Las Iglesias y la Shoah

Nací en 1965, en Bérgamo, al norte de Italia. Comienzo con estos datos personales, porque tengo que situarme en un contexto, antes de abordar un tema tan importante y doloroso, que sigue estando presente en el corazón del encuentro entre judíos y cristianos.

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Las Iglesias y la Shoah

Pierbattista Pizzaballa

Nací en 1965, en Bérgamo, al norte de Italia. Comienzo con estos datos personales, porque tengo que situarme en un contexto, antes de abordar un tema tan importante y doloroso, que sigue estando presente en el corazón del encuentro entre judíos y cristianos. Estos hechos me ubican en la generación de la posguerra, y en una nueva época de la vida de la Iglesia Católica. En este sentido, me gustaría explicar lo siguiente:

  1. No fui testigo, ni directo ni indirecto, de los terribles acontecimientos que tuvieron lugar en Europa durante la Shoah, y que produjeron el exterminio de seis millones de judíos. Nací exactamente veinte años después del final de la guerra, y de la liberación de los sobrevivientes de los campos de concentración, en un continente europeo que se esforzaba por afrontar su difícil pasado, un pasado en el que se había perpetrado la Shoah. Mi generación tuvo que enfrentarse con la herencia de nuestros padres, que sigue definiendo nuestra identidad.

  2. Como cristiano creyente y hombre de Iglesia, no es para mí una confrontación de orden meramente cultural, político, social o educativo: es espiritual y teológica. Los desafíos que la Iglesia está llamada a enfrentar después de la Shoah son muchos, y los fieles cristianos se encuentran ante toda una serie de dilemas teológicos, espirituales y comunitarios. Soy perfectamente consciente de pertenecer a una Iglesia que, desde hace varias décadas, se plantea preguntas cruciales, tanto sobre su pasado como sobre su futuro, a la luz de la guerra. ¿Cómo entender lo que ha sucedido, y cómo educar y formar a nuestros niños, en una forma que asegure un futuro mejor? El año de mi nacimiento coincide con uno de los acontecimientos más importantes de la historia contemporánea de la Iglesia Católica. En ese año (1965) finalizó el Concilio Vaticano II. Aquel encuentro de miles de obispos católicos de todo el mundo -los líderes espirituales de la Iglesia- transformó drásticamente el rostro de la Iglesia. Y esa transformación constituyó, al menos en parte, una reacción a la profunda crisis desencadenada por la segunda guerra mundial. Puede decirse, entonces, que yo nací dentro de una Iglesia que no sólo deseaba ubicarse de una manera distinta en el mundo moderno, sino que también trataba de renovar su imagen.

Gracias a los profundos cambios que tuvieron lugar en la Iglesia durante los años 60 y 70, pude respirar un aire nuevo, muy diferente al de mis predecesores, y me encontré dentro de una Iglesia muy diferente de la que conocieron mis padres en su juventud. Entre los cambios más notables, estaban las modificaciones de la liturgia: por ejemplo, ya no se rezaban las plegarias en latín, y se tenía una mirada positiva sobre el mundo en general, que ya no se percibía como un lugar hostil, sino como un lugar en el que se podía desarrollar y profundizar la propia fe. Una de las transformaciones más importantes fue la actitud de la Iglesia con respecto a las demás Iglesias y confesiones religiosas. Después del Concilio, la Iglesia Católica comenzó a manifestar un gran interés por el encuentro con representantes de las otras Iglesias, con otras religiones, e incluso con los no creyentes. Se puede decir entonces que el Concilio abrió las ventanas de la Iglesia.

No cabe ninguna duda de que uno de los principales vuelcos operados por el Concilio se refiere al vínculo con los judíos. La “cuestión judía” siempre estuvo en el centro de la reflexión cristiana. La tradicional ambivalencia cristiana hacia los judíos se expresa en la tensión entre dos imágenes. Por un lado, los judíos son el pueblo elegido de Dios, el pueblo de los patriarcas, los sacerdotes, los reyes, los sabios y los profetas, el pueblo de Jesús de Nazareth y de sus discípulos. Por el otro lado, es el pueblo que suscitó la cólera de los profetas, el que ha sido considerado a lo largo de los siglos por la exégesis cristiana como un pueblo rebelde que se ha negado a reconocer la soberanía de Dios y el advenimiento de su Mesías. Por su ceguera, el pueblo judío se ha hecho responsable de la crucifixión de Cristo. Dios se ha revelado a los judíos, les dio su Torah, pero ellos no han sabido ver que sus promesas se cumplieron en su hijo Jesús, el judío de Nazareth, a pesar de que les fue enviado primero a ellos. Lamentablemente, tuvieron que pasar siglos, y tuvo que producirse un hecho tan terrible como la Shoah, para que los miembros de la Iglesia revisaran su actitud hacia el pueblo judío, y cambiaran completamente de posición.

A decir verdad, en mi infancia, casi no oí hablar de los judíos. En la región donde vive mi familia, no existe una comunidad judía. En el pasado, se instalaron allí algunos judíos: seguramente eran oriundos de Venecia, que en ese entonces dominaba la región. Llegaron en el siglo XV, pero fueron expulsados como consecuencia de la prédica antijudía del monje franciscano Bernardino di Feltre. Cuando me pregunté cuándo había oído hablar de los judíos por primera vez, recordé que cuando era niño oí a veces la palabra “judío”. En efecto, se llamaba “esos judíos” a los que no asistían con regularidad a la misa del domingo. No eran judíos, por supuesto: eran “no creyentes” que no respetaban la tradición de los antepasados, y por ese motivo, despertaban el recelo de los ancianos de la comunidad. Estos últimos usaban la palabra “judío” como un insulto, aunque nunca habían visto ningún judío de carne y hueso. Al parecer, esta costumbre provenía de una lectura distorsionada de las Escrituras, y también de los sermones tendenciosos sobre la Biblia.

En la escuela, nos hablaban de las víctimas del régimen fascista en Italia durante la guerra. Sabíamos que entre las víctimas de la guerra y de la dominación nazi, había judíos, que eran enviados a campos de exterminio junto con los opositores al régimen. El dedo acusador de nuestros maestros apuntaba contra los fascistas que habían colaborado con el ocupante nazi. Para nosotros, ellos no eran cristianos, sino adversarios de la Iglesia. En aquella época, todavía no nos planteábamos la importante cuestión de la responsabilidad cristiana en la cultura antisemita de Europa. Sólo hablábamos de los judíos en el contexto de la guerra.

Durante mi infancia, no conocí a ningún judío. Sólo muchos años más tarde, mientras realizaba mis estudios de teología, tomé conciencia del hecho de que conocía desde hacía mucho tiempo a una gran cantidad de judíos, sabios y héroes, judíos que eran modelos para mí. No eran judíos de carne y hueso, sino personajes de la Biblia. En realidad, me llevó mucho tiempo relacionar al pueblo judío con esos personajes que poblaban los relatos que yo oía en nuestras plegarias o leía apasionadamente por mi cuenta desde que era niño.

Llegué a Israel como un joven monje y, contrariamente a mis predecesores anteriores al Vaticano II, enseguida estuve en contacto con la sociedad israelí y el pueblo judío. Primero en el Ulpán, donde estudié hebreo moderno, y luego, al proseguir mis estudios en el Departamento de Biblia de la Universidad Hebrea. En ese momento descubrí que desconocía totalmente la historia de Europa vista desde la perspectiva judía. Comprendí que la diferencia de religión era sólo uno de los elementos que separan a los cristianos y los judíos (es interesante señalar que esa diferencia nunca influyó demasiado en mi relación con mis amigos israelíes). La manera diferente de estudiar y de interpretar la historia, en particular la historia que es común a los judíos y los cristianos, también abre un abismo entre nosotros. Me di cuenta de que la lectura judía de la Historia coloca el sufrimiento del pueblo judío en el centro de hechos en los que nosotros, los cristianos, a menudo desempeñamos el papel de los perseguidores.

Lo que diré ahora no refleja solamente, estoy seguro, mi opinión personal, la de un creyente cristiano, nacido veinte años después de la guerra, sino que expresa una posición católica ampliamente difundida. Cuando tratamos de medir, como cristianos, el terrible peso que ha tenido la historia de la Iglesia en la concreción de la Shoah, se nos plantean dos grandes series de preguntas.

  1. La primera se refiere al pasado. ¿Cómo pudo producirse la Shoah en un mundo evangelizado desde hacía generaciones? ¿Cómo pudo fracasar la Iglesia, en Europa, en su misión de formar la conciencia de los fieles para que éstos se negaran con firmeza a colaborar con partidos que propagaban valores tan opuestos a la enseñanza de Jesús de Nazareth y del Evangelio? ¿Cómo es posible que hubiera cristianos entre los que contribuyeron al funcionamiento de la máquina de exterminio nazi, y que la mayoría de los cristianos permanecieran pasivos mientras los nazis y sus colaboradores trataban de exterminar al pueblo judío?

  2. La segunda se relaciona con el futuro, y lanza un desafío al mismo tiempo educativo y social: ¿cómo evitar que un hecho como ése se repita? ¿Cómo crear una cultura basada en valores de vida, paz, justicia y progreso? Para esto, creo que debemos trabajar en conjunto, porque es imposible construir un mundo nuevo sin mancomunar nuestros esfuerzos.

En el tiempo que me resta -seré breve, y por lo tanto, forzosamente parcial y selectivo-, querría presentar ante ustedes algunas respuestas tentativas ofrecidas por los católicos a estas dos cuestiones que acabo de formular. En primer lugar, ¿cómo afrontar la cuestión del pasado? Para cambiar de manera significativa en los fieles la forma de encarar ese pasado, la Iglesia ejerce su acción en las siguientes cuatro direcciones.

  1. Después del Concilio Vaticano II, la Iglesia insiste en su enseñanza y su predicación sobre el hecho de que Jesús y la Iglesia primitiva eran judíos. El personaje que está en el núcleo de la fe de todo cristiano, es Jesucristo, que es para nosotros el mesías, el redentor y también el hijo de Dios. Es imposible conocer a Jesús sin entender la importancia de su pertenencia al pueblo judío. Hace casi diez años, el difunto papa Juan Pablo II (que descanse en paz), al dirigirse a la Comisión Bíblica de la Iglesia Católica, trazó un retrato impresionante del judío Jesús. Su discurso refleja la revolución producida en la manera de percibir a Jesús de Nazareth. Cito: “La identidad humana de Jesús se define a partir de su relación con el pueblo de Israel, con la dinastía de David y la descendencia de Abraham. Y no se trata sólo de una pertenencia física. Al participar en las celebraciones de la sinagoga, donde se leían y comentaban los textos del Antiguo Testamento, Jesús aprendía a conocer también humanamente esos textos, con los que alimentaba su espíritu y su corazón, utilizándolos después en la oración e inspirando en ellos su comportamiento. Así, se convirtió en un auténtico hijo de Israel, enraizado profundamente en la larga historia de su pueblo. Cuando comenzó a predicar y enseñar, recurrió abundantemente al tesoro de las Escrituras” (discurso pronunciado el 11 de abril de 1997 ante la Pontificia Comisión Bíblica). Y para volver a nuestro tema, no puedo dejar de estremecerme al pensar que si Jesús hubiera vivido en la época de la Shoah, habría corrido la misma suerte que todos los judíos. Por otra parte, la pertenencia al pueblo judío no se limita a Jesús. Su madre, su familia, sus amigos y sus discípulos también eran judíos. Los universitarios judíos y cristianos, en Israel y en otros países, que analizan hoy los textos de los Evangelios escritos por los discípulos judíos de Jesús, advierten que esos textos forman parte de la literatura judía del período del Segundo Templo, y de la que siguió. Evidentemente, la descripción de la identidad judía de Jesús, de sus discípulos y de la Iglesia primitiva, contradicen totalmente las opiniones difundidas en el pasado sobre el papel negativo atribuido a los judíos en los relatos bíblicos. El Antiguo Testamento critica severamente los pecados del pueblo, pero el lector cristiano tiende a olvidar que la grandeza de Israel reside precisamente en el hecho de que es capaz de realizar una autocrítica tan despiadada, que señala sus yerros y sus fracasos, y pide perdón a Dios y a los hombres. Además, la acusación a los judíos de haber crucificado a Jesús oculta el hecho, mucho más importante todavía, de que el propio Jesús era judío. El lector cristiano deforma las Escrituras cuando encuentra en los escritos del pueblo judío (la Biblia) y en los de los escribas judíos que creyeron en Jesucristo (los Evangelios) razones para acusar a los judíos. No: la lectura de esos textos debe preparar al lector cristiano a identificarse con el pueblo de Israel, y a reconocer su propia humanidad en la humanidad de Israel, en lo bueno y en lo malo.

  2. Cuando, al mirar a Jesús, un cristiano toma una clara conciencia de su pertenencia al pueblo de Israel, no puede dejar de considerar la herencia judía de Jesús, que es común a los judíos y a los cristianos. El cristianismo está enraizado en el judaísmo. Yo he aprendido, y nunca dejo de enseñar, que el Nuevo Testamento no tiene ningún sentido si no se lo relaciona con el Tanaj. La tradición cristiana le ha dado al Tanaj el nombre de “Antiguo Testamento”. Esta denominación muestra muy bien el vínculo entre las dos partes de la Biblia cristiana. El problema es que les cristianos empezaron a darle a la palabra “antiguo” un significado material, a hablar del Antiguo Testamento como quien habla de unos zapatos viejos o de una computadora anticuada, en el sentido de superfluo, obsoleto, y hasta inadecuado o inútil. Tenemos que explicarles hoy a los cristianos que el significado de la palabra “antiguo” en la expresión “Antiguo Testamento” es exactamente opuesto al significado material. Esa palabra implica arraigo, profundidad, experiencia interior, sabiduría, y ofrece un marco esencial para la comprensión de lo que es nuevo. Lo “antiguo” habla de un amor fiel que perdura desde hace muchas generaciones, y sin el cual no puede aparecer nada nuevo. De hecho, en el Nuevo Testamento, Jesús es aquel que sólo ha venido para cumplir el Antiguo, y esto quiere decir que el Nuevo ilumina al Antiguo, no que lo revoca. Para los cristianos, Jesús es un modelo de obediencia a la Torah, y es imposible comprenderlo si se lo separa de lo que ha inspirado su vida y sus actos. Su plegaria en la víspera de su muerte es una prueba concreta de esto: “pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú (mi Dios)” (Mc 14,36). Una de las dificultades en la forma de abordar el “Antiguo Testamento” tiene que ver con la oposición que se tiende a establecer entre el Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo. Las caricaturas contradictorias del Dios “irascible y vengativo” del Antiguo Testamento y el Dios “amante y misericordioso” del Nuevo, no se ajustan al contenido real de las dos partes de la Biblia cristiana, y muestran hasta qué punto es incompleto nuestro conocimiento de la Escritura. Es lo que el papa Benedicto XVI explica en su primera encíclica a los fieles católicos, aparecida hace algunos meses. Lo más novedoso de la Biblia cristiana se encuentra en las páginas del Antiguo Testamento: es el hecho de que Dios ama a su pueblo Israel, y a través de ese amor, expresa su amor por todas las naciones.

  3. El hecho de que hoy debamos responder al desafío de retornar a nuestras raíces para interpretarlas correctamente, constituye otro aspecto de nuestra nueva manera de mirar el pasado después de la Shoah. Se trata de abordar con un espíritu crítico algunos puntos importantes de la tradición cristiana, en la manera en que son expuestos en los escritos de los Padres de la Iglesia. Los grandes maestros que han comentado las Escrituras en los primeros tiempos de la Iglesia eran contemporáneos de los primeros rabinos de la época talmúdica. En este sentido, tenemos mucho que aprender del pueblo descripto por la Biblia y de sus profetas, que no dudaron en denunciar el pecado que habitaba en el corazón de Israel. Los predicadores y los exegetas cristianos que, durante siglos, han ayudado a los creyentes a comprender su fe, no siempre lo hicieron con un sentido de responsabilidad, ni de acuerdo con la óptica de Jesús, del Evangelio y de los valores cristianos. Por razones históricas complejas, y con una desconcertante falta de perspicacia, incluso los más grandes maestros, a lo largo de casi toda la historia de la Iglesia, describieron a los judíos como un pueblo maldito. La lectura antijudía, no sólo del Nuevo Testamento, sino también del Antiguo, muestra a los judíos como un pueblo obstinado, cuyo endurecimiento causó la crucifixión de Jesús. En la actualidad, reconocemos que el Nuevo Testamento nos responsabiliza a todos por la muerte de Jesús. A todos, es decir, no sólo a la institución religiosa judía, sino también a las autoridades políticas romanas, y, lo que es aún más importante, a los propios discípulos de Jesús, que lo negaron y lo abandonaron, y luego huyeron. Los intérpretes de los primeros escritos cristianos olvidaron muy pronto el carácter universal de la culpabilidad, poniendo el acento exclusivamente en la culpabilidad de los judíos. La obsesión por la culpabilidad judía también puede estar ligada a la dificultad de entender por qué los judíos se negaron a adherir a la fe cristiana. En realidad, hemos olvidado que casi todos los protagonistas de esta historia eran judíos, los “buenos” y los “malos”. Y sin embargo, nuestra lectura sólo designa como “judíos” a los “malos”, mientras que Jesús, Simón Pedro, Pablo, María, Juan el Bautista, y los demás “héroes” de pronto se volvieron cristianos. Sólo los que ejercían el poder religioso, los sumos sacerdotes, los escribas, los fariseos y, por supuesto, Judas Iscariote, siguieron siendo judíos. Además, no sólo culpamos a las autoridades, sino también a todo el pueblo, y no solamente a los de ese lugar y esa época, sino a los de todos los lugares y todas las épocas. El proceso de demonización de los judíos se remonta a los debates que han enfrentado a los Padres de la Iglesia con los rabinos a propósito de las diferencias entre el judaísmo y el cristianismo, en la época del Talmud y en el período siguiente. En ese momento, se decía que los judíos eran hijos de Satán, no sólo porque habían crucificado a Jesús, hijo de Dios, siendo de este modo culpables de deicidio, sino porque persistían en negarse a ver la verdad de sus propias Escrituras, del Tanaj, ya que la lectura cristiana alegórica ve en cada página del Antiguo Testamento una profecía de la venida de Jesús como Mesías de Israel. Por eso, ese pueblo ciego, que garantiza la validez de la fe cristiana aunque lea la Torah de una manera diferente, está condenado a vagar por todo el mundo, privado de patria, para difundir sus Escrituras y echar así las bases de la fe cristiana. Es preciso señalar que, según la fórmula de Agustín, no hay que matarlos, sino mantenerlos en una situación de humillación, para que sean los eternos testigos de la verdad de la fe cristiana. La incapacidad de una buena parte de los textos de la tradición cristiana para presentar a los judíos y al judaísmo bajo una luz favorable, preparó el camino para el antisemitismo moderno y permitió su desarrollo. El historiador judío francés de la segunda mitad del siglo XX, Jules Isaac, ha definido esta actitud de los cristianos hacia los judíos como “enseñanza del deprecio”, y el gran propósito claramente formulado en los documentos del Concilio Vaticano II, es rechazar esa enseñanza y reemplazarla por la enseñanza de la estima.

  4. A partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica se debate ante el problema de saber quién es responsable de lo que pasó en la época de la Shoah. ¿Tiene la Iglesia una parte de responsabilidad? Es indiscutible que muchos dirigentes católicos, e incluso algunos católicos de base, no inspiraron su conducta en los valores evangélicos, ni tuvieron una actitud valiente frente al régimen nazi. Y me pregunto por qué hubo tan pocos héroes, tan pocas personas capaces de arriesgar su vida para salvar judíos. La verdad es que antes y durante la guerra, a ciertos hombres de Iglesia les preocupaba mucho más el comunismo que el movimiento nazi. Sin embargo, en los años de posguerra, varias Iglesias católicas locales intentaron formular su punto de vista frente a estas cuestiones. Son muy instructivas las declaraciones de los obispos de Alemania, de Francia, de Polonia, etc. Esas declaraciones no sólo expresan el profundo arrepentimiento por las faltas pasadas, sino que se esfuerzan por trazar las grandes líneas de una nueva relación con el pueblo judío. Casi todas esas declaraciones critican la actitud de los cristianos y sus autoridades que, durante los años oscuros, permanecieron con los brazos cruzados ante los pedidos de ayuda de los judíos. Naturalmente, después de la Shoah, esta cuestión se plantea con más intensidad aún. En 1998, la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo publicó una declaración sobre la Shoah con el título “Nosotros recordamos”. La cuestión de la responsabilidad estaba en el centro de las discusiones que precedieron y siguieron a esa declaración. Ese texto suscitó muchos debates, y yo no entraré ahora en la polémica. Sin embargo, me gustaría citar algunos pasajes de ese documento, muy importante para muchos católicos y, en particular, para los que nunca se habían planteado la cuestión de la parte de responsabilidad que les cabía a los católicos en el acontecimiento de la Shoah. El documento dice explícitamente: “Conviene preguntarse si la persecución del nazismo a los judíos no fue facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en la mente y en el corazón de algunos cristianos. El sentimiento antijudío ¿hizo a los cristianos menos sensibles, o incluso indiferentes, ante las persecuciones desencadenadas contra los judíos por el nacionalsocialismo, cuando alcanzó el poder?” La declaración termina con un llamado a recordar la terrible experiencia de la Shoah porque a “las semillas podridas del antijudaísmo y del antisemitismo jamás se les debe permitir echar raíces en ningún corazón humano”.

Me gustaría terminar esta exposición con las preguntas sobre el futuro: ¿qué hacer para que un hecho como la Shoah no se repita? ¿Cómo podemos ayudar nosotros, católicos, a crear una cultura basada en la vida, la paz, la justicia, el honor y el progreso? Como lo señalé al comienzo, creo que debemos trabajar juntos, porque no se puede construir un mundo diferente sin un esfuerzo común.

En lo que concierne a la evolución de la Iglesia Católica posconciliar de los años 60, querría señalar brevemente cuatro ejes que se abren al futuro:

  1. En la actualidad, la Iglesia Católica busca dialogar con el mundo. En los años 60, hemos tomado conciencia de la necesidad de ese diálogo. Los Padres del Concilio decidieron abrir las ventanas y mirar al mundo, no con hostilidad, sino con interés, y también con amor, y se preguntaron si el mundo no tenía algo que enseñarnos. La debilidad de la Iglesia Católica en el momento de la Shoah provino, al menos en parte, de su aislamiento, y de los temores de algunos medios de la Iglesia frente al mundo. Este repliegue de la Iglesia sobre sí misma generó una especie de ingenuidad, por no decir ignorancia. El estímulo que se le dio a la cultura del diálogo después del Concilio es una de las mayores revoluciones producidas en la enseñanza de la Iglesia. Esta reconoce que tiene socios en la tarea de “tikún olam” (reparación del mundo). También piensa que los líderes religiosos pueden influir en lo que sucede en el mundo, para bien y para mal. Tenemos que constituir un frente común con los demás creyentes, y también con los no creyentes, para evitar que se use la religión con fines negativos.

  2. Es evidente que, dentro de la cultura del diálogo, el diálogo con el mundo judío ocupa un lugar central. La Iglesia Católica es consciente de que tiene un vínculo único con el pueblo judío. Acabamos de iniciar este camino, y todavía nos encontramos en la etapa que consiste en hacer desaparecer los obstáculos. Ahora debemos pasar a la siguiente etapa, es decir, construir juntos una sociedad basada en nuestros valores comunes. El papa Benedicto XVI se refirió a este tema en su visita a la sinagoga de Colonia en 2005: “Queda aún mucho por hacer. Debemos conocernos recíprocamente mucho más y mejor. Por eso aliento un diálogo sincero y confiado entre judíos y cristianos: sólo de este modo será posible llegar a una interpretación compartida sobre cuestiones históricas aún discutidas y, sobre todo, avanzar en la valoración, desde el punto de vista teológico, de la relación entre judaísmo y cristianismo (...) No debemos mirar sólo hacia atrás, hacia el pasado, sino también hacia adelante, hacia las tareas de hoy y de mañana. Nuestro rico patrimonio común y nuestra relación fraterna inspirada en una confianza creciente, nos obligan a dar un testimonio conjunto, colaborando prácticamente en favor de la defensa y la promoción de los derechos humanos y el carácter sagrado de la vida humana, de los valores de la familia, de la justicia social y de la paz en el mundo”.

  3. No es casual que el papa hable de los derechos humanos. El Concilio Vaticano II insiste en el deber de los católicos en el terreno de los derechos humanos y la libertad individual. La posición de la Iglesia no siempre estuvo en armonía con esos valores, y también en este aspecto es preciso corregirse. Pero hoy la Iglesia tiene una actitud completamente favorable a los derechos humanos. Este es un patrimonio común de los judíos y los cristianos, que ven en el hombre la imagen y la semejanza de Dios: aquí tenemos una base teológica perfectamente clara para establecer un régimen basado en el respeto mutuo, incluso si a veces tenemos opiniones diferentes u opuestas.

  4. Por último, quiero subrayar el hecho de que la Iglesia insiste particularmente en los valores de justicia y de paz en nuestro mundo, y considera al pueblo judío como un aliado particular para trabajar en esa dirección. La Historia nos ha enseñado mucho, y debemos reconocer que no siempre hemos perseguido ese objetivo. El difunto papa Juan Pablo II ha ejercido una gran influencia sobre mí, y me gustaría citar el mensaje que proclamó en la Jornada Mundial de la Paz de 2002: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: esto es lo que quiero anunciar en este mensaje a creyentes y no creyentes, a los hombres y mujeres de buena voluntad, que se preocupan por el bien de la familia humana y por su futuro. No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: esto es lo que quiero recordar a cuantos tienen en sus manos el destino de las comunidades humanas, para que se dejen guiar siempre en sus graves y difíciles decisiones por la luz del verdadero bien del hombre, en la perspectiva del bien común. No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: no me cansaré de repetir esta exhortación a cuantos, por una razón o por otra, alimentan en su interior odios, deseos de venganza o ansias de destrucción”.

Permítanme volver, para terminar, al plano personal. Cuando pienso en la Shoah, tengo que hacerme la siguiente pregunta: ¿qué hubiera hecho yo? ¿Habría oído los gritos de los judíos? ¿Habría encontrado dentro de mí el valor de estar a su lado y poner mi vida en peligro?

He tomado como modelos a dos personalidades que vivieron durante la guerra, y están relacionadas con mi propia historia porque nuestras vidas tienen puntos en común. Estos dos hombres simbolizan para mí la dimensión profética de la Iglesia Católica en los tiempos de la Shoah, porque se mostraron dispuestos, con su actitud y sus acciones, a arriesgar su vida y la de la Iglesia.

El primero es el hombre que se convirtió en papa en 1958, y llevó a la Iglesia a emprender las reformas del Concilio. Se trata de Juan XXIII. Él nació, como yo, en Bérgamo, y en ese momento se llamaba Angelo Giuseppe Roncalli. Era un hombre de gran corazón. Sé que la profesora Dina Porat les hablará mañana de su acción cuando era embajador de la Santa Sede en Estambul. Ese hombre representa para mí la posibilidad de cambiar el rumbo y modificar las tradiciones. Me enorgullece pertenecer a la misma tribu que él.

Mi segundo modelo es el padre franciscano Ruffini Nicacci. Él creó una red clandestina durante la ocupación nazi en Asís, la ciudad de Francisco, el fundador de la congregación franciscana, y, con los miembros de su red, ayudó a escapar a miles de judíos. Me enorgullece pertenecer a la misma congregación que él, la congregación franciscana, que no siempre ha estado del lado de los judíos.

Estos dos hombres son ejemplos para mí, en mi calidad de hombre de Iglesia. Con una total fidelidad a la Iglesia de Jesús y a su tradición, no temieron actuar contra la corriente. Con su valentía, hicieron que muchos otros los imitaran, y ejercieron una influencia muy positiva. Nos abrieron la puerta para que nosotros tratemos de enmendarnos. Nos ayudaron a ir a buscar otra vez a nuestros hermanos judíos después de los días de tinieblas, y así exponernos al vasto mundo y a la luz, junto con nuestros hermanos y nuestras hermanas de todas las religiones y de todas las naciones, para encontrar un camino común hacia un mundo mejor.

 

Editorial remarks

El padre franciscano Pierbattista Pizzaballa es Custodio de Tierra Santa: fue nombrado por el papa Juan Pablo II el 15 de mayo de 2004. Este discurso fue pronunciado el 25 de abril de 2006, en Yom Hashoah, el día en que se conmemora la Shoah, en la Universidad de Tel Aviv. (El texto original en hebreo fue traducido al francés por Cécile Lepaire para Un écho d’Israël).
Traducción del francés: Silvia Kot