Juntos recordamos y confiamos en ustedes

Texto del discurso pronunciado por el presidente de la Conferencia Episcopal de Francia, en el Memorial de la Shoah de París, el 20 de enero de 2022, en el 80° aniversario de la Conferencia de Wannsee.

Queridos amigos: permítanme dirigirme esta mañana en primer lugar a los jóvenes que están aquí, a ustedes, que pertenecen al último año del liceo católico Francs-Bourgeois La Salle y a un primer año de la escuela Georges Leven de la Alliance Israélite Universelle. Les agradezco a las autoridades de ambos establecimientos, que han decidido hacerlos participar de esta conmemoración y a quienes los acompañan, y les agradezco a todos ustedes por haber aceptado venir.

Quizá valga la pena que me presente. Les hablo como obispo católico, en este caso, arzobispo de Reims, pero sobre todo como presidente de la Conferencia Episcopal de Francia, elegido por los obispos católicos de Francia para organizar su trabajo común y representarlos. Por lo tanto, a través de mí, se dirige a ustedes la Iglesia Católica de Francia, como hablará luego el pastor Clavairoly en nombre de la Federación Protestante de Francia, porque ustedes representan a las futuras generaciones, el futuro de nuestro país. Lo hacemos en presencia del gran rabino de Francia, del presidente del Consistorio Israelita de Francia y de otros dirigentes judíos, a quienes agradezco que nos permitan vivir juntos este tiempo de memoria.

¿Qué recordamos? Jacques Fredj, presidente del Memorial, nos lo dijo. Recordamos la reunión que se llevó a cabo en Wannsee, cerca de Berlín, en enero de 1942, durante la cual autoridades nazis organizaron la “Solución Final” decidida por Hitler. La Shoá, es decir, el exterminio del pueblo judío a escala de toda Europa, no fue el resultado de una fatalidad ni de un ataque de locura que habría sufrido una parte de la humanidad. Provino de una decisión bien meditada, una decisión cuyas modalidades de realización fueron cuidadosamente determinadas para que fueran lo más eficaces posibles. Aun cuando es probable que las modalidades planeadas en Wannsee no se aplicaran, ese día marca la concentración de actividades y fuerzas con vistas a un objetivo que sí se puso en práctica en forma implacable. Unos hombres –en este caso, no había mujeres allí– quisieron planificar, establecer y pensar minuciosamente todas las etapas de las redadas a los judíos y de su transporte, de los métodos para su matanza y la destrucción de los cuerpos, e incluso de la recuperación de los más pequeños objetos de valor que pudieran llevar, sobre el modelo de los procedimientos industriales, en un esfuerzo por hacer desaparecer toda percepción de la humanidad de esas personas, sin exceptuar a los niños, a quienes habían decidido eliminar para siempre. Se utilizaron todos los recursos de la razón organizadora y planificadora para llevar a cabo esa obra de muerte.

Un día, aquel día, en un lugar bien concreto, en la calidez de una hermosa casa de campo, unos seres humanos planearon en todos sus detalles la destrucción de una parte de la humanidad, y seguramente era la primera vez que se hacía tan fríamente algo así. Fue en el transcurso de una sesión de dos horas. Dos horas que llevaron a seis millones de muertos.

La parte de la humanidad a destruir era el pueblo judío, y no por casualidad. Por ser el pueblo de la Alianza, destruirlo era destruir todo lo que les recuerda a los seres humanos que no están a merced de los demás, que no son intercambiables, que cada uno tiene una dignidad infinita que se impone a todos los demás.

Tenemos el deber de recordarlo, nosotros los cristianos, porque esa manera de pensar llegó a ser posible por una larga cultura del desprecio, por una costumbre de desconfianza, a veces de odio, en gran parte por la difusión, durante siglos, de sospechas, acusaciones y relatos irracionales nunca verdaderamente desmentidos, además de presuntas justificaciones sociales o económicas de ese desprecio y de ese miedo latente, y también, hay que reconocerlo, por concepciones religiosas y teológicas que provocaban ese desprecio y alimentaban las iras y los miedos.

Lo que se produjo era inimaginable y tuvo lugar. Podría volver a producirse, si no prestamos atención. Pero no se trata solamente de condenar actitudes y acciones. Debemos aprender a curarnos de todo antisemitismo.

Debemos recordar aquello porque ese proceso de exterminio tuvo sus cómplices. Consiguió la colaboración activa o pasiva de miles de personas en toda Europa que se las arreglaron para no ver nada ni oír nada, o que fingieron no ver nada ni oír nada, y que se convencieron a sí mismas de que no podían hacer nada y ni siquiera decir nada.

Lo recordamos también porque, frente a las redadas, frente a los campos de concentración, hombres y mujeres–y hubo aquí una gran cantidad de mujeres– se alzaron contra ese proyecto de muerte, actuaron, en mayor o menor medida, para salvar a mujeres, niños y hombres que conocían o no conocían, arriesgando a menudo su propia vida. Son las personas a las que el Memorial Yad Vashem honra con el título de “Justos entre las Naciones”.

A ustedes, los jóvenes que están con nosotros en esta mañana, seguramente estos hechos les parecen lejanos. Lo son, pero entre nosotros se encuentra la señora Esther Sonet, sobreviviente de los campos de exterminio, a quien saludo con emoción. Su presencia señala que la época de esos horrores no está tan lejos, pero su edad marca que los hechos que mencionamos se van alejando en el tiempo. La memoria de esos actos, de esas decisiones, de esos cálculos, nos es entregada a nosotros, que nacimos después de todo aquello. Sin embargo, lamentablemente, esos hechos siguen siendo posibles. Se acercan a nosotros cada vez que nos convencemos de que somos indemnes a toda complicidad, cada vez que cedemos a un insulto, a una palabra que encierra a otro en el color de su piel, la forma de su nariz, su religión, su falta de religión o su etnia, como si saliera entonces de la común humanidad.

Un día, en Wannsee, se organizó lo inimaginable: seres humanos se propusieron destruir a la humanidad. Y a partir de ese momento, ese plan se ejecutó en una forma metódica e implacable. Sin embargo, esa decisión no pudo cumplir su objetivo. Muchos hombres y mujeres se alzaron para oponerse a ella: católicos, protestantes, sin religión, ateos, comunistas, simplemente seres humanos, en nombre de la humanidad común y en nombre de su esperanza en algo más grande que la humanidad. Todos ellos han hecho posible que estemos aquí reunidos, católicos, protestantes y judíos, unidos en una memoria común y en la determinación de luchar dentro de nosotros y alrededor de nosotros contra todo lo que llevó a la decisión de Wannsee y lo que hizo que algunos hombres creyeran hacer historia organizando científicamente semejante aniquilamiento.

Queridos amigos: ustedes son jóvenes. Están llenos de proyectos y sueños. Desean ocupar cuanto antes su lugar en la construcción del mundo, en colaboración con las generaciones que los precedieron, y también por ustedes mismos. Esta mañana, nosotros les imponemos mirar con nosotros un pasado aterrador. No lo hacemos para quebrar en ustedes el impulso de vida. Al contrario: queremos mostrarles nuestra confianza. Y todos ustedes juntos pueden estar cada vez mejor del lado de los justos, del lado de quienes eligen servir a la vida de todos. Ustedes lo hacen cada vez que se resisten a participar en una burla generalizada, cada vez que consuelan a alguien que ha sido víctima de injurias, cada vez que se interponen entre sus camaradas que se acusan mutuamente. Queremos transmitirles nuestra común convicción de que Dios, el Dios de la Biblia, es decir, el de las Sagradas Escrituras de Israel y también de los Evangelios y las Cartas de los Apóstoles, es el Dios que se acuerda, el Dios que no olvida, no para destruir y condenar, sino para salvar a cada ser humano y, en primer lugar, a los humillados, y para llevar a la plenitud lo que debe ser llevado a ella. Dios, el Dios vivo, cuenta con todos nosotros para que sirvamos a la fraternidad reconociendo la dignidad singular del pueblo que desciende de Abraham. Queremos encomendarles, a ustedes que terminan su formación secundaria y se preparan para convertirse muy pronto en adultos, la misión de conservar la memoria del pasado con la esperanza de que Dios siempre hace que surjan artífices de verdad y paz, guardianes de la dignidad de cada ser humano. Sean los colaboradores de Dios.

Juntos recordamos y confiamos en ustedes.

¡Que Dios los bendiga!

Editorial remarks

Monseñor Eric de Moulins-Beaufort fue ordenado sacerdote en 1991. Fue profesor en la Facultad Notre-Dame (París), secretario particular y luego obispo auxiliar de monseñor André Vingt-Trois (diócesis de París). Es arzobispo de la diócesis de Reims desde 2018 y presidente de la Conferencia Episcopal de Francia desde 2019, por un mandato de tres años.
Fuente: Servicio Nacional para las Relaciones con el Judaísmo (SNRJ) de la Conferencia Episcopal de Francia: https://relationsjudaisme.catholique.fr/
Traducción del francés: Silvia Kot