“Como en el agua un rostro refleja otro rostro, así el corazón de un hombre refleja el de otro hombre.”
(Proverbios 27, 19).
Escribimos como eruditos judíos, líderes religiosos y practicantes del diálogo judeo-cristiano desde hace mucho tiempo, en Israel, América y Europa, para recordarles a nuestros hermanos y hermanas de la Iglesia Católica “los vínculos con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la estirpe de Abraham” (Nostra Aetate 4), en un tiempo de angustia y aflicción para los judíos de todo el mundo.
El 7 de octubre, Hamás, la Yihad Islámica y no pocos civiles gazatíes cometieron una masacre en el sur de Israel. Aproximadamente 1200 civiles fueron asesinados, entre ellos mujeres, niños y bebés, discapacitados y sobrevivientes del Holocausto. Los terroristas maltrataron cadáveres, quemaron familias enteras, violaron brutalmente a mujeres y cometieron otras atrocidades que la mano vacila en escribir. Alrededor de 240 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados y permanecen todavía como rehenes de Hamás. Esta masacre fue el ataque más horrible contra los judíos desde el Holocausto. Fue un pogromo en toda regla, del tipo que todos esperábamos que ya no fuera posible.
El crimen genocida de Hamás, perpetrado en suelo que es territorio israelí establecido desde 1948, fue celebrado por muchas personas de todo el mundo y justificado como un acto legítimo de resistencia por la liberación palestina. Cuando Israel respondió entrando en Gaza para recuperar a sus rehenes y defenderse de la amenaza existencial de Hamás, así como de Hezbolá, Irán, los hutíes de Yemen y sus aliados y partidarios en todo el mundo, la culpa de la masacre y de la guerra se dirigió cada vez más hacia todos los judíos colectivamente. Muchos han ido mucho más allá de los límites de la crítica política contra la política israelí, manifestando su protesta contra el derecho de Israel a existir y alineándose con las intenciones de Hamás de destruir a Israel. La oleada mundial de ataques contra los judíos desde el 7 de octubre -incluidos asesinatos, agresiones físicas, amenazas, acoso y vandalismo- constituye la peor oleada de antisemitismo desde 1945.
Esta situación hace temblar el suelo bajo nuestros pies. Al gran dolor por las vidas que fueron arrebatadas se une un sentimiento de profunda soledad y una pérdida de confianza en la posibilidad de una vida segura y libre en el Estado soberano de Israel y en otros lugares. Sobre todo, los acontecimientos provocan entre nosotros una gran preocupación por nuestro futuro. El 7 de octubre quedará marcado para siempre en la memoria judía. Las implicaciones de este terrible día afectarán nuestro sentido de quiénes somos, cómo nos entendemos a nosotros mismos y nuestras relaciones con los demás, de maneras que ni siquiera hemos comenzado a imaginar.
Reconocemos con gratitud que Su Santidad, así como algunos cardenales y obispos, se han expresado sobre esta cuestión en varias ocasiones reiterando su renuncia al antisemitismo y afirmando el derecho de Israel a defenderse. También compartimos el dolor de la Iglesia por los civiles palestinos que cayeron bajo el dominio de Hamás en contra de su voluntad y fueron asesinados como consecuencia de la guerra sin haber cometido ningún crimen. Como subrayó Su Santidad el 8 de octubre, “toda guerra es una derrota” (Oración del Ángelus), y el costo más trágico de la guerra es la pérdida de vidas inocentes. Comprendemos también que la Iglesia trate de mantener la neutralidad política sobre la guerra de Oriente Medio, en la que están involucradas tantas potencias, por consideraciones diplomáticas.
Sin embargo, nosotros, judíos de diversas posiciones políticas, pertenencias nacionales y orígenes religiosos, no nos dirigimos a ustedes ahora como diplomáticos o políticos. La crisis a la que nos enfrentamos trasciende la política. Ochenta años después del Holocausto, las amenazas a las que se enfrentan los judíos vuelven a ser verdadera y llanamente existenciales. Por eso, le pedimos a la Iglesia que sea “consciente del patrimonio común con los judíos e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica” (Nostra Aetate 4). Este compromiso, asumido por primera vez en 1965 y afirmado por la Iglesia una y otra vez, no debe ser dejado de lado en tiempos de crisis, sino todo lo contrario.
Poniendo nuestra confianza en “el fuerte lazo de amistad que liga a judíos y católicos” (Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos, “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables”, 2015) que cultivamos desde hace décadas, le pedimos a la Iglesia que actúe como un faro de claridad moral y conceptual en medio de un océano de desinformación, distorsión y engaño; que distinga entre la crítica política legítima a la política de Israel en el pasado y en el presente, y la negación odiosa de Israel y los judíos; que reafirme el derecho de Israel a existir; que condene inequívocamente la masacre terrorista de Hamás destinada a matar al mayor número posible de civiles y que distinga esta masacre de las víctimas civiles de la guerra de autodefensa de Israel, por trágicas y desgarradoras que sean.
Recordando el “ferviente deseo de justicia” de la Iglesia y su firme compromiso “para que el mal no prevalezca sobre el bien, como sucedió con millones de hijos del pueblo judío” (Discurso del papa Juan Pablo II con motivo de una conmemoración de la Shoá, 7 de abril de 1994, 3), pedimos la intervención de la Iglesia para garantizar que a “las semillas podridas del antijudaísmo y del antisemitismo jamás se les debe permitir echar raíces en ningún corazón humano” (Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos, “Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoá”, 1998). Puesto que recordar “es una condición para un futuro mejor de paz y fraternidad” (Papa Francisco, “Discurso en la audiencia general del Día de la Memoria del Holocausto”, 2021), llamamos a los fieles católicos a unirse a nosotros en el recuerdo de las víctimas de la masacre del 7 de octubre, a abogar por la liberación de los secuestrados y rehenes, y a reconocer la vulnerabilidad de la comunidad judía en este momento.
Sobre todo, llamamos a nuestros hermanos católicos a tender una mano solidaria a la comunidad judía de todo el mundo, en el espíritu de la “auténtica fraternidad de la Iglesia con el pueblo de la Alianza'” (Papa Juan Pablo II, Oración en el Muro Occidental, 2000), esa alianza de la que la Iglesia Católica ha enseñado que “nunca ha sido revocada por Dios” (cf. 1 Romanos 11, 29).
Firmantes iniciales:
Karma Ben Johanan, Ph.D, Jerusalem
Malka Zeiger Simkovich, Ph.D, Chicago
Rabbi Jehoshua Ahrens, Ph.D, Frankfurt/Bern
Rabbi Yitz Greenberg, Ph.D, Jerusalem
Rabbi David Meyer, Ph.D, Paris/Rome