Lo “innombrable” debe ser nombrado

Recibí esta colección con temor. Con dolor, la entreabrí. No pude forzarme a mirar cada una de las fotografías. El insoportable acontecimiento de Auschwitz hirió a mi generación en lo más íntimo de su ser.

Recibí esta colección con temor.[1] Con dolor, la entreabrí. No pude forzarme a mirar cada una de las fotografías. El insoportable acontecimiento de Auschwitz hirió a mi generación en lo más íntimo de su ser. No nos es posible reducirlo a las huellas materiales que quedan de él, y que el fotógrafo transforma en imágenes. Cerramos los ojos, así como nuestra boca está condenada al silencio. ¿Cómo podríamos hablar de ello? Y sin embargo, es nuestro deber, antes de morir, hacer que las próximas generaciones vean y oigan el horror blasfemo de esa empresa de aniquilamiento, en primer lugar, del pueblo judío y, con él, de todos aquellos a quienes la “raza de los señores” no consideraba dignos de vivir.

Al finalizar la guerra, yo creía que todo hombre civilizado sabía lo que había sucedido, comprendía qué significaba esa Catástrofe, se solidarizaba en la vergüenza con la desgracia de la que ya no queríamos hablar, y condenaba a los culpables. Me parecía que, a partir de entonces, esos hechos estarían grabados a fuego en la conciencia de toda la humanidad.

Luego, en los años que siguieron, esa convicción se fue quebrando poco a poco. El horror que yo suponía conocido por todos, parecía ser ignorado por muchos. No sabían. O ya no sabían. O ya habían olvidado. O querían olvidar. No habían entendido nada. O no habían querido entender. Estaban maduros para ser cómplices de una nueva empresa de aniquilamiento, si se presentaban las circunstancias.

Pero ¿cómo explicar lo inexplicable a hombres y mujeres aparentemente insensibles? ¿Cómo hablarles del insoportable dolor, si no experimentan ni un principio de compasión? ¿Cómo hacerles oír los mudos sollozos de la Hija de Sión, inconsolable, si su memoria sólo sabe repetir las mentiras y los fríos gritos de odio de los Protocolos de los Sabios de Sión[2] contra “los judíos”? Me resultaba imposible hablar, por el dolor y el pudor, pues creía que todos sabían y entendían. Me era aún menos posible exponer y justificar la fuente de ese dolor, cuando tantas personas parecían ignorar la Catástrofe o se negaban a reconocerla.

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En este momento, debo citar la dedicatoria de Hans Urs von Balthasar en su obra Die Gottesfrage des heutigen Menschen: “Si el pudor no me hubiera detenido, habría querido dedicar estas páginas a los mártires de la unidad, al ejército de los humillados de nuestra terrible época: los perseguidos, las víctimas de las cámaras de gas, de la vivisección, los muertos de frío encerrados en vagones de ganado, con las caras aplastadas por las botas del Partido, todos aquellos a quienes olvidamos cuidadosamente y que, tres veces en vano, lo dieron todo. ¡Oh, rostros llenos de sudor y sangre!”

Me conmovieron profundamente estas líneas de un autor al que aún no conocía personalmente. En aquellos años en que comenzaban el olvido cada vez más grande de las naciones europeas y el mutismo cada vez más grande de los sobrevivientes, esa dedicatoria, en el rigor mismo de su escritura, en lo que decía y en lo que callaba, me pareció por fin un signo de verdadero reconocimiento, no una inútil conmiseración que no pedíamos, sino la participación de un hijo de la Europa cristiana en la incurable herida que se le había infligido a la humanidad.

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Lo que sucedió allá, en Auschwitz, lugar de ninguna parte, durante aquellos años en que el tiempo parecía detenido para siempre fuera de la historia humana, representa exactamente “lo innombrable”, el reino de lo que no tiene nombre, el infierno.

Dios, por su parte, es indecible. El hombre no puede nombrarlo, a menos que Dios le revele su Nombre. Dios le otorga al hombre la gracia y la dicha de los Nombres Divinos.

Aquel lugar, en aquellos años, era el reino de lo “innombrable”. La mentira. La muerte. La ausencia de nombre. El silencio de la muerte. Los nazis no podían llamar a los objetos de sus crímenes por su nombre. Habían establecido un lenguaje simulado, un vocabulario de sustitución para designar aquello que se atrevían a hacer pero no podían nombrar sino mintiendo. Sí, “lo innombrable”.

Inconcebible herida causada a la humanidad entera. Las víctimas no son solamente las que desaparecieron allí, sino toda la humanidad, que se descubre capaz de renegar de sí misma hasta ese punto, capaz de semejante blasfemia contra Dios y contra el hombre que Él creó a su imagen. Blasfemia contra Dios y contra el pueblo que Él eligió.

Para los nazis, en efecto, los judíos eran “no-hombres”, no pertenecían a la especie humana. Los eslavos y algunos otros eran “infra-hombres”, indignos de permanecer sobre la tierra en igualdad con la “raza de los señores”.

Cuando tratamos de pensar y expresar “lo innombrable”, no debemos caer en la trampa que aún hoy nos tienden los nazis: la tentación de arrojarlos a ellos fuera de la humanidad. Los nazis forman parte de nuestra humanidad. Lo que ellos hicieron es un crimen no sólo contra la humanidad, sino un crimen de la humanidad. No podemos decir que ese crimen fue cometido por seres que no pertenecen a la descendencia de Adán. Caín sabe que mata a su hermano. En este caso, los nazis –que, debemos recordarlo, eran nuestros hermanos en humanidad– les negaban a sus víctimas la existencia humana.

“Lo innombrable”. ¿Quién podría hablar de ello? Los que se salvaron arrancaron las palabras de su propia carne, de su propio corazón. Forzaron a sus labios a decirlas. Sabían, y dijeron, que no podían sacar a la luz las tinieblas infernales. Que era imposible contar la mentira bajo la mirada de la verdad. Enunciar “lo innombrable”. El suyo fue y es un lenguaje de sobrevivientes.

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Formo parte de aquellos cuyo deber es oírlos, y que pueden adivinar lo que ellos no pueden decir. Nosotros pudimos ser ellos. Debimos estar allí. Estábamos destinados al mismo aniquilamiento. Pero nos libramos de él. A veces sabemos cómo, pero no sabemos por qué. Y además, los que estuvieron sumergidos allí –hayan regresado o no–, aquellos cuyas palabras, cuyos gritos y cuyos rostros se han perdido para siempre, eran nuestros seres más cercanos. Por eso, de lo que podíamos adivinar o entrever, lo que sólo podíamos oír tapándonos los oídos, lo que sólo podíamos ver cerrando los ojos, lo que sólo podíamos comprender olvidando la razón, de todo eso, tampoco nosotros podíamos ni queríamos hablar. Por pudor. Porque ya nos resulta imposible llorar. Porque toda palabra de consuelo parece ridícula. Porque toda pregunta, toda curiosidad es una nueva herida que se suma a las demás heridas. Porque para poder hablar de eso hay que poder compartir la horrible pregunta. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Hasta qué punto? ¿Cómo ir de lo innombrable a lo Indecible? ¿Desde el fondo del infierno hasta el séptimo cielo? Es el secreto de Dios, que tal vez los labios humanos no tengan permitido revelar. A menos que Dios otorgue esa gracia y esa misión, como lo hizo con algunos. Pero ¿quién los oye y quién los escucha, cuando el olvido desciende en impalpables cenizas sobre la memoria humana?

“Lo innombrable” no puede ser dicho, porque los que lo vivieron hasta el último instante de su vida fueron devorados por la Bestia. Están muertos y silenciosos. Como lo están los testigos de su muerte y de su silencio. Y hasta los testigos de los testigos desaparecen. Los verdugos que sobrevivieron no pueden hablar del horror que ellos mismos provocaron o consintieron. ¿Qué pueden contar los que miraban “de lejos”, los que “pasan asombrados” y “menean la cabeza” (cf. Jeremías 18,16), los testigos de afuera? En cuanto a los sobrevivientes, ¿qué dicen? Quienes escucharon la más mínima palabra escapada de sus labios, el relato que lograron construir, no oyen más que un eco de un eco del inmenso grito mudo. “El clamor de la sangre derramada que sube desde la tierra” (Génesis 4,10).

Lo que amenaza ahora a la humanidad, medio siglo después de aquella Catástrofe, es que “lo innombrable” se deje de nombrar. Que el silencio se convierta en complicidad. Que todo vuelva a empezar. Que se niegue ese pasado. No una conversión de los hombres para hacerse más humanos, sino una negación aún mayor de lo humano. Banalización doblemente destructora que reduce aquello que es “innombrable” a un mero accidente, se atreve a restarle importancia numérica a medida que van desapareciendo los testigos, falsifica los hechos, impugna la realidad y vuelve a construir otra historia inocente. ¡Empresa ilusoria! Porque la Bestia agazapada tras la puerta, que estaba allí y acechaba al hombre (cf. Génesis 4,7), en vez de haber sido enfrentada y vencida, vuelve a apoderarse de sus víctimas: los hombres listos para convertirse en verdugos de sus hermanos.

Quiérase o no, en el centro de este drama se encuentra el misterio único de la elección de Israel y de la salvación de la humanidad. Porque es por ser judíos que fueron aniquilados. Es un hecho. La frase “Gott mit uns” (Dios con nosotros) grabada en los cinturones de la Wehrmacht le usurpaba a Israel su elección para transformarla en expresión de la voluntad de poder. Había que matar al pueblo elegido para que viviera el “pueblo de los señores”. ¿Es duro oír esto? También es duro decirlo y escribirlo.

Habría que reflexionar además –si es que el pensamiento tiene todavía un espacio para desarrollarse– sobre lo que significa esta Catástrofe para la razón humana.

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El mismo año 1958 en que descubrí la dedicatoria de Hans Urs von Balthasar, se publicó en Francia una novela corta de Elie Wiesel titulada La noche, con un prefacio de François Mauriac. En él, Mauriac contaba un recuerdo suyo de la época de la guerra. Esto es lo que escribió, quince años después de los hechos:

“Ninguna visión de aquellos años oscuros me marcó tanto como esos vagones repletos de niños judíos en la estación de Austerlitz (…)[3] En aquel tiempo ignorábamos todo sobre los métodos nazis de exterminio. ¡Y quién los hubiera podido imaginar! Pero ver a esos corderos arrancados a sus madres, superaba lo que hubiéramos creído posible. Aquel día, creo haber tocado por primera vez el misterio de iniquidad cuya revelación marcaba el final de una era y el comienzo de otra. El sueño concebido por el hombre de Occidente en el siglo XVIII, cuya alborada creyó ver en 1789, y que hasta el 2 de agosto de 1914 se fortaleció con el progreso de la Ilustración, con los descubrimientos de la ciencia, ese sueño terminó de disiparse para mí delante de esos vagones atestados de pequeños… Y sin embargo, yo no sospechaba ni remotamente que esos niños iban a alimentar las cámaras de gas y los crematorios”.

Medio siglo después de ser escritas estas líneas, hay quienes convierten la herida de la Catástrofe en un debate de ideas. Cuando, hace poco, cité este fragmento de François Mauriac para reflexionar sobre la desventura del espíritu occidental, algunos me reprocharon que no me gustara el siglo XVIII, el Siglo de las Luces. ¡Como si se tratara de que las ideas gusten o no! ¡Como si la realidad fuera un accidente que no empañara en nada la majestuosa e inmutable serenidad del pensamiento! El pensamiento puede ser asesino. Y las palabras también. Tuvimos la demostración experimental de esto. Un experimento a escala real. Gigantesco. Un experimento que afecta hasta lo más profundo el equilibrio de nuestro tiempo, de nuestro siglo.

No creo que lo que Auschwitz simboliza sea una aberración sin antecedente ni consecuente. Cuando se lo transforma en una excepción absoluta, se lo hace tan inconcebible y sin significado para el futuro de la humanidad como cuando se intenta negarlo o desconocerlo. Por el contrario, debemos tratar de ver, tanto en la historia del pensamiento como en los hechos, todo lo que lo precedió y lo preparó. Y ver también lo que vino después. Porque no bastó que se derrumbara el imperio de los nazis para que desapareciera la tentación que lo hizo nacer o la complacencia hacia las ideas que lo generaron.

No se trata de levantar un acta de acusación, sino de nombrar la enfermedad y encontrar los remedios. Hay que tener la valentía de confesar y reconocer las llagas y las heridas del hombre enfermo, despojarlas de los vergonzantes andrajos con los que querría ocultarlas. Si no se conoce la enfermedad, si no se la reconoce, ¿cómo podría curarse? Hay que encontrar también los remedios apropiados. Y no ceder a la ilusión de que la violencia podría curar la violencia. Que el odio podría remediar el odio. Que el desprecio por el adversario y su aniquilamiento podrían hacer cesar el combate. Tampoco podemos engañarnos acerca del enigma que somos para nosotros mismos. En nuestras ambiciones y nuestros deseos contradictorios.

François Mauriac tenía razón al designar a este enigma, como la Escritura, “misterio de iniquidad” (cf. 2 Ts 2,7). Sólo podemos confiar a todos los hombres que murieron a la misericordia y la justicia divinas. Pero para no ceder a la tentación de inhumanidad, nosotros, los vivos, debemos entrar en el camino de la Redención. Está hecho de bondad y perdón. El perdón que otorga Dios, el único Bueno. Está hecho de la expiación de nuestros pecados delante de Aquel que nos liberará de todas nuestras faltas. Está hecho de amor a la vida, amando al Dios Vivo que nos la da.

[1] Se refiere al álbum de fotografías del artista polaco Adam Bujak Auschwitz-Birkenau (1989).

[2] Textos falsos inventados en Rusia a fines del siglo XIX para alimentar el antisemitismo, que se siguen difundiendo hasta hoy.

[3] Estación ferroviaria de París, desde donde partían, durante la Segunda Guerra Mundial, los trenes con destino a Auschwitz

 

Editorial remarks

El cardenal francés Jean-Marie Lustiger (1926-2007), hijo de judíos polacos, fue arzobispo de París entre 1981 y 2005. Su madre murió en Auschwitz en 1943. Este texto fue escrito en 1989.

Traducción del francés: Silvia Kot.