas en su descripción del judaísmo posbíblico, el documento de la Pontificia Comisión Bíblica hace una importante contribución al desarrollo de una comprensión cristológica constructiva, al tiempo que mantiene viva la creencia en la continuidad de la inclusión judía en la alianza después del acontecimiento de Cristo, afirmada en el capítulo cuarto de Nostra Aetate. Dos afirmaciones en particular de ese documento tienen un significado especial para el debate cristológico en el contexto del judaísmo.
La primera afirmación es que las esperanzas mesiánicas judías no son en vano. Esta afirmación va unida al reconocimiento de que las lecturas judías de las Escrituras hebreas en términos de redención humana representan una interpretación auténtica de esos textos bíblicos. Aquí tenemos el germen de lo que parece ser el reconocimiento de un camino salvífico distintivo para el pueblo judío como principio teológico. Esta afirmación es en parte responsable de la afirmación del cardenal Walter Kasper, comentada anteriormente, de que si los judíos son fieles a sus convicciones religiosas y creen en el plan divino para la salvación humana tal como ellos lo entienden, están en un camino salvífico.
La segunda afirmación importante del documento de la Pontificia Comisión Bíblica amplía en cierto modo lo proclamado por el Concilio Vaticano II. El documento de la Pontificia Comisión Bíblica habla del Mesías escatológico como Aquel que ha de venir. A su llegada, este Mesías escatológico mostrará los rasgos que los cristianos ya han visto y reconocido en el Jesús que ya ha venido y permanece con la Iglesia. Aunque esta afirmación sólo abre una pequeña ventana a un nuevo pensamiento cristológico, parece ofrecer una oportunidad para que los judíos reconozcan al futuro Mesías sin hablar necesariamente de esa figura mesiánica en un lenguaje específicamente cristiano. Es posible que yo esté interpretando el texto en ese sentido, pero me gustaría sugerir esto como una interpretación posible. Los autores de este documento del PCB tuvieron que actuar con cierta cautela con respecto a tales proyecciones teológicas, ya que carecen de mandato para abordar cuestiones dogmáticas.
El PENSAMIENTO PAULINO SOBRE CRISTO A LA LUZ DE NOSTRA AETATE
La reflexión sobre Pablo y la cristología ha experimentado un cambio sustancial en las últimas décadas como resultado de la nueva investigación bíblica, en parte generada por la declaración conciliar. El trabajo del obispo y erudito Krister Stendahl ha sido fundamental en la transformación de las actitudes hacia Pablo y el judaísmo.[26] El proceso de repensar la cristología paulina adquirió un nuevo impulso con la publicación de varios libros de E.P. Sanders.[27] Los que se unieron a Sanders en esta búsqueda, como Daniel Harrington, Wayne Meeks, Peter Thompson, junto con los participantes en el proyecto de tres años de la Universidad Católica de Lovaina en Bélgica, en el que participé personalmente,[28] se mueven en distintas direcciones. Pero todos ellos sostienen que Pablo seguía siendo consciente de sus vínculos personales con la tradición judía. Todos rechazan la idea de que Pablo rompiera radical y completamente con el marco judío al desarrollar su visión del significado del Acontecimiento de Cristo. El padre Raymond Brown resumió esta nueva actitud hacia Pablo cuando, en un discurso pronunciado en Chicago poco antes de su muerte, dijo estar convencido de que si Pablo hubiera tenido un hijo lo habría circuncidado. La frecuente descripción de Pablo como una persona que rompió definitivamente con la idea de cualquier vínculo continuo entre judaísmo y cristianismo, una idea que afectó significativamente al pensamiento cristológico a lo largo de los siglos, está dando paso a otra en la que Pablo permanece profundamente arraigado en su herencia judía original. No debe sorprender que, al elaborar el texto de Nostra Aetate en el Concilio Vaticano II, los redactores del documento se basaran en la perspectiva generalmente positiva de Pablo sobre la continuidad judía en Romanos 9-11.
En los últimos años hemos sido testigos de un movimiento en los círculos académicos para reorientar la imagen de Pablo. Este esfuerzo se ha centrado en la compatibilidad de la enseñanza paulina con los principios del judaísmo del Segundo Templo. Por lo tanto, cualquier cristología basada de forma simplista en la dicotomía «ley-evangelio» o «carne-espíritu» ya no puede resistir la prueba de la investigación académica sobre Pablo. Aunque los nuevos estudios pueden presentar las enseñanzas paulinas sobre el significado de Jesús el Cristo con diferentes matices, existe un consenso cada vez mayor en que las representaciones anteriores de las ideas de Pablo a este respecto han distorsionado gravemente su intención.
En una conferencia realizada en 2010 en Bratislava (Eslovaquia), organizada por la Facultad de Teología Evangélica, resumí algunos de los avances pertinentes en la continua transformación de la imagen de Pablo en relación con el judaísmo. La descripción de Pablo como alguien que tras su «conversión» rechazó totalmente la tradición de la Torá judía como salvífica, sustituyéndola por un nuevo proceso salvífico que había descubierto a través de su profundo encuentro con Cristo, se está derrumbando rápidamente.[29] No puedo repetir ese análisis en su totalidad en este artículo. Pero no estaría de más un resumen, ya que estos nuevos avances académicos impactan claramente en nuestra comprensión de la teología paulina y, en particular, de su visión cristológica. La imagen transformada de Pablo como seguidor de Jesús que siguió valorando la tradición judía mientras se esforzaba por integrarla con su mandato de llevar las enseñanzas de Cristo a las naciones está adquiriendo mayor ascendencia en la interpretación paulina dentro del contexto de lo que se ha denominado la «separación de los caminos».
En opinión de los estudiosos que han investigado la «separación de los caminos», la separación entre judíos y cristianos fue un largo proceso que duró varios siglos después de su inicio en el primer siglo de nuestra era. La arraigada creencia de que el Concilio de Jerusalén y el Sínodo de Jamnia habían forjado una idea de separación total entre cristianos y judíos hacia finales del siglo I ya no se sostiene a la luz de los nuevos estudios. John Gager ha argumentado que, de hecho, fue el autor de los Hechos quien creó la teología profundamente antijudía que a menudo se atribuye al propio Pablo.[30] En general, en la cuestión judía, Pablo parece más cercano a la imagen que de él presentan John Gager y John Meier que a la que tenemos en los Hechos. Esta nueva comprensión es crucial para la interpretación cristológica, ya que los escritos paulinos desempeñaron un papel significativo en el desarrollo del pensamiento cristológico. El ensayo fundamental del obispo Krister Stendahl, publicado en la Harvard Theological Review en 1963, empezó a socavar el retrato de Pablo en los Hechos de los Apóstoles.[31]
Permítanme resumir en este punto algunos de los replanteos académicos que están surgiendo sobre Pablo y el judaísmo. Gálatas 3 y Romanos 9-11 son especialmente significativos. Estos textos muestran a Pablo en su mejor momento judeo-cristiano, cuando luchaba por comprender el plan salvífico de Dios dentro de la continuación de la Alianza con el pueblo judío. Romanos 9-11 es, de hecho, el fundamento de lo que se afirma sobre Cristo y el judaísmo en Nostra Aetate.
Aunque en Gálatas pueda parecer que Pablo tiene una disputa con el judaísmo en su conjunto, estudiosos como Daniel Harrington han interpretado esta carta de una manera mucho más matizada.[32] Según Harrington, aquí Pablo no condena el judaísmo y su tradición de la Torá como tales. Más bien critica duramente a ciertos misioneros judeocristianos que lo contradecían sobre la cuestión de si los gentiles debían convertirse totalmente al judaísmo para salvarse. Pablo sostenía que no tenían que abrazar el judaísmo plenamente y mostró una considerable indignación contra quienes predicaban lo contrario.
Se desprende con bastante claridad de Gálatas que, aunque Pablo nunca denigró el judaísmo y creía firmemente que los judíos permanecían en una alianza con Dios, las raíces últimas de la salvación se encontraban en un nivel mucho más profundo que el de la tradición de la Torá. Gálatas estableció claramente las dimensiones clave del proceso salvífico. Esta dimensión debe desempeñar un papel central en cualquier discusión sobre una teología paulina del judaísmo.
Romanos 9-11 representa la reflexión más desarrollada de Pablo sobre el vínculo cristiano-judío. El hecho de que esta reflexión aparezca en una de las últimas epístolas paulinas y también en la más desarrollada teológicamente es especialmente importante. Romanos 9-11 revela claramente que Pablo seguía luchando con la «cuestión judía» al final de su ministerio público. Si nos preguntamos por qué, la respuesta reside en entender que en gran medida Pablo seguía considerándose a sí mismo judío. Aunque había descubierto la dinámica de la salvación humana a un nivel profundo que lo llevó más allá de los parámetros de la tradición de la Torá, seguía creyendo que para él y para muchos otros judíos la tradición de la Torá se sumaba a su nueva comprensión de la salvación a través de Cristo. Aunque liberó a los gentiles de la observancia de la ley y el ritual judíos, en mi opinión, este gesto de Pablo debe entenderse como una concesión, no como el ideal. Para Pablo, la base cristológica de la salvación humana no anulaba el valor permanente de la ley y el ritual judíos.
En cualquier debate sobre la cristología paulina hay que analizar también los argumentos presentados en Colosenses y Efesios. Muchos estudiosos consideran que estas dos epístolas son «deuteropaulinas», redactadas no por Pablo sino por algunos de sus discípulos. Cualquiera que sea su autoría real, sin duda mueven la discusión cristológica en nuevas direcciones desde Gálatas y Romanos. Aunque Colosenses y Efesios conservan parte del lenguaje paulino, rara vez hacen referencia a las Escrituras hebreas e introducen definitivamente un vocabulario diferente en lo que se refiere a la interpretación del significado del Acontecimiento de Cristo. En general, muestran mucho más interés por las dimensiones globales y cósmicas del Acontecimiento de Cristo que por el Jesús judío o por la cuestión de las conexiones continuas de la Iglesia con el judaísmo en el proceso salvífico. Intencionalmente o no, estas epístolas prepararon de hecho el camino para la «gentilización» generalizada de la Iglesia y su proclamación de la conciencia cristológica.
¿Se habría sentido cómodo el propio Pablo con el nuevo énfasis en el Cristo cósmico por encima del Jesús judío? La pregunta nunca puede responderse con plena certeza. Sin duda, los autores de estas epístolas creían mantenerse dentro del marco del pensamiento paulino. No estaban totalmente equivocados al hacer tal afirmación, aunque es lamentable que, en su interpretación, hayan roto prácticamente los vínculos con el Jesús judío. Podría argumentarse que centrarse en el Cristo cósmico es un resultado lógico de la nueva visión que Pablo había adquirido en su experiencia de conversión. En mi opinión, los autores de Colosenses y Efesios extrajeron lo que estaba presente en forma embrionaria en las cartas que Pablo mismo escribió.
El texto crucial de Colosenses se encuentra en 1,15-20. Aquí Cristo es presentado como la Sabiduría de Dios en términos de creación y redención. En parte, este texto se hace eco de un lenguaje que ya era evidente en los textos sapienciales de la tradición judía, en los que la propia Sabiduría se personifica. Pero va más allá de esta forma de personificación. Representa a Cristo gobernando la Iglesia y todo el cosmos. Se entiende la muerte y resurrección de Jesús como el inicio de la reconciliación a escala cósmica. Esta realidad cósmica que se encuentra en y a través de Cristo trasciende con mucho la comprensión de la tradición judía. La cristología cósmica es el fundamento de la perspectiva general articulada en el resto de la carta, así como en la carta a los Efesios.
Para el autor de Colosenses, los rituales judíos pierden importancia tras el Acontecimiento de Cristo, algo que el propio Pablo podría haber considerado problemático. Aunque Colosenses sigue arraigado en el pensamiento paulino, su teología rompe significativamente la conexión con el judaísmo, llevando al cristianismo a convertirse en una nueva religión mundial separada del judaísmo. Mientras otros luchaban en la Iglesia por continuar con un sentido del vínculo judeo-cristiano, Colosenses definitivamente comenzó el proceso de desarmar ese vínculo.
Efesios suele considerarse una revisión y ampliación algo más teológica de Colosenses. Su autor hace hincapié en el Cristo cósmico y en la Iglesia como cuerpo de Cristo. Su argumento central es que, mediante la muerte y resurrección de Jesús, Dios ha abolido el muro que separaba a judíos y cristianos. Pero esta acción de Cristo resulta en la abrogación de la tradición judía de la Torá y proporcionó el mismo acceso al proceso salvífico tanto a judíos como a cristianos. El papel central de Israel en la salvación humana había sido asumido por la Iglesia como «la nueva humanidad» en Cristo. Una vez más, sospecho que el propio Pablo podría haber cuestionado esta nueva visión teológica por considerarla demasiado severa al cortar los lazos con el judaísmo. No obstante, finalmente predominó la interpretación teológica paulina. Sólo en la última parte del siglo XX se ha cuestionado este enfoque de la teología paulina. El énfasis rotundo en el Cristo cósmico de la teología paulina tiende a silenciar cualquier idea de continuidad en el pensamiento de alianza en Pablo. Restarle importancia a la idea de la alianza contribuye a restarle importancia al vínculo permanente con el judaísmo, dada la centralidad de la idea de la alianza en la tradición judía. Desde luego, nunca podemos ignorar la teología cósmica de Cristo, ya sea que provenga del propio Pablo o de algunos de sus discípulos. Esa teología se ha arraigado profundamente en la autocomprensión cristiana. Pero este énfasis debe equilibrarse con una afirmación permanente de la teología paulina de la Alianza. Sigo convencido de que ambos enfoques teológicos son, de hecho, en gran medida compatibles.
Aunque en los análisis de sus escritos se ha hecho poco hincapié en la teología de la Alianza en Pablo, y esta omisión se debe a la falta de uso del término «alianza» en esta literatura, está claramente presente si hacemos una búsqueda minuciosa. En Romanos hemos visto que Pablo siguió luchando con la complejidad de la relación judeo-cristiana hasta el final de su viaje misionero. Es posible argumentar, como lo hicieron John Gager[33] y Lloyd Gaston,[34] que Pablo mantenía la existencia de dos alianzas, una para los judíos y una para los gentiles. La aceptación de tal perspectiva contradiría de hecho el fuerte énfasis del cardenal Joseph Ratzinger en una alianza única, una posición que, como vimos anteriormente, el cardenal Walter Kasper también subrayó a pesar de sus diferencias teológicas generales con Ratzinger.
Un texto crucial en cualquier debate sobre el pensamiento de la Alianza en la teología paulina es 2 Corintios 2,14-7,4. Los argumentos de Pablo en esta sección de la epístola se formularon para rebatir las ideas defendidas por un grupo rival de misioneros que se establecieron en Corinto después de que Pablo compusiera 1 Corintios y antes de que escribiera las diversas cartas que componen 2 Corintios en su forma actual. Las perspectivas teológicas de Pablo en 2 Corintios, algunas de las cuales siguen siendo únicas en el conjunto de sus epístolas, fueron probablemente intentos de contrarrestar la influencia de aquellos misioneros cuya predicación del Evangelio estaba en desacuerdo en algunos aspectos importantes con la propia predicación de Pablo.
La aparición de estos misioneros en Corinto se produjo cuando Pablo estaba replanteándose su visión del tema de la Alianza. En 1 Corintios 11,25, Pablo empleó el término «Nueva Alianza» en referencia a la Última Cena. Pero ignoró cualquier relación del término «Nueva Alianza» con antecedentes bíblicos, en particular Jeremías 32 y Éxodo 36. En 2 Corintios no hace ninguna referencia a la tradición eucarística. En cambio, asocia explícitamente esta noción de «Nueva Alianza» con los libros de Jeremías y Ezequiel. De este modo, Pablo parece decir que el significado último del Acontecimiento de Cristo debe mantener una conexión con la tradición bíblica sobre la Alianza.
En 2 Corintios 3:2-4, Pablo establece una conexión entre su visión de la alianza en y por Cristo con la transformación de la alianza de la que habla Jeremías (31:31-34) y alude al texto de Ezequiel 36:24-28. Pero también plantea una importante diferencia entre estas dos alianzas de renovación de las Escrituras hebreas y lo que debe entenderse como la renovación final de la alianza en y por Cristo. Pablo considera que la alianza original tiene un alcance limitado temporalmente, ya que podría romperse. Considera que la alianza renovada en y por el Acontecimiento de Cristo es eterna y no puede sufrir una ruptura significativa.
En su análisis sobre la renovación de la Alianza, Pablo no se limitó a los mencionados pasajes de Jeremías y Ezequiel. Está, por ejemplo, la narración de Moisés en Éxodo 34, que Pablo reinterpreta de forma creativa y que, en última instancia, es una narración de renovación de la Alianza. Al bajar Moisés con las tablas de la ley del monte Sinaí, donde las había recibido, se encontró con que el pueblo estaba quebrantando uno de los requisitos centrales de la Alianza basado en las disposiciones de las tablas de piedra: no hacer imágenes de YHWH. Sin embargo, el pueblo estaba creando una imagen de YHWH en forma de becerro de oro (Éxodo 32,1-20). A continuación, Pablo describe cómo Moisés se apresuró a superar esta violación de la Alianza y redacta un texto sobre la renovación de la Alianza, algo que emprende con la certeza de que eso es lo que Dios le pide que haga.
Para Pablo, entonces, la renovación de la Alianza en Cristo se inscribe en la tradición de las renovaciones de la Alianza, pero tuvo una permanencia de la que carecían las anteriores. De todo lo dicho anteriormente se desprende sin duda que Pablo consideraba que la Alianza original dada a Moisés se transformó en varias ocasiones a través de la historia bíblica, y que la renovación más decisiva y duradera se produjo en el Acontecimiento de Cristo. Por lo tanto, cualquier interpretación de la identidad cristiana en y a través de Cristo debe mantener un vínculo permanente con las disposiciones de la Alianza original. En otras palabras, el Acontecimiento de Cristo no borró la Alianza del Sinaí y sus formas anteriores de renovación, sino que sólo lo transformó una vez más, aunque con una transformación que perduraría permanentemente.
Al margen, digamos que Pablo parecía privilegiar las religiones arraigadas en el marco de la Alianza. Para él, estas serían básicamente el judaísmo y el cristianismo. La cuestión del estatus de las religiones no pertenecientes a la Alianza no se le planteó realmente a Pablo. Está claro entonces que sus escritos por sí solos no proporcionan la base para una cristología cristiana a la luz de nuestra situación actual en términos de entendimiento interreligioso. Tampoco Nostra Aetate nos presenta los fundamentos completos para tal comprensión teológica.
Un tema de debate constante en nuestros tiempos es si considerar el acontecimiento de Cristo como un punto de entrada en la Alianza vigente del Sinaí, aunque sea una Alianza transformada, nos obliga a usar el término «Israel» tanto para judíos como para cristianos. John Gager y Paul van Buren han defendido esta doble aplicación. La mayoría de los judíos se sentirían incómodos si esa doble aplicación se convirtiera en algo habitual entre los eruditos cristianos. Aunque puedo ver razones para tal extensión del término «Israel», no estoy a favor de su uso debido a la preocupación expresada por colegas judíos que sienten que despojaría al judaísmo de su identidad particularista.
Sin embargo, la cuestión que plantean van Buren y Gager es importante y requiere alguna respuesta. ¿El diálogo judeo-cristiano iniciado en el Concilio Vaticano II es una conversación única «interna» o se describe mejor como un intercambio entre dos tradiciones religiosas distintas? El papa Juan Pablo II, en sus numerosos escritos sobre las relaciones entre cristianos y judíos, parecía estar a favor de una «comprensión interna». [35] Aunque subrayo la importancia de seguir reconociendo los vínculos tan especiales que existen entre el judaísmo y el cristianismo, también me gustaría destacar sus identidades distintas en la actualidad.
EL SURGIMIENTO DE UNA NUEVA CONCEPCIÓN CRISTOLÓGICA A LA LUZ DE NOSTRA AETATE
Permítanme ahora pasar a una explicación sucinta de mi perspectiva cristológica en la era posconciliar. A lo largo de la historia cristiana han surgido tres posturas principales (con muchas variantes) sobre el significado del Acontecimiento de Cristo. La primera es la mesiánica. Esta es la cristología primaria de la tradición bíblica, así como de la comprensión litúrgica cristiana. En esta cristología, Jesús es visto como la figura mesiánica judía proyectada, cuya venida a la tierra inauguró el capítulo final decisivo de la historia de la salvación humana. La conexión de alianza con el Dios Creador que Jesús reafirmó y reinterpretó se rompió en esta concepción fuertemente afirmada en los escritos patrísticos. La cristología mesiánica se asienta sobre un terreno inestable, dadas las veinticinco concepciones del Mesías que circulaban en el judaísmo durante el ministerio de Jesús. También tendía a dejar al judaísmo al margen tras el Acontecimiento de Cristo en lo que respecta a la relación de Alianza y la redención humana. Nostra Aetate socavó seriamente los cimientos de esta cristología clásica.
La segunda cristología ha sido la que podría denominarse «cristología de la sangre». Se desarrolló en gran medida dentro de la tradición patrística, aunque tiene algunas raíces en los escritos paulinos. Esta tradición cristológica sostiene que Jesús lavó los pecados de la humanidad en y a través de su propia muerte en el Calvario. Los judíos no experimentan automáticamente esa purificación. Deben aceptar a Jesús como el Salvador definitivo para experimentar sus efectos.
La tercera cristología es la encarnacional, fuertemente vinculada al Evangelio de Juan. A mi juicio, sigue siendo el mejor punto de partida para cualquier debate sobre cristología a la luz de Nostra Aetate. En parte esto se debe a algunas semejanzas con escritos recientes de estudiosos judíos contemporáneos como Daniel Boyarin y Shaul Magid.[36] Algunos de estos académicos han hablado de una forma de «encarnacionismo» en partes de la tradición judía, en particular, en la tradición mística judía. Pero el lenguaje sobre el «encarnacionismo» sigue siendo muy controvertido en los círculos académicos judíos. Incluso aquellos académicos judíos que introducen este término destacan su diferencia con la proclamación del encarnacionismo en y a través de Jesús.
Trabajando dentro de un marco encarnacional y con una comprensión del desarrollo cristológico gradual en el cristianismo primitivo en un contexto litúrgico, tal como sostiene Raymond Brown,[37] yo mantendría que, en última instancia, lo que se llegó a reconocer con mayor claridad a través del ministerio y la persona de Jesús fue lo profundamente integral que era la humanidad para la biografía divina. Esto implicaba, a su vez, que cada persona humana participa de algún modo de la divinidad. Cristo es el símbolo teológico que la Iglesia ha seleccionado para expresar esta realidad. Como subrayan los últimos estratos del Nuevo Testamento, esta humanidad existía en la Divinidad desde el principio. Sin embargo, el Acontecimiento de Cristo fue crucial para la manifestación de esta realidad al mundo. En este sentido, podría sentirme bastante cómodo teológicamente con el término «transparente», una imagen que planteó pero nunca adoptó Paul van Buren. Desde esta perspectiva, el Acontecimiento de Cristo le dio mayor transparencia al vínculo humano-divino.
Permítanme aclarar que la visión anterior no significa equiparar a Dios con la totalidad de la humanidad. Eso sería una interpretación fundamentalmente errónea de mi enfoque. Pero sí destaca el fuerte énfasis del papa Francisco en la importancia de la biodiversidad en la que hay una pronunciada integración dentro de toda la creación que, a su vez, está impregnada por el espíritu divino. Desde mi perspectiva, sigue existiendo un abismo infranqueable entre Dios y la comunidad de la creación. Además, a pesar del vínculo íntimo con Dios que se nos ha dado a conocer a través del Acontecimiento de Cristo, la humanidad sigue siendo consciente del hecho de que este Dios es el Creador último de la vida que se comparte con toda la creación como un don. Esto tampoco significa que no hubiera una singularidad en la forma en que la humanidad y la divinidad se unieron en Jesús. La humanidad nunca habría llegado por sí sola a la plena conciencia del vínculo último entre Dios y toda la creación producido por el Acontecimiento de Cristo. Si bien este acontecimiento nos ha permitido experimentar una nueva cercanía con el Dios Creador, nuestra humanidad nunca compartirá la misma intimidad con la naturaleza divina que existía en la persona de Jesús.
Una modificación que haría con respecto a mis escritos anteriores sobre cristología sería el énfasis en el uso del término «Abba» por parte de Jesús como argumento de esta nueva transparencia divina. Este es un argumento presentado por Edward Schillebeeckx en sus escritos sobre cristología.[38] Aunque sigo creyendo que es posible argumentar a favor de un mayor sentido de intimidad de Jesús con Dios como base de la visión cristológica que propongo, el argumento del «Abba» ha sido definitivamente sobrevalorado como recurso para esta concepción.
Una segunda modificación sería introducir el término «reino de Dios» o «reinado de Dios» de una manera más central en la expresión de mi perspectiva cristológica. La destacada estudiosa judía del Nuevo Testamento Amy-Jill Levine me ha convencido en este punto. Para ella, el sentido que Jesús tiene de la presencia del reino divino es el aspecto más distintivo de su enseñanza. Su punto de vista me parece convincente. Pero yo vincularía esta concepción muy directamente con mi visión de Jesús que transparenta la plena vinculación entre la creación y la divinidad, la humanidad en particular. Es esta revelación del vínculo lo que hace posible la proclamación de que el reino ya está entre nosotros, aunque todavía no se haya realizado plenamente. La presencia del reino puede percibirse tanto en la conciencia humana como en la historia de la humanidad. Aquí vuelvo a subrayar la importancia de ver la historia y la conciencia humana como profundamente entrelazadas.
ALGUNAS CONCLUSIONES
En síntesis, la afirmación de Gregory Baum sobre el profundo impacto de Nostra Aetate en la cristología se ha demostrado correcta, aunque muchos teólogos aún no hayan incorporado esta nueva visión teológica a sus afirmaciones cristológicas. Es evidente que todavía nos encontramos en una fase temprana del proceso de replanteo de la cristología en el contexto del diálogo cristiano-judío. El enfoque clásico de la teología de la sustitución debe archivarse definitivamente. Pero el esfuerzo por construir una nueva cristología ampliamente aceptada toca el centro neurálgico de la identidad teológica cristiana. Por lo tanto, el camino de la reformulación debe hacerse necesariamente con cuidado y será inevitablemente muy lento, como ha subrayado el cardenal Kasper. Las identidades fundamentales no se modifican fácilmente en ninguna tradición religiosa. Como cristianos, puede que nunca lleguemos a un punto en el que nuestras afirmaciones cristológicas nos lleven a una teología del pluralismo religioso que armonice plenamente con las afirmaciones fundamentales de fe del judaísmo o de cualquier otra religión mundial. Pero creo que tenemos la obligación permanente de seguir trabajando en esta cuestión, ya que en nuestro mundo globalizado el entendimiento interreligioso no se limita al ámbito de las ideas teológicas, sino que impacta directamente en la vida comunitaria de las personas. El diálogo interreligioso debe convertirse en parte integrante de la búsqueda de una visión teológica. Este es el mandato que nos dejó el Concilio Vaticano II. Con la próxima celebración del decimoséptimo centenario del Concilio de Nicea, en el que, junto con los decretos del Concilio de Calcedonia, se moldeó en la conciencia cristiana la cristología patrística arraigada en el marco de la teología de la sustitución, ¿no es responsabilidad de las Iglesias cristianas repudiar esta teología de una vez por todas? Su reemplazo debe fundamentarse en una visión teológica basada en los profundos vínculos de Jesús con la tradición judía de su época. En la nueva concepción del pluralismo religioso generada por Nostra Aetate, varios pilares importantes seguirán siendo fundamentales en el proceso. El primero es la idea de caminos distintivos hacia la salvación/redención para cada comunidad religiosa, con la relación judeo-cristiana en su centro. Aunque estos caminos siguen siendo distintos, también siguen estando vinculados. Esta perspectiva sigue siendo preferible a la clásica realidad de alianza única/doble y, más recientemente, múltiple. Desde el punto de vista cristiano, la relación cristiano-judía sigue siendo sui generis; su reevaluación impacta en el núcleo mismo de la identidad cristiana. Pero este impacto central se limita a una valoración mucho más positiva de la influencia de la Biblia Hebrea en la identidad cristiano-judía. Sin duda, el énfasis del cardenal Kasper en los aspectos de revelación de la tradición bíblica judía, anteriormente mencionados, sigue siendo crucial: el judaísmo es más que la Biblia Hebrea. El judaísmo bíblico estaba experimentando cambios significativos en la época de Jesús, en particular con el auge del fariseísmo. El académico judío Reuven Firestone ha destacado este punto con firmeza. El judaísmo de la época de Jesús, que se convirtió en parte del legado teológico cristiano, trascendió considerablemente los parámetros del judaísmo bíblico en varias áreas clave.[39] Así que no podemos basar la renovada relación cristiano-judía exclusivamente en lo que el cardenal Kasper ha denominado «revelación compartida».
En mi perspectiva teológica actual, todavía en evolución, sobre la relación cristiano-judía, que apunta a erradicar para siempre la teología de la sustitución, querría argumentar que no se les requerirá explícitamente a los judíos que adopten un lenguaje cristológico, ni siquiera en el final de los tiempos, como parte de su proceso de redención. Por lo tanto, yo dejaría más claro que el cardenal Kasper que los dos caminos distintivos están en un pie de igualdad. El camino cristiano no es intrínsicamente superior al judío. Esto parece significar la afirmación de la Pontificia Comisión Bíblica de que las esperanzas mesiánicas judías no son en vano. Y como el documento de la PCB habla más tarde del mesías escatológico de los judíos como Aquel que mostrará rasgos ya reconocidos y afirmados por los cristianos en Jesús que ha venido y permanece en la Iglesia, hay una apertura, aunque pequeña, para argumentar que no es necesario hablar del «Único» en términos exclusivamente cristológicos. Pero hay una sola Alianza, porque es la presencia de Dios en la humanidad y en toda la creación lo que impulsa los caminos escatológicos distintivos.
Con san Pablo me gustaría defender una «novedad» significativa con significado universal, como ha hecho el cardenal Kasper en términos de revelación en y a través de Cristo. Esta «novedad» se basa en gran medida en el enfoque encarnacional de la cristología, por el que la humanidad vio con mayor transparencia que nunca la íntima humanidad y divinidad. Una cristología basada en la noción de Jesús cumpliendo las profecías mesiánicas o una enraizada en la visión de él «limpiando» a la humanidad de todo pecado mediante el derramamiento de su sangre nos deja poco o ningún espacio para crear una teología constructiva de la relación cristiano-judía que termine para siempre con la teología de la sustitución.
Tendremos que seguir explorando si esa conciencia encarnacional tiene alguna resonancia en la teología judía. Hace unos años la respuesta podría haber sido rotundamente negativa. Pero estudiosos como Michael Wyschograd, Elliot Wolfson, Benjamin Sommer y Daniel Boyarin han empezado a explorar la cuestión en los últimos años.[40]
Además, en el largo proceso de surgimiento de caminos separados para el cristianismo y el judaísmo, el cristianismo se convirtió en gran medida en una religión gentil. Perdió el aprecio por sus raíces judías y vio cómo su teología se traducía a categorías y lenguaje filosóficos griegos, perdiendo así una importante dimensión reveladora arraigada en la Torá que el propio Jesús mantuvo y que Pablo luchó por mantener, aunque fue una lucha que finalmente perdería gracias en parte al autor de los Hechos que, como ha sostenido John Gager, redefinió su mensaje. Así, el judaísmo también conserva una revelación distintiva en la historia y la creación. Los cristianos tendrán que recuperar esta revelación judía como parte de la plenitud escatológica. Las vías revelatorias judía y cristiana no pueden fusionarse tan fácilmente. Por eso hablo de vías distintas. En la era pre-escatológica veo que seguirán compitiendo entre sí.[41]

