Lágrimas y silencio

El 27 de enero es el Día de la Memoria del Holocausto: se conmemora a los seis millones de judíos y cinco millones de no-judíos que perecieron bajo el nazismo entre 1933 y 1945. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, en 1945, también terminó toda una forma de vida para los judíos europeos. Su número fue diezmado en relación con las poblaciones judías anteriores a la guerra de Polonia, Letonia, Lituania, Estonia, Alemania y Austria. Sobrevivió menos del 10 %. Sólo en Auschwitz murieron 1.100.000.

Lágrimas y silencio

El hecho de que el Holocausto fuera implementado y facilitado por personas bautizadas como cristianas, plantea interrogantes profundamente perturbadores acerca de la credibilidad moral y espiritual de la Iglesia. Acabo de regresar de mi primer viaje a Auschwitz: allí tuve la oportunidad de meditar sobre un acontecimiento tan traumático que exige una reflexión teológica, ética y espiritual.

Tanto el judaísmo como el cristianismo se basan en afirmaciones revelatorias de Dios como creador, sustentador y redentor del mundo. Dios se revela no sólo en el orden natural, sino también en el curso de la historia, más especialmente en la elección y la formación de Alianza de los judíos y los cristianos, cuyos destinos están indisolublemente unidos a la permanente participación de Dios en el mundo. Como Dios es considerado el Señor de toda la historia, se suele atribuir tanto el mal como el bien a la inescrutable voluntad del Todopoderoso. Tradicionalmente, los desastres se han interpretado como castigos que sirven para reorientar las desviaciones o como los necesarios dolores de parto de la era mesiánica. La lógica de esa fe da origen a una conclusión insostenible: si bien Dios no es el autor del Holocausto, en todo caso comparte una responsabilidad por esa tragedia. Mientras estuve en Auschwitz, me preguntaba si es posible reflexionar sobre el Holocausto como un acontecimiento revelatorio, para discernir en él la actitud de Dios hacia la humanidad, y la respuesta de la humanidad. ¿Cómo entender a Dios en el contexto de semejante catástrofe? La respuesta a esta pregunta sólo puede ser tentativa, y, como señaló un filósofo judío, Emil Fackenheim, no puede haber ninguna comprensión teológica del Holocausto: “Es imposible practicar una teología del Holocausto, porque no puede existir tal disciplina. Existe una sola teología, que es amenazada por el Holocausto, y salva su integridad exponiéndose a él”.

Mi encuentro con el padre Manfred Deselaers en el Centro para el Diálogo y la Plegaria de Auschwitz, no empezó con plegaria y diálogo, sino con silencio y escucha. Dicen que una vez le preguntaron a la Madre Teresa de Calcuta qué le decía a Dios cuando rezaba, y ella contestó: “No digo nada. Sólo escucho”. Entonces le preguntaron: “Y cuando escucha, ¿qué dice Dios?” La Madre Teresa respondió “No dice nada. Sólo escucha”.

Cuando se está en Auschwitz, aunque los individuos sean diferentes o pertenezcan a distintas naciones, o, en nuestro caso, como un sacerdote católico alemán y un teólogo judío inglés, no se puede evitar el anhelo de reconocerse como hermanos: aunque las palabras de nuestras oraciones sean diferentes, nuestras lágrimas y nuestro silencio son los mismos.

Los cristianos, en particular, necesitan reflexionar sobre la presencia de elementos antijudíos y antisemitas en la teología cristiana tradicional, determinar su forma y su función, y ofrecer correctivos y alternativas. Obviamente, se presume que la teología cristiana fue un factor que contribuyó al surgimiento del antisemitismo en Alemania, así como en otras épocas y en otros lugares. El intento de revisar el antijudaísmo de la teología cristiana comenzó con una relectura de las Escrituras cristianas. Esto reveló que los tradicionales prejuicios antijudíos habían provocado una lectura distorsionada. Por ejemplo, la condena de Jesús a los fariseos se entiende actualmente como una crítica interna judía. Jesús nació, vivió y murió siendo judío. Les enseñó a sus hermanos judíos: algunos de ellos siguieron sus enseñanzas, y otros, no. Los judíos seguidores de Jesús discutían entre ellos sobre los requisitos que debían cumplir los gentiles para poder ser admitidos a ese nuevo movimiento judío, y con los demás judíos, discutían sobre otros temas, tales como la observancia de la Torah, y las afirmaciones sobre Jesús.

El Nuevo Testamento refleja esas discusiones, que eran muy fuertes y a menudo ásperas, pero hasta hace muy poco tiempo, los estudiosos no tenían ninguna conciencia de que se trataba de disputas entre judíos sobre temas judíos, o sobre un judío. Tradicionalmente, los pasajes polémicos se leían como si fueran críticas “cristianas” contra los “judíos”. Interpretarlos de ese modo es malinterpretarlos, y esa mala interpretación contribuyó significativamente a la “enseñanza del desprecio” cristiana.

El cuestionamiento de la “enseñanza del desprecio” llevó a nuevas exploraciones de la cristología, una revisión de las teologías cristianas del judaísmo, y modos alternativos de entender qué significa decir que “Jesús es Cristo”. El desafío que enfrentan hoy los teólogos cristianos es eliminar de la cristología la idea de la sustitución del judaísmo de la Alianza original (con el argumento de que los judíos no reconocen a Jesús como Cristo). En la Iglesia Católica, esta enseñanza antijudía empezó a revertirse en el Concilio Vaticano II, que expuso una perspectiva teológica totalmente diferente del papel que desempeña el pueblo judío después del acontecimiento de Cristo.

Esto también llevó a una reconsideración de la Alianza y a un reconocimiento dentro de la Iglesia de la permanencia de la Alianza de Dios con el pueblo judío, que Juan Pablo II y su sucesor, el papa Benedicto XVI, describieron como “la Antigua Alianza nunca revocada”. Con este reconocimiento, se admite la idea de que el poder redentor de Dios actúa dentro del judaísmo.

De modo que si los judíos, que no comparten la fe cristiana, pueden estar en una relación salvífica con Dios, los cristianos necesitan encontrar nuevas formas de entender el significado universal de Cristo. El concepto de la Alianza y la elección de Israel debería ser central en la actual comprensión cristiana del judaísmo.

En el intento de discernir el significado del Holocausto, surge a veces una comprensible, aunque errada, tentación de cristianizar teológicamente ese hecho, y considerar el sufrimiento judío simplemente en términos de la cruz de Cristo. Las reflexiones de Clemens Thoma sobre el Holocausto en su Teología cristiana del judaísmo (1980) constituyen un buen ejemplo: “Para un cristiano creyente no debería ser demasiado difícil interpretar el sacrificio de los judíos durante el Terror nazi. Sus pensamientos deberían volverse hacia Cristo, a quien esas masas judías se asemejaban en el dolor y la muerte. Auschwitz es el signo más monumental de nuestros tiempos del vínculo íntimo y la unidad entre los mártires judíos que representan a todos los judíos, y Cristo crucificado, aunque los judíos implicados no pudieron saberlo”. Sin duda, esta afirmación plantea algunos problemas importantes. El primero es que establece la cruz de Cristo como el paradigma con el cual se comparan todos los demás sufrimientos (las masas judías se hacen semejantes a Cristo). El segundo tiene que ver con lo que los cristianos entienden como la naturaleza voluntaria del sacrificio de Cristo, y lo que fue, como sabemos, el despiadado asesinato de hombres, mujeres y niños. Para decirlo sencillamente, los judíos no se ofrecieron a sí mismos para un sacrificio: fueron asesinados contra su voluntad.

Para muchos teólogos, entre los cuales me incluyo, el Holocausto sigue suscitando interrogantes sobre la presencia o la ausencia de Dios, sobre el poder de Dios y la libertad. Podríamos simplemente estar de acuerdo con Elie Wiesel, en que Dios estaba presente en Auschwitz, colgando de la horca. O como dijo otro famoso sobreviviente del Holocausto, el rabino Hugo Gryn: “Creo que Dios mismo estaba allí, violado y blasfemado”. Él cuenta que en el Día de la Expiación, ayunó y se escondió en una pila de paneles aislantes. Trató de recordar las plegarias que había aprendido cuando era niño en la sinagoga, y le pidió perdón a Dios. Por último, dice: “Prorrumpí en llanto. Debo de haber sollozado durante horas. Luego, sentí una curiosa paz interior. Creo que Dios también lloraba. Encontré a Dios”. Sin embargo, no era el Dios de su infancia, el Dios del que había esperado que rescatara milagrosamente al pueblo judío. Hugo Gryn encontró a Dios en los campos, pero Dios estaba llorando. Yo creo que Dios también guardaba silencio. Escucharé con atención el silencio de Dios en el Día de la Memoria del Holocausto.

Editorial remarks

Traducción del inglés: Silvia Kot
El Dr. Edward Kessler es director ejecutivo del Woolf Institute of Abrahamic Faiths de Cambridge, Inglaterra. Esta nota apareció el 30 de enero de 2010 en el semanario católico inglés The Tablet (www.thetablet.co.uk). Agradecemos la gentil autorización de The Tablet y del Dr. Kessler para traducirla y publicarla en nuestro sitio.