¿Cuándo empezó el cristianismo?

El profesor Klaus Wengst profundiza esta pregunta, y encuentra la respuesta en el momento en que el cristianismo comienza a considerarse a sí mismo como un grupo independiente, delimitado y opuesto al judaísmo.

¿Cuándo empezó el cristianismo?

Klaus Wengst

Al plantear la pregunta: “¿Cuándo empezó el cristianismo?”, es sorprendente la naturalidad con que suelen usarse, hablando del Nuevo Testamento y su tiempo, las expresiones “cristianos”, “primeros cristianos” o “cristianismo temprano o primitivo”. A veces se oye decir que “los primeros cristianos eran judíos”. Pero esta es una frase muy complicada. Efectivamente, todos ellos eran judíos. Pero ¿eran también cristianos?

Con qué no empezó el cristianismo

El cristianismo se refiere a Jesús de Nazareth. Pero no empezó con él. Jesús fue judío. Nació como judío, vivió como judío y murió como judío. Si se lo define como fundador del cristianismo, entonces fue un fundador que perteneció durante toda su vida a una religión diferente de la que se supone que fundó. Su muerte en la cruz, con la inscripción “Rey de los judíos” como causa de su ejecución, muestra que el poder romano, en la persona del prefecto Poncio Pilato, lo ajustició como agitador judío. Esto es un hecho, aunque los romanos no hayan entendido su actuación. Los Evangelios representan a Jesús como un judío que vivió en un contexto judío y pocas veces tuvo contacto con no judíos. Lo muestran a veces en conflicto y a veces en consenso con otros grupos judíos. Quien interprete al Jesús que aparece en los Evangelios, fuera del judaísmo -o como si hubiera trascendido o superado al judaísmo, o hubiera roto con él- sólo podrá hacerlo si ignora, desprecia o malinterpreta las fuentes judías. Esto ya está ampliamente aceptado: Jesús era judío.

Pascua y Pentecostés

Si el cristianismo no empezó con el Jesús histórico, ¿podemos decir que empezó con el Jesús resucitado del testimonio y la fe? ¿Es decir, con la Pascua? ¿O por lo menos -según el Libro de los Hechos- con Pentecostés? Pero cuando Simón Pedro, a través de una ilustrativa aparición, llegó al convencimiento de que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos, ¿pensó acaso: “entonces desde ahora ya no soy judío, sino cristiano”? Hacer esta pregunta ya significa negarla. Él y los demás eran judíos que no sólo alababan a Dios por haber creado el cielo y la tierra, y por haber sacado a Israel de Egipto, sino también por haber resucitado a Jesús de entre los muertos, y por lo tanto consideraban que Jesús era el Mesías. La especial importancia que el grupo daba a “los Doce” muestra su convicción de que representaban al Israel de los últimos tiempos, que creían ya iniciados. En este sentido, es también significativo que según los relatos, todo esto transcurrió en Jerusalén, cuando muchos de ellos, especialmente los dirigentes, provenían de Galilea.

Este grupo mesiánico existió en Jerusalén como un grupo más entre otros hasta el comienzo de la guerra entre los judíos y los romanos. Que era considerado como un grupo judío también por otros judíos puede verse en un informe del historiador judío Flavio Josefo. Él describe una situación posterior a la muerte del procurador romano de la provincia de Judea, Festo, y anterior a la asunción de su sucesor Albino (en el año 62 o, según nuevos cálculos, dos años antes). Durante tres meses hubo un vacío de poder. Un joven y enfervorizado gran sacerdote saduceo aprovechó la oportunidad para llevar a personas que no le agradaban ante el Sanhedrin, condenarlas y lapidarlas. Entre los ejecutados, Josefo nombra sólo a uno: Santiago, el hermano de Jesús, el llamado Mesías”. Luego señala que quienes eran más observantes de las leyes (una manera en que se refiere repetidamente a los fariseos) protestaron contra esa conducta del sumo sacerdote ante el rey Agripa II y el siguiente gobernador. Eso provocó la inmediata destitución del sumo sacerdote. Josefo, que escribió treinta años después de los hechos, los expone como un conflicto interno judío, y deja en claro que el grupo de creyentes en el Mesías tenía fuertes oponentes en los saduceos, pero no en los fariseos.

Esteban

En la Iglesia, se considera a Esteban como el primer mártir cristiano. Pero, ¿fue Esteban un “cristiano”? Pertenecía al grupo de los “helenistas”, es decir, los judíos grecoparlantes de Jerusalén, que creían en Jesús como Mesías. Lucas muestra esto en Hechos 7 y 8, en el marco de una controversia interna judía. Hay algunos judíos que se enfrentan, no a “cristianos”, sino a otros judíos, cuya característica principal es que consideran a Jesús como el Mesías, y esto tiene consecuencias que provocan vehementes confrontaciones. La muerte de Esteban es descripta como un tumultuoso linchamiento masivo.

Pablo

Por su parte, Pablo, como judío, no fue “un perseguidor de cristianos” y, como predicador del evangelio de Jesucristo, no fue un “cristiano”. Antes de su llamado, implementaba medidas intrasinagogales de castigo contra otros judíos. Su experiencia de Damasco tampoco lo hizo pensar “desde ahora ya no soy judío, sino cristiano”. Pablo nunca usa esta palabra. Desde luego, experimentó un cambio, pero fue un cambio de un judío definido farisaicamente a un judío que creía en el Mesías. Pablo jamás renunció conscientemente a su judaísmo. Como lo hacen otros predicadores, también él subraya su judeidad: “¿Ellos son hebreos? Yo también lo soy. ¿Son israelitas? Yo también. ¿Son descendientes de Abraham? Yo también” (2 Co 11,22). “Yo mismo soy israelita, descendiente de Abraham y miembro de la tribu de Benjamín” (Rm 11,1). Dice de sí mismo y de Simón Pedro: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no pecadores venidos del paganismo” (Gal 2,15). Expresa enfáticamente el vínculo con los de su propio pueblo judío que no creen en Jesús como Mesías (Rm 9,1-3), y los llama sus hermanos, una expresión que en general sólo usa al dirigirse a las comunidades.

¿Empezó el cristianismo con los gentiles que entraron a la comunidad?

En Hechos 11,19, Lucas dice que los que se habían dispersado tras la tribulación originada por la acción contra Esteban, llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. Termina el versículo con esta observación: “sin predicar la Palabra a nadie más que a los judíos”. Aunque continúa en el versículo 20: “Pero había entre ellos algunos chipriotas y cirenenses que, venidos de Antioquía, hablaban también a los griegos y les anunciaban la Buena Nueva del Señor Jesús”.

¿Cómo imaginar mejor una situación en que los judíos grecoparlantes proclaman ante un público grecoparlante no judío a “Jesús como Señor”? En este sentido, Lucas es menos claro. Los que llegaban de Jerusalén no habrían comenzado a hablar en el mercado de Antioquía. Los hombres provenientes de Chipre y Cirene eran judíos, y el lugar natural de contacto, por decirlo así, al que los judíos podían acudir cuando llegaban a una ciudad desconocida, era la sinagoga. Ésta no era un espacio cerrado de culto, que sólo abriera los sábados, sino el centro administrativo y de comunicación de la comunidad judía del lugar. El complejo sinagogal de edificios también tenía cuartos para que los judíos que estaban de paso pudieran alojarse. Por eso, para orientarse en una ciudad extraña y encontrar un primer alojamiento, los judíos se dirigirían naturalmente en primer lugar a la sinagoga.

Esto también se ve en Hechos, cuando se habla de Pablo. Al entrar a una ciudad, lo primero que hace siempre es ir a la sinagoga. No se trata de un esquema lucaniano, sino que surge del mismo ambiente histórico-social. Los creyentes en el Mesías que, desde Chipre y Cirene, llegaban a Antioquía, seguramente se dirigían en primer lugar a la sinagoga. También iban allí en el Shabbat, y “lo que llenaba sus corazones desbordaba por su boca”. Proclamaban a Jesús como Mesías advenido y erigido en Señor por Dios. Habían empezado los últimos tiempos, que pronto se harían manifiestos, y Dios colmaba ya a los bautizados en el nombre de Jesús con su Espíritu, prometido para el final de los tiempos. Esta proclamación puede haber estado apoyada por elementos carismáticos y milagrosos.

Su auditorio no estaba compuesto únicamente por judíos. En las comunidades judías del mundo mediterráneo había también simpatizantes no judíos que adoptaban parcialmente, y en grados diversos, costumbres judías, y participaban en la vida judía, y especialmente también participaban, en la medida de lo posible, en los servicios del Shabbat. En el Libro de los Hechos se los define como “temerosos de Dios”. No es un invento de Lucas: realmente existieron, como lo prueban algunas inscripciones.

Los “temerosos de Dios” en el ámbito de las sinagogas

Además, existía en el mundo antiguo una actitud negativa hacia el judaísmo, que puede resumirse, en el período grecorromano, en el reproche de que los judíos mostraban “animosidad hacia la totalidad del mundo civilizado, dirigida contra las personas ajenas a la comunidad”. Puede leerse en Tácito, cómo un romano educado y distinguido veía a los judíos: una extraña mezcla de información y desinformación. Sólo mencionaré su apreciación fundamental: las costumbres religiosas introducidas por Moisés “están en contradicción con las que son comúnmente aceptadas en el mundo. Todo lo que para nosotros es sagrado, para los judíos no lo es; y las cosas que ellos permiten, para nosotros son horribles” (Hist. V 2-5). Como prueba, aduce que se colocó la sagrada imagen de un burro en el Sancta Sanctorum del Templo (4,1). Al finalizar, dice: “El estilo de vida de los judíos es insípido y miserable” (5,5).

La misma actitud hacia el judaísmo aparece en Juvenal. Pero en su 41ª sátira, también expresa el otro aspecto: el atractivo del judaísmo sobre una parte de la sociedad grecorromana. En un contexto que describe la mala influencia de los padres depravados sobre sus hijos, que se vuelven aún peores, escribe:

“Algunos de los que tienen un padre que honra el Shabbat, rezan solamente a las nubes y a la divinidad del cielo, creen que la carne humana no es diferente de la carne de cerdo de la que se abstenían sus padres, y pronto también se hacen cortar el prepucio. Acostumbrados a menospreciar las leyes romanas, estudian rigurosamente la ley judía, la cumplen y la temen, exactamente como se las entregó Moisés en el misterioso Rollo: para no mostrar el camino a nadie fuera de los seguidores del mismo culto, para llevar sólo a los circuncidados hacia las fuentes buscadas. De modo que la culpa es del padre, que el séptimo día era un holgazán y no participaba en absoluto de la vida económica”.

Aquí vemos, desde el otro lado, una clara diferencia entre los temerosos de Dios y los prosélitos, y cómo uno puede llevar al otro. El padre observa el Shabbat y no come cerdo; los hijos se circuncidan y aprenden los mandamientos judíos.

Junto a la enemistad hacia los judíos, también existía, pues, la atracción que ejercía el judaísmo sobre algunos sectores de la sociedad no judía. Se debía, sobre todo, a dos factores: el monoteísmo y la elevada ética judía. Ambas cosas aparecen en el texto de Juvenal. “Rezan solamente a las nubes y a la divinidad del cielo”. “Las nubes” forma parte de la polémica de Juvenal, o bien es una mala interpretación del uso judío de “cielo” como una manera de referirse a Dios. Con respecto a la ética, se menciona el estudio de la ley judía. Para Juvenal, era casi inevitable que el hijo de un temeroso de Dios se volviera prosélito. Sin embargo, esto, que seguramente ocurría, difícilmente fuera la regla. Había buenas razones para que los temerosos de Dios, incluso en la segunda generación, no se convirtieran al judaísmo.

Podría legítimamente preguntarse: si el judaísmo era atractivo para esa gente, ¿por qué no se convertían? Por el lado judío, esa posibilidad siempre permanecía abierta. La conversión completa al judaísmo atraía más a las personas de las clases bajas, que no estaban tan integradas socialmente y podían ganar mucho convirtiéndose y participando en el sistema social de la comunidad judía, que estaba muy bien desarrollado en comparación con el ambiente antiguo. Pero las personas de mejor posición encontraban algunos inconvenientes para dar ese paso. Al final de la cita de Juvenal sobre el padre culpable, una traducción más precisa sería: “que el séptimo día permanecía ocioso, y no participaba en abosiluto de la vida”. Imaginemos a un comerciante que cerrara su tienda cada siete días. ¿Cómo reaccionarían sus clientes? Imaginemos al dueño de un taller que mandara a sus obreros a casa el sábado, o que no tomara parte en las reuniones gremiales anuales del restaurante del templo. ¿No sería marginado? Así que era preferible no dar ese último paso, sino permanecer en la condición de simpatizantes y ser flexibles hacia las demandas de la sociedad no judía. Entonces se mantenían como simpatizantes bienintencionados de la comunidad judía. Se sentaban, por así decir, en la segunda fila: adoptaban en algunos aspectos el modo de vida judío (que indudablemente podía desarrollarse con diferentes grados de intensidad), participaban de la vida sinagogal, especialmente, en la medida de lo posible, en el encuentro del Shabbat, y a veces sostenían a la comunidad con dinero y ofrecían su influencia ante la administración municipal o la administración de la provincia romana en casos de conflicto o lo que fuera del interés de la comunidad judía.

Algunos de estos aspectos pueden hallarse en la descripción del centurión Cornelio en Hechos 10,2. Él era un hombre “devoto y temeroso de Dios, como toda su familia, daba muchas limosnas al pueblo y continuamente oraba a Dios”. Según el Evangelio de Lucas, unos ancianos de los judíos le piden a Jesús que cure al siervo enfermo de un centurión; dicen de él: “Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo y él mismo nos ha edificado la sinagoga” (Lc 7,4-5).

Los “temerosos de Dios” como destinatarios de la proclamación mesiánica

Estas personas formaban parte del auditorio cuando los hombres de Chipre y Cirene proclamaban el mensaje mesiánico con el entusiasmo del espíritu de los últimos tiempos en la sinagoga de Antioquía. Esta prédica tuvo éxito entre muchos miembros de la comunidad de la sinagoga y simpatizantes no judíos. Pero no sin controversias.

En este punto, en el que describe la formación de las primeras agrupaciones de judíos y no judíos, Lucas es tan poco preciso que ni una sola vez menciona el lugar de la proclamación, la sinagoga; y entonces tampoco nos cuenta nada sobre las discusiones que allí tuvieron lugar, probablemente porque en el comienzo de esta evolución desea pintar un cuadro armónico y sin conflictos. Más adelante, describe repetidamente los vehementes debates que se producen en las sinagogas durante las presentaciones de Pablo. Una parte de la congregación, la más pequeña, da crédito a la proclama mesiánica; la mayor parte no lo hace. Lucas no dice nada sobre las razones de esta falta de aceptación. Consistirían principalmente en el hecho de que la venida del Mesías estaba vinculada por cierto con su señorío mesiánico y el establecimiento del reino mesiánico: y obviamente la transformación del mundo en su conjunto no era en absoluto visible. Este conflicto surgido en la comunidad sinagogal hizo que la fracción más pequeña formara su propio grupo.

¿Cómo podía ser de otro modo al principio en Antioquía? En este grupo, soplaba un nuevo espíritu de unidad, que iba más allá de las fronteras. Los miembros no judíos ya no se veían limitados a la segunda fila como simpatizantes, sino que eran miembros iguales de la primera fila. “Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer”, escribe Pablo en Gálatas (3,28), transcribiendo una expresión que le había sido transmitida. Es la experiencia del primer grupo formado en Antioquía.

Aquí surge algo nuevo. Un espíritu que supera las fronteras reúne a judíos y no judíos, personas de diferentes nacionalidades y clases sociales opuestas, hombres y mujeres, y los agrupa en una nueva unidad, en la que se encuentran como iguales. Los miembros judíos se autodefinían, por supuesto, como judíos que habían encontrado a su Mesías. Pero ¿cómo se autodefinían los miembros no judíos? Ellos creían en el Dios de Israel y en su Mesías Jesús. Pero no por eso se habían vuelto judíos, sino que seguían perteneciendo a las naciones, eran gentiles. Y ya no eran simplemente huéspedes apreciados y bienvenidos de la comunidad judía, sino que convivían como iguales en un mismo grupo con los judíos. Los temerosos de Dios formaron un grupo bien preparado de destinatarios para la proclamación mesiánica dentro del mundo no judío. Lo que les atraía del judaísmo -el monoteísmo y la ética- existía también en ese grupo. Lo que les impedía tener plenos derechos iguales ya no regía.

Tampoco con el grupo formado por judíos y no judíos empieza el cristianismo

El establecimiento de un grupo de judíos y no judíos todavía no constituye el comienzo del cristianismo, sino sólo una precondición para ello. La prueba de que no es el comienzo es que el grupo sigue manteniendo su vínculo con la sinagoga como algo natural. Podemos dar tres ejemplos:

  1. Como dijimos antes, Pablo visitaba permanentemente las sinagogas. Por consiguiente, también estaba sujeto a los castigos sinagogales, y sufrió, en cinco oportunidades, según 2 Cor 11,24, “cuarenta azotes menos uno”. Pero esto significa que su tarea también era considerada por los representantes de las comunidades judías como un problema interno de la sinagoga.
  2. De acuerdo con Hechos 19, 9, el trabajo de Pablo suscitaba controversias intrasinagogales, y el resultado fue que él se alejó de la sinagoga y comenzó a enseñar “en la escuela de Tirano”. Este alejamiento no representa la formación de una nueva “asociación”, sino que significa que Pablo renuncia a predicar el nuevo “camino” en el espacio público de la sinagoga. Su auditorio de la escuela de Tirano es el mismo que el de la sinagoga, es decir, en primer lugar los judíos, y en segundo, los “griegos”, expresión por la que Pablo se refiere, en este contexto, a los temerosos de Dios. Es decir que Pablo establece un bet midrash, una escuela judía, en la escuela de Tirano.
  3. Según Hechos 18,2, Pablo se encuentra con un judío llamado Aquila y su mujer Priscila, originarios de Ponto, que habían llegado de Italia a Corinto inmediatamente antes que Pablo. La razón que se da para este viaje es que el emperador Claudio había expulsado de Roma a los judíos. Suetonio también cuenta esto: “Expulsó de Roma a los judíos, que provocaban alborotos continuamente a instigación de Cresto” (Claudio, 25). No hay duda de que esos disturbios eran causados por la proclamación de Jesús como Mesías (christos: transformado en latín en “Chrestus) en la sinagoga de Roma. Lucas no dice que Priscila y Aquila hayan creído en Jesús a través de Pablo: ya eran creyentes en Roma. Dos años más tarde, se establecieron en Éfeso. Allí conocieron a un judío alejandrino de nombre Apolo, que también creía en el Mesías, pero gracias a otras influencias. ¿Dónde lo conocieron? En la sinagoga. De manera que a pesar de los conflictos que habían tenido en Corinto, en Éfeso naturalmente permanecieron también en el ámbito de la sinagoga.

Los grupos con fe en el Mesías: ¿judaísmo con entrada a mitad de precio?

La mayoría judía de las sinagogas de la diáspora seguramente observaba a los primeros grupos de creyentes en el Mesías con falta de comprensión, pero también con preocupación. Escuchemos cómo habla -en ficción, pero con bastante probabilidad- uno de los dirigentes de la comunidad judía de Éfeso:

“Lo que está pasando en nuestra comunidad me quita el sueño. Temo que la fiebre mesiánica se propague cada vez más -¡Dios no lo permita!- como una enfermedad infecciosa. Todo lo que dicen sobre el Mesías, toda esa excitación, seguramente no escapa a los espías romanos: esto hará recaer sospechas sobre la administración de la provincia y a nosotros sólo nos traerá problemas. Y sobre todo, ¡pensar que un tal Jesús colgado hace veinte años por los romanos pueda ser el Mesías es simplemente ridículo! Y si lo fuera, ¿dónde está el reino mesiánico? ¿Acaso algo cambió? Esto que sucede en nuestra comunidad es simplemente absurdo y nocivo. Nuestros amigos gentiles, los temerosos de Dios, son los más propensos a caer en esto. Y si tratamos de establecer con ellos relaciones claras, se alejan de nosotros y se reúnen en sus casas particulares con los que están contagiados de mesianismo. Allí entregan las donaciones que solían darnos a nosotros. Lo que les ofrecen los predicadores mesiánicos es una entrada al judaísmo a mitad de precio. No es ni chicha ni limonada. Algo así nunca puede agradar al Altísimo, Bendito sea. Si realmente quieren formar parte de nuestra comunidad, deben hacer todo lo necesario y convertirse a nosotros, como corresponde, con todas las consecuencias. Y además, los nuestros dejan de ser verdaderos judíos cuando están con ellos en sus casas. Allí hacen la vista gorda y no se fijan de dónde proviene lo que comen.”

Este punto de vista era compartido también por los judíos creyentes en el Mesías que residían en la tierra de Israel cuando oían lo que pasaba en Antioquía y otros lugares. En Hechos 15,1, Lucas relata: “Bajaron algunos de Judea que enseñaban a los hermanos: ‘Si no os circuncidáis conforme a la costumbre mosaica, no podéis salvaros’.” Esas personas representaban el concepto judío tradicional sobre la relación entre el pueblo de Dios y las naciones (gentiles), también con respecto a la redención mesiánica que había iniciado Jesús y que, según esperaban, se manifestaría pronto en plenitud. La pertenencia plena al Dios de Israel y la participación en la redención de Israel sólo son posibles para los no judíos si se integran a Israel. Por lo tanto, deben volverse prosélitos: los hombres por medio de la circuncisión y la inmersión en agua, y las mujeres, sólo por la inmersión. El resultado es la integración plena al pueblo de Israel, con todos los derechos y todas las obligaciones. De acuerdo con esto, en su presentación del Concilio apostólico, Lucas hace decir a “algunos de la secta de los fariseos que habían abrazado la fe”: “Es necesario circuncidar a los gentiles y mandarles guardar la Ley de Moisés” (Hch 15,5). Esto muestra una vez más que según la conciencia de los participantes, estas eran discusiones judías internas.

El Concilio apostólico de Jerusalén

Este conflicto lleva al llamado Concilio apostólico de Jerusalén, en el que Santiago, Pedro y Juan representan a Jerusalén, y Pablo y Bernabé, a la comunidad de Antioquía. Pablo menciona dos resultados en la Carta a los Gálatas: a él no le impusieron nada, y esto significaba, según el contexto de la carta, que los no judíos que ingresaban a la comunidad no debían ser circuncidados. Así se reconocía que a través de su predicación, el mundo no judío era llamado al Dios de Israel sin tener que incorporarse al pueblo de Israel. Las autoridades de Jerusalén aceptaron que los gentiles que entraban fueran miembros plenos de la comunidad vinculada a Cristo, sin tener que hacerse judíos. Para llegar a este reconocimiento se requerían argumentos teológicos convincentes. En Gálatas 2,3, Pablo sólo se refiere al griego Tito, a quien había llevado a Jerusalén como un objeto de demostración, por así decir. Éste seguramente se mostró como una persona muy espiritual. Porque la convicción común básica de todos los creyentes en el Mesías era que ahora, en el fin de los tiempos, Dios otorgaba su espíritu a todos los que respondían a la proclamación de Cristo. Y ese espíritu alcanzaba también a los miembros de las naciones: así lo ilustra la historia del centurión Cornelio (Hch 10, 45-47), así lo vivió en los comienzos la comunidad de Antioquía; y así lo experimentaron Pablo y Bernabé en su tarea misionera. Y si el mismo Dios actuaba de ese modo, si Dios confería su espíritu a los gentiles a través de la proclamación de Cristo, los reclamaba y los “santificaba”, ¿podía escamoteárseles a Dios, por decirlo así, y declarar que esa gente necesitaba la circuncisión para estar plenamente integrados a Israel, y lograr así una relación plena con Dios? Este punto de vista puede combinarse con textos bíblicos sobre la llegada de las naciones a Sión en el final de los tiempos. Esos textos dicen que los gentiles aprenden de la Torah, no hablan de circuncisión (cf. Is 2,2-5; Mi 4,1-5). En Hechos 11,17, Lucas escribe que Simón Pedro dijo a sus colegas de Jerusalén, que lo criticaban: “Por tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?” Al oír esto los de Jerusalén se tranquilizaron.

Según Gálatas 2,10, Pablo asumió la tarea de hacer una colecta entre los nuevos grupos de creyentes en el Mesías para la comunidad de Jerusalén. En ese caso, no era una cuestión de simple caridad. Esa colecta era una expresión material del hecho de que las naciones llegaban al Dios de Israel. Lo que las promesas bíblicas esperan para el fin de los tiempos -que las naciones lleven sus ofrendas a Jerusalén (Is 60,3-5)- ya empezó a suceder y se manifiesta en esa colecta.

Pero pronto pudo verse que no todos los problemas se habían resuelto con las decisiones del Concilio apostólico. ¿Cómo se regularía la convivencia de judíos y no judíos en las comunidades? ¿En términos judíos o no judíos? Ya hemos visto que en esos días iniciales los judíos de Antioquía y de otras partes, que estaban en contacto con no judíos, vivían parcialmente su identidad. Cuando Simón Pedro llega a Antioquía, al principio actúa exactamente de la misma manera. Sin embargo, ante una intervención de Santiago, se vuelve atrás, con todos los demás judíos. Sólo Pablo no lo hace. Se produce una vehemente discusión, que no llega a dirimirse. Escuchemos una conversación ficticia, pero no totalmente improbable, de Santiago con, digamos, Iehuda, desarrollada en Jerusalén, y que pudo producir su intervención en Antioquía:

Iehuda: Santiago, Santiago, desde Sukkot se oye decir en Jerusalén que algunos de los nuestros predican en Antioquía abandonar los mandamientos que nos dio Moisés, y que ellos mismos no los observan. Aquí en Jerusalén, y en la tierra de Israel, por supuesto los respetaríamos, pero en cuanto salimos del país, los olvidamos. Así queda claro a qué lleva esa histeria mesiánica. Hasta dicen que Simón Pedro comió cerdo cuando estuvo en Antioquía.


Santiago: ¿Tu lo crees?


Iehuda: No lo sé. Seguramente se exagera mucho. Pero lamentablemente algo hay. Hice averiguaciones con gente de nuestro pueblo que viaja mucho. Según ellos, no es cierto que nuestros hermanos y hermanas no respeten los mandamientos que nos dio Moisés. Pero cuando se reúnen con nuestros hermanos y hermanas gentiles en sus casas, parecen olvidar su judaísmo. No preguntan qué les sirven en la mesa: todo les da lo mismo. Fuimos demasiado condescendientes en la Conferencia. Debimos haber exigido que los no judíos se circuncidaran. Entonces las cosas habrían estado claras: viviríamos a la manera judía, como debe ser. Pero ahora hay una zona gris, y ya vemos qué resulta de ello. Cuando a los gentiles se les da el dedo meñique, toman todo el brazo. Y esto no ayuda a nuestra reputación entre nuestros compatriotas aquí en Jerusalén.


Santiago: Creo que no tienes razón. Lo que dijeron aquí Pablo y Bernabé fue bastante convincente. Y recuerda a ese griego, Tito, con qué fuerza de espíritu alababa a Dios. No, no podemos volver atrás con respecto a la Conferencia. La pregunta es: ¿cómo pueden vivir juntos los judíos y los gentiles? ¿Por qué no atenernos simplemente a la Escritura? Moisés ya escribió sobre esto en su tercer libro. Allí dice qué deben observar los extranjeros que viven en la tierra de Israel, para que podamos vivir juntos. ¿Por qué no observarían también esas reglas los que creen en el Mesías Jesús? Así nuestros hermanos y hermanas podrían vivir con ellos a la manera judía. Entonces no deberían comer carne sacrificada a los ídolos en los templos, ni sangre, ni carne de animales estrangulados.


Iehuda: Santiago, olvidas algo. En otro pasaje, también se prohíben el matrimonio entre parientes cercanos y otras malas conductas. Sólo después está escrito: “Pero vosotros guardad mis preceptos y mis normas, y no cometáis ninguna de esas abominaciones, ni los de vuestro pueblo, ni los forasteros que residen entre vosotros”. Así que deberían observar eso también.


Santiago: Sí, así que debería quedar claro -y esto escribiremos a Antioquía- que no impondremos otras cargas a nuestros hermanos y hermanas de las naciones fuera de estos requerimientos básicos: “abstenerse de carne sacrificada a los ídolos, de todo lo que haya sido estrangulado, de la sangre, y de las relaciones sexuales prohibidas por la Torah”.

¿Convivencia en condiciones judías o no judías?

Este diálogo es ficticio. Pero lo que estaba en discusión no es ficticio. El resultado de esta conversación, que se llamó “decreto apostólico”, se encuentra en Hechos 15,28. Fue impartido y ampliamente aplicado. Se supone que esta fue la causa de la disputa entre Pablo y Pedro en Antioquía. Las exigencias planteadas no eran “condiciones para la salvación”, sino una propuesta pragmática para organizar la coexistencia en términos judíos, no en los términos no judíos aceptados anteriormente. Este argumento fue tan convincente, que todos los judíos de Antioquía abandonaron la práctica anterior, excepto Pablo. Él se opuso decididamente a la idea de que los gentiles tuvieran que cumplir los mandamientos que constituían la singularidad de Israel; y llevó la discusión sobre la convivencia hasta un principio pragmático en el que ningún consenso era posible. Pero en modo alguno se manifestó en contra de la ley, la Torah, como cuestión de principios. En Romanos 8,3-4, dice que el objetivo de la acción de Dios al enviar a Jesús era que “la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el Espíritu”. Y como Rabbi Akiva después de él, y Jesús antes que él, puede resumir la Torah en el mandamiento del amor.

A partir de ese momento, al menos hasta el segundo siglo, existieron dos opciones con respecto a la convivencia entre judíos y no judíos en comunidades con fe en Jesucristo: vivir bajo condiciones judías o no judías. La segunda opción constituye una preparación decisiva para la futura identidad propia diferenciada del judaísmo.

¿Empezó el cristianismo cuando los creyentes en el Mesías fueron llamados “cristianos”?

Lucas escribe en Hechos 11,26: “En Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de christianoi,‘cristianos’.” No se sabe con exactitud cuándo sucedió. Parece improbable que haya sido en la época que Lucas describe en este contexto, cuando Bernabé llevó a Pablo a Antioquía. Está claro que ese título fue impuesto desde afuera: ellos mismos se definían como “discípulos”. De acuerdo con su propia autodefinición, lo que caracteriza a los integrantes de las comunidades que creen en el Mesías es que son alumnos de Jesús, que asisten, por decirlo así, a la escuela de Jesús.

La formación de la palabra christianoi puede explicarse por analogías con el latín. En latín encontramos con mucha frecuencia la combinación del nombre de un hombre con la extensión iani, y esto siempre marca la afiliación de ese hombre a un partido político. Por lo tanto, la designación “cristianos” probablemente haya sido acuñada por las autoridades administrativas de la provincia romana de Antioquía. En el fondo, refleja la aspiración romana de mantener el control sobre todas las agrupaciones, por el temor de que pudieran causar disturbios o revueltas. Ahora observaban las reuniones de judíos v temerosos de Dios fuera de la sinagoga, en casas particulares, donde se hablaba de “Christus”. Entonces los llamaron “cristianos”. La definición externa precede a la interna.

En Hechos, esa designación externa aparece sólo una vez más, en boca de una persona de afuera, y no como una autodefinición (Hch 26,28). Esto excluye la posibilidad de que haya sido ya una autodefinición en el contexto de Lucas. También aparece una sola vez más en todo el Nuevo Testamento, en 1Pe 4,16. Aquí puede verse cómo la designación externa se volvió interna. En el versículo 15, se dice a los oyentes que si son acusados, no debe ser por criminales, ladrones, malhechores, o entrometidos. Pero si se los acusa de ser “cristianos”, prosigue el versículo 16, no deben avergonzarse, sino glorificar a Dios por llevar ese nombre. Por su forma de vivir diferente a la de los demás, y no participar demasiado de la vida que la mayoria consideraba normal, los creyentes en el Mesías eran considerados culpables de todos los males imaginables. Sin embargo, si llegaban a juicio, no podían probarles nada, salvo que eran “cristianos”. Así fue como en un contexto martirológico, una designación externa se volvió interna. Pero tampoco esto constituye el comienzo del cristianismo.

¿Vivir como judíos o como cristianos?

En escritos no neotestamentarios, procedentes del primer tercio del siglo II, puede verse claramente cómo surge una identidad cristiana separada a través de la formación de ritos específicos que contrastan con los ritos exclusivos del judaísmo.

El ayuno

La regla más antigua de la Iglesia que se conserva, la Didaché o “Enseñanza de los doce apóstoles”, estipula en 8,1 que el ayuno no debe practicarse los mismos días en que ayunan “los hipócritas”. “No ayunéis juntamente con los hipócritas, que ayunan el segundo y el quinto día de la semana. Ayunad el día cuarto y el de la preparación que es el sexto”. El lunes y el jueves son los días de ayuno de los judíos. Si dicen que no debe ayunarse junto con “los hipócritas” en esos días, están llamando hipócritas a los judíos como grupo.

La oración

En la sección siguiente, la Didaché también insiste en una práctica conscientemente diferenciada. “Tampoco oréis como los hipócritas, sino como lo enseñó el Señor en su Evangelio” (8,2). Luego se transcribe la Oración del Señor, y se hace la siguiente exhortación: “Orad así tres veces al día” (8,3). Los judíos rezan las Dieciocho Bendiciones tres veces al día. No deben ser menos, como tampoco son menos los días de ayuno. Pero la diferencia se expresa ahora en una plegaria distinta. Hay cierta ironía en el hecho de que la Oración del Señor, que es también una plegaria profundamente judía, sea tomada como una marca distintiva en confrontación con las Dieciocho Bendiciones.

La celebración dominical

El origen de la celebración dominical permanece oscuro. Como día de la resurrección de Jesús, el primer día de la semana probablemente ya tuvo importancia en un período temprano. Pero de ninguna manera representaba automáticamente una competencia con el Shabbat. Tampoco aparece en la Didaché como una oposición explícita al Shabbat. En 14,1 sólo se dice: “En el día del Señor reuníos y partid el pan, y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro”. Sin embargo, en su Carta a los Magnesios, Ignacio de Antioquía (9,1) presenta la celebración del Shabbat y la vida según el Día del Señor como contrarios. Esto también ocurre en la Epístola de Bernabé (15,8).

Cada uno de estos puntos puede parecer de poco peso, pero tomados en conjunto, muestran que se producen acciones tendientes a diferenciarse de la identidad judía. Como miembros de una comunidad en la que regían tales acciones, los judíos se veían forzados a practicar su piedad en formas decididamente antijudías. Esto significa que una comunidad de esta clase, que construía su identidad directamente en antítesis con el judaísmo, sólo podía ser una comunidad no judía, independientemente del hecho de incluir miembros judíos de nacimiento, o de su número.

Ignacio de Antioquía, a quien hemos mencionado porque opone el “Día del Señor” al Shabbat, señala en su obra el contraste entre “vivir de acuerdo con el cristianismo” y “vivir en forma judía” (Magnesios 10,1-3). Esto anticipa ya un modelo de sustitución del judaísmo por el cristianismo. “El cristianismo -escribe- no creyó en el judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo, en el cual toda lengua que creyó fue reunida” (ibid).

Exhorta a eliminar lo que pertenece a lo viejo (es decir, al judaísmo), con una referencia explícita a la costumbre judía de desechar la levadura en Pésaj: “Así que desechad la mala levadura, que se puso vieja y agria, y volvéos hacia la nueva levadura, es decir, Jesucristo” (10,2; cf. Filadelfios 6,1). En estos pasajes, Ignacio presenta el uso más antiguo del término “cristianismo” que ha llegado hasta nosotros. Este concepto surge en primer lugar cuando la comunidad creyente en el Mesías se autodefine como antijudía, y se convierte así en la Iglesia de los gentiles. De acuerdo con esto, el término “cristianismo” aparece aquí directamente opuesto a “judaísmo”.

En un pasaje de la carta de Bernabé, podemos ver quizás el motivo que impulsa esta demarcación, cuando afirma que no quiere que los cristianos aparezcan como los que “se agregaron después”. Haberse agregado después era visto, evidentemente, como un defecto.

Las cartas de Ignacio y Bernabé revelan que en su tiempo todavía había creyentes en el Mesías -incluso no judíos- que vivían a la manera judía. Eso era lo que ellos rechazaban vehementemente. Sus deseos aún no constituían la práctica general, pero ya existía una tendencia en ese sentido. Todavía se sentían los efectos de la pregunta irresuelta del primer siglo, tal como se había expresado en la discusión de Antioquía. Pero Pablo, que había representado la opción de las condiciones no judías para la vida corriente de los judíos y no judíos creyentes en el Mesías, seguía siendo consciente del vínculo con el judaísmo. Para él, una opción entre judaísmo y cristianismo habría sido inimaginable. Ahora era diferente. ¿Por qué? Presumo que se debió simplemente al éxito del modelo paulino. El número de creyentes gentiles en el Mesías aumentaba cada vez más en las comunidades, hasta que fueron predominantes. Las prácticas religiosas judías eran cada vez menos frecuentes en la vida cotidiana, y por lo tanto, se sentían extrañas. En mi opinión, la formación de ritos religiosos propios de la comunidad, diferenciados de los del judaísmo, fue más importante para definir una identidad separada que la cristología. Sin duda, ésta también desempeñó un papel, especialmente después del año 70, y en menor medida, antes, como lo muestra el ejemplo del grupo de creyentes en el Mesías de Jerusalén. Cuando en el período posterior al año 70, después de perder el Templo, el judaísmo se reconstituyó bajo la dirección farisaico-rabínica, buscando una integración más amplia para sobrevivir, no podía permitirse ninguna desviación, y el vínculo exclusivo con el Mesías Jesús actuó como divisorio. Por eso los creyentes en el Mesías fueron considerados y tratados cada vez más como herejes. Pero aún más decisivo fue el proceso de la formación de una identidad separada en la práctica de ciertos ritos.

El defecto de nacimiento del cristianismo

Si fuera cierto -y los fenómenos observables así lo indican- que “el nacimiento del cristianismo” es anunciado con el primer uso que conocemos del término “cristianismo” por parte de Ignacio de Antioquía, el cristianismo tendría un defecto de nacimiento: ser antijudío. Y así se comportó en la práctica durante siglos. Desde esta perspectiva, pareciera que estamos frente a un defecto de nacimiento irreversible, ya que los defectos de nacimiento sólo pueden ser eliminados, si ello es posible, con dificultad y muy excepcionalmente.

Este defecto de nacimiento no habría podido ser eliminado si la Iglesia hubiese continuado en la dirección señalada en la Carta de Bernabé, si le hubiese quitado al pueblo judío la Biblia judía en el tiempo de Cristo, o si, como quería Marción, hubiese rechazado esa Biblia judía y al Dios que proclama. Pero no lo hizo, sino que conservó la Biblia judía como su propia escritura canónica y fundacional. Y la segunda parte de su Canon, es el Nuevo Testamento, una colección de textos escritos en su mayoría, si no en su totalidad, antes de separarse del judaísmo, y por lo tanto, dentro de un contexto judío: forman parte del mundo judío. De esta manera, la Iglesia exclusivamente gentil es permanentemente cuestionada por el Canon que ella misma se otorgó.

Con sus bases escriturales, la Iglesia es orientada hacia Israel como su raíz, y permanece unida a él. Según el Nuevo Testamento, la comunidad creyente en el Mesías es una comunidad compuesta por “judíos y gentiles”. Por supuesto, esto era también así para Pablo. Pero lamentablemente, con el correr del tiempo, su opción -la convivencia en condiciones no judías- llevó a que esto no fuera así. Las pérdidas y las ganancias pueden verse claramente por medio de un juego mental: ¿qué habría ocurrido si a la larga hubiera triunfado la opción del decreto apostólico? En lo que concierne a su crecimiento cuantitativo, la Iglesia no habría tenido tanto éxito, y probablemente nosotros no estaríamos sentados hoy aquí. Pero en cambio habría vida judía en esta comunidad, por la presencia de judíos que vivieran su judaísmo junto con la mayoría de su pueblo. Una comunidad así nunca habría podido volverse antijudía, nunca habría definido su identidad en oposición al judaísmo. El precio del éxito es el antijudaísmo. Pero si ya no existe, de hecho, vida judía dentro de la Iglesia, ¿cómo puede conformarse y expresarse su relación fundamental con Israel? ¿Quiénes somos como Iglesia de Jesucristo con respecto a Israel?

Durante siglos, la Iglesia gentil disimuló este problema con su poder, llamándose a sí misma “el verdadero Israel”. Esto tuvo terribles consecuencias para la existencia del pueblo judío. Después de Auschwitz, la Iglesia ya no quiere vivir en el exceso antijudío. Pero creo que sólo podrá lograrlo en una forma duradera si está dispuesta a ver y reconocer su defecto: que sólo es, en la práctica, una Iglesia de gentiles. La única manera en que podrá vincularse a Israel como su raíz es buscar una nueva relación con el judaísmo que existe fuera de ella, y encontrarse con los hermanos carnales de Jesús en una forma tal que ya no les haga daño.

Yo creo que debemos aceptar con toda modestia y enorme gratitud el papel que el autor de la carta de Bernabé rechazaba tan enfáticamente: ser los que se agregaron después. Los cristianos de la Iglesia provenientes de la gentilidad pueden aceptar y confirmar que llegaron al Dios único, el Dios de Israel, como aquellos a quienes Pablo exhortaba: “¡Gentiles, regocijaos juntamente con su pueblo!” (Rm 15,10).

Editorial remarks

Conferencia pronunciada en ocasión del Kirchentag Ecuménico, Berlín 2003. Fuente: Begegnungen. Zeitschrift für Kirche und Judentum, Nr. 3, 2003.<brTraducción: Silvia Kot