Transmitir la memoria de la Shoá en un mundo sin testigos

Los últimos testigos directos de la Shoá van desapareciendo poco a poco. Según Liliane Apotheker, los judíos y los cristianos deben cooperar para transmitir juntos la memoria y el significado de esa tragedia a las nuevas generaciones y a las personas que tienen una historia diferente.

Lo que está en juego

Mucho se dijo ya a propósito de la Shoá, y sin embargo, a veces parece que aún falta lo  esencial. Los historiadores nos han explicado cómo sucedió, los hechos en su brutalidad son conocidos y estudiados, abundan los films, los documentales y los libros sobre este tema. Quien desee saber más puede tener acceso a enormes cantidades de información, incluso demasiada información, dicen algunos…

Pero todos sabemos que un día, el último testigo habrá contado su historia personal por última vez. ¿Podemos entonces dedicarnos a esta tarea con la seguridad de que lo que ocurrió será transmitido correctamente a las generaciones que nos siguen? ¿Y por qué serían precisamente esos relatos personales los únicos que puedan convencer a las jóvenes generaciones del horror de lo que sucedió?

Cuando leía la Biblia en mi infancia, siempre me sorprendía ese versículo que habla del endurecimiento del corazón del Faraón, enfrentado a los sufrimientos de los hebreos. ¿Qué significaba eso de que Dios o el propio Faraón endurecieran su corazón?

Y me pregunto en la actualidad: ¿están tan endurecidos nuestros corazones que necesitamos oír un testimonio personal de sufrimientos y extremas humillaciones para tomar conciencia de lo que pasó? ¿O es que el hecho mismo, definido con el vocablo hebreo Shoá, está más allá de las palabras, es imposible de contar? Como sea, esos dos argumentos nos obligan a encontrar maneras de superar esa fosa abismal en el curso de la memoria y reparar nuestra humanidad herida.

Las dificultades

Las dificultades son muchas. Más de dos generaciones después de los hechos, las teorías conspirativas, las “fake news” (noticias falsas o engaños mediáticos), el negacionismo (la negación de la Shoá) y su alternativa, el relativismo, son más fuertes que nunca.

Como hijos y nietos de sobrevivientes de la Shoá, vivimos con el trauma de una memoria hecha de silencios, de ausencias, de secretos, envueltos en una tristeza que nos ha privado de la feliz despreocupación de la infancia. Sabemos demasiado bien que debemos permanecer por siempre vigilantes, alertas, y asegurarnos de que nadie use ni abuse de la memoria de la Shoá para su conveniencia personal, que nunca se convierta en un instrumento al servicio de una causa cualquiera, que siga siendo algo “aparte”, sin ser por eso “sacralizada”. Siempre oscilo entre estas dos palabras con la impresión de que es importante diferenciarlas. Merecen una mejor definición que la que yo aporto, y por eso, espero que los trabajos sobre esa memoria, que podemos compartir gracias al diálogo, sean de gran ayuda para clarificar esa distinción.

Aparte, pero no sacralizado

¿Qué significa “aparte, pero no sacralizado”? La memoria de ese acontecimiento histórico sin precedentes les pertenece solamente a las víctimas, no a nosotros, ni siquiera a quienes somos hijos de sobrevivientes.

Muchos cambios, que consideramos beneficiosos para la humanidad, se produjeron tras esos años terribles. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre es un ejemplo de ello, la mejora de los derechos de las minorías en muchos países, la expansión de la democracia como modelo de régimen político en el mundo, la toma de conciencia del bienestar de las poblaciones gracias al seguro social, a las leyes laborales, etc., y para nosotros los judíos, el acercamiento con los cristianos y la creación del Estado soberano de Israel como hogar para todos los judíos que lo deseen.

Sin embargo, no le podemos atribuir esos progresos de la humanidad a la Shoá y a sus efectos. Eso significaría que la Shoá los originó y que la destrucción del judaísmo europeo tuvo como consecuencia el éxito de esas causas absolutamente honorables: de alguna manera, un mal por un bien. Es en cierto modo lo que quiero decir con “la Shoá debe permanecer aparte en el curso de la Historia”. Somos conscientes de que la Historia está en constante evolución, pero sin embargo, la Shoá parece como un punto de ruptura que precipitó un cambio radical en esa evolución, incluso si el mundo mejoró al menos para algunos.

La memoria de la Shoá no debe ser sacralizada. Que la Shoá sea comparada con otros genocidios nos resulta insoportable porque para nosotros, los judíos, no hay nada que pueda ser comparado con eso. Creo, sin embargo, que cometemos un error. El dolor de nuestro duelo es único para nosotros: nadie más que nosotros puede sentirlo, ni compartirlo, ni siquiera los judíos que no tuvieron que vivirlo en su propia familia.

Sin embargo, la Shoá debe ayudarnos a ver el sufrimiento allí donde se encuentre y educarnos para luchar contra él. También debemos percibir a qué excesos de destrucción pueden llevar los prejuicios y el odio. Muchos museos del Holocausto se dedican ahora a esto en el mundo, y eso no debe ser percibido como un medio común de promoción.

Transmitir la memoria juntos

Debemos encontrar la manera apropiada de transmitir la memoria de la Shoá juntos, y no por separado. Y esta no es una tarea fácil, cuando “juntos” involucra al mismo tiempo a los descendientes de las víctimas y de los autores del crimen… Aunque lo tememos, debemos enfrentarnos a la desaparición de los últimos sobrevivientes: lo que ellos contaron permanece en nuestras memorias, y sus relatos llenan también los libros que se leerán por un tiempo más, y luego serán olvidados. Es de temer que el negacionismo siga en aumento, ya que se ha infiltrado en la sociedad de diversas maneras. Los propios nazis sembraron esas semillas mediante el plan diabólico que habían elaborado para nuestro futuro, independientemente del resultado que tuviera la Segunda Guerra Mundial.

Puesto que nos corresponde contrarrestar ese plan, el pueblo judío no puede ni debe hacerlo solo.

El peligro es que el “deber de memoria” se convierta en un edicto incomprensible como lo son otras leyes transmitidas por los períodos o las culturas del pasado. Algunos dicen estar ya “cansados” de la Shoá. Pero como dice mi amigo, el padre Patrick Desbois: “otros no están cansados de Hitler”. Nunca debemos dar por terminado ese combate.

Los desafíos que se deben enfrentar

¿Qué desafíos nos esperan? ¿Podemos comprender nuestras respectivas memorias interesándonos más en ellas? Todos desarrollamos mecanismos de defensa. Descubrí eso cuando empecé a participar en el diálogo judeo-cristiano, hace unos años en Francia, donde había vivido durante treinta años: estábamos muy lejos de la comprensión mutua y el muro de esos mecanismos de defensa era muy alto. Todo el mundo sufrió, me dicen, todo el mundo soportó la ocupación, todo el mundo tuvo hambre. Algunas personas no querían ver ni saber nada sobre la deportación y el asesinato del pueblo judío, como tampoco habían visto nada durante la guerra.

Incluso cuando los obispos franceses proclamaron la notable Declaración de Arrepentimiento de Drancy en 1997, algunos dijeron que la Iglesia era la única en arrepentirse. Como dice el proverbio chino, miraban el dedo en vez de ver la luna que el dedo señalaba. En las conferencias sobre el diálogo judeo-cristiano, aparecía, por supuesto, el tema de  la Shoá, pero era rápidamente evacuado con esta clase de comentarios: “Es hora de dar vuelta la página”, “Hay que curarse de eso”, o mucho peor: “Dejen de presentarse permanentemente como víctimas y tratar de obtener ventajas de eso”. Nadie proponía ningún remedio para apresurar nuestra curación.

Un día, conocí a una mujer, que más tarde se convirtió en mi amiga, cuyo padre había sido ejecutado después de la guerra por actos de colaboración. Para ella, ese recuerdo era muy doloroso, y se sentía despojada de algo. Necesité tiempo para entender lo que quería decir y hasta qué punto yo misma estaba afectada por lo decía, pero en cierto modo le estuve agradecida por su honestidad.

En Europa occidental, la situación demográfica cambia rápidamente y en su sistema educativo entran personas con una historia diferente, y que, con más razón, erigen mecanismos de defensa contra la comprensión de esa memoria dolorosa de un pasado que no es el suyo. ¿Podemos encontrar la forma de hacerles entender que la enseñanza de la Shoá es una manera de hacer crecer a nuestra humanidad común? A veces he tratado de plantear esta difícil pregunta en clases en las que intervine, y confieso que fracasé.

Sé que en Alemania, existe un debate en torno a la cuestión de la integración a través de la educación y de la visita obligatoria a los campos de concentración. Pero no hay que disminuir los esfuerzos ni los medios para promover toda forma de educación en ese sentido.

Es necesario encargarles esa tarea a educadores experimentados que han desarrollado recursos adaptados a la extrema dificultad del tema. En muchos países existen instituciones capaces de proveer un excelente material educativo y de encontrar a los educadores apropiados para eso. Deben ponerse a disposición todos los medios para proseguir ese trabajo.

Nos espera otro desafío: la reedición de textos antisemitas, entre los cuales figuran, lamentablemente, autores reconocidos como Louis-Ferdinand Céline. El problema ético en cuanto a la reedición de esos escritos no es simple: si no son reeditados, la notoriedad de su autor no se verá afectada y el corpus de su obra permanecerá inmaculada: sus panfletos no opacarán su fama. Si son reeditados, incluso con un serio aparato crítico, los instigadores del odio tendrán acceso fácilmente a un manual de retórica de odio.

Hacia una redefinición de las identidades judía y cristiana

Una pregunta fundamental queda sin respuesta. La Historia nos ha explicado cómo actuó el Tercer Reich, pero no nos dijo por qué eligió al pueblo judío como víctima. Esta pregunta me sigue obsesionando y quizá sea lo que deberíamos analizar juntos con franqueza y sinceridad. Sería para mí una manera de escapar a mi sentimiento de soledad, a mi impresión de estar al margen del resto de la humanidad, sola con mis preguntas y mi sensación de desposeimiento. ¿Deberé quedarme sola con mi pregunta provocadora o pueden ustedes buscar conmigo, con nosotros, las respuestas? Eso nos ayudaría tal vez a cambiar el sentimiento de culpa generalizado, que aparece a cada instante, por la acción de compartir una relectura honesta de la Historia.

Gracias al diálogo entre judíos y cristianos, al que me dediqué durante más de veinte años, hemos avanzado por un camino de discusiones francas y profundas para responder a las preguntas del pasado. Algunas de esas preguntas representan casos dolorosos para cada una de nuestras tradiciones religiosas. Sin embargo, tuvieron un efecto beneficioso sobre aquellos que se comprometieron a explorarlas honestamente.

Esto también me permitió tomar conciencia de la necesidad de elaborar una nueva identidad judía y sin duda, también una nueva identidad cristiana, que formarían parte de los cambios inducidos por esa nueva amistad entre nosotros. Para nosotros, los judíos, se trata de mostrar que ya no somos un pueblo en el exilio, un pueblo dispersado que permanece solo. Y para los cristianos, esa nueva identidad podrá reservarle un lugar a la rica complejidad de los dones de la tradición judía con la que el cristianismo mantiene un vínculo singular y único.

¿Podemos aportar los frutos de nuestra experiencia de diálogo a la inmensa tarea de transmitir la memoria y el significado de la Shoá, una tarea que debemos realizar juntos, ante la ausencia de los testigos?




 

Editorial remarks

*Liliane Apotheker es vicepresidenta del ICCJ. Alocución ofrecida en Bonn el 27 de enero de 2018, en una mesa redonda organizada por la Konrad Adenauer Stiftung. Este texto se publicó también en la revista SENS N° 420 (septiembre-octubre de 2018).

Traducción: Silvia Kot.