Elogio de la diferencia entre judíos y cristianos

Esta es la primera parte de una conferencia a dos voces sobre el tema “Judíos y cristianos: ¿qué queremos decirnos hoy?” pronunciada en Estrasburgo el 17 de octubre de 2010 en el 20 aniversario de la Asociación Charles-Péguy.

Si tuviera que darle un título más elaborado a esta exposición, sería: “Elogio de la diferencia entre judíos y cristianos como mensaje común que recibimos para el mundo, para la humanidad”. En el comienzo del punto 4 de la declaración Nostra Aetate, puede leerse: “Al escrutar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con el linaje de Abraham”. Por lo tanto, para nosotros los cristianos, el diálogo entre judíos y cristianos no es un caso particular del diálogo interreligioso: forma parte de nuestra identidad misma de cristianos. Juan Pablo II lo dijo de otra manera en Roma en 1986: “La religión judía no nos es extrínseca, sino en cierto modo, es intrínseca a nuestra religión”. Y concluyó: “Tenemos pues con ella una relación que no tenemos con ninguna otra religión”. Este es el sentido de la siguiente frase, que se suele citar a menudo: “Ustedes son nuestros hermanos preferidos; de cierta manera, se podría decir que son nuestros hermanos mayores”.

Recientemente, en un artículo de la revista Études, Jean-Marc Aveline recordó que, en un primer momento, Nostra Aetate iba a ser una declaración sobre los judíos y el judaísmo, y que su ampliación al conjunto de las religiones del mundo fue en cierto modo impuesta por algunos Padres del Concilio. Pero la voluntad profunda, muchas veces expresada, de Juan XXIII era que fuera una declaración sobre los judíos. Cuarenta y cinco años después, podríamos decir que esa ampliación, que hemos vivido más bien como una carencia, como algo insatisfactorio quizá, puede haber sido una oportunidad: una oportunidad para el diálogo entre judíos y cristianos, diferente, para los cristianos, de cualquier otro diálogo interreligioso, pero que también puede enriquecer el diálogo interreligioso de un modo más general y darle un fundamento, justamente con la intuición profunda de que lo significativo es la diferencia, y que a través de ella recibimos algo no sólo de los otros, sino de Dios.

No me extenderé sobre los textos que siguieron. Muchos de ellos profundizaron las intuiciones de Nostra Aetate, trataron sobre las formas de ponerla en práctica en el conjunto de la enseñanza y de la liturgia de la Iglesia: textos universales, textos que nos conciernen a nosotros, al episcopado francés, pero también a otros episcopados del mundo. Y por supuesto, la incansable enseñanza de Juan Pablo II, con su clara continuidad por parte de Benedicto XVI. La declaración de arrepentimiento del papa Juan Pablo II durante la celebración del Jubileo en Roma (un texto que luego introdujo en los intersticios del Kotel en Jerusalén) es una fuerte expresión simbólica (como también lo es, por supuesto, el texto de los obispos de Francia en Drancy), de la conversión, podríamos decir de la teshuvah llevada a cabo por el Concilio Vaticano II.

Hoy, nos enfrentamos al siguiente problema: ¿cómo hacer para que esto no se limite a un diálogo entre personas entusiasmadas por el encuentro y el diálogo, pero que corren el riesgo de convertirse en especialistas del diálogo, en cierto modo al margen de su comunidad? ¿Cómo hacer para que esto forme parte de la vida habitual de nuestras parroquias y nuestras comunidades? Se trata de un gran desafío, y hay mucho trabajo por hacer.

¿Cuáles son las dificultades que caracterizan hoy a este diálogo, y cuáles son las perspectivas para el futuro, según mi opinión personal? En las tres partes que integran esta exposición, haré un elogio de la diferencia.

Rechazar la tolerancia para reconocer la diferencia

Primera aproximación: la dificultad reside en nuestra cultura contemporánea, en la que corremos el riesgo de vivir en un mundo de tolerancia y de “todo es lo mismo”, como si las expresiones diferentes significaran finalmente una única y misma cosa. Me gustaría empezar por contradecir un concepto que parece tentador. Hablaré en contra de la tolerancia, porque, por definición, la tolerancia significa tolerar el mal. ¡No! El mal debe ser combatido. Quizás haya cosas intolerables en nosotros los cristianos. Y la tradición judía nos recuerda que el perdón entre seres humanos no es tan sencillo. Los judíos nos lo recuerdan: hay cosas intolerables. Y para mí, considerar al otro desde el punto de vista de la tolerancia, considerar la fe o la religión del otro desde el punto de vista de la tolerancia, la ubica como un mal al que hay que adaptarse, por miedo a un mal mayor. Si seguimos esta pista, llegaremos muy pronto al papel de pueblo testigo que los Padres de la Iglesia le atribuían al pueblo judío, una supervivencia que le otorga valor al pueblo de Dios que sería la Iglesia. Creo que esta no es una buena pista.

Yo no diría esto en cualquier parte. Lo digo cuando tenemos tiempo de reflexionar juntos sobre ello. Porque si pareciera que simplemente estoy en contra de la tolerancia, eso sería algo que de ninguna manera se entendería en el mundo de hoy. Pero creo que es importante decirlo en un contexto en el cual tenemos tiempo de explicarnos. Lo que quiero decir es que hay algo muy distinto a la tolerancia, que es el respeto o la estima, la convicción de que el otro tiene algo que decirme, algo que sólo puedo recibir de él. Respetar, esperar, tomar en serio la palabra del otro, y, como dicen los comentarios de Nostra Aetate, no debo hablar yo de lo que vive el otro, sino que debo dejar que él me hable de lo que vive.

Dejemos pues de lado la tolerancia, y dejemos de lado también algo que se dice a menudo en la actualidad: “Todas las opiniones son respetables. Lo que tú dices es infinitamente respetable”. Yo traduciría esto como: “Sigue hablando, me interesa lo que dices... Me interesa, pero de hecho me importa un bledo…” No, no podemos conformarnos con eso. Tenemos que oír y escuchar realmente la palabra del otro, y no decir: “Es infinitamente respetable”: esta es en realidad una manera de librarnos del asunto.

Siempre en el mundo de la tolerancia y del “todo es lo mismo”, también oímos decir con frecuencia: “En el fondo, todas las religiones dicen las mismas cosas. Los cristianos y los judíos no somos tan diferentes”. Es una forma en cierto modo negativa de aludir a la civilización judeocristiana vista como un pasado remoto del que habría que salir para lograr la liberación de la humanidad. Por supuesto, esa frase nos remite a una base común. Pero también corremos el riesgo de que nos remita a un máximo común divisor, a algunas cosas interesantes que podemos sostener juntos. Yo creo que, en el encuentro, lo importante no es solamente lo que podemos sostener juntos, sino también lo que hace a lo específico, a la diferencia de nuestras tradiciones, de nuestras vidas. Lo que tenemos en común, es, por supuesto, la referencia a Abraham, la revelación al Sinaí, pero debemos decir enseguida que nuestras lecturas e interpretaciones son distintas.

Para los cristianos, el respeto por la diferencia tiene una consecuencia directa en la interpretación del Libro: debemos leer el Primer Testamento no sólo en referencia a Jesús, sino en sí mismo, y dejando lugar para una interpretación judía que no es la nuestra, una interpretación legítima que debemos escuchar. También podemos pedir en forma recíproca que nuestra referencia a Jesús sea reconocida como legítima por nuestros interlocutores judíos, aunque ellos no compartan esa referencia. Y no hablo sólo de la referencia emblemática a lo que se podría llamar el Jesús de la historia, al Jesús que camina por Galilea y Judea, a la enseñanza de Jesús, sino también de nuestra referencia como cristianos, es decir, la referencia a la enseñanza de la Iglesia sobre Jesús, al Cristo resucitado que se dirige a todos los cristianos, desde Pascua y Pentecostés hasta hoy, pues eso marca también nuestra lectura.

Por eso, yo diría que los cristianos deben dejar que los judíos sean judíos, y que los judíos deben dejar que los cristianos sean cristianos. Más aún: nuestro encuentro debe permitirnos volvernos más judíos o más cristianos a través del encuentro con el otro. Es un desafío, un desafío que, a mi juicio, constituye nuestro trabajo para el presente y para el futuro.

Terminaré esta primera aproximación citando al gran rabino Gilles Bernheim, que en sus libros repite a menudo lo siguiente: “Lo que hace a la grandeza de una religión no es la fuerza de convicción de sus creyentes, sino su capacidad de hacer pensar a quienes no creen en ella”. Este puede ser nuestro programa para los próximos años.

La diferencia nos estructura

En un segundo tiempo, haré un elogio más claro de la diferencia. Paradójicamente, partiré de una afirmación de Pablo en la Carta a los Gálatas (3, 28) que se dirige a los cristianos de origen judío y de origen pagano: “Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Pablo tiene una perspectiva mística de la comunidad cristiana.

Sin embargo, Pablo es al mismo tiempo místico y realista. En la continuación de esa Carta, y en sus otras epístolas, ofrece indicaciones precisas, diferentes, para vivir la vida cotidiana. Da indicaciones diferentes para los hombres y las mujeres, para los esclavos y los hombres libres, y también para los judíos y los paganos dentro de la comunidad cristiana, porque parte de un conflicto muy real que existe en el seno de la comunidad de Antioquía, y de su propio enfrentamiento con Pedro. En los Hechos de los Apóstoles, en los que ya no habla directamente Pablo, sino que es Lucas quien nos presenta la figura de Pablo, vemos que este se dirige de una manera completamente distinta, por un lado a los judíos y a los que frecuentan la sinagoga, y por otro lado a los paganos. De modo que a pesar de hablar de la unidad mística en la Carta a los Gálatas, Pablo reconoce y vive las diferencias.

Hoy, tanto los judíos como los cristianos creemos en una vocación única y universal de la humanidad. Toda la humanidad ha sido creada por Dios y es amada por Dios. Pero eso no borra las diferencias, que son vitales para la construcción de esa unidad. Por supuesto, la primera diferencia, en el plano simbólico, que tiene que ver simplemente con la capacidad de existir y reproducirse a través de las generaciones, es la diferencia entre el hombre y la mujer. No necesito insistir en esto. Sin embargo, cuando leo los relatos de la creación con la idea de interpretarlos para nuestro tiempo, me digo que quizá tengamos que resistir juntos la tentación de borrar esas diferencias, que es una de las tentaciones de nuestra cultura.

La diferencia entre judíos y cristianos nos es propia, pero creo que estructura a cada una de las comunidades. Sin duda, estructura a la comunidad judía. Es evidente. Pero creo que también estructura a la comunidad cristiana. Atraviesa todo el Nuevo Testamento. Y nos remite, a los judíos y a los cristianos, al medio del mundo, a la elección, a una lógica de la elección que es fundamental en nuestra forma de considerar al conjunto de la humanidad. La manera de actuar de Dios, tal como la recibimos, no obedece a lo universal abstracto, sino a la lógica del “algunos para todos”.

Pablo mismo es el perfecto paradigma de esto. La apertura a los paganos que él propugna no es una facilidad. Es una fidelidad al misterio tal como él lo percibe y lo comunica a sus corresponsales, al designio de Dios para la creación y para la humanidad. La manera de actuar de Dios es un proceso, y es sorprendente porque Dios injerta al revés. En los capítulos 9 a 11 de la Carta a los Romanos, es el olivo silvestre el que es injertado en el tronco del olivo cultivado. Nosotros, los paganos, hemos sido injertados en el tronco y la raíz de Israel. Michel Remaud, que recibió en este año 2010 el premio de la Amitié judéo-chrétienne de Francia, nos señaló, en una nota, que, en la presentación que hace Pablo de este tema, el rechazo de la mayor parte de Israel a Jesús, lo que Pablo llama el “endurecimiento de Israel”, es una de las dimensiones del misterio, es decir, del designio de Dios.

Para nosotros los cristianos, esta puede ser una pista para comprender desde el interior, como he oído que mis amigos judíos nos lo piden, el “no” de los judíos a Jesús. Esto es extremadamente difícil para un cristiano como yo, pues Jesús es el corazón de la religión fundadora de mi vida y de mi servicio a la Iglesia. Pero esa breve nota, “el no de los judíos a Jesús forma parte del misterio en la presentación de Pablo”, puede ser una pista a explorar. Me resulta imposible desarrollarla ahora, pero la menciono en cierto modo como una semilla para el futuro, una pista para entender lo que, sin duda, nos cuesta mucho entender. Pero en esto consiste también nuestra diferencia.

La elección es, a nuestro juicio, algo que se otorga a algunos, pero no como un privilegio para guardar sino con vistas a todos. Judíos y cristianos recibimos juntos ese misterio de la voluntad de Dios, de su designio para el mundo, pero también en este caso de manera diferente. Y esto vale en particular para nuestra relación con el conjunto de la humanidad. El pueblo judío se sabe llamado a dar testimonio para toda la humanidad. Dar testimonio del nombre de Dios, dar testimonio del nombre innombrable, impronunciable, dar testimonio de nuestra respuesta ética, del respeto hacia todos los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios. El pueblo judío tiene como misión llevar este testimonio por el mundo, pero sin ningún proyecto de incorporar adeptos al judaísmo.

La Iglesia cristiana también se siente llamada, por misión y por gracia. Es enviada para dar testimonio ante toda la humanidad y para dar testimonio con un objetivo relativamente cercano. Pero con la instrucción dada por Jesús, por Cristo resucitado: “Haced discípulos de todas las naciones”. Es llamada a incorporar, en una dimensión que se puede llamar misionera, a hombres y mujeres de todas las naciones del mundo a la comunidad de los discípulos de Cristo. Pero ¿cómo vivirá ese llamado? En un momento de la historia, nuestra Iglesia soñó con un mundo cristiano. Ese es nuestro pasado, forma parte de nuestra historia, pero ya no es nuestra realidad. Y yo creo que hoy la Iglesia sabe que es, como decía el padre Congar, “una pequeña Iglesia en el vasto mundo”. Sabe que no puede coextenderse a toda la humanidad. Y sin duda tampoco es esa su vocación ni su misión. Sin embargo, ella también está llamada a dar testimonio para todos, sin necesariamente incorporar adeptos. No cabe duda de que esta es una novedad en nuestro enfoque de la misión de la Iglesia. En estas circunstancias, evidentemente tenemos mucho que aprender de la experiencia judía sobre la relación de elección universalista que vivimos de manera distinta.

La tercera diferencia que menciona Pablo, es la diferencia de clase social, de nación, de cultura, de lengua, etc. También en este caso creo que debemos hacer el elogio de la diferencia, frente a un universalismo abstracto que, con el pretexto de la igualdad, pretende considerar a todo el mundo de la misma manera. En mi opinión, se trata de una pista falsa, que no sirve para acoger a la humanidad concreta del otro en nuestra historia, el rostro del otro que, para tomar una expresión de Lévinas, “me requiere” por lo que él es. Aquí nos encontramos frente a la tentación de Babel, la tentación del universalismo que considera que sólo hay una manera de hablar, una manera de ser, y es, bajo el pretexto del igualitarismo, la máscara de una forma de imperialismo.

Hay que aceptar como un don de Dios la diversidad de lenguas y culturas. Para la Iglesia, esto quiere decir la imposibilidad de identificarse con un solo pueblo. Y para todos los pueblos, incluso los cristianos, la imposibilidad de identificarse con la Iglesia, de identificarse con el pueblo de Dios. Hay un solo pueblo que, en cuanto tal, es el pueblo de Dios: Israel. La Iglesia está formada por convocados, a partir y dentro de una multitud de pueblos. Creo que esta toma de conciencia, “escrutando el misterio de la Iglesia”, puede ser el fundamento del rechazo de toda la lógica de la sustitución. Se advierte que esta lógica es falsa porque es un error sobre lo que es y lo que puede ser la Iglesia, en el sentido fuerte de la palabra.

Por último, quiero señalar una cuarta diferencia, que me parece importante hoy: es la distinción entre la humanidad y la animalidad. Creo que algunas corrientes ecológicas tienden a borrarla, a considerar que la humanidad no es más que una de las especies animales dentro del conjunto de la creación, que pretende tener un poder exorbitante y que debe renunciar a ese poder. Es absolutamente cierto que se corre el riesgo de que la humanidad estropee la creación por su manera de administrarla. Pero el hombre es, como dice también el Concilio Vaticano II, la única criatura deseada por sí misma: no solamente la humanidad en general, sino cada hombre y cada mujer de este mundo. Y sobre todo, cada hombre y cada mujer es imagen de Dios, y debe respetarse como el conjunto de la humanidad y como el rostro de Dios mismo, que se hizo reconocer en ellos. Yo creo que esta diferencia es absolutamente constitutiva y que quizá tengamos también en común la misión de recordársela a nuestra época.

Somos diferentes de una manera diferente

En un tercer momento, yo diría simplemente que no sólo somos diferentes, sino que somos diferentes de una manera diferente. Como sabemos, se trata de la disimetría de la relación entre judíos y cristianos. No podemos escrutar el misterio de la Iglesia sin descubrir algo del misterio de Israel, como se lee al comienzo de Nostra Aetate. Creo que Israel, por su parte, no tiene la misma necesidad con respecto a la tradición cristiana. Sobre esto, señalaré dos puntos.

El primero es que nosotros, los cristianos, debemos repensar la diferencia cristiana. Y creo que la tradición judía, la experiencia judía puede ayudarnos a hacerlo. Hace un momento hablé de la elección de algunos con vistas a todos, con vistas a toda la humanidad. A la Iglesia le cuesta situarse en el contexto de la elección. Existe una doble tentación: en un extremo, la de un repliegue identitario que muy pronto se convierte en un repliegue sectario, y en el otro extremo, la tentación de una fusión con la humanidad. A veces oigo hablar a mi alrededor de “esa humanidad, finalmente, que es la Iglesia”. Yo creo que debemos ver la diferencia entre la Iglesia y el conjunto de la humanidad. Debemos ocuparnos de la transmisión del mensaje, una transmisión al mismo tiempo familiar y comunitario: sin duda, también en esto tenemos que aprender de la experiencia judía.

El Concilio Vaticano II habla de una Iglesia “signo y medio de la unidad del género humano y de la unión íntima de la humanidad con Dios”. Una Iglesia signo y medio: hablé antes de una Iglesia no coextensiva a la humanidad, una “pequeña Iglesia en el vasto mundo”, pero que tiene algo único para aportar en el servicio a la humanidad, sin diluirse en el conjunto de la humanidad. La Iglesia que es para todos y que es limitada, la Iglesia que es para todos y que muestra su diferencia. Creo que el diálogo judeo-cristiano también debe ayudarnos a volvernos más Iglesia.

El segundo punto concierne al diálogo fraterno que alentaba Nostra Aetate y que, en el camino recorrido desde entonces, ya ha dado frutos: “Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos, y con el diálogo fraterno”. Creo que debemos vivir ese diálogo cotejando nuestras dos tradiciones en su contemporaneidad. En esto reside la fuerza de la expresión de Juan Pablo II, “nuestros hermanos mayores”.

Una tentación de los cristianos es ubicar a los judíos en las generaciones anteriores, hablar de los judíos en tiempo pasado, como si los judíos fueran los contemporáneos de Abraham, los contemporáneos de Moisés, incluso los contemporáneos de Jesús, pero no nuestros contemporáneos. Yo creo que reconocernos como hermanos es reconocernos como de la misma generación. La fraternidad no es obvia: hemos reflexionado mucho sobre ella en una sesión de Davar realizada este verano. La fraternidad se da entre contemporáneos. Creo que los cristianos han empezado a no hablar más de los judíos en tiempo pasado, sino en presente. Sin embargo, en este sentido, todavía tenemos más por explorar y descubrir.

Los judíos y los cristianos leemos la Torah, los Profetas y los Escritos, pero los leemos con interpretaciones diferentes y tradiciones diferentes. Están también la Torah oral y toda la transmisión eclesial, que son contemporáneas, a lo largo de los veinte siglos del cristianismo. Debemos explorar pues nuestras tradiciones en su contemporaneidad y profundidad. Es un trabajo que apenas está comenzando. Tenemos que proponernos esto como programa, a través de los estudios de los académicos, de los especialistas, pero también en la manera en que nuestras tradiciones nos nutren y nos hacen vivir. Creo que una visita como la que hicimos esta mañana a la mikveh del Centro Comunitario Israelita de la Paz, puede ser muy instructiva para los cristianos en lo referente a la vida cotidiana judía, y también de esto podemos hablar.

Creo también que puede enriquecernos descubrir, los unos gracias a los otros, en todo caso los cristianos gracias a los judíos, la pluralidad de nuestras tradiciones. La pluralidad de la tradición judía se manifiesta por ejemplo en la riqueza del Talmud, que registra las opiniones diversificadas de tal o cual rabino. Y eso continúa hasta hoy. La tentación de los cristianos es decir a veces: “Toda la tradición dice que…” Eso casi nunca es cierto. Si sabemos investigar en nuestra propia tradición, también veremos que existe una multiplicidad de enfoques. Sin embargo, siempre tenemos la tentación de tapar esa multiplicidad de enfoques con una especie de unanimidad que en realidad amenaza empobrecer la tradición.

Lo que me impacta también en la tradición judía es que, aunque la mayoría decide, nunca se olvida a la minoría. La minoría permanece. La opinión minoritaria no se descarta completamente. También ella forma parte de la tradición. Creo que esto puede enriquecer también nuestra manera cristiana de leer y de recibir nuestra propia tradición, nuestra propia forma de leer la Escritura.

Explorar la tradición del otro, mediante los enfoques de los especialistas, pero también intercambiando ideas sobre nuestras maneras de vivir. Y además, tomando en cuenta la diversidad de cada una de nuestras tradiciones. Creo que esto también es todo un programa.

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Por último, diría, en una palabra, que debemos redescubrir, como nos invita a hacerlo Nostra Aetate, la dimensión judía de los Apóstoles, de María, pero también, y ante todo, la de Jesús. Jesús es judío. Jesús tiene también la amplitud que le reconoce la tradición cristiana. Pero, en última instancia, Jesús se nos escapa. Jesús es más amplio que todo lo que el cristianismo de ayer y de hoy puede decir de él. Creo que necesitamos la diferencia para explorar nuestra propia fe cristiana. Necesitamos la diferencia judía, necesitamos todas las diferencias que hacen vivir a la humanidad. ¿Quién es Jesús para mí, para usted, quién es Jesús para la humanidad? Aún nos queda por responder esta pregunta.

Editorial remarks

Mons. Francis Deniau es obispo de Nevers y ex presidente del Comité Episcopal Francés para las relaciones con el judaísmo.

Traducción del francés: Silvia Kot