Uno de cada tres de nosotros

Mientras camino por las calles de Varsovia, me pregunto qué aspecto tenía esta ciudad antes de la Segunda Guerra Mundial. Yo nací muchos años después del final de la guerra, pero como historiadora, tengo la necesidad de conocer el pasado, y como varsoviana, trato de imaginar la ciudad de entonces, esa Varsovia a la que llamaban la París del norte. Dicen que era hermosa, más hermosa que hoy, y diferente.

Mientras camino por las calles de Varsovia, me pregunto qué aspecto tenía esta ciudad antes de la Segunda Guerra Mundial. Yo nací muchos años después del final de la guerra, pero como historiadora, tengo la necesidad de conocer el pasado, y como varsoviana, trato de imaginar la ciudad de entonces, esa Varsovia a la que llamaban la París del norte. Dicen que era hermosa, más hermosa que hoy, y diferente.

¿Se harán esta misma pregunta otros habitantes de Varsovia? Lo más probable es que muchos de ellos estén preocupados por el aquí y ahora. Es posible que sus raíces en esta ciudad, como las mías, no sean muy profundas. En la mayoría de los casos, sus padres o abuelos se habrán mudado a Varsovia después de 1945, llenando el vacío dejado por los que habían partido para siempre. Las tradiciones familiares de muchos residentes actuales de Varsovia vienen de otras partes, y por eso quizá no se sientan inducidos a reflexionar sobre el aspecto y el carácter que esta ciudad tuvo en el pasado.

En las viejas fotografías de Varsovia no vemos conjuntos de viviendas grises caóticamente esparcidos. Las casas aparecen pegadas unas a otras, formando las calles. Calles llenas de vida, con pequeñas tiendas, restaurantes y talleres, que hoy prácticamente no existen. La mayoría de las fotos que subsisten son de las calles más importantes. Está menos documentada la vida de las calles laterales, ¡y qué interesantes deben de haber sido!

Todo eso forma parte del pasado. Las personas también son diferentes. En aquella época se vestían y actuaban  en forma diferente. Las mujeres usaban sombreros: era la moda, pero también una especie de norma impuesta por las costumbres que imperaban en determinados grupos sociales.

Cuando miramos las fotografías, entendemos que los estilos han cambiado, pero en las muchedumbres varsovianas del tiempo de la Segunda República, encontramos una diferencia más, que no se refiere a la moda sino a la religión y las costumbres. Vemos hombres vestidos con largos abrigos negros y sombreros de alas angostas. Mujeres con pelucas y vestidos que cubren totalmente sus codos y sus rodillas. Hoy ya no encontramos gente que se vista de esa manera.

También el habla de las calles de preguerra era diferente. Había sonidos diferentes, un poco más duros y arenosos, en los que abundaba el largo sonido “v”. Era ídish, el idioma de los ashkenazim, los judíos polacos. Una mezcla de alemán, hebreo y polaco. Los olores de las calles de preguerra eran distintos, impregnados de grasa de ganso, jengibre y ajo. En la Varsovia de hoy no se pueden oír esos sonidos ni oler esos olores

Es difícil creer que haya lugares como esos en el mundo, en Israel o en Brooklyn, Nueva York. Allí, cuando la gente evoca a la antigua Varsovia, los nombres de las calles importantes que mencionan no son las céntricas Jerozolimskie o Ujazdowskie, sino Nalewki, Krochmalna, Gesia y Zelazna. Esas calles constituían el marco de aquel otro mundo descripto y popularizado por Isaac Bashevis Singer en Shosha o La familia Moskat. La Varsovia judía convivió con nosotros, los polacos, durante doscientos años. Se trata supuestamente de la misma ciudad, pero remota y desconocida.

Hasta 1939, alrededor de 370.000 de los residentes, casi la tercera parte de Varsovia, eran judíos. ¿Podemos realmente imaginar que en una de cada tres casas no se celebraba la Nochebuena, no se adornaba el árbol de Navidad y no entraba Santa Claus? Se celebraban fiestas completamente distintas, con nombres que a nosotros nos suenan extraños: Purim. Sukot, Jánuca. Caminemos por una calle e imaginemos que una de cada tres personas pertenecía a otra cultura y otra religión. Una de cada tres personas era alguien de quien no podríamos decir nada en la actualidad.

Ese mundo descripto por Singer o preservado en unas pocas fotografías, ya no existe. Pereció entre octubre de 1940 y mayo de 1943. Decenas de miles de habitantes de Varsovia, amontonados en el ghetto, murieron de enfermedades, hambre y represión, y unos 300.000 fueron asesinados, con sistemática y calculada crueldad, en las cámaras de gas de Treblinka. La tercera parte de los habitantes de la ciudad, la capital de un Estado europeo, dejó de existir, junto con su idioma, sus costumbres y su cultura. No podemos desentendernos de la forma en que eso sucedió. Los varsovianos no podemos no saber cómo fue la vida y la muerte de uno de cada tres de nosotros.  

El trágico destino de los judíos de Varsovia puede resumirse en una palabra categórica: el Holocausto, una atrocidad premeditada, cometida por la Alemania nazi. No podemos ignorar, sin embargo, que eso se llevó a cabo entre nosotros. La ausencia de esa memoria es nuestra vergüenza polaca. El mundo de los judíos de Varsovia no existe en la conciencia de los varsovianos que viven hoy en las calles Krochmalna, Zelazna y Grzybowska. Resultó espantosamente fácil no saber nada sobre la tercera parte de los habitantes de la ciudad, que vivían aquí, trabajaban aquí, y crearon junto con los polacos una historia y una cultura común hace sólo algo más de sesenta años.

Cuando estudiaba en la universidad, y descubrí --¡sólo entonces!-- que antes de 1939 vivían en Varsovia nada menos que 370.000 judíos, al principio no lo pude creer, y luego me di cuenta de que me habían engañado. La gran cantidad de libros que leí no decían nada sobre el tema. A mi juicio, esto es algo que se debe cambiar. No quiero que ningún joven habitante de Varsovia experimente algún día la misma sensación que yo tuve cuando ya era una estudiante del departamento de historia. No me gustaría que se sintiera engañado por los “historiadores profesionales”.

 

Editorial remarks

Este artículo pertenece al libro Why should we teach about the Holocaust?, editado por el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad Jagellónica de Cracovia, Polonia. Agradecemos a su editora Jolanta Ambrosewicz-Jacobs, y a la autora, la historiadora Hanna Wegrzynek, el permiso para traducir el artículo al castellano y publicarlo en nuestro sitio.

Traducción del inglés: Silvia Kot