Discurso a los participantes de un congreso internacional organizado por el Consejo Internacional de Cristianos y Judíos (ICCJ) en Roma

Sala Clementina, Roma, martes 30 de junio de 2015

Queridos hermanos:

Me alegra que este año hayan organizado su Congreso en Roma, la ciudad en la que están sepultados los apóstoles Pedro y Pablo. Ambos son, para todos los cristianos, puntos de referencia esenciales: son como “columnas” de la Iglesia. Y aquí, en Roma, se encuentra la comunidad judía más antigua de Europa occidental, cuyos orígenes se remontan a la época de los Macabeos. Cristianos y judíos viven en Roma, juntos, desde hace casi dos mil años, si bien sus relaciones a lo largo de la historia no estuvieron privadas de tensiones.

Un auténtico diálogo fraterno se pudo desarrollar a partir del Concilio Vaticano II, después de la promulgación de la Declaración Nostra aetate. Este documento representa, en efecto, el “sí” definitivo a las raíces judías del cristianismo y el “no” irrevocable al antisemitismo. Al celebrar el quincuagésimo aniversario de Nostra aetate, podemos contemplar los ricos frutos que ha producido y, con gratitud, hacer un balance del diálogo judeo-católico. Podemos expresar así nuestro agradecimiento a Dios por todo lo bueno que se ha realizado en términos de amistad y comprensión recíproca en estos cincuenta años, porque su Santo Espíritu ha acompañado nuestros esfuerzos de diálogo. Nuestra humanidad fragmentaria, nuestra desconfianza y nuestro orgullo han sido superados gracias al Espíritu de Dios omnipotente, de modo que entre nosotros fueron creciendo cada vez más la confianza y la fraternidad. Ya no somos extraños, sino amigos y hermanos. Confesamos, incluso con perspectivas diversas, al mismo Dios, Creador del universo y Señor de la historia. Y Él, en su infinita bondad y sabiduría, bendice siempre nuestro compromiso de diálogo.

Los cristianos, todos los cristianos, tienen raíces judías. Por ello, desde su nacimiento, el International Council of Christians and Jews ha acogido las diversas confesiones cristianas. Cada una de ellas, en el modo que le es propio, se acerca al judaísmo, el cual, a su vez, se caracteriza por diversas corrientes y sensibilidades. Las confesiones cristianas encuentran su unidad en Cristo; el judaísmo encuentra su unidad en la Torá. Los cristianos creen que Jesucristo es la Palabra de Dios hecha carne en el mundo; para los judíos la Palabra de Dios está presente sobre todo en la Torá. Ambas tradiciones de fe tienen como fundamento al Dios único, al Dios de la Alianza, que se revela a los hombres a través de su Palabra. En la búsqueda de una actitud justa hacia Dios, los cristianos se dirigen a Cristo como fuente de vida nueva, y los judíos, a la enseñanza de la Torá. Este tipo de reflexión teológica sobre la relación entre judaísmo y cristianismo parte precisamente de Nostra aetate (cf. n. 4) y, a partir de esa sólida base, puede y deber ser ulteriormente desarrollada.

En la reflexión sobre el judaísmo, el Concilio Vaticano II tuvo en cuenta las Diez Tesis de Seelisberg, elaboradas en esa localidad suiza, tesis vinculadas a la fundación del International Council of Christians and Jews. Se puede decir que ya estaba en ello in nuce una primera idea de la colaboración entre su organización y la Iglesia Católica. Tal cooperación se inició oficialmente después del Concilio, y especialmente tras la institución de la “Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo”, en el año 1974. Esta Comisión de la Santa Sede sigue siempre con gran interés las actividades de su organización, en especial los congresos internacionales anuales, que dan un notable aporte al diálogo judeo-cristiano.

Queridos hermanos: les doy las gracias a todos por esta visita y les deseo todo el bien para su Congreso. Que el Señor los bendiga y los proteja con su paz. Por favor, les pido que recen por mí. Y los invito a pedir todos juntos la bendición de Dios nuestro Padre. Yo la daré en mi lengua natal.