Las Iglesias entre la renovación y la regresión

Los últimos 60 años han cambiado completamente el rostro de las Iglesias cristianas y toda la escena eclesiástica. La historia obligó a las Iglesias a desembarazarse de muchas cargas heredadas y a renovarse. Por un lado, las reformas que se atrevieron a emprender, no sólo en su interior sino también en su relación entre ellas, fueron asumidas con esperanza y valentía, pero por otro lado, suscitaron temor y resistencia.

Las Iglesias entre la renovación y la regresión

Porque cambiar suele ser difícil y doloroso. En general, las instituciones se resisten a cambiar, sobre todo cuando, como la Iglesia Católica o las Iglesias ortodoxas, consideran que deben sus estructuras a la inspiración divina. Por cierto, la expresión ecclesia semper reformanda y la enfática confesión de fe en el Espíritu Santo son principios de vida de la Iglesia. Sin embargo, en los hechos, el temor al impredecible Espíritu de Dios es tan profundo que, cuando se trata de efectuar reformas en la Iglesia, la mayoría de sus funcionarios prefieren confiar en tradiciones y asesores consagrados, ajenos a la teología. Bajo ninguna circunstancia se aceptan renovaciones que signifiquen verdaderas rupturas, y ni siquiera simples derribamientos. Los teólogos que convocan con demasiada decisión a realizar reformas fundamentales, o emprenden sus propios caminos nuevos, son sospechados de destructores de la fe, se los disciplina con prohibiciones para escribir y enseñar, y hasta se les llega a impedir celebrar los oficios en la iglesia. Se oye decir con demasiada frecuencia que cualquier empresa secular actuaría con sus empleados en una forma aún más rigurosa. Pero, después de todo, las Iglesias no son empresas comerciales. Y los funcionarios no son los dueños ni los “señores de la Iglesia”, sino, como a ellos mismos les gusta repetir, servidores de la comunidad: sobre todo, servidores de Dios, que es el centro de la Iglesia y de las comunidades eclesiales.

Sin duda, la historia de las Iglesias oscila entre rupturas y estancamientos, reformas y contrarreformas, esperanzas y temores, apertura y estrechez, libertad y opresión. Las oscilaciones dependen, por un lado, de las constelaciones generales de la historia mundial, y por otro lado, de los individuos (funcionarios, teólogos, carismáticos), que desempeñan un papel importante en las Iglesias. Esto vale también para la historia de las Iglesias en los últimos sesenta años, que no podemos tratar en detalle aquí. Simplificando mucho el tema, se puede decir que de esos sesenta años, los primeros treinta se caracterizaron por diversas formas de renovación, los diez siguientes sufrieron las presiones de la restauración, y los últimos veinte años oscilaron entre la renovación y la regresión. Me gustaría ilustrar este movimiento de alternancia entre renovación y regresión con el ejemplo del Concilio Vaticano II, y reflexionar especialmente sobre la relación de la Iglesia Católica con los judíos.

2.

Las catastróficas experiencias de la época nazi y de la Segunda Guerra Mundial provocaron una reflexión y una renovación en la política, en la sociedad, y también en la Iglesia. Mirando hacia atrás, hay que reconocer que las Iglesias de Alemania no estuvieron entre los principales agentes de la renovación y la reforma posteriores a 1945. Estaban demasiado ocupadas consigo mismas. La Iglesia Católica en particular estaba preocupada por defender sus derechos consolidados. No había demasiada voluntad de renovación, y ni siquiera de iniciar un debate serio sobre las faltas de la Iglesia con respecto a los judíos.

Las iniciativas de renovación llegaron desde afuera. En el caso de la Iglesia Católica alemana, la iniciativa de renovación y reforma provino de Roma. Esto fue bastante sorprendente, porque la mayoría de los católicos supone que “Roma” está aferrada al statu quo y combate las nuevas concepciones. Se considera que Roma es un bastión de lo inmutable contra todo lo que sea moderno, y que tiende a desacreditar todo lo que se aparte de su punto de vista, aplicando los rótulos de “modernismo” y “relativismo”. En realidad, hay que decir que la iniciativa que consideraremos ahora no fue una estrategia cuidadosamente planeada y preparada por la Curia, sino más bien una idea espontánea del carismático papa Juan XXIII, quien, pocas semanas después de su inesperada elección, sorprendió a la Curia y al mundo con su idea de realizar un concilio para renovar la Iglesia Católica. En su diario, él mismo describe cómo salió esa idea de sus labios durante una conversación de rutina con el Secretario de Estado, el cardenal Domenico Tardini: “De pronto, surgió en nosotros (aunque el papa Juan XXIII no era nada convencional, seguía apegado a algunas convenciones, como el uso del plural mayestático) una inspiración, como una flor que se abre en una imprevista primavera. Nuestra alma fue iluminada por una gran idea... Una palabra, solemne y comprometida, se formó sola en nuestros labios. Nuestra voz la pronunció por primera vez: ¡Concilio!”

Lo que el Papa se proponía, y que, como sabemos hoy, asustó a la mayoría de quienes lo rodeaban, fue resumido por él con el multifacético término aggiornamento. Los que se oponían al Concilio tradujeron, o más bien, interpretaron esa palabra como “adaptación”, y lucharon contra ello porque, como se sabe, la Iglesia no debe adaptarse al mundo ni a lo que es moderno. La resistencia contra la idea de un concilio es comprensible cuando se recuerda que, por ejemplo, el lema del entonces Prefecto del Santo Oficio, llamado más tarde Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Alfredo Ottaviani, era: “Semper idem” (siempre igual). Pero el reproche de “adaptación”, que insinuaba el abandono de la identidad, partía de una interpretación errónea de la palabra con la cual Juan XXIII se refería a una renovación espiritual y una revitalización de la fe y la vida de la Iglesia, también, y especialmente, en su misión de salvación de todo el mundo. Aggiornamento era un término programático que significaba renovación, el comienzo de una nueva época en la historia de la Iglesia, y la búsqueda de un rostro amable y creíble de la Iglesia en un mundo cada vez más secularizado. Lo que Juan XXIII se proponía puede verse con total claridad en una anécdota frecuentemente citada. Cuentan que un visitante le preguntó a Juan XXIII qué esperaba él mismo del Concilio; entonces el Papa se dirigió hacia la ventana de su estudio, la abrió, y dijo: “¡Esperamos que el Concilio traiga aire fresco a la Iglesia!” Mientras que la mayoría de los cardenales y dignatarios que lo rodeaban opinaban que había que proteger a la Iglesia del aire nocivo del mundo, Juan XXIII confiaba en el soplo del Espíritu Santo, que sin duda renovaría el rostro de la propia Iglesia (cf. Sal 104, 30).

Cuando el 25 de enero de 1959, tras una misa en la basílica San Pablo Extramuros, pocos días después de su conversación con el cardenal secretario de Estado, Juan XXIII les comunicó su “idea de un concilio” a los cardenales que estaban presentes en Roma, ellos no respondieron con aplausos ni con entusiasmo, sino más bien con asombro y un desconcertado silencio. Dicen que la noche de ese anuncio de Juan XXIII, el cardenal Giovanni Battista Montini, que luego sería su sucesor como el papa Pablo VI, llamó por teléfono a su amigo, el oratoriano y más tarde cardenal Giulio Bevilacqua, y le dijo: “¡Este santo anciano no parece darse cuenta de que está agitando un avispero!” Pero Bevilacqua le habría contestado: “No tema, Don Battista, no se desanime: el Espíritu Santo sigue vivo en la Iglesia”.

El Concilio Vaticano II significó, sin duda alguna, un cambio tremendo para la Iglesia Católica, y se produjo en el contexto de un dramático conflicto entre una mayoría reformista de los llamados Padres del Concilio y una minoría adversa a las reformas. Este antagonismo sigue existiendo aún hoy. Al parecer, los partidarios de la restauración, quizá bajo la guía del actual papa Benedicto XVI, han recobrado la mayoría. Casi es de temer que las palabras pronunciadas en aquel momento por un opositor a las reformas y al concilio, el arzobispo de Génova, cardenal Giuseppe Siri (que casi fue electo papa en 1979), reflejen la opinión de muchos hombres de la Iglesia: “La Iglesia necesitará cincuenta años para reponerse de los extravíos de Juan XXIII”.

3.

Es imposible reseñar aquí las numerosas iniciativas novedosas inspiradas por el Concilio Vaticano II. Mencionaré aquellas que, a mi juicio, son las más importantes, y al mismo tiempo, las más sorprendentes. Tomando en cuenta la historia de los concilios y la teología tradicional, el documento más impactante es la Constitución Pastoral “Gaudium et Spes” (“Alegría y esperanza”), en la que el Concilio muestra una apertura de la Iglesia al mundo de hoy y a sus mayores desafíos. En este documento, por primera vez, la Iglesia no se ocupa de sus problemas internos (“ecclesia ad intra”), sino que busca un diálogo constructivo con el mundo ( “ecclesia ad extra” ). Esta apertura de la Iglesia se inició con el ahora famoso discurso pronunciado por Juan XXIII el 11 de septiembre de 1962, poco antes de la inauguración del Concilio, en el cual estableció la diferencia entre la “vitalidad de la Iglesia en cuestiones internas” y la “vitalidad para las cuestiones externas”.

Los portavoces más positivos en el análisis de las constituciones del Concilio fueron los obispos franceses y latinoamericanos. En particular, el entonces secretario de la Conferencia Episcopal Latinoamericana, monseñor Helder Cámara, planteó los desafíos que enfrentaba la Iglesia, y preguntó: “¿Seguiremos dedicando todo nuestro tiempo a tratar problemas internos de la Iglesia, mientras las dos terceras partes de la humanidad se está muriendo de hambre? ¿Qué tenemos que decir frente al subdesarrollo? ¿Expresará el Concilio su preocupación por los grandes problemas de la humanidad? ¿Se quedará solo el papa Juan en esta lucha?” En una asamblea de obispos, Cámara resumió puntualmente el problema con esta pregunta: “¿Acaso la falta de sacerdotes es el mayor problema de Latinoamérica? ¡No! ¡Es el subdesarrollo!”.

Esta apertura de la Iglesia al mundo, efectuada por el Concilio Vaticano II, ha proseguido a través de encíclicas, discursos pontificios, declaraciones de conferencias episcopales, pero también de brillantes modelos, como la Teología de la Liberación latinoamericana o la Nueva Teología Política. Sin embargo, debemos decir que los llamados de la Iglesia en favor de los derechos humanos serían más creíbles si la propia Iglesia fuera un luminoso ejemplo de la práctica de los derechos humanos. También es deplorable que hayan aumentado tanto, especialmente en el aparato de la Curia, los temores frente a la apertura al mundo que ya se notaban en algunos Padres del Concilio. Esto ha provocado, por ejemplo, la censura y la marginación de algunos representantes de la Teología de la Liberación. También hubo un intento de hacer retroceder a la Iglesia de América Latina a una posición preconciliar, por medio de convenientes nombramientos episcopales.

4.

El Concilio Vaticano II también adoptó posiciones osadas en el campo del ecumenismo cristiano, la defensa de la libertad religiosa, el diálogo interreligioso, y especialmente, en lo que concierne a la relación de la Iglesia Católica con los judíos. Durante el Concilio, se produjeron acaloradas discusiones sobre les textos referentes a esos temas, que no podemos detallar aquí. A decir verdad, es innegable que los que se oponían al cambio se daban cuenta de que con el tema de la libertad religiosa, así como la apertura a otras Iglesias y, sobre todo la idea de la relación eterna de la Iglesia con Israel como Pueblo de la Alianza nunca revocada por Dios, se ponía en peligro la pretensión de absoluto, rigurosamente mantenida hasta ese momento por la Iglesia Católica. Para mí, el fenómeno más sorprendente de la Iglesia Católica es que el Concilio aprobara esos documentos. También fue alentador que haya durado tanto tiempo el efecto del entusiasmo del Concilio por el ecumenismo y la relación cristiano-judía. Es especialmente admirable la perseverancia, y más aún, la pasión con la que Juan Pablo II destacó una y otra vez la relación fundamental de la Iglesia con el pueblo judío. Sin embargo, no hay que pasar por alto que a partir del pontificado de Benedicto XVI existe un movimiento de retroceso restaurador. Un ejemplo de esto es la negativa explícita a reconocer a las Iglesias protestantes como “Iglesia”. Otro es la nueva plegaria de intercesión por los judíos del Viernes Santo. Está claro que el Papa actual cree que en el Concilio Vaticano II se ha hecho demasiado en términos de reforma.

No obstante, me atrevo a predecir que aunque se pueda entorpecer la dinámica de los cambios, no se podrá detener... si realmente el Espíritu Santo actúa en la Iglesia. Dicho sea de paso, ésta es también mi firme convicción en lo referente a las otras Iglesias.

Editorial remarks

*El Dr. Erich Zenger es profesor de estudios bíblicos de la Facultad de Teología de la Universidad de Münster. El consejo alemán de relaciones judeo-cristianas de Alemania (Deutschen Koordinierungsrates der Gesellschaften für christlich-jüdische Zusammenarbeit: DKR) le otorgó la medalla Buber-Rosenzweig 2009.

Traducción del inglés: Silvia Kot