El imperativo interreligioso
Jonathan Sacks
Una conferencia del rabino Dr. Sacks, gran rabino del Reino Unido, en un Encuentro General Anual del Consejo de Cristianos y Judíos (CCJ) en Londres, Inglaterra.
Una deuda de infancia
Quiero agradecerles especialmente por permitirme pagar una deuda que he contraido hace mucho tiempo, cuando era niño.
Déjenme explicarles. Crecí, para expiar mis pecados, en Finchley. Y mis padres, muy sabios, decidieron que sus cuatro hijos podían ir a cualquier escuela que eligieran, con una sola condición: que no estuviera a más de cinco minutos de caminata de nuestra casa. Yo era el mayor, y ellos me conocían muy bien. Hasta el día de hoy, soy la única persona que conozco que puede perderse cruzando una calle. Pero eso no dejaba demasiadas opciones. Sólo había dos escuelas que quedaban a cinco minutos de marcha, una primaria y una secundaria. Y así fue como este particular rabino ortodoxo se educó en la escuela primaria St Mary, Finchley, una escuela incorporada a la iglesia local, y en el Christ’s College, que no era precisamente un seminario rabínico.
Ahora bien: sería razonable preguntar en qué forma reaccionaron niños como nosotros, de un hogar judío ortodoxo, a esa clase de experiencia educativa, en la que el ambiente religioso era muy diferente de las enseñanzas que adquiríamos en casa y en la sinagoga.
Y la respuesta es muy simple. Crecimos entre maestros que valoraban su religión, y como resultado de ello, aprendimos a valorar la nuestra. Tomamos conciencia de nuestra diferencia, pero esa diferencia era respetada. Interactuando con nuestros maestros y nuestros compañeros de clase, aprendimos esa verdad fundamental promulgada una y otra vez a través de la historia: que las personas que están cómodas en su propia fe, seguras de sus creencias y de su propio patrimonio religioso, no se ven amenazadas por otra fe, sino que, por el contrario, la respetan y son enriquecidas por ella.
En suma, a una edad muy temprana, aprendí cómo el encuentro entre cristianos y judíos podía beneficiar a ambas tradiciones. Enseñándonos el orgullo de nuestro propio patrimonio y la humildad frente a otro. Esa me parece la gran verdad sobre la que se basa el Consejo de Cristianos y Judíos. Y desearía ofrecer esta noche mis observaciones como una suerte de agradecimiento diferido a aquellos primeros maestros de mi infancia.
Religión: ¿causa de conflicto o de reconciliación?
Pero –y ahora llego al punto crucial– ¿cuántas personas comparten todavía esta visión?
Veinte o treinta años atrás, la respuesta podía haber sido: muchas. Hubo un tiempo, creo que alcanzó su punto máximo en los años 60, cuando la palabra "interreligioso" estaba en boca de mucha gente, cuando parecía que el diálogo traería una transformación substancial en las relaciones entre las grandes religiones del mundo.
Fue como si hubiéramos estado a punto de ingresar a una nueva era de entendimiento interreligioso. Los teólogos, y no sólo los teólogos, sino también el sentimiento popular, parecían percibir que habíamos estado separados durante demasiado tiempo. Por siglos, incluso milenios, las religiones se habían considerado dueñas de verdades exclusivas y caminos únicos de salvación. Cada una de ellas afirmaba su propia fe negando la integridad de las otras. Especialmente la relación entre el judaísmo y el cristianismo había estado cargada de tragedia. Y cuando siglos de recelos, hasta de hostilidad, alcanzaron su devastador climax en el Holocausto, los hombres y las mujeres de fe supieron en sus corazones que ahora debía nacer otra clase de entendimiento. Y así, en un histórico gesto de reconciliación, cristianos y judíos comenzaron a tenderse la mano, decididos a transformar una historia de alienación en un legado de amor.
Fue, y así se verá mirándolo retrospectivamente, una empresa heroica. Pero el mundo cambió, y en algunos aspectos, no para mejor. Hoy el futuro parece más sombrío que hace veinte o treinta años. En el judaísmo, el cristianismo, el Islam y otras religiones mundiales, la voz de la tolerancia y la moderación parece haber enmudecido, insegura de sí misma. Los que dicen representar la autenticidad religiosa son los mismos que, en términos generales, rechazan el diálogo, el acuerdo y el pluralismo, y en vez de eso hablan de autoridad, exclusividad y fundamentos intransigentes de la fe. Como resultado de ello, en el mundo contemporáneo, la religión volvió a convertirse en un escenario de conflicto antes que de reconciliación.
En el caso especìfico del encuentro judeo-cristiano, hubo tensiones por ambas partes. Los judíos tenían un sentimiento de inquietud. Ellos hacen las siguientes preguntas: ¿aceptaron plenamente las Iglesias la centralidad que tiene el Estado de Israel para la conciencia judía? ¿Entendieron qué significa la seguridad para un pueblo que debió enfrentar cara a cara al ángel de la muerte en Auschwitz, y no encontró ni un solo centímetro en el planeta tierra que fuera su refugio y su hogar? ¿Reflexionaron bastante sobre el dolor causado por el convento en Auschwitz, un dolor cuyas dimensiones son demasiado profundas para que pueda analizarlo aquí? ¿Comprendieron las Iglesias la particular violación de la sensibilidad judía que representa la actividad misionera dirigida hacia judíos solos o vulnerables? Más profundamente: ¿ha llegado a aceptar plenamente la teología cristiana la vitalidad actual de la vida judía, el milagroso resurgimiento judío religioso y nacional después del Holocausto, el hecho de que Am Israel Chai, el Pueblo de la Alianza está vivo?
Hablo esta noche como judío. Pero un cristiano mostraría sin duda otra perspectiva, y daría su propio testimonio sobre el dolor desde el otro lado de estas relaciones. A los cristianos podrá parecerles a veces que el Estado de Israel es un dilema, no sólo un logro. ¿Cómo pueden las reivindicaciones judías y palestinas coexistir y resolverse? ¿Cómo pueden convivir en Israel valores militares y religiosos? ¿Puede haber una ética religiosa no de falta de poder, sino de poder? ¿No debemos ofrecer nuestros corazones a los palestinos como ellos lo hicieron una vez con los judíos? Y en cuanto al Holocausto, ¿no habrá pasado para nosotros el tiempo del recuerdo, para dar lugar a un tiempo de perdón? ¿No habrá una implacable crueldad en llevar a juicio a criminales de guerra envejecidos, cuarenta años después de los sucesos? Como judío, debo oír esa voz y ese dolor, y saber que expresan inquietudes cristianas sinceras.
Pero es un error considerar estas tensiones aisladamente. Porque son parte de un cambio mucho más profundo en la conciencia religiosa. Permítanme explicar lo que quiero decir en términos de una imagen que todavía puedo reconstruir vívidamente.
¿Recuerdan el gran huracán que arrasó el sur de Inglaterra hace algunos años? Como judíos, recordamos la fecha, porque tuvo lugar la noche de una de las fiestas más grandes del año judío, Simchat Torah, el día del gozo en la Torah. Nuestra familia estaba en el West End de Londres en ese momento, porque mi sinagoga está muy próxima al Hyde Park. Poco antes del amanecer, salí a ver qué había pasado. La escena de devastación era extraordinaria. Había silencio: no había nadie más allí todavía, y el viento había cesado. Pero por todas partes se veían enormes árboles arrancados de raíz, ramas tiradas por las calles. El orden del parque había sido reducido al caos. Y cuando el sol se alzó sobre ese paisaje desolado, por un momento pareció el fin del mundo.
Y entonces se me ocurrió una idea terrible. Era justamente en momentos como ése cuando nuestros antepasados veían a Dios. ¿Acaso no dice el Salmo –el que la tradición rabínica asocia a la entrega de la Torah–: "La voz del Señor desgaja los cedros del Líbano... La voz del Señor estremece las encinas y las selvas descuaja" (Salmo 29, 5-9)? Dios no sólo estaba en la voz susurrante que le habló a Elías. También estaba en el poderoso viento del este que dividió el Mar Rojo. Estaba en el terremoto que se tragó a Korach. Estaba en la erupción volcánica que barrió a Sodoma y las ciudades de la llanura. Estaba en la tempestad que amenazó hundir el barco de Jonás.
Y recordé también ese momento cuando empezó el caso de Salman Rushdie. Hablé sobre eso en la radio. Dije que durante los dos últimos siglos en Occidente, habíamos visto a Dios en el orden del jardín, y no en el poderoso viento que destroza el jardín. Lo habíamos visto en la fe apacible, no en el fuego y el trueno y el huracán. El caso Rushdie nos tomó por sorpresa porque habíamos excluido de nuestra imagen de religión toda una esfera de pasión que no se aviene a la moderación ni a la tolerancia. Recordábamos que Dios le habló a Elías en un susurro. Habíamos olvidado que le habló a Job desde el seno de la tempestad.
Y en esto reside el problema. La gran conversación entre religiones, que alcanzó el máximo de sus aspiraciones en la década de 1960, se desarrolló sobre un conjunto de supuestos que tenían su raíz en la Ilustración. Salíamos gradualmente de un mundo movido por la tradición hacia una sociedad construida sobre la racionalidad. Salíamos, lenta pero inexorablemente, de las identidades particulares de las religiones particulares hacia una concepción más universal de la sociedad. La sociedad se estaba secularizando, como decían los sociólogos. La creencia religiosa era fuerte todavía, pero se estaba volviendo más marginal en nuestras decisiones públicas. La pasión y el prejuicio desaparecían gradualmente, y en su lugar dominaban la razón y la moderación. En ese escenario, los amargos conflictos religiosos del pasado parecían realmente cosas del pasado. Era un tiempo de reconciliación.
Pero no funcionó así. Casi inmediatamente, una nueva clase de religiosidad empezó a surgir, o resurgir, en el cristianismo, el judaísmo, el Islam y algunas otras religiones del mundo. Resultó que la secularización había fallado en responder a nuestras necesidades más básicas, la necesidad de un sentido y una identidad personal. Y el camino hacia el sentido y la identidad está en tradiciones religiosas sumamente particulares. Y así empezamos a ver, y nos hicimos cada vez más conscientes de ello, profundos renacimientos religiosos, construidos sobre una intensa oposición a los supuestos del mundo moderno. Los críticos lo llaman fundamentalismo, una palabra que no me gusta, porque agrupa a fenómenos tan diferentes bajo una misma denominación. Pero siguieron diversas cosas, y se volvieron cada vez más evidentes con el transcurso de los años.
En primer lugar, la religión, lejos de ser una fuerza de reconciliación, se volvió un campo de batalla de algunos de los más feroces e insolubles conflictos del mundo contemporáneo. En segundo lugar, la clase de religión que tiene un verdadero poder sobre las vidas de sus seguidores tiene un carácter cada vez más exclusivista y de confrontación. En tercer lugar, la teología que habla de tolerancia y apertura y diálogo con el mundo moderno es vista por muchos creyentes en busca de sentido, verdad e identidad, como una teología de compromiso que carece de contenido y autenticidad. Y el resultado es que hoy, los más apasionados creyentes religiosos de las diferentes religiones, están más preocupados por su propio destino que por nuestro destino colectivo. El paciente, conciliador y constructivo trabajo de un organismo como el CCJ llega a parecer cada vez menos indicativo de las verdaderas preocupaciones religiosas de la gente.
Reafirmar el imperativo interreligioso
Creo, pues, que al encontrarnos frente a una nueva década, debemos empezar a reafirmar el imperativo interreligioso en términos más enérgicos. No debemos verlo solamente como un gesto de buena voluntad llevado a cabo por hombres y mujeres de liberalismo y visión excepcionales, sino como un conjunto de axiomas religiosos que deben ser confrontados por todos los creyentes. Permítanme ahora intentar sentar las bases de tal afirmación, construida en términos sobre los que espero que podamos coincidir. Como judío que habla desde la tradición judía, ¿qué me impele a entrar en conversación con hombres y mujeres de otra fe? ¿Por qué no puedo sustraerme a ese encuentro? Si puedo responder esta pregunta, habré provisto las bases para el trabajo del CCJ, no sólo entre judíos interesados en el cristianismo, sino entre judíos que simplemente están interesados en el judaísmo. Si puedo responder esa pregunta, habremos dado un impulso al encuentro interreligioso que va más allá de un estado de ánimo momentáneo, y llega hasta las raíces de la fe. En una palabra: si podemos responder esa pregunta, podemos dirigirnos incluso a la persona que todavía no sintió la necesidad del encuentro y la reconciliación.
Y es una pregunta que podemos responder. Veamos de qué modo.
Primero: recordemos algo quea menudo olvidamos. Los libros de Moisés ordenan, en un momento trascendental, ve-ahavta lereacha kamocha. Amarás a tu prójimo como a ti mismo; o como lo entienden algunos comentaristas, amarás a tu prójimo porque es parecido a ti mismo. Ese mandamiento ha sido tomado con frecuencia como la base misma de la moral bíblica; pero me animo a sugerir que no lo es. Solamente en una oportunidad se nos manda amar a nuestro prójimo. En innumerables oportunidades –los rabinos calcularon treinta y siete–, se nos ordena amar, no a nuestro prójimo (próximo), sino al extranjero: ve-ahavtem et hager. Y el extranjero no es alguien a quien amamos porque se nos parece. El extranjero es alguien a quien amamos precisamente porque no se nos parece.
Una y otra vez la Biblia judía destaca, como lo hace el Nuevo Testamento, que no somos juzgados por la manera en que actuamos con los que son como nosotros, sino por cómo actuamos con los que decididamente no son parecidos a nosotros, y que incluso pueden cuestionar todo lo que nosotros sostenemos. La tradición judía dice que Abraham fue un hombre más importante que Noé. ¿Por qué? No porque Noé no fuera justo: la Biblia lo llama un hombre justo, único en su generación. Entonces, ¿por qué era Abraham más grande que Noé? Porque Noé, dicen los rabinos, sólo salvó a su propia familia cuando el mundo se sumergía. Abraham no era así. Abraham libró una guerra y luego pronunció una dramática plegaria para salvar a los habitantes de Sodoma, un pueblo al que la misma Biblia llama extremadamente malvado. Los místicos judíos formularon una vez una pregunta fascinante. Preguntaron por qué la chassidah, la cigüeña, era un animal impuro. Tiene un nombre tan hermoso. Chassidah significa: la compasiva. ¿Cómo es posible que un pájaro llamado compasión sea impuro? Y respondieron: ¿por quién muestra compasión la chassidah? Sólo por los suyos. Compasión por los propios solamente, no es compasión.
Mi primer punto es, pues, que nuestra misma tradición religiosa nos enseña que somos juzgados por la manera en que actuamos hacia los que no son de nuestra tradición.
Segundo: ¿no es acaso ésta la manera en que el propio Dios actúa? Hay un aspecto del libro del Génesis que a menudo es descuidado por los pensadores y comentaristas religiosos. Se lo suele omitir o se lo considera demasiado desconcertante como para encontrarle una respuesta. Dos veces nos presenta el libro del Génesis un drama de selección, de elección divina. Isaac es elegido e Ismael no lo es. Jacob es elegido y Esaú no lo es. Y así llegamos a la idea del pueblo elegido, y a la idea cristiana de un nuevo Israel que sustituye al antiguo: ambas son doctrinas que, de una u otra manera, nos han hecho reflexionar mucho y nos han causado mucho dolor.
Pero ¿con quién simpatizamos cuando leemos la Biblia? Leamos atentamente el texto y veremos, sin la menor sombra de duda, que nuestro corazón se inclina hacia Ismael, no hacia Isaac, y a Esaú, no a Jacob. Una y otra vez, mediante toda clase de recursos narrativos, la Torah nos dice que Ismael y Esaú también son bendecidos y amados por Dios. Ellos tienen su propio modo de favor divino. Desde el punto de vista de la Biblia, hay una elección, pero no hay rechazo. Entonces, ¿cómo podemos decir, como judíos o como cristianos, que los que están fuera de nuestras tradiciones de fe son rechazados, sustituidos, no salvos, no redimidos? La Biblia misma, y no alguna interpretación liberal de la Biblia, nos obliga a aceptar la perturbadora realidad de que aunque haya un solo camino elegido por Dios, hay muchos caminos amados por Dios y bendecidos por Dios. Y nuestra fe debe encontrar un espacio para ese hecho.
Tercero: justoantes de empezar a hablar de Abraham y el pueblo de la alianza, la Biblia relata un episodio extraño y enigmático: la historia de la torre de Babel. Por supuesto que en líneas generales entendemos la moraleja de la historia. La gente se reunió para construir una torre que llegaría hasta el cielo; pero su lugar apropiado es la tierra. Fueron culpables de hybris: fueron castigados por nemesis. La historia, como sabemos, es una sátira sobre las pretensiones de la civilización babilonia, sobre la humanidad que cree que al poseer el dominio técnico, puede llegar a ser como Dios.
Pero nada de esto explica el tema central de la historia: que después de Babel, el mundo se divide en muchos idiomas, y que hasta el fin de los días no hay ningún idioma universal único.
Sin duda, Babel es el prefacio esencial de la historia de Abraham. De otro modo, habríamos entendido que la alianza con Abraham era universal como la alianza con Noé; que se aplicaba a toda la humanidad, que expresaba una verdad religiosa universal. Pero no lo hace. Así como después de Babel no hay un idioma universal único, tampoco hay una cultura universal única, ni una tradición universal única ni una fe universal única. La fe de Abraham dejaba lugar para otras maneras de servir a Dios, así como el idioma inglés deja lugar para el francés, el español y el italiano.
Hemos empezado a entender en el mundo moderno que la fe es como el idioma. Hay muchas, y ninguna es reductible a otra. Para poder expresarme, debo adquirir dominio de mi propio idioma. Si no poseo un idioma, podré tener sentimientos, pero seré completamente incapaz de comunicarlos. Pero tenemos que reconocer, como siempre lo hicimos estéticamente y ahora comercialmente también, que si solo sabemos un idioma, el alcance de nuestra comunicación será muy limitado. Si en esta época no conocemos el lenguaje de la computación, difícilmente podremos comunicarnos con nuestros hijos. Y si no podemos hablar francés o alemán, no podremos negociar efectivamente con nuestros competidores comerciales.
Una fe es como un idioma. Sólo puedo sentirme en casa en mi propio idioma, sólo puedo sentirme en casa en mi propia fe. Las verdaderas conversiones son escasas. Pero no estoy amenazado por la existencia de otros idiomas: por el contrario, cuantos más idiomas puedo hablar, más me puedo comunicar con otros, y más me enriquezco. Creer que nuestra fe es la única realidad religiosa que existe, es una actitud parecida a la del turista de otros tiempos que creía que podía comunicarse con los españoles hablando en inglés en voz muy alta y muy lentamente. Después de Babel, la realidad religiosa, como la realidad lingüística, es ineludiblemente plural.
Cuarto: hemos llegado a entender muy dramáticamente en estos días la idea de la ecología. Todos somos verdes en estos días. La única cuestión es si somos verdes conservadores azules, verdes laboristas rojos, verdes liberal-demócratas amarillos o verdes verdes de sangre roja auténticamente azul. Y la ecología es una idea muy fuerte. Sugiere que todos estamos afectados por las acciones de los demás, por la gasolina que usamos o el aerosol que compramos. Nos dice que un acto que podría justificarse desde una estrecha perspectiva económica, podría ser desastroso desde una perspectiva ambiental más amplia. Nos dice que las especies de vida animal y vegetal que parecerían estar en conflicto, en realidad se sostienen mutuamente, y destruir una puede afectar todo el equilibrio ecológico.
Lo que nos enseña la ecología es lo que decía John Donne mucho tiempo atrás, repitiendo una profunda tradición judía y cristiana: que ningún ser humano es una isla, completo en sí mismo; y no sólo el ser humano, sino tampoco los animales y las plantas.
Pero así como hay una ecología en la naturaleza, también hay una ecología social. Hubo un tiempo, no hace tanto, cuando en general las religiones y las culturas podían vivir a una segura distancia unas de otras, como si realmente fueran islas completas en sí mismas. Hoy ya no existe tal distancia. Caminemos por las calles, y nos cruzaremos con una docena de diferentes culturas y media docena de idiomas. Nuestra economía, nuestra política, se ven afectadas por las acciones de un centenar de diferentes países. Nuestra misma supervivencia depende de que diferentes poderes tomen la decisión de no usar armas nucleares o químicas. Si entramos a un avión o a un comercio, sabemos que el terrorismo puede involucrarnos de pronto en disputas que probablemente tengan lugar a miles de kilómetros de distancia. La interconexión es ahora inevitable. La modernidad ha arrojado lo totalmente otro dentro de nuestras vidas.
Ahora bien: el judaísmo reconoció hace mucho tiempo la existencia de lo que llamo ecología social. Desarrolló la idea de darkhei shalom, los caminos de la paz. Darkhei shalom no es en el judaísmo un sentimiento piadoso: es un factor significativo de la ley y la toma de decisiones. Sostiene que los deberes básicos que tengo hacia los miembros de mi comunidad de fe, también los tengo hacia los de afuera; no porque compartamos una fe, sino porque compartimos un ambiente, una sociedad, y debemos ser capaces de convivir si simplemente queremos poder vivir. La fe exige a veces una acción radical e intransigente. Pero darkhei shalom me dice que debo ejercer el control y la moderación si no quiero destruir el medio social en el que vivo junto con los que tienen una fe diferente. Darkhei shalom es un principio ecológico que nos dice que vivimos en un mundo de complejas interdependencias, y debemos ejercer a veces el autocontrol para preservar ese mundo.
Por último, desde luego, la propuesta más importante de todas. Antes de que existieran las religiones, antes de que existiera la fe, incluso antes de que existieran los seres humanos, Dios enunció la todavía formidable verdad de la situación humana: naaseh adam be-tsalmenu, hagamos al hombre a nuestra imagen. Y sobre esta frase los sabios de la Mishnah hicieron un comentario fascinante. Cuando los seres humanos crean cosas a una sola imagen, resultan todas iguales. Dios hace a la humanidad a una sola imagen, y sin embargo cada ser humano es único.
Una fe basada sobre la Biblia tiene que aceptar las extraordinarias implicancias de esa observación. Todos tenemos una gran dificultad en reconocer la integridad, la santidad de los que no están hechos a nuestra imagen, de quienes tienen una fe, una tradición, una cultura y un idioma diferentes a los nuestros. Pero se nos dice, y debemos esforzarnos por entenderlo, que el totalmente otro, hombre o mujer, que no está hecho a nuestra imagen, está hecho a imagen de Dios.
Tenemos que coexistir
He intentado mostrar, de esta sencilla manera, cómo un judío, simplemente a través de su compromiso con el judaísmo, se abre a las realidades de un mundo plurirreligioso, y mi argumentación no se apoya en ocultas premisas liberales o modernistas que podrían ser rechazadas, como quien dice, por un extremista religioso. La teología cristiana encontrará su propio camino para llegar a estas conclusiones. Pero debemos llegar a ellas. Porque si tenemos que coexistir en un mundo de creciente intolerancia religiosa, deberemos encontrar un imperativo interreligioso que no hable con voz susurrante, sino desde el seno de la tempestad.
Y tenemos que coexistir. Porque el mundo moderno nos ha reunido urgentemente con este supremo desafío religioso. ¿Podemos preservar la libertad de vivir de una manera sin molestar ni ser molestados por los que viven de otra manera? ¿Podemos respetar las necesidades y los derechos de los que no son como nosotros, como lo hacemos con los que lo son, y podemos asegurar el futuro de este planeta tierra cuyos guardianes somos todos, en forma conjunta? En esta decisiva empresa, el trabajo del CCJ es como un faro que señala el camino. Por él y por nosotros, deseo que en la próxima década tenga éxito, apoyo y bendición.